12
LA FUGA POR SAN VALENTÍN
PACO NO QUIERE CANTAR
Don Pedro el de Zaragoza era un buen funcionario de prisiones allá en el destacamento de Fuencarral. Además de buen funcionario, era buena persona y le gustaba ayudar a los presos en lo que podía.
Los fines de semana, cuando a don Pedro el de Zaragoza le tocaba guardia, le gustaba mucho reunir a los santanderinos para que cantaran montañesas. Opinaba que la gente de la Montaña cántabra tenía un no sé qué para el canto, un sentimiento que si bien no se podía igualar a una buena jota, resultaba muy bello. Además, hacía tiempo que el buen funcionario había descubierto que entre aquellos cántabros broncos, pero buena gente, había un tipo grandullón que cantaba bien. Se llamaba Paco Bedoya, era ya un preso de confianza y un excelente ebanista. Un buen mozo que si seguía así, pronto estaría en la calle.
ELIZALDE: Un sábado, don Pedro me dijo:
—Pepe, ve a buscar a Paco para que se venga a cantar las montañesas.
Yo me fui a por él. Sabía que estaría tirado sobre la cama, leyendo o escribiendo a la novia o a su madre.
Paco, venga, que está don Pedro esperándonos para cantar…
Pero aquella noche no sé qué tenía Paco que no quería cantar.
—Dile que me duele mucho la cabeza, que no puedo cantar.
A Francisco Bedoya le cambió el gesto, la mirada, la expresión de los ojos.
Se acabaron las charlas con Pepe Elizalde, las bromas con Genio, su amigo el de El Trichorio, que venía a verle a su camastro para tirarse sobre él y deshacérselo. Porque Paco lo estiraba cada mañana con cuidado y a Genio le encantaba gastarle la broma y tirarse encima.
Una noche, poco tiempo después de que Paco se negara a cantar, Pepe Elizalde y el compañero que estudiaba radios aprovechaban el privilegio de tener luz para prepararse los exámenes. Bedoya acababa de tumbarse sobre la cama y abría las cartas repartidas aquel día.
No sé qué carta abrió, no sé qué pasó. Estábamos de espaldas, estudiando, cuando Paco empezó a lanzar unos juramentos…
—¿Qué te pasa, Paco?
No había forma de calmarle, estaba tan rabioso que había roto la foto del crío al intentar romper la carta que había recibido, que tenía con otros papeles. Al rato, cuando se calmó, estaba hecho polvo por el destrozo de la foto del niño.
Le dijimos que había remedio. Pegamos la foto del criuco con papel blanco. También estaba rompiendo todas las cartas y por eso, como la foto estaba entre las cartas, la rompió. Eso era un domingo, y el lunes se escapó.
Después de los juramentos, algo más calmado, le vi que recogía ropa. Me dijo:
—Estoy preparando la ropa para mañana llevársela a la lavandera.
Se llevaba hasta las sábanas. Él llevaba la ropa a casa de una señora de Madrid que tenía el hijo en la Provincial, y Julia, su madre, recogía la ropa del hijo de esa señora y la lavaba en Santander. Así funcionábamos entonces.
Aquel lunes por la mañana temprano, como cada día, los camiones recogieron a los presos para hacer la ruta. Dejaban a cada hombre en su tajo de trabajo correspondiente. Francisco Bedoya participaba entonces en las obras del hotel del Negro, en el norte de la Castellana.
Se trataba de un hotel que había que tirar abajo para hacer la glorieta, y la bronca duró muchos años, porque las gentes que vivían arriba no querían marcharse. Mi camión dejaba allí ocho o nueve a trabajar. Uno de ellos era Paco. Luego volvíamos a recogerlos por la tarde.
Pero esa tarde Paco no se subió al camión que debía devolverle al destacamento penal de Fuencarral. Aquel día, el funcionario de prisiones de guardia en el hotel del Negro le había buscado un taxi para que se fuera a dejar la ropa para lavar, según le explicó el hombre a Pepe Elizalde. Se trataba del mejor funcionario para los presos, don Pedro.
Don Pedro el de Zaragoza, al que tanto le gustaba oír a Paco Bedoya cantando las montañesas, también comentó al chavalón de Serdio que fuera tranquilo. No, no había prisa hasta la hora de comer. Pero una cosa era no tener prisa y otra cosa que hiciera esperar a todo el grupo que iba al tajo. Llegaron las tres de la tarde, y el de Zaragoza, ya preocupado con la tardanza de Bedoya, levantó el destacamento y se volvieron para Fuencarral.
ELIZALDE: Nunca más le volvía ver, porque Paco no volvió. Yo, la verdad, pensé: «Jo, Paco se va a fugar con el mejor funcionario que tenemos».
Los hombres del resto de los destacamentos, según regresaban a Fuencarral y ponían pie en tierra, fuera del camión, comprendieron que algo anormal pasaba. Todo estaba patas arriba, los guardias y los funcionarios tenían cara de pocos amigos y reinaba un estado de nervios e irritación poco común. Por no hablar de la cara y el disgusto del pobre maño de Zaragoza, que ya veía cómo su carrera de funcionario y su posición, relativamente cómoda en Madrid, se podía ir al traste.
Cuando entramos estaban registrando nuestras camas y nuestros petates. Yo no sabía nada y pregunté al que registraba qué pasaba.
—Cállate la boca. Paco se ha fugado.
Aquella tarde del 13 de febrero no fue el buen funcionario don Pedro quien tuvo que comunicar la noticia de la fuga de Paco Bedoya a los altos cargos. En su lugar, lo hizo el funcionario Rafael Martínez Robles, quien en un comunicado al jefe del destacamento penal decía:
El funcionario que suscribe tiene el deber de participar a Vd. que, en el día de la fecha, sobre las diez y ocho horas de la tarde, se notó en el tajo del hotel del Negro, Madrid, la ausencia del penado de este destacamento Francisco Bedoya Gutiérrez, el cual trabajaba en las citas obras en unión de veintidós reclusos más, comenzando inmediatamente su búsqueda por la pareja de la Guardia Civil de servicio adscrita a este centro y que prestaba servicio en el referido tajo, con resultados infructuosos.
Dios guarde a Vd. muchos años.
Fuencarral, 13 de febrero de 1952.
Fdo. por el funcionario don Rafael Martínez Robles.
Rápidamente comenzaron las investigaciones. Todos los hombres que se habían bajado en el hotel del Negro con Bedoya fueron encerrados en los lavabos, incomunicados, a la espera de acontecimientos. Alguien tenía que haber ayudado a Paco, aunque para entonces, don Feliciano Yuste de Lenn, el director del destacamento ya sabía lo fácil que era escaparse de allí, y más si un tipo abusaba de la confianza que le habían dado.
Con todo, el director de la prisión, disgustado y cabreado consigo mismo, no entendía por qué Bedoya había escogido aquellas fechas y aquel camino. Febrero era un mes frío, desapacible, para planear una fuga. Paco había tenido otras muchas oportunidades de escaparse, incluso cuando iba a arreglarle las puertas de su casa, que, por cierto, se las dejó de museo. Su mujer no se lo iba a creer cuando le dijera que aquel gigantón amable y buenazo que les había arreglado la carpintería de todo el hogar había tomado las de Villadiego. Pero eso era ir demasiado lejos. De momento, don Feliciano tenía que tragarse el sapo de dar aviso a la Guardia Civil, a la Policía, y establecer vigilancia. Después tenía que pensar en cómo salvar el pellejo del pobre Pedro el maño. ¿Demasiado confiado? No. A él le habría pasado lo mismo, pero alguien tenía que cargar con el mochuelo.
Al final, Yuste de Lenn optó por los trámites reglamentarios en aquellos casos. Al atardecer envió un telegrama de tres líneas para el comandante de puesto de la Guardia Civil de San Vicente de la Barquera, dando parte de la fuga «del Bedoya, de veintidós años de edad, natural de Serdio, hijo de Francisco y de Julia. Interesóle su busca y captura», rogaba don Feliciano desde Fuencarral.
ELIZALDE: Todos los compañeros de Paco estaban encerrados. Los que estaban con él en el hotel del Negro y los montañeses del Val de San Vicente. Me puse una toalla sobre los hombros y me fui para los lavabos. Había dos guardias en la puerta que no me dejaron entrar.
—Los van a devolver a la Provincial o a otras cárceles. No sabemos.
Yo les conocía a todos. Sabía que no tenían ni un duro si les iban a trasladar. Por fin conseguí que me dejaran entrar, como si fuera a lavarme, y pude dar el dinero que tenía a Genio y a los demás que estaban allí. Luego trasladaron a dos o tres. Creo que a Victoriano Moreda, el de Portillo, y a alguno más.
Como siempre que había una fuga, las consecuencias se hicieron sentir inmediatamente en el régimen de los demás compañeros, la gente que había estado más cercana a Paco desde que llegó a Fuencarral.
A Genio el de El Trichorio, el hermano de Teófila, aquel tan grande como Paco que le deshacía la cama y se tiraba como un caballón para hablar con Bedoya, no le trasladaron, pero se le acabaron las salidas durante una larga temporada y estuvo mucho más vigilado. El de Luey contaba años después a su hermana y su sobrino cómo Paco, sin querer o queriendo, les hizo la puñeta.
TEÓFILA: A todos los demás presos del Val les cancelaron los permisos, no les dejaron salir más. Yo le pregunté a veces a Genio por el asunto. Paco nunca habló de su fuga con nadie de ellos. Ni se lo imaginaban siquiera.
Pero además de hacerles la puñeta con su fuga, los compañeros de Paco no entendían qué le había pasado. Todo le iba bien, era ya respetado en prisión y, lo más asombroso, como recordaría Pepe Elizalde medio siglo después,
si no se hubiera escapado, habría salido de la cárcel conmigo, el 31 de julio de 1952. Lo habíamos hablado a veces. Para después del verano estaríamos los dos fuera. Nunca entenderé por qué se fugó cuando le faltaba tan poco por cumplir.
La memoria de Elizalde no falla. De acuerdo con el expediente carcelario de Francisco Bedoya y con los diferentes indultos que le fueron aplicados —el juez instructor comandante de infantería, don Mauricio Pargos Aguinaga certifica y acuerda el 27 de enero de 1951 «conceder a Francisco Bedoya Gutiérrez indulto de la cuarta parte de la pena que le fue impuesta, haciéndole aplicación de los beneficios del indulto del Decreto del 9–12–1949»—, más la redención de condena por trabajos, habría salido de prisión ese mismo verano o en el otoño de 1952.
Pepe Elizalde recuerda cómo durante las primeras semanas estuvieron muy pendientes de las noticias de la fuga. La radio contó la huida y rápidamente se tomaron todas las salidas de Madrid, especialmente las del Talgo y los demás trenes que iban al norte. Pero no pudieron dar con Paco.
Si la noticia había conmovido al destacamento de Madrid, en San Vicente de la Barquera y en los pueblos del Val de San Vicente corrió como la pólvora.
—Paco se ha escapado para vengar lo de Las Carrás. Como pille a los que lo hicieron les corta los cojones —osaban murmurar en la bolera de Abanillas, detrás de la iglesia, los más informados.
—Vete a saber. Lo mismo lo que quiere es pillar un barco y largarse a Buenos Aires. Dicen que eso es lo que Leles ha escrito a una aquí. Que en cuanto Paco salga, se va a Argentina con ella y el niño.
—Mal asunto. Consuelo tiene ya todo preparado para marcharse en unos meses. Desde que se fue Tita, no piensa en otra cosa. Le están mandando mucho dinero, por lo que parece.
En la casa del Corral del Medio, Consuelo no sabía qué hacer. Tenía ya todo listo para marcharse en otoño con los cuatro niños, los dos de sus hijas y los dos de ella. Solo faltaba arreglar unos papeles de la venta de la casa a las Mendas. Su madre y su hermana, desde Santander, tenían que ayudarla a acelerarlo todo. Desde que le dijeron que Paco se había fugado estaba muy preocupada. Daba por hecho que el chico aparecería muy pronto por Serdio. Puede que se quisiera llevar a Ismaelín a Francia o a cualquier otro sitio.
Ahora, la madre de Leles y Tita no podía hacer nada por sacar al niño de los brazos de Julia y Teresina. Se lo habían llevado hacía casi tres años. La criatura estaba feliz. Era rubio y muy guapo. Siempre le llevaban limpio y estaba gordito. Era el orgullo de todas las mujeres de Los Coteros, que se habían quedado destrozadas tras el incendio de Las Carrás. Tampoco podía evitar que Leles se enterara. Ahora, cada vez que algún marinero de San Vicente de la Barquera iba a Buenos Aires, Ismael padre y Leles, incluso Tita, quedaban con él para recoger las cartas que les llevaban y enterarse de las noticias de cómo iban todos los asuntos del Val.
EL DISGUSTO DE LELES
Cinco décadas después, sentada en su casa de Buenos Aires, en la calle José Bonifacio, ante una tarta que tomaba con contención y un café, Merceditas San Honorio desgranaba sus recuerdos de entonces en una sobremesa memorable. Sobre la capital bonaerense descargaba otra tormenta que anegaba el patio de atrás de la casa, allá donde cada domingo el hijo mayor, Ismael, hacía la barbacoa, recordaba Agustín padre. En la cocina comedor reinaba la media luz. El ruido de la lluvia sobre el cemento del patio ayudaba a Leles a reflexionar, haciéndose las mismas preguntas que Pepe Elizalde o que los amigos de Paco. Julia hacía algunos años que había muerto. Se fue sin dejar una explicación y los hermanos de Paco, Fidel y Teresina, hacía tiempo que habían optado por enterrar el pasado, sin entender que este siempre resucita si se entierra mal.
Cuando me enteré de que Paco se había ido al monte, me llevé un gran disgusto, una enorme desilusión, le faltaban solo unos meses para salir de la cárcel. ¿Por qué lo había hecho? Yo no entendía nada. Ni aún hoy lo entiendo. Era él, en sus cartas, quien me reconfortaba y me pedía paciencia. Soñábamos con el día en que estaríamos los tres juntos. Él vendría por detrás, aquí, en Buenos Aires, y me taparía los ojos, para luego decirme: «Soy yo, tu Paco». Intenté digerir el golpe, pero fue muy duro, durísimo… Con todo, me escribió todavía varias veces desde el monte, aunque no pude conservar ninguna de esas cartas. Me obligaron a romperlas.
Con las cartas que me escribía después de la fuga teníamos que tener mucho cuidado, más que nunca. Ya no lo hacía con tanta regularidad. Yo sabía que él tenía las cosas muy difíciles, pero esperaba y esperaba. Cada feriado que abrazaba a Maelín, yo sabía que tenía que esperar.
A veces, dentro de todo aquel drama, Paco tenía aún tiempo para decirme que tuviera paciencia y que siguiera siendo formal, como su mujer que era. Todos nuestros planes seguían en pie y él era igual de celoso siempre.
Recuerdo un día en Serdio, cuando éramos felices, en que me prestó su bicicleta para que fuera a ordeñar deprisa a Abanillas y tuviéramos más tiempo para estar juntos. Eran las fiestas de Serdio y yo agarré la bici, fui, ordeñé y volví. Eran tres kilómetros de ida y tres de vuelta. Al volver, dio la casualidad de que entraba en Serdio otro ciclista y Paco ya pensó que venía conmigo, detrás de mí. Yo no había visto al muchacho ese más que en las fiestas de otros pueblos. No sabía ni cómo se llamaba.
Paco se calló al principio, pero luego, en el baile, ese mismo chico estaba bailando cerca de nosotros y empezó la discusión. Paco, con todo lo enorme que era, le cogió de la pechuga, porque al parecer el chico había dicho: «Merceditas, eres un destornillador», pero la cosa no fue a más. Tenía un pronto…, pero luego era un trozo de pan. Fue la vez que más celoso le vi delante de la gente. En privado era muy celoso.
Nunca hablamos de los emboscados. Una vez, en una carta le conté que había tenido un sueño, que le agarraban y le llevaban preso y le pegaban mucho. De verdad, puede que en mi inconsciente yo tuviera alguna pista —lo soñé, en serio, aunque no tenía información—, y él me contestó: «Los sueños, sueños son. Estás pensando en cosas raras. Yo estoy en la cárcel porque quieren que cante algo que no sé».
Recuerdo su pecho, su espalda. Era enorme. Medía un metro ochenta y tantos, o un metro noventa. Al principio, era flaco y menos guapo. Gastaba el número 42 y si había, el 43. Me acuerdo bien, porque tenía unos pies grandes y le oía las pisadas cuando se acercaba. A lo mejor yo estaba trabajando con mi hermana en Pedro Martín, y no sé cómo, pero Paco sabía aparecer allí.
En ese momento Leles se ríe por primera vez con ternura, lejos ya, muy lejos de Buenos Aires, metida totalmente con su hermana Isabel en el monte de Pedro Martín, mientras oyen las pisadas del muchacho de Serdio que quiere sorprenderlas, gastarles una broma, detrás de aquella sonrisa enorme, de su boca de dientes blancos, de aquel largo flequillo, como un tupé que le cae sobre la frente, algo desgreñado de agacharse escondido entre los bardales para darles una sorpresa.
Me seguía a todas las partes… Yo, la verdad, fue el amor de mi vida.
En segundos, aquella adolescente de Abanillas ha cambiado la sonrisa por las lágrimas, unas lágrimas silenciosas, amargas, que recorren su rostro ya con arrugas, que tiznan sus ojos del lápiz negro con que se había pintado cuando se arregló para la comida.
Éramos muy jóvenes. Cuando comencé a salir con Paco yo tenía catorce años y con diecisiete tuve a mi hijo Ismael. Todo fue tan triste, con tantas penurias e ilusiones, todo a la vez. Cosas que pasan en la vida.
UNA HUIDA EN TAXI
Aquella mañana del 13 de febrero de 1952, Paco Bedoya tomó el taxi que le había pedido el funcionario de prisiones. Con su hatillo de ropa para lavar y su foto de Ismaelín —rota sin querer en su arrebato de ira y pegada por sus compañeros— y las últimas que tenía de Leles, dio al taxista la dirección de Gliceria González Villa. Pero solo citó la calle Guzmán el Bueno, y para despistar al hombre, cambió el número. En vez del 61, que era donde vivía aquella mujer, optó por uno mucho más arriba. Estaba claro que en unas horas la policía iba a interrogar a aquel taxista por la dirección adonde le había llevado.
Sentado en el asiento de atrás, el mozo de Serdio puso cara ceñuda para dejar claro al conductor las pocas ganas que tenía de charla. El taxista sabía que aquel tiarrón era un preso del destacamento de Fuencarral. No por el mono y la ropa, sino por el funcionario que le había llamado. Aquel mozo tenía que ser de confianza para que le dejaran moverse con facilidad, pero tenía cara de pocos amigos.
Desde el hotel del Negro (en la actual Plaza de Castilla) hasta Guzmán el Bueno, Paco se dedicó a observar por la ventanilla del taxi una imagen de aquel Madrid que solo conocía por las escapadas a casa de don Feliciano, o por los días que fue al Pardo a arreglar las oficinas. No había tenido tiempo de mirar más adentro de la capital.
Era 13 de febrero, víspera de San Valentín. No le había mandado nada a Leles esta vez. Ni una postal de esas de parejas guapas en blanco y negro metidas en un corazón que tanto le gustaban a ella cuando estaban en sus pueblos. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces! ¡Cómo había cambiado todo! ¿Por qué esos hijos de puta habían quemado Las Carrás? ¿Por qué torturaban de esa manera a su hermano Fidelín y a su primo Vidalín, si no eran más que unos críos? Y su madre. Su madre se creía que él era tonto. Sabía por Genio, que se lo habían contado por carta, que a Julia le hacían pasar por el cuartelillo de Estrada. Con lo que eso significaba. Paco no quería imaginar. Si se paraba mucho rato en ello, la sangre le hervía en las venas. Las Carrás prendidas fuego por los cuatro costados. Acabaría con ellos, aunque le fuera en ello la vida.
El Madrid gris del mes de febrero desfilaba ante la vista de Francisco Bedoya a la misma velocidad que lo hacían sus pensamientos. Bajaban por la novísima Avenida del Generalísimo (hoy, de nuevo, Paseo de la Castellana), todavía en obras.
Aquel paseo era entonces una muestra de cómo el Gobierno franquista quería aprovechar los trazados urbanos que en 1931 había aprobado la Segunda República, manteniendo la apuesta de que la capital creciera hacia el norte.
Paco parpadeó, y durante unos segundos la calle retuvo su interés. Allí estaba el estadio de fútbol del Real Madrid, el Santiago Bernabéu, inaugurado solo cinco años antes. Durante unos momentos, el preso en fuga olvidó sus miedos y aflojo la tensión de sus músculos. Las obras alrededor de los Nuevos Ministerios, levantados sobre el antiguo hipódromo de Madrid, le impactaron menos.
El taxi giró en la calle Ríos Rosas para subir por la puerta del edificio de la vieja editorial Espasa Calpe, cruzar la antigua Santa Engracia, entonces rebautizada como calle de Joaquín García Morato, y al poco de dejar a la derecha los campos del Vallehermoso y la lechería cercana a la Escuela Normal de los Maestros, entrar en Guzmán el Bueno.
Madrid parecía menos triste. Como en la prisión se había aficionado a la lectura y a las charlas de los presos más politizados, Paco sabía que ahora se perseguía más a los estraperlistas y que el hambre remitía. En las afueras de Madrid se formaban nuevos poblados de chabolas de los emigrados que llegaban de las zonas rurales más pobres, pero esos no suponían aún un problema para el Gobierno.
Pese a su curiosidad, Bedoya vigilaba. En cada esquina, en cada acera, podía haber un policía o un coche de la Guardia Civil que se hubiera enterado ya de su fuga. Su estatura le delataba.
—Ya estamos. Este es el principio de Guzmán el Bueno. ¿No sabe usted el número exacto? ¿No quiere que le lleve?
—No, gracias. Déjelo. No me acuerdo si es el tres o el cinco, pero en cuanto vea el portal me acordaré. Tenga, cóbrese.
Se bajó del taxi con el hatillo de la ropa, que se echó al hombro. Despacio, se puso a mirar el portal del número tres, haciendo como que asomaba la cabeza. Esperó un poco hasta que el taxi arrancó. Entonces enfiló Guzmán el Bueno abajo, cruzando cada poco de una acera a otra, hasta que llegó al portal del número 61.
Llamó a la puerta del piso marcado con la letra convenida. Todo lo llevaba apuntado en el papel que le había dado Pedro Noriega, uno de los mejores enlaces de Juanín, cuando le fue a ver al destacamento. Sorprendentemente y para su tranquilidad, ninguno de sus paisanos se tomó demasiado interés por la visita del chico a Bedoya.
—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer al otro lado de la puerta.
—Soy Paco —el tono del hombre no era muy elevado.
Una mujer menuda, de unos cuarenta años, abrió la puerta con cuidado.
—Perdone usted. Soy el chico que le han dicho había de acoger [literal, según consta en la declaración de Gliceria ante la Guardia Civil].
Gliceria González Villa había nacido en Soberso (Santander), según su ficha de la Guardia Civil, y hacía ya unos días que esperaba la visita del chico. Avelina, la hermana de Juanín, le había enviado una carta desde Santander en la que le explicaba que pronto llegaría un chavalín de parte de su hermano y que hiciera el favor de atenderle.
La mujer no había encontrado aún un escondite seguro para la carta de Avelina y estaba atareada en la casa, barriendo y dando vueltas a la conversación que había tenido con su marido la noche de antes sobre el cuidado que debían tener. Llamaron a la puerta.
Era un muchacho jovencísimo que rápidamente se presentó como el enviado de parte de Juanín. Para demostrar que era verdad, entregó a Gliceria una carta. Lo primero que hizo la mujer fue buscar la firma de la carta. Efectivamente, estaba firmada por Ayala, el segundo apellido del maquis. El emboscado de Potes, entonces ya jefe de la Brigada Machado, le explicaba las razones por las que tenía que acoger a un mozo que se iba a fugar del destacamento penal de Fuencarral.
«Haz el favor de ocultarle en tu casa», terminaba pidiendo la misiva del de Potes, según Gliceria confesó después a la policía.
Por eso, el día en que el fugado llegó, Gliceria no se mostró sorprendida. Durante poco menos de una semana, Paco Bedoya se instaló en el piso de aquella gente, que le trató bien, pero con discreción. Tampoco es que él hablara mucho, al menos al principio. Ninguno de ellos podía suponer que la visita, que debería haber durado solo unos días, se prolongaría durante meses.
Paco se dedicó a leer y a escuchar la radio. Aunque en el destacamento ya había leído bastante por las noches, gracias a la bombilla que había conseguido Elizalde, ahora podía dedicar todo el día a ello. También escuchaba la radio, un aparato que le fascinaba y que le recordaba a la taberna de Alfredo y a las largas noches del concurso Fiesta en el aire, cuando soñaba con presentarse y ganar. ¡Qué lejos estaba todo aquello! Pero ¿y si en Buenos Aires aún valía su voz y le hacían caso? Después de todo, a don Pedro el de Zaragoza y a los demás presos les gustaba mucho oírle cantar.
De pronto, Paco se daba cuenta de las bobadas que estaba pensando y se recriminaba a sí mismo. No estaban las cosas para sueños. En los dos días que llevaba allí ya había leído que le buscaban por todas partes. Se habían repartido sus señas de identidad, eso sí, en las páginas de sucesos y en pequeño. No convenía extender mucho la noticia de que los presos se fugaban con tanta facilidad, porque era un desprestigio para el sistema. Pero no podía salir a la calle. Su tamaño, su maldita estatura, le podía delatar fácilmente y era un riesgo innecesario. Mejor esperar a que se calmaran las cosas. Mientras, él podía seguir con la radio y la lectura.
Miraba con envidia las críticas y los comentarios sobre una película que acababan de estrenar en el cine. Se titulaba Cantando bajo la lluvia, y era de Gene Kelly. Aquel tipo debía de ser buenísimo. Alguna vez le había oído por la radio y, según había leído, lo hacía todo bien. Bailar y cantar. Bueno, él cantar seguro que lo hacía bien, pero lo de bailar era otro asunto. Aunque Leles siempre le había dicho que bailaba estupendamente, pero es que ella era una plumita y se movía con suavidad, como un soplo entre sus brazos. Otra vez estaba desbarrando, pensó. Volvía de nuevo al periódico.
De todas formas, aunque en una encuesta publicada un mes antes que había leído en la cárcel los españoles ya daban muestras de preferir el cine americano al español, Bedoya no lo entendía muy bien. Donde estuvieran las morenazas como su madre o su hermana Teresina… Claro que él no podía hablar. Leles era rubita y menuda. Y su prima Zoilina, que le parecía muy guapa, también era rubia. Desde luego que aquella mujer de la foto, la tal Ingrid Bergman, que era la que preferían todos, esa era una real hembra y era morena. No entendía nada lo de Spencer Tracy, que era el mejor para las mujeres. No es porque fuera hombre, no. Es que a Paco Bedoya le parecía un esmirriado y, encima, llevaba alzacuellos en la foto. Otra cosa sería si se tratara de Gary Cooper por las fotos que había visto. Porque él, cine, lo que se dice cine, no había visto mucho, la verdad. Si pudiera aprovechar un día para salir por la noche y ver algo.
Todas esas esperanzas se desvanecieron pronto. Unos días después, a Gliceria y a Paco les llegaron instrucciones. Paco tenía que dejar Guzmán el Bueno. No era un sitio seguro por lo del taxista y no podría salir hacia Santander tan pronto como pensaban. La cosa se había complicado. Pero no les dijeron más.
Gliceria se llevó entonces a Bedoya a su casa de Carabanchel Bajo. A Paco, aquel nombre solo le sonaba a cárcel. Sabía perfectamente que los presos políticos más importantes eran encerrados en esa prisión, especialmente los comunistas. Pero si no quedaba otro remedio. A finales de febrero, el mozo de Serdio entró en el piso de la cántabra en la calle Luis Feito de Carabanchel. La mala noticia fue que no podía salir a ningún sitio, ni estar mucho tiempo pegado a la ventana y, mucho menos, de pie o de frente; de ninguna manera que delatara su corpulencia.
Encerrado en el piso de Luis Feito aguantó Paco Bedoya dos meses, hasta finales de abril. Los segundos se le hacían horas, pese a lo acostumbrado que estaba a la cárcel. Pero ahora le comía la impaciencia. Cuando se escapó del destacamento lo hizo pensando que en unos días podría estar con Juanín y los emboscados en el monte. Incluso quizá pudiera asomarse a ver cómo habían quedado Las Carrás, aunque en eso prefería no pensar. Mejor soñar con la noche en que entraría en la casa de Los Coteros, en Serdio, y podría observar a Ismaelín dormido. Tenía que estar ya enorme. No le veía desde que el pasado agosto su madre le había llevado a verle a la prisión. ¡Cómo se rieron todos con su media lengua y la historia de la punta y la puta!
Sí, tendría que verle dormido. «Nuestro hijo», como escribían Leles y él en las cartas, ya tenía cinco años y cuatro meses —los llevaba contados— y no se le podía pedir a un niño de esa edad que mantuviera el secreto de que su papá, ese que él veía y señalaba siempre en la foto, aquel tan alto que estuvo en la prisión jugando con él, había ido a verle a su casa. Pero tenía que hacerlo; tenía que salir de Madrid antes de que Consuelo —esa mujer otra vez— se lo llevara a Buenos Aires.
Ahora los periódicos y el parte de Radio Nacional hablaban todos los días de aquella ciudad. Al parecer, Evita Perón padecía una enfermedad muy grave —moriría en el mes de julio— y, pese a todo, seguía saliendo por ahí con una cara de muerta en vida. En la prisión, Paco había oído hablar mucho de ella y de Perón a los más políticos. Pero los comunistas decían que el general era un populista amigo de Franco. Y de ella y sus descamisados decían que se diferenciaban poco de los falangistas.
También La Habana era noticia esos días en la radio y los periódicos. El triunfo del golpe de Batista había sido muy bien recogido en el ABC y en Arriba. ¡En qué buen momento escaparon abuela–madre Hilaria y su prima Zoilina!
Pero para el pobre Paco, allí encerrado todo el día, lo peor era cuando Gliceria le contaba sus cuitas de ama de casa. Sus batallas para enfrentarse al estraperlo —un kilo de azúcar legal costaba 1,30 pesetas, en el mercado negro 20 pesetas; el aceite racionado valía 3,75 pesetas el litro y los estraperlistas pedían hasta 30 pesetas— y lo próximo que estaba el fin del racionamiento. Hablaba y hablaba sin parar, pensando la mujer que el chico llevaba allí muchas horas solo y que necesitaba distraerse. Y a Francisco Bedoya solo le entraban ganas de decirle que se callara un poco; que llevaba años oyendo hablar a las mujeres como fondo de su vida; que qué había hecho él para tener que escuchar a su madre, a su abuela, a sus primas, a Leles y hasta a su hermana Teresina, aunque la pobre era la que mejores cartas le escribía con las cosas de Ismaelín.
Mientras Gliceria seguía con su charla, Paco elevaba un poco más el periódico para taparse hasta la frente, por ver si la mujer se daba cuenta de que él estaba leyendo. Ni por esas. Pero así fue como se enteró del asesinato a tiros en Guadix (Granada) de un hombre por un caso de celos. O un incidente que le tocó más de lleno: el incendio del teatro María Lisarda de Santander el 2 de marzo. Solo se salvó la fachada del edificio.
Por lo demás, según los partes de RNE, todo iba bien en España con el generalísimo Franco. Por aquellos días de marzo y abril, el Plan Badajoz para aprovechar la cuenca del río Guadiana daba para ríos de tinta en los diarios y minutos de radio en las ondas.
Por fin, a primeros de abril llegaron noticias. Se marchaba. Todo estaba listo para su última escapada. Sobre los últimos días de Bedoya en Carabanchel Bajo, la Guardia Civil se encargó de que Gliceria lo contara todo tan solo unos meses después. Así lo hacía en su interrogatorio.
En el tiempo en que el Bedoya estuvo en ambos domicilios no recibió correspondencia ni visitas, no efectuando salida alguna de Guzmán el Bueno ni del piso de Carabanchel. Preguntada de qué medios se valió el Bedoya para salir de Madrid y el punto al que se dirigió, dice que en los primeros días del mes de abril, en unión de su marido, cogió un taxi en el Hospital Militar de Carabanchel, dirigiéndose ambos a una agencia de coches de turismo, sita en calle de Alcalá, donde gestionaron y ajustaron el viaje. Preguntada por las personas o casas que en esta capital pudieran haber ocultado al Bedoya, dice que lo ignora.
Preguntada si en las conversaciones sostenidas con el Bedoya manifestó este de quién y cómo recibía dinero, dice que durante el tiempo que le tuvieron oculto recibió dos giros de quinientas pesetas cada uno, impuestos desde Santander, firmados uno de ellos por Avelina y otro por Mary. Que días antes de marcharse vino un individuo desde Santander, trayéndole una carta, documentos, incluyendo también cuatro mil pesetas, según les manifestó el propio Bedoya, con objeto de sufragar los gastos del viaje. Que en una ocasión le dio a la declarante la cantidad de setecientas pesetas para que le comprase una gabardina, cosa que efectuó, llevándosela Bedoya al emprender viaje a Santander, entregándole, además de la cantidad indicada, las mil pesetas recibidas para atender a los gastos de manutención y estancia.