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EL ÚLTIMO MAQUIS
A finales de abril de 1952, Paco Bedoya llegó a la provincia de Santander procedente del segundo domicilio de Gliceria Fernández en Carabanchel Bajo. El 5 de mayo, cuando le faltaban veintiún días para cumplir los veintitrés años, Paco se entrevistó con Juan Fernández Ayala, Juanín, según el relato de Pedro Noriega a Antonio Brevers. Noriega era aquel chaval que había ido a Guzmán el Bueno con las instrucciones de Juanín para Gliceria. Después se marchó al destacamento penal de Fuencarral para entrevistarse con Paco, pasarle dinero y transmitirle las últimas instrucciones. Lo pagó caro, pero mucho tiempo después pudo casarse con Avelina, la hermana de Juanín, aquella de la que su hermano decía que era la más hermosa, además de su punto débil.
Aquel 5 de mayo, Francisco Bedoya Gutiérrez se convirtió en el último guerrillero en ingresar en el ya maltrecho maquis. El PCE, al que en sus inicios había pertenecido Juanín, hacía tiempo que había cuestionado la efectividad de la lucha armada. Concretamente, desde que en octubre de 1948 Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri, La Pasionaria y Francisco Antón fueron recibidos en Moscú por Stalin, quien les recomendó abandonar progresivamente la lucha armada y apostar por los sindicatos y la infiltración en los movimientos de masas del régimen franquista. Muchos años más tarde, en sus Memorias, Manuel Azcárate contaba cómo Stalin les había dejado claro el anacronismo que representaba el maquis, «lo recomendable y oportuno, en cambio, era trabajar dentro de las organizaciones legales del enemigo que agruparan a las masas, según la famosa tesis de Lenin, y así extender en ellas las ideas revolucionarias o comunistas»[29].
Ya fuera por pudor, por vergüenza o por ineficacia, el cambio de rumbo con el que volvieron los dirigentes comunistas de Moscú no se trasladó claramente a los maquis en España hasta la primavera de 1952, aunque durante esos tres años el PCE fue soltando amarras lentamente, tan lentamente como se resolvían las dudas en el buró político del partido. Por fin, en 1952 Carrillo realizó una autocrítica sobre las guerrillas y al admitir que «sobrestimamos la experiencia clandestina de los camaradas enviados desde Francia», para añadir después que «no acertamos a retirar a tiempo, por lo menos, a parte de nuestras fuerzas de este sector de la lucha, mientras que se producía un aislamiento creciente de las masas campesinas y se desarrollaban en su seno elementos de descomposición».
Carrillo tardó tres años en concretar lo que Stalin les trasladó en Moscú —de 1949 a 1952—, tres años en los que en los montes y sierras ya solo permanecían un puñado de hombres acosados, comparables a los huidos de la posguerra[30]. Solo tenían tres soluciones: esperar hasta que alguien les delatara o un enlace les traicionara; que un guardia civil, con más miedo que ellos, les pegara un balazo; o buscar su escapada a Francia o a cualquier otro punto del extranjero. Era lo que en 1950 había hecho Carlos Cossío, Popeye.
Bedoya no era ajeno a la mala situación de la guerrilla en el momento en que escapó del destacamento de Fuencarral. Sus cuatro años de prisión fueron los más fructíferos para su formación. Leía y escuchaba al resto de los presos políticos. Charlaba y opinaba. Tenía un plan de futuro para cuando dejara la cárcel, y por eso se había apuntado a la redención de condena siempre que tuvo oportunidad. Y, para colmo, el día que se fugó le faltaban poco más de seis meses para salir en libertad. ¿Qué le pudo impulsar a tirar por la borda tanto esfuerzo de años? ¿El incendio de Las Carrás? ¿La venganza?
VlDALÍN: Venía para acá [se refiere a Serdio y el Val de San Vicente] con el plan de vengar el incendio de Las Carrás y lo que nos hacían a su hermano Fidel, a mí y al resto de la familia, como a mi tía Julia.
Vidal Hoyos Gutiérrez, Vidalín, lo tuvo siempre así de claro. Fue lo que entendió a su tía Julia y lo que respiró en la familia. Pero Ismael, el hijo de Paco y Leles, nunca lo comprendió. Ni cuando en su adolescencia bonaerense comenzó a investigar en su historia, a escondidas de todos, ni cuando, ya maduro y con varios años en Santander al lado de su amigo Antonio Brevers, siguió haciéndolo.
ISMAEL: Mi padre se integró en lo que quedaba de la Brigada Machado cuando Juanín había asumido el mando, después de la muerte de Machado. Su fuga y su deseo de estar al lado de Juanín es algo que nunca entenderé. Ni mi madre, ni yo, ni los amigos de él aún vivos. Todos citan el incendio de Las Carrás como el detonante. En la cárcel tenía una situación privilegiada. Porque eso hay que decirlo. Las cárceles españolas de ese tiempo, una vez pasado el calvario de los interrogatorios, de las torturas y de las palizas, parecían casi un oasis. Sobre todo los primeros meses, tras haber soportado los interrogatorios en los cuarteles o los calabozos de la policía.
Tampoco están muy claras las fechas del incendio de Las Carrás. Unos dicen que fue en octubre o noviembre de 1951, otros que fue en enero o febrero de 1952. Pienso que mi abuela Julia tuvo mucho que ver en la fuga. Yo fui con ella a ver a mi padre en Madrid en agosto de 1951. De entonces tengo esos recuerdos de sus compañeros. También se ha hablado de los posibles amores de mi abuela Julia y de Juanín. ¿Quién lo sabe? Se dijeron tantas cosas. Pero en aquel mes de mayo de 1952, cuando mi padre volvió aquí, a la provincia de Santander, quedaba ya muy poco de los maquis.
Nada de todo ello fue óbice para que un 5 de mayo de 1952, un tipo de veintidós años, repleto de ansias de venganza y dispuesto a encontrar a quienes habían quemado Las Carrás y hacían la vida imposible a su familia, comenzara sus cinco años intensos de guerrilla. Años cada vez más duros, más solitarios y más fríos. Y siempre a la sombra de Juanín.
EL REENCUENTRO CON JUANÍN
El relato de Pedro Noriega Díaz (Canales, Santander, 17 de octubre de 1926) a Brevers sobre los detalles de la fuga es de cine. Los Noriega eran una familia más de las tantas que sufrió la represión franquista. El padre de Pedro había conocido a Juanín en la prisión de la Tabacalera. Acabada la guerra, un día en el que Pedro recogía leña en el monte Corona (entre Canales y Comillas, Santander), se le presentó Juan Fernández Ayala para pedirle un favor. Desde entonces, el jovencito Pedro se convirtió en uno de los enlaces clave del maquis. Su relación fue tan intensa que Noriega terminó casándose con la hermana de Juanín, Avelina Fernández Ayala, cuando ya ambos habían salido de la cárcel y el maquis Fernández Ayala llevaba cuatro años enterrado. Pedro y Avelina se casaron el 30 de abril de 1961.
Un día, Juanín llegó a casa de Noriega y le dio diez mil pesetas para que fuese a Madrid, a «ayudar a volver a Paco». Bedoya regresó de Madrid con la cartilla militar de Pedro, a la que cambiaron la foto por una de Paco. El otro volvió en tren a Santander, mientras Paco lo hacía en un Cadillac rojo alquilado. Ese 5 de mayo, el Cadillac dejo a Paco Bedoya cerca de Canales, donde se escondió hasta la noche, cuando fue a recogerle el mismo Pedro. Desde allí marcharon los dos a la casa de los Noriega, donde les esperaba Juanín. Ambos estuvieron dos días ocultos en la vivienda de la familia Noriega. Después salieron en dirección a la localidad lebaniega de Tama para unirse al resto de lo que quedaba de la Brigada Machado. Antes de partir,
Paco tomó el fusil que le acompañaría durante años: un Mauser VZ–24 del calibre 7,92 mm que desde la Guerra Civil había estado en la casa de Canales de los Noriega, oculto y untado en grasa, recuerda Noriega[31].
LOS ASESINATOS DE TAMA
Tama es un pueblecito que ostenta la capitalidad del municipio de Cillorigo de Liébana, a la entrada del Valle de la Liébana y del Parque Nacional de los Picos de Europa. Hay que atravesar el desfiladero de la Hermida, una garganta espectacular formada por el seno del río Deva.
En Los Coterillos, en los altos de Tama, vivían el peón Dominador Gómez Herrera, su mujer, Carmen de Miguel Fernández y sus hijas, María Eugenia y Carmina. Era una casa modesta y aislada, perfecta para esconderse los del monte.
Si nos atenemos a los hechos relatados por María Eugenia, la mayor de las hijas, a la Guardia Civil, en 1949 apareció por la casa un guerrillero «que abusó» de ella, asunto que rápidamente la chica y sus padres pusieron en conocimiento de la Guardia Civil. Poco después, María Eugenia se marchó a servir en una casa en Santander.
Un día de noviembre de 1951 —el mismo mes en que probablemente fueron quemadas Las Carrás— Dominador y Carmen, su mujer, llamaron a su hija mayor para que fuera a Tama. Allí la chica se encontró con que sus padres estaban acompañados de Juanín y Hermenegildo Campo Campillo, Gildo. Ninguno de ellos era el que había abusado dos años antes de ella. Fue entonces cuando, según explicó a la Guardia Civil, en su declaración, María Eugenia comprendió que sus padres «actuaban de enlaces de los bandoleros».
Juanín entregó a la muchacha una carta para su hermana Avelina, que también estaba en Santander. Pocos días antes de la Semana Santa de 1952, Eugenia envió un telegrama a sus padres en el que decía «Paquita suspendió viaje. Estar tranquilos». La hija de Dominador declaró conocer el significado del mensaje. Paco Bedoya, fugado del destacamento penal de Santander, había suspendido el viaje para reunirse con Juanín en el monte. Dominador tenía que pasarle el recado a Juan Fernández Ayala.
En mayo, María Eugenia regresó a casa de sus padres y se quedó veinte días. Allí estaba Gildo, con quien «mantuvo relaciones íntimas». Le había comprado a Gildo una gabardina, para lo que el emboscado la entregó mil pesetas. Tras los veinte días de amor, Eugenia regresó a la capital y continuó el contacto con los maquis. Al parecer, fue después detenida y «prestó valiosa información para la pesquisa y captura» de los bandoleros y sus auxiliadores. Seguramente, la hija de Dominador y Carmen estaba entonces muy lejos de imaginar siquiera la tragedia que sus delaciones iban a desencadenar.
LA GUARDIA CIVIL MADRUGA
Aquel 20 de octubre de 1952 el comandante del puesto de Potes, José Sanz Díaz y otros cuatro guardias entraron en activo a una hora temprana. Ya sobre las ocho de la mañana comenzaron los registros de varias casas en pueblecitos cercanos a la capital de la Liébana, como Ojedo. Sin obtener resultados aparentes, el comandante y sus hombres se encaminaron hacia Tama.
Por el camino, los vecinos que acudían al mercado que cada lunes se celebraba en la capital de la Liébana, saludaban a la patrulla de la Guardia Civil. Mientras, en Tama, Dominador, el padre de María Eugenia y de Carmina, había comprado ya lo que necesitaba en el colmado del pueblo y regresaba a casa a cuidar de sus ovejas. Los vecinos le recuerdan y le describen como un peón humilde, de pocas palabras y trabajador.
Hacía muy poco que el hombre había llegado a su casa cuando observó subir a la patrulla de la Guardia Civil. Según el relato de la Guardia Civil, el sargento comandante Sanz Díaz,
después de situar convenientemente a su fuerza, en unión de un guardia y del dueño de la casa (Dominador), penetró en la misma solicitando previamente autorización al dueño para registrarla, que le fue concedida. La esposa de este, Carmen de Miguel Fernández, indicó al sargento que podía dar comienzo el reconocimiento por el desván, a lo que este replicó que lo haría por donde tuviese por conveniente en cuyo momento, desde un dormitorio situado a la derecha del recibidor de la casa donde la fuerza y los dueños se encontraban, cuya puerta se encontraba cerrada, se hicieron a través de ella disparos de ráfaga de metralleta, saliendo a la calle el dueño y el sargento Sanz Díaz.
El guardia que acompañaba a este contestó a la agresión disparando una ráfaga con el subfusil que portaba, penetrando acto seguido con la dueña en otro dormitorio situado enfrente, del que este cerró la puerta, oyendo pasos de alguien que parecía dirigirse a la pieza donde se encontraban, por lo que volvió a hacer fuego a través de la puerta, y al volverse vio como la mujer que se encontraba con él esgrimía una pistola que, sin duda, había cogido en la habitación, actitud que le obligó a disparar sobre ella, saltando por una ventana a un balcón y de este a la calle, apostándose al lado derecho de la casa. Los pasos que el guardia oyó dentro de la misma eran de dos bandoleros que intentaban huir, los que al salir por la puerta fueron tiroteados por el guardia que a cierta distancia vigilaba esta, contestando aquellos con una ráfaga de metralleta dirigida hacia el punto donde se encontraba el dueño de la casa, al que mataron, suponiéndose que tal actitud fue motivada por creer que les había delatado, ya que se da la circunstancia de que la fuerza llegó a la casa momentos después de aquel.
El sargento Sanz —sigue el informe oficial de la Guardia Civil—, al salir de la casa, se dirigió hacia un pequeño barranco, frente a un balcón de la misma, donde dirigió su fuego, punto hacia el cual también se dirigieron los bandoleros que intentaban huir, al que se acercaron procurando desenfilarse de los disparos del sargento, y al llegar cerca de este, le hicieron una descarga de metralleta alcanzándole cuatros disparos, dos en la cabeza, otro en la mano derecha y otro en la caja del mosquetón que portaba, resultando muerto. Otro de los guardias que vigilaba la casa salió en persecución de los dos bandoleros que huían, que habían alcanzado la carretera, pasando el puente sobre el río Deva, en el pueblo de Tama, punto en que salió al encuentro de los mismos un cabo de esta Comandancia que se encontraba en dicha localidad con permiso y oyó los disparos. Ambos forajidos iban armados con metralletas uno y con pistola, al parecer, otro, haciendo fuego continuamente, yendo este último al parecer herido en un brazo.
El cabo hizo uso de su pistola y el guardia que los perseguía, apoyando el mosquetón sobre el pretil del puente y a una distancia aproximada de doscientos metros, hizo fuego, alcanzando con dos disparos en la cabeza y otro en el vientre al bandolero que portaba la metralleta, matándole. El cabo y guardia mencionados corrieron tras el fugitivo, que consiguió ganar una altura y burlar la persecución al amparo de la espesura y vegetación del terreno.
A continuación, la fuerza se dirigió nuevamente a la casa, reconociendo esta, encontrando a su dueño muerto a la puerta de la misma; en el primer dormitorio situado a mano derecha los cadáveres del bandolero Hermenegildo Campo Campillo, Gildo y de su amante, Carmen Gómez de Miguel, hija de los dueños de la casa, y en el de enfrente al de la madre de esta, cadáveres que hubo necesidad de sacar fuera del edificio al haberse declarado un incendio producido por una granada de mano que el bandolero Hermenegildo Campo arrojó antes de morir.
La identificación del bandolero Hermenegildo Campo no ofrece dudas, resultando ser el otro Joaquín Sánchez Pin, el Andaluz y el Chino, autor de numerosos hechos delictivos en unión del forajido Bernabé Ruenes Santovenia, operante en la provincia de Asturias, con el que actuaba.
Hasta aquí los hechos según la versión de la Guardia Civil. Y así fueron contados los acontecimientos durante treinta años, pese a que durante esas décadas de silencio, los vecinos de los municipios de la Liébana supieron que aquella versión tenía poco o nada que ver con la realidad. Tuvo que ser Isidro Cicero primero, en su trabajo pionero sobre los maquis, Los que se echaron al monte, y después Pedro Álvarez y Antonio Brevers quienes terminaran de ajustar, con algunas variantes en los detalles, la verdad de lo que aquella espantosa mañana pasó en Los Coterillos de Tama. Aún hoy, cincuenta y cinco años después, en la zona sigue siendo un asunto tabú para los que lo vivieron.
La versión más extendida es que Dominador, Carmen, su mujer, y su hija Carmina fueron fusilados a las puertas de la casa. Pero un testigo, miembro del Somatén, relató a Antonio Brevers cómo, tras oír los disparos, salió de la tienda de Tama y se encaminó hacia la casa de Dominador. En el camino se encontró con los guardias civiles que bajaban corriendo, y después, el cuerpo del sargento Sanz Díaz. En esos momentos, Dominador y Carmen, su mujer, estaban vivos, en la casa.
No se sabe bien cómo pronto llegaron más guardias civiles y comenzaron los registros. Se encontró mucho dinero y una foto de María Eugenia, la hija mayor de Dominador, con Gildo sentados en un banco en los jardines de Numancia en Santander.
Entonces llegó un tal «comandante Nespral», que, apoyándose en la muerte del sargento, dijo que aquello era «Zona de Guerra». A Dominador y a Carmen se les hizo un juicio sumarísimo sobre la marcha para comunicarles después que iban a ser fusilados. «¿Quieren ustedes un sacerdote?», terminó Nespral. El matrimonio fue incapaz de articular palabra. A Dominador le fusilaron al pie de una higuera.
Mientras, Carmina, la hija adolescente de Dominador y Carmen, que había sido enviada a casa de unos familiares cuando sus padres observaron que se acercaba la patrulla de la Guardia Civil, seguía sin saber lo que estaba pasando. En el Coterillo, algunos guardias se resistían a fusilar a Carmen de Miguel, la madre de Carmina. Uno de ellos fue a buscar a la chavala por si quería despedirse de su madre. Cuando la hija regresó a casa, su madre estaba dentro, vigilada por un guardia civil que le apuntaba con el fusil.
La hija, al verla, corrió a abrazarse a su madre. En ese momento, Carmina recibió un tiro en la nuca que le salió por un ojo y le entró a la madre por la frente estallándole el cráneo. ¡Fue horrible! ¡Una monstruosidad! Jamás podré borrármelo de la mente[32], confiesa el testigo del Somatén, una organización de civiles que Franco revitalizó al finalizar la guerra, primero en Cataluña y a partir de 1945 en todos los pueblos con menos de diez mil habitantes.
Los miembros del Somatén, habitualmente falangistas o personas muy afines al régimen, tenían como misión apoyar a los guardias cuando los guerrilleros atacaban. Otras veces actuaban como miembros de las contrapartidas contra los maquis.
Tampoco fue Gildo quien prendió fuego a la casa con una bomba de mano, como dejó escrito el informe oficial. La Guardia Civil roció la vivienda con unas latas de gasolina y quemó el humilde edificio.
El guerrillero que había conseguido escapar herido era Quintiliano Guerrero, el Tuerto, que en aquella ocasión logró salvar el pellejo, pero el 16 de abril de 1953 fue sorprendido por la Guardia Civil en el monte de Valdediezma (en Tresviso, Santander). Murió en el tiroteo. Su compañero, José Marcos Campillo, escapó herido y en octubre de 1955 pasó a Francia. Ni Juanín ni Bedoya estaban en Tama aquel 20 de octubre de 1952.
LA SOLEDAD DE JULIA
En el valle de Liébana y de Val de San Vicente, los sucesos de Tama convirtieron el otoño de 1952 en otro tiempo oscuro de la posguerra. El mundo se estremecía con las tensiones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La carrera armamentista se hacía realidad. Diecisiete días antes de los fusilamientos de la familia de Dominador, Gran Bretaña hacía estallar su primera bomba atómica en las islas de Montebello, al noroeste de Australia. La prueba fue un éxito. Una ciudad construida ex profeso para la ocasión fue arrasada. Y diez días después de los sucesos de Tama, el 1 de noviembre, Estados Unidos probó su primera bomba de hidrógeno en el Atolón de Enewetak, en el océano Pacífico. Tan solo habían transcurrido siete años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y parecía que el mundo caminaba vertiginosamente hacia un nuevo suicidio. Ante acontecimientos tan grandes, bien recogidos en la prensa franquista, ¿quién se iba a ocupar de la matanza de un matrimonio humilde y de su hija en un villorrio de los Picos de Europa? La censura en los medios de comunicación funcionaba como una apisonadora, y aunque alguien hubiera osado preguntar la verdad, además de poner en peligro su vida, solo habría conseguido la versión oficial. La que triunfó durante medio siglo.
La gente tampoco quería saber. Se imponía la necesidad de vivir y olvidar. En las ciudades españolas se notaba el fin del racionamiento, pero lo más comentado era la prohibición de fumar en los tranvías. En los medios rurales, en las plazas de los pueblos o a las orillas de las carreteras, las gentes, asombradas, se arremolinaban alrededor de los primeros camiones Pegaso, un logro que el régimen exportó a los salones del automóvil de París y Londres.
Todas estas historias le traían sin cuidado a Julia Gutiérrez Pérez, que se esforzaba por mantener a flote la casa de Serdio mientras, paso a paso, su familia se iba disgregando. De aquel clan femenino de las Gutiérrez, el de «las zoilas», que tan solo cuatro años antes había reinado en Las Carrás, ya quedaban menos de la mitad. Su madre Hilaria, su hermana Zoila y sus dos hijas, Zoilina y Quena, estaban en La Habana. Julia sabía poco de ellas, atareada como estaba con lo que tenía encima.
En Los Coteros quedaba Teresina, su hija pequeña, su apoyo. Y la abuela Gregoria. Pero aquella viejita que seguía la vida imperturbable desde su balcón, no era una Gutiérrez tal como Julia lo entendía.
De Las Carrás solo quedaban cenizas, piedras y vigas renegridas. Tras el incendio, durante días la casa había estado humeando, como si lo que quedaba de sus paredes y sus maderas se resistiera a enfriarse. Calientes aún por el recuerdo de todo lo que se había vivido dentro, por los secretos escondidos en sus tabiques.
Cuando ya no podía más, Julia se acercaba a la casona y se sentaba bajo el nogal de la parte de atrás, el que miraba a Serdio. Milagrosamente no se había quemado. Con los ojos arrasados, esperando que nadie la viera, repasaba los huecos de las ventanas donde aún aguantaba una viga con dignidad. De lo que fue la solana de madera labrada no quedaba nada. El piso de arriba se había hundido sobre la cocina y el zaguán. A veces intentaba salvar del escombro un puchero renegrido, un caldero de ordeñar, cuya asa asomaba entre los escombros.
Más tranquila, con el dolor y el resentimiento acumulados sobre aquel carácter que siempre había «perdido» a las hijas de madre–abuela Hilaria, como diría Zoilina, Julia regresaba hacía Los Coteros. Subía la cuesta del cementerio de Serdio y pronto escuchaba las voces de Teresina, que entretenía a Maelín en el corral. Sentada en la solana, la abuela Gregoria miraba. Aquel día Julia pensó que ojalá Consuelo estuviera muy atareada con los viajes y no viniera todavía a por el niño.
Desde luego, si se hubiera enterado de lo de Tama, habría ido por allí. O quién sabe. Ella pensó que le iba a quitar al niño en cuanto se enterase de lo de la fuga de Paco. Pero no fue así. O debía de estar muy atareada, o se tranquilizó cuando supo que desde el 13 de febrero la Guardia Civil vigilaba día y noche la casa de Serdio por si Paco aparecía por allí. Como si su hijo y Juanín fueran bobos. Maelín podía dormir tranquilo. Su papá no le iba a despertar. De lo de Tama era difícil que se enterara Consuelo. No hacía caso de nada que no fueran los preparativos para marcharse cuanto antes a Argentina con todos los críos. Tenía que escribir a Leles, concluyó la madre de Paco Bedoya.
CARTA DE JULIA A LELES
Querida Leles:
Me alegraré que al recibo de esta estés bien. Por aquí, todos bien.
Leles, hemos recibido tu carta y en ella veo que nos decías que te contara algo de Ismaelín, pues todavía está con nosotros y yo contenta con eso, me gustaría que nos lo dejara tu madre hasta el día que tú le fueses a llevar para, pues cada día está más simpático.
Da gusto verle, así que ya no te quiero oír decir que pobre niño. A lo que me dices de tu hermana, que el día de San Julián ha venido a verle, ha sido mentira. Sí vino a ver Josefina y pasó por donde el baile y se estuvo allí un rato, lo cual yo fui donde ella y le dije que si quería venir a ver al niño y me dijo que lo dejaba para otro día, que ya era demasiado tarde. Ahora que te pido que no digas tú nada, pues al niño le queremos mucho, juguetes, ya verás en una foto, tiene muchos, tiene el camión que le hizo su padre, una bicicleta, un caballo, bolos, pelota y otro juguete que le hizo Paquín el día que le fue a ver. Paquín quedó encantado con él, pues unos días antes le estuvimos ensayando para que lo dijera todo allí y dice que todo lo dijo, así que está orgulloso. Bueno, acabo por hoy y recibe el cariño de esta que te quiere,
Julia.
P. D.: [En el ángulo superior izquierdo aparecen dos líneas escritas con una letra infantil que revelan que el niño debió de tener su manita sujeta por un adulto para escribir] Ismaelín te quiere. Besos para mi mamá.
VIGILADOS Y ACOSADOS
Julia entró en el corral, echó un vistazo al niño y a su hija, y envió a esta a la casa para ayudar a recoger. Antes de marchar tras ella, la mujer miró con disimulo hacia el bar de la plaza. Allí están los uniformes verdes y el charol negro de los tricornios, sobre los que destellaba el sol. Desde febrero no le quitaban ojo de encima. Es más, le habían puesto un número de la Guardia Civil que la seguía a todas partes.
Solo a veces, al amanecer, podía escapar un rato para sentarse en Las Carrás. Ni a segar solas las dejaban ir. Hacía un mes que estaban aún más nerviosos de lo habitual. Julia pensaba que era por lo de Tama.
Ella se había enterado de que estaban haciendo investigaciones y había que tener más cuidado. Se lo dijo Avelina, la hermana de Juanín, mediante un enlace. Paco no iba a poder acercarse a verla, porque el cerco sobre Serdio se había estrechado tanto que a algunos vecinos les daba miedo hablar con ella. Incluso cuando tenía que bajar a Unquera, la gente le huía. Pero a la madre de Paco Bedoya todo aquello le daba igual. Solo le importaba que no tocasen más a su hijo Fidel o a su sobrino Vidalín. Que no les torturasen, que los chavales ya no podían más con las palizas y estaban aterrados.
Los ánimos que Juanín les daba por las noches, cuando se escondía en el desván de la casa, ya no eran suficiente. El astuto emboscado, admirado por los dos muchachos, intentaba advertirles y hacerles desconfiados. «¡Cuándo Paco llegue, se van a enterar!», decían los dos chicos por las noches, mientras Julia y Teresina se esforzaban por curarles los golpes, los latigazos y las magulladuras. ¡Cómo le recordaban aquellas escenas a Juanín los desvelos de su madre y su hermana Avelina cada vez que él regresaba del cuartel molido, ensangrentado!
Las cosas debían de estar muy mal también en la Guardia Civil, por lo que había dicho Juanín en febrero, antes de irse a buscar a su Paquín. Aquella treta de la maestra que se lio con Vidalín porque era una confidente, decía el de Potes, había sido una muestra de que los guardias estaban desesperados porque desde Madrid les debían de estar exigiendo resultados.
Aquella maestrita viuda, pero aún joven, que vivía en Santander, en la calle Cervantes, y que llegó por unos meses a Serdio. ¡Cómo le gustaba Vidal, tan alto, tan guapo, tan parecido a Paco en muchas cosas! Claro que su hijo Fidelín tampoco estaba mal, pero se había ido a la mili. La maestrita viuda se prendó de su sobrino y se subía en el carro con el chaval para ir a por hierba, e incluso iba a merendar a casa. Juanín advertía al chico y a Julia:
—¡Cuidado, Vidalín! ¡Esa viene primero a por ti y luego a por mí!
—¡Qué exagerado eres! —decían a la par tía y sobrino cuando, por la noche, ya muy tarde, llegaba el tiempo de las confidencias y la puesta al día.
Hasta que la maestrita empezó a ponerse pesada con eso de que quería conocer a los emboscados. El chico, igual de pesado, le decía que él no les conocía. Así día tras día. La maestra, cansada de que sus peticiones no surtieran efecto, le puso una denuncia a Vidal porque la molestaba yendo a la escuela.
—Perdone, pero más me molesta ella a mí, que se me sube en el carro y me acompaña a por hierba y no me deja trabajar en paz. Cuando no se nos planta a merendar en casa —le contestó el muchacho al teniente Agustín García, «un buen tipo, por cierto».
¡Claro que más espabilado estuvo Juanín cuando aconsejó a su sobrino que fuera a ver a una persona para poner una denuncia por corrupción de menores! La maestra viuda tuvo que dejar Serdio y volverse a Santander sin haber sacado ni un detalle de los del monte, sin saber que mientras ella merendaba en la cocina de Los Coteros, Juan Fernández Ayala, ese maquis a quien tenía tantas ganas de conocer, estaba sentado dos pisos por encima de su cabeza.
Pero todas esas historias habían ocurrido hacía ya un par de años. Ahora las cosas estaban incluso peor. Aunque Julia todo lo daba por bien empleado, incluso sus humillaciones en el cuartelillo de Estrada, mientras no le tocasen a su hija Teresina.
Hacía tiempo que la madre de los Bedoya Gutiérrez está preparada para lo peor. Lo estaba ya desde el momento en que aceptó convertirse en enlace de Juan Fernández Ayala y seguir escondiéndole en aquel lugar tan seguro en el desván de la casa, un lugar que a todos les daba confianza.
Cada día más sola con Teresina y Vidal, en los últimos tiempos las largas charlas con Juanín tras la cena, de madrugada, mientras la lluvia arreciaba sobre las piedras del patio y los chicos ya estaban en la cama, hacían más llevadera su tristeza. Eso sí, una tristeza siempre oculta a las caras hoscas y vergonzantes de los hombres, a las críticas de las beatas y besasantos. «Cuanto más beatas, más tienen que ocultar», pensaba Julia.
Las conversaciones con Juanín eran un bálsamo, porque le proporcionaba argumentos para justificar su resentimiento, su dolor y su odio por la injusticia de la vida y de aquellos miserables que habían encerrado a toda su familia. La madre de Paco Bedoya pronto se convirtió en correo del jefe del maquis. Empezó cuando iba a ver a su hijo Paco a la Prisión Provincial de Santander. Lo mismo sucedió cuando, con su nieto Ismael en los brazos, marchó a Madrid, a la cárcel de Fuencarral. Fue la única visita a su hijo en la capital.
JULIA LOS ESTABA ESPERANDO
Por eso, después de los asesinatos de Tama, cuando una mañana de primeros de diciembre de 1952 la Guardia Civil llamó a la puerta de Los Coteros, Julia supo que iban a por ella. Es más, les estaba esperando hacía días. Juanín ya la había advertido de otras detenciones. Sí, se habían visto antes y después de lo de Tama. Ni Fernández Ayala ni Bedoya estuvieron en la matanza. Se habían marchado antes de la casa de Dominador, pero eso no lo reconoció la fuerza pública hasta el Consejo de Guerra de 1956.
Así que la madre de Paco Bedoya estaba lista para aquella llamada en la puerta. Pero por mucho que supiera sobre el cabo Casimiro Gómez Diez y otros miembros de los servicios de información de la Guardia Civil, tuvo que esperar a ver cómo la trataban para reafirmarse en la idea de que su hijo y los maquis serían muy bandoleros, pero razones tenían. Julia negaba una y otra vez a los guardias, mientras la torturaban durante días y le preguntaban si su hijo Paco había pasado con Juanín por la casa de Los Coteros tras fugarse de la cárcel en febrero.
(No hay testimonios que atestigüen que Paco y su madre se vieran a menudo durante los diez meses que transcurrieron desde la fuga hasta la detención de la madre en diciembre).
En su expediente carcelario y en las declaraciones de Julia hay dos documentos que dan muestra de cómo se las gastaron los servicios de información de la Benemérita con aquella mujer tras su detención.
En un papel con membrete de «Guardia Civil de la 142 Comandancia. SERVICIO DE INFORMACIÓN», fechado en el 6 de diciembre, el teniente instructor solicita para la detenida de «cuarenta años, mayor de edad, casada, de profesión sus labores […] que deberá quedar incomunicada a la disposición del excelentísimo señor gobernador militar de la plaza».
En otra nota manuscrita y adjunta al mismo expediente, el doctor Luis Leño Valencia, aquel con el que trabajó Sarasúa y que atendió a su hijo Paco de los ganglios en el cuello, el médico de la prisión Provincial de Santander, certifica «que la reclusa Julia Gutiérrez Pérez ha sido reconocida en el día de la fecha, apreciándose hematomas internos en ambas nalgas y caderas y menos intensos en espalda. Lo que pongo en su conocimiento a los efectos oportunos. Santander, a 6 de diciembre de 1952». Un documento inaudito para la época que pone de manifiesto tanto la honradez de Leño Valencia como la calidad de las palizas que le dieron a la madre de los Bedoya.
En este contexto se produjeron las declaraciones de la madre de Francisco Bedoya. Julia confesó:
Que desde hace unos dos años aproximadamente se puso en contacto con el bandolero apodado Juanín a través de su sobrina, Zoila Hoyos Gutiérrez, residente en La Habana, quien le escribió diciendo que ya había escrito al forajido indicándole el punto donde debía verse con ella, que era una portilla existente en la finca denominada Las Carrás, propiedad de la declarante, sita en el pueblo de Serdio, donde halló una carta depositada por Juanín con la indicación de que la traería a su hermana Avelina, residente en Santander, cosa que efectuó. Que al día siguiente y tras hacerse cargo de la carta en cuestión, volvió a presentarse en la portilla de referencia, donde se encontró con Juanín, estableciendo un servicio de contraseña para la celebración de estas entrevistas, que consistía en que el forajido depositaría un papel en blanco debajo de una piedra en la portilla referida, cuyo papel, al ser visto por la declarante, era la indicación para que la dicente se presentase al siguiente día, al anochecer, en dicho lugar, con el fin de verse con el bandolero. Que estas entrevistas tuvieron lugar por espacio de quince o veinte veces, en las cuales la exponente sirvió de enlace entre el forajido y su hermana Avelina, llevando cartas, notas y encargos de una para otro. Cuando Avelina Fernández Ayala tenía una necesidad urgente de comunicar algo a su hermano Juanín, entregaba una carta a Julia, quien de acuerdo con el bandolero, la depositaba debajo de la piedra en cuestión, donde este se hacía cargo de ella. Que la última entrevista celebrada con Juanín tuvo lugar a últimos del pasado mes de octubre, después del encuentro habido en el pueblo de Tama (Santander), en la cual le pidió detalles sobre la identidad de los bandoleros muertos, sorprendiéndose grandemente de que uno de ellos hubiese sido Hermenegildo Campo Campillo, Gildo, diciéndole que a pesar de que lo hubiese leído en la prensa, él no se lo creía. Que en distintas ocasiones, el forajido le propuso que le diese cobijo en su domicilio, a lo que la declarante se opuso, por temor a que fuese descubierto.
Que al tener noticias de que su hijo Francisco Bedoya Gutiérrez, Paco, fugado del destacamento penal de Fuencarral el día 14 de febrero último, actuaba con dicho bandolero, en la última entrevista le preguntó por él, a lo que le contestó que se encontraba bien y que no había querido bajar a verla, e interpretando esto como el deseo del Juanín de que la declarante no se viese con el Bedoya, riñó con él.
Tres días después, el 9 de diciembre, Julia fue de nuevo interrogada para ver si ratificaba las declaraciones anteriores, y añadió tres matices. Aseguró que no se había visto con su hijo desde que este se fugó de la cárcel de Madrid y se unió a los bandoleros. La última vez que vio a Paco fue en el mes de agosto de 1951, cuando fue a Madrid con el exclusivo objetivo de ver a su hijo.
A la pregunta de si conocía las intenciones de fuga de su hijo y sus planes, dice que no, que ella ignoraba estos detalles, pues de haberlo sabido habría aconsejado a su hijo de muy distinta manera, ya que le quedaba poco para cumplir la condena que extinguía.
Pese a las torturas y el aislamiento, Julia aguantó el tipo y no confesó que Juanín se escondía en su casa. Poco a poco, durante los interrogatorios se fue dando cuenta de que la policía tenía mucha información. Comprendió que, antes de ella, por idéntica situación habían pasado ya Avelina y Pedro Fernández Noriega, junto con la madre de Juanín, Paula Ayala González. Como recoge el informe de la Guardia Civil en su expediente carcelario, fueron Avelina y Pedro los que la habían delatado como enlace de Juan Fernández «desde 1951, así como de haber albergado en su domicilio a dicho bandolero, como igualmente de hallarse al corriente de las intenciones de su hijo de fugarse». El texto oficial acababa reseñando que las autoridades locales adjuntan pésimos informes de Julia, aunque también añaden que no tenía antecedentes.
La madre de Paco, Fidel y Teresina, la segunda hija de Hilaria, la madre–abuela que tan oportunamente se llevó a Zoilina a La Habana, ingresó en prisión el 9 de diciembre de 1952. Fue condenada a cuatro años y un día.
Dejó la cárcel para asistir a la boda de su hija Teresina y un extraño personaje, supuesto administrador del conde de Estrada, un tal Daniel, que después se convertiría en José San Miguel. Eso fue en noviembre de 1955, cuando su hijo el Bedoya y Juanín eran ya los dos últimos maquis de España, tenían a la Guardia Civil y a los servicios de inteligencia desquiciados y la familia Bedoya estaba infiltrada y rodeada de espías y confidentes hasta en la cama.
Julia estuvo en prisión desde ese 9 de diciembre de 1952 hasta el 10 de octubre de 1955, dos años, diez meses y dos días. Cumplió su prisión condicional en Serdio, bajo la vigilancia de la abuela Gregoria Campo, a quien la nieta citaba como «patrocinador» de su libertad condicional al fijar en Los Coteros su residencia.
De su estancia en la Provincial se sabe que, al igual que su hermana Zoila, se dedicó enseguida a coser para los niños y las monjitas utilizando «las manos primorosas» que las Gutiérrez tenían para la aguja fina, aunque ni Zoila ni Julia alcanzaron la perfección de Zoilina y Quena.
La madre de Paco Bedoya también padeció de otra herencia familiar en la prisión, en donde ya había alas habilitadas para mujeres. Al igual que para su hijo Paco cuatro años, antes el doctor Leño Valencia se vio obligado a solicitar para la madre «ocho millones de unidades de penicilina para su aplicación a la reclusa de este establecimiento, Julia Gutiérrez Pérez, la cual padece una [subrayado] bronconeumonía resistente a las sulfamidas». Solo que al menos ahora las cosas habían mejorado en España y la penicilina no era tan cara como cuatro años antes, cuando la madre tuvo que recurrir a las posibilidades económicas de sus sobrinas en La Habana para poder salvar la vida de Paco.
Leño Valencia pudo aplicar a Julia las unidades de penicilina. Y en cuanto se recuperó ese mes de marzo, la mujer volvió a la batalla que ya había iniciado en enero. Quería cambiar a su abogado defensor y enviaba escritos al director de la prisión para solicitar el cambio de su letrado, un tal «don Francisco Saro Cuesta, asignado para mi defensa, y pido que se me asigne a don Pedro López Agudo».
En otoño de 1956, tras la celebración del Consejo de Guerra por los sucesos de Tama y la muerte del sargento José Sanz Díaz, la madre de los Bedoya Gutiérrez regresó a prisión para cumplir otros cuatro meses de pena que le restaban de la condena.
LOS AÑOS EN EL MONTE
Con la incorporación de Paco Bedoya al monte, Juanín comenzó a distanciarse de sus antiguos compañeros de la Brigada Machado. O quizá ese distanciamiento empezó antes. Las razones por las que crecieron las distancias entre Juan Fernández Ayala y Hermenegildo Campo Campillo, Gildo y Quintiliano Guerrero, el Tuerto son ambiguas. Una de las teorías más extendidas es que Gildo y el Tuerto eran partidarios de salir hacia Francia, como ya habían hecho antes otros muchos miembros de la Brigada Machado, desde Popeye, que se marchó en 1950, hasta José Marcos Campillo, el Tranquilo, que logró pasar a Francia junto con Santiago Rey Roiz en 1955.
Los dos últimos secuestraron al empresario Emilio Bollaín en Balmaseda (Vizcaya). Por su rescate obtuvieron un millón y medio de pesetas y con esa gran cantidad de dinero pasaron a Francia. El Gobierno español, que les localizó gracias a unos billetes, solicitó su extradición, pero lograron el estatuto de refugiados políticos.
Dicen los más románticos, los que trataron a Juanín de jóvenes y oyeron y soñaron con sus historias durante las noches oscuras y lluviosas, al pie de los hogares cántabros, que mientras los otros miembros de la Brigada Machado se iban aborregando, pendientes más de su supervivencia y lejos de las ideas iniciales por las que se echaron al monte, Juanín nunca renunció a sus ideas políticas. Si bien comenzó como militante del PCE, otros mantienen que simplemente era de izquierdas, de los que querían que hubiera menos diferencias entre ricos y pobres, defiende el nieto de Nelito, el hijo de Teófila. Desde luego, era el más listo de todos, por eso no le cazaron. No sé por qué no se fue a Francia. En casa no se hablaba de ello, opina Vidalín, el primo de Paco Bedoya.
Otros vecinos de Portillo y Abanillas, alguno también de Serdio, defienden que con el transcurso del tiempo y aquejado por la supuesta tuberculosis que tenía —Juanín fumaba paquetes de un tabaco negro y fuerte, marca Diana—, eligió convertirse en héroe. Incluso «llegó a pensar que podía ser algo así como el gobernador de la Liébana. Una especie del caudillo Corocota», remacha otro personaje implicado en la historia, evocando al caudillo cántabro que luchó contra la ocupación de los romanos.
A Juan Fernández Ayala no le gustaban los continuos trasiegos que sus compañeros de brigada se traían con las mujeres. Algo asombroso, teniendo en cuenta la de amoríos que se le achacan. También le ponía enfermo cómo día tras día sus hombres iban relajando la disciplina.
Todas las tesis podrían ser complementarias, pero lo único que está documentado es que Juanín desechó varias veces la posibilidad de marcharse a Francia que le ofrecieron algunos amigos. Pero la más clara fue la que medió el cura de Santo Toribio de Liébana, don Desiderio. Durante su larga vida, don Desi explicó muchas veces cómo negoció con el Gobierno de Franco para sacar a Juanín a Francia —no a Bedoya— y que llegó a exigir una garantía del mismísimo Generalísimo, algo que no consiguió. Juanín nunca estuvo dispuesto a marcharse[33].
La distancia entre Juan Fernández Ayala y sus antiguos compañeros del maquis le salvó la vida en más de una ocasión. Juanín y Bedoya habían salido del pueblo de Tama muy pocos días antes de la matanza y, como contó Julia en su declaración a la Guardia Civil, Juanín no terminó de creerse que su viejo compañero Gildo hubiese muerto en aquel encontronazo.
Tras los acontecimientos de Tama, la pareja de emboscados se refugió primero en el territorio de la Liébana, el lugar de nacimiento de Juanín, donde tenían varios refugios que nunca fueron descubiertos. Una de las cabañas, situada en Joyalín, cerca de la Vega de Liébana, estaba realizada con piedras y tablas, perfectamente conservada. Fernández Ayala siempre aprovechó las manos prodigiosas de Paco con la carpintería y así quedó de manifiesto en todos los escondites que se fueron encontrando a lo largo de los años, cuando ya hacía tiempo que los guerrilleros habían dejado de usarlos. Cerca de Vega también se descubrió años después una cueva, la del Peñalcao, que fue utilizada como refugio.
Pasados unos meses de la matanza de Tama, la pareja de emboscados se vio obligada a reaparecer, haciendo algunos atracos y secuestros que iban sembrando de miedo la provincia. Pero sus acciones eran después relatadas con un halo de leyenda, aderezadas con un gesto humano, casi siempre atribuido a Juanín, mientras sobre el grandullón Bedoya, poco hablador en los atracos y siempre a la sombra de su jefe, se iba tejiendo cierta fama de crueldad. Una supuesta crueldad que contrastaba con el hombre tierno y paciente que reflejaban las cartas que enviaba a Leles.
LELES: Poco tiempo después de su fuga, me volvió a enviar cartas desde el monte. Aunque yo estaba muy enfadada, él seguía pensando en que podríamos reorganizar nuestras vidas algún día. Yo, la verdad, cada vez tenía más dudas. Cada vez mi madre y mi familia me presionaban más. Cada vez me sentía más sola con mi hijo Ismaelín. Yo seguía trabajando y mi madre quejándose de que tenía mucho trabajo cuidando de los nietos… Lo mismo que había sucedido cuando se los quedó en Abanillas… Pero las cartas de Paco eran muy cariñosas, aunque no me daba explicaciones de por qué se había marchado. Eso sí, me contó que todas las cosas que tenía mías se habían quemado en el incendio de Las Carrás.
Paco nunca mató a nadie. A Juanín no le conocí, pero pienso que influyó mucho en él. Y lo de Las Carrás. Yo, de Julia y Juanín no sé nada. Ni siquiera si fue verdad. Se habló tanto, tanto… Cada vez que venían a verme marineros de San Vicente de la Barquera, de Abanillas, de algún pueblo del Val de San Vicente, traían una historia distinta.
Juanín y Bedoya llegaron a convertirse en una leyenda. La gente les tenía miedo, puede ser, pero mucho menos que a la Guardia Civil. Lo que ocurre es que los vecinos estaban entre dos fuegos. Sobre la crueldad de Paco que hablaban algunos, nunca me la creí. Puede que Juanín le manipulara, le utilizara. No lo sé. Ya digo que yo no le conocí. Pero Paco era un trozo de pan, un buenazo, que tenía pronto, pero se le pasaba enseguida. Pienso que me quería mucho, y a nuestro hijo también. Así me lo decía siempre, la vida nos destrozó, nos hizo una faena a todos nuestros sueños y esperanzas…
Leles vuelve a llevarse el pañuelo a los ojos, esta vez para limpiar solo la humedad sin lágrimas.