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EL CHICO QUE ESCOGÍA LOS AÑOS. 1917

Era una tarde fría de invierno en Potes, la capital de la Liébana, una comarca situada al suroeste de Cantabria, en el corazón de los montes que forman los Picos de Europa. En una humilde casa, cerca de la Plaza del Llano, Paula Ayala pujaba con fuerza para parir a su tercer hijo. A su lado, la comadrona del pueblo la animaba.

—Empuja, empuja fuerte, Paula, que ya queda poco.

El esfuerzo de ambas mujeres no estaba exento de cierta alegría. La parturienta era ya una experta, y por cómo venía el nacimiento, estaba claro que todo iba a salir bien. Pero las gotas de sudor y su rostro contraído no hacían más que acelerar la angustia de su marido, el cantero José Fernández, que hacia media tarde había vuelto de picar piedra en una aldea de al lado.

Anochecía. Ya se habían encendido los quinqués de petróleo y amenazaba lluvia otra vez. Noviembre, y siempre la lluvia o la nieve. Habían caído las primeras nevadas en los Picos y algún que otro copo en el pueblo.

—Quiera Dios que lo que esta noche caiga sea agua y no nieve, que tengo que volver a casa —pensaba la comadrona, mientras seguía jaleando a Paula.

Por fin, como si el bebé se compadeciera del dolor de su madre, la angustia de su padre y las prisas de la buena mujer que le ayudaba a venir a este mundo, sobre las diez y media de la noche sacó la cabeza y lanzó su primer berrido, antes de que cortaran el cordón umbilical y le dieran el azote en el culo. La madre, desde la humilde cama ensangrentada, sonreía por fin a su marido, que se había atrevido a atravesar la puerta del dormitorio al oír llorar a su hijo. José Fernández respiraba más tranquilo. El chico había nacido bien, Paula era fuerte y se terminaba el día de zozobra.

Aunque por la mañana su mujer ya le había dicho que sentía las contracciones y que de ese día no pasaba el alumbramiento, José tuvo que marchar a trabajar a la cantera, animado por la misma Paula. Ya se las arreglaría ella con las vecinas si rompía aguas. La criatura a punto de nacer era una boca más que alimentar que se unía a José y María, los otros dos hijos que ya había en la modesta casa.

El día que Juan Fernández Ayala eligió para nacer en Potes era 25 de noviembre —el día 27 su padre le inscribió en el registro— y las cosas no estaban para bromas en el valle de Liébana ni en el resto de la comarca. Aquel niño que pronto sería conocido como Juanín, un diminutivo que, andando el tiempo pasaría a la historia como el maquis más famoso del norte de España, llegaba al mundo con un don extraño: el de vincular las fechas importantes de su vida a los momentos en que los humildes de su tierra parecían estar más dispuestos que nunca a sacudirse las cadenas.

Sentado al pie de la lumbre, con la luz del quinqué baja, las reflexiones de José Fernández sobre el futuro de su tercer hijo estaban muy lejos de aproximarse a los acontecimientos venideros. En aquella noche lluviosa, mientras el agua golpeaba los cristales de la casa y el viento susurraba por las rendijas de las ventanas, José Fernández Villegas, de treinta y un años, cantero y pobre, reflexionaba mientras concentraba su mirada en las llamas de la chimenea, que bailaban al son del aire que se colaba por las rendijas de toda la vivienda. Había que tener los hijos que Dios mandara, pensaba el cantero, pero no era lo mismo dar de comer a uno que a tres por más que las mujeres se esforzasen por estirar el puchero. Y eso que su Paula era experta en pucheros, una excelente cocinera.

Terciada ya la madrugada y después de que las vecinas y la comadrona recogieran un poco la casa, cambiasen las sábanas y diesen de cenar a los otros dos niños, José hacía cuentas mentalmente. Una profunda arruga surcaba su frente, pero su expresión ceñuda se tornaba más dulce cuando echaba una ojeada hacia la puerta abierta de la habitación y miraba a Paula con el recién nacido en brazos. La fuerza y la salud de sus veintiocho años habían hecho posible que el bebé estuviera ya colgado de la teta de su madre. Le llamarían Ángel Juan.

El padre de Juanín tenía motivos para la preocupación. El bebé no llegaba con un pan debajo del brazo, pero eso no era lo peor. El ambiente en Potes no estaba tan enrarecido ni tan cargado como en Santander o en Torrelavega, pero desde la huelga general de agosto, el aire que se respiraba en la comarca era más denso.

José sabía ya algo de las razones que habían llevado a los metalúrgicos, ferroviarios y tranviarios a declarar el 13 de agosto la huelga «general e ilimitada». Los obreros de Santander habían entrado en el conflicto para apoyar a los de Bilbao, pero después y como un reguero de pólvora, las protestas se extendieron por toda la cuenca minera de la zona de El Astillero, de Torrelavega y de las minas de Reocín.

El padre de los niños Fernández Ayala era bueno en su oficio de picar la piedra, y tenía compañeros tan buenos como él y tan mal pagados, pero sabía que esa unidad y esa lucha quedaban muy lejos de Potes y del resto de las aldeas vecinas. Aunque algunos de los ecos de las protestas de los más humildes traspasaban ya los desfiladeros de los Picos de Europa, los pueblecitos seguían siendo tierra de antiguos señores, caciques descendientes de feudales.

El escepticismo del cantero ante su pobre vida y su silenciosa resignación, porque los ricos y señores siempre serían los mismos, tenía sentido solo en algunos aspectos. Aunque en Santander las movilizaciones por la huelga general de 1917 fueron controladas rápidamente y el veraneo en las playas del Sardinero no se vio alterado en ninguna de sus costumbres, arraigadas ya desde finales del XIX, en determinados ambientes podía detectarse algún atisbo de cambio.

Los veraneantes de Madrid, más allá de comentar en el paseo matutino los acontecimientos que se recogían en los diarios sobre los conflictos del Astillero o las minas de Reocín, veían los sucesos y protestas obreras como algo ajeno a ellos. Unos meses después, los hechos les quitarían la razón.

Lejos de los juegos en las playas, de las casetas de baño con telas a rayas, propiedad de cada familia pudiente y tan de moda en la época, pero que los montañeses observaban como una rareza de las que practicaban los ricos de la provincia o los llegados desde la capital, aquella huelga de verano dejó un rastro, una senda a seguir.

El paro de agosto de 1917 marcó el inicio de la conflictividad laboral, que pronto se extendió por la provincia. El Partido Socialista, gracias a las luchas sociales en los centros obreros, vio cómo sus filas se iban engrosando con nuevos militantes. Los síntomas de este crecimiento se confirmaron unos meses más tarde, con el éxito de Francisco Largo Caballero en las elecciones de 1918. El líder del PSOE ocupó el tercer puesto como diputado por Santander por delante de los republicanos.

Sobre José Fernández y su mujer rebotaban estos acontecimientos, porque en Potes, como en el resto de las comarcas de la Liébana, los mineros eran los únicos que podían transmitir las nuevas ideas revolucionarias, y escucharles resultaba peligroso. Los Fernández–Ayala tenían poco tiempo para meditar sobre los asuntos sociales o prerrevolucionarios, atareados como estaban en mantener sus trabajos y cuidar de sus hijos. Pronto, detrás de Juanín, nacieron Jesús y Avelina. Luchar por conseguir una peseta más para comer era acuciante para la estrecha economía familiar.

Paula era una buena cocinera, y ya antes de que nacieran sus hijos, se dedicaba a guisar en algunas casas, pero los cinco niños daban ahora mucho trabajo. Cuando Juanín contaba poco más de tres años, la familia decidió trasladarse a Vega de Liébana, un pueblo del cercano valle de Cereceda, donde alquilaron una casa con la esperanza de que la vida resultara algo más barata.

Fue este el primer viaje de Juanín fuera de su Potes natal. En la Vega acudió al colegio hasta los once años y en las orillas de los ríos que atraviesan el valle de Cereceda, el Frío y el Quiviesa, jugaba a la salida de la escuela con sus amigos. Algunos de aquellos niños serían luego sus compañeros en la guerrilla. Otros, enemigos en la guerra y en la posguerra.

Su infancia y su paso por la escuela fueron breves. Pronto se acabaron sus tiempos de correr por los pastos verdes de la Vega, de echar una mano a sus amigos en el ordeño de las vacas, de ir a la escuela con los maestros don Antonio y don Antonino, o pescar en el río para llevar a su madre un salmón que echar a la sartén. Apenas cumplidos los once años, y aunque era un chico espabilado en la escuela, Juanín empezó a trabajar en el mismo oficio que su padre, el de cantero. Juan García, un amigo de su progenitor, le enseñó los primeros pasos en el duro trabajo. Su padre estaba cada vez más enfermo y hacía falta llevar dinero a casa, porque su madre, Paula, no podía salir a trabajar fuera con sus dos hermanos pequeños y un marido con la salud deteriorada.

A partir de los once años, Fernández Ayala ya no dejó ni un solo día de trabajar. Ya fuera como criado para ayudar en el campo a vecinos de la Vega o del valle de Cereceda, ya fuera como peón para vendimiar o segar en los tiempos de la primavera y el verano, en la corta de leña o en cualquier otro oficio temporero, Juanín pasó por las fincas de diferentes caciques del valle sin hacer ascos a ninguna tarea, buscando la forma de ganar una peseta. Conoció a patronos buenos y malos, generosos y miserables, señoritos o simples ganaderos y agricultores modestos, que le pagaban el jornal también con dificultades.

UN ADOLESCENTE CON LA REPÚBLICA

Cómo despertó su conciencia social es un misterio. Aunque en Santander sí penetraron las ideas socialistas y el republicanismo entre algunos sectores obreros, Juanín creció en los valles de los Picos de Europa, donde la dictadura de Primo de Rivera, proclamada en septiembre de 1923, fue bienvenida, como en la mayoría de los medios rurales de España. Puede que entre las tertulias de algunos colmaos de los pueblos en los que trabajaba y el conocimiento de otros obreros, además de su propia experiencia sobre quienes le empleaban, terminara germinando en el chico una conciencia de clase social.

En 1931, cuando se proclamó la República, Juan Fernández Ayala era un adolescente imberbe de apenas catorce años, pero que ya llevaba tres trabajando e intentando conseguir dinero para su familia. Durante aquel comienzo de 1931, en los meses de febrero, marzo y abril, en Santander se desarrolló una intensa campaña electoral. Como en el resto del país, el debate se centraba entre monarquía o república. Hubo un mitin especialmente notable en la capital cántabra, el del 8 de abril, que fue convocado por la coalición republicano–socialista y al que acudieron quince mil personas, como reseñaba al día siguiente El Cantábrico.

Aunque las comunicaciones de entonces eran complicadas, quince mil asistentes a un mitin de esas características ya daba una muestra de que algo se movía en la provincia y sus alrededores. Incluso hasta los rincones más oscuros y cerrados de los Picos de Europa, donde los caminos aún no podían llamarse carreteras y la luz eléctrica era un raro privilegio de las capitales, los ecos de los acontecimientos se extendían lentamente. Atentos, los oídos de Juanín eran proclives a escuchar los vientos republicanos y socialistas que prometían la defensa de los más débiles, justicia e igualdad para todos.

Con todo, en la montaña los nuevos tiempos eran más difíciles de entender. En las elecciones generales de 1931, en Cantabria triunfó la coalición formada por el Partido Federal, el Socialista y Radical–Socialista, que sacaron cinco diputados. La candidatura regional independiente o agrarios, una coalición formada por monárquicos y católicos, obtuvo sus mejores resultados en la montaña, precisamente en los valles de Cabuérniga y la Liébana, la tierra de Juanín.

Fuera por estos acontecimientos que vivió ya con catorce años, o por los conflictivos meses del verano de 1931, cuando el gobernador civil de la provincia, José María Semprún Gurrea —cuñado del ministro de Gobernación, Miguel Maura—, tuvo que emplearse a fondo para resolver decenas de conflictos obreros en toda la región; o por la irritación que le producía la injusticia en el valle, donde las altas laderas y las paredes rocosas más parecían de acero que de piedra porosa, tal era la dificultad con que las nuevas ideas penetraban entre la gente más humilde, Juan Fernández fue tomando nota de lo que era justo e injusto.

Él había elegido que su destino estuviera ligado a los grandes conflictos de su tierra al escoger aquel año de 1917 para venir al mundo —andando el tiempo, cuando ya distinguía entre comunistas y socialistas gracias a lo que aprendió en el frente y después en la cárcel, supo que su año de nacimiento había sido también el de la Revolución de octubre, el del triunfo de las clases proletarias en Rusia—, y el joven peón Fernández Ayala eligió para afiliarse a las Juventudes Socialistas —luego unificadas a las del PCE en 1936— otro año notable por sus acontecimientos para la clase obrera, el de 1934. Se afilió a las Juventudes junto con otro grupo de jóvenes del valle de Liébana. Juanín tenía diecisiete años.

Cada vez que el trabajo se lo permitía, se escapaba a las reuniones secretas de la Casa del Pueblo de Potes, que se celebraban los sábados. Allí, un día por semana, los chicos fueron conociendo lo que se cocía por España. Y lo que se cocía estaba a muy pocos kilómetros de ellos, en Asturias, donde se inició la huelga revolucionaria de 1934.

Convocada por la UGT y la CNT bajo las siglas de UHP (Unión de Hermanos Proletarios), la huelga tuvo un éxito rotundo en sus comienzos en la vecina Asturias. Obligó al Gobierno a declarar el estado de guerra, y la durísima represión de los militares fue un ensayo, un aviso, de lo que traería la Guerra Civil.

En Cantabria, la huelga duró dieciocho días y los jóvenes que cada sábado se encontraban en Potes, unas veces en la Casa del Pueblo, otras en lugares más discretos, observaron fascinados el desarrollo de los acontecimientos. Los diarios de la época dieron una docena de muertos y cientos de encarcelados y despedidos de sus trabajos por participar en los diferentes conflictos[6].

También por primera vez, Fernández Ayala y sus amigos rozaron su sueño con la punta de los dedos. Que en una comarca arcaica, repleta de caciques e hidalgos venidos a menos, los obreros lograran izar en el ayuntamiento de San Felices de Buelna la bandera roja y proclamaran el «comunismo integral», era un preludio de éxitos venideros. Pero entre los conservadores, el asunto no hizo más que acrecentar el miedo y el odio.

Mientras Juanín y sus compañeros vivían con la pasión de los diecisiete años los acontecimientos, los señores del valle y de las aldeas grababan en sus retinas las caras y los modos de aquellos locos que ayer eran sus criados y que hoy querían sus tierras.

LA GUERRA ESTALLA EN LA CARRETERA

Cuando en 1936 llegaron las elecciones del 16 de febrero y con ellas el triunfo del Frente Popular, Juanín era ya un joven de diecinueve años, conocido por sus ideas en las aldeas del valle, aunque eso no impedía que siguiera siendo un buen trabajador, y por ello le contrataban. Por entonces se dedicaba al arreglo de la carretera de uno de los pueblos de la zona, en Los Llanos, en Camaleño.

El arreglo de los caminos tenía su parte positiva. Uno podía enterarse de todo lo que pasaba más allá del valle. Cada vecino que atravesaba la vieja carretera tenía algo que contar. Aunque los coches eran una rareza en la época, el reparto del correo, la recogida de la leche y los viajes de algunos ganaderos a Torrelavega o Santander reportaban a la vuelta noticias de interés. Así fue como un día de primeros de junio de 1936, Juanín y sus compañeros, mientras arreglaban el camino de Los Llanos, se enteraron del asesinato del periodista socialista Luciano Malumbres, director del diario La Región. Le asesinaron en el bar La Zanguina, en Santander, cuando echaba su partida. Aunque sobrevivió a los primeros tiros, Malumbres murió al día siguiente. Le disparó un pistolero falangista, Amadeo Pico. Al principio se pensó que era una venganza por las muertes de otros falangistas y hombres de derechas durante los meses anteriores: José Antonio Aumendi, Rufino Molleda, José Olavarrieta Orega y José Francisco Marcano Igartúa habían sido asesinados por pistoleros comunistas y socialistas. Antes ya habían muerto en otras refriegas otros dos militantes comunistas, Lino Sarachaga y Petra San Esteban.

No quedó claro si el asesinato de Malumbres fue una venganza de los falangistas, un encargo de los sectores conservadores, o ambas cosas a la vez. El periodista tenía cantidad de enemigos, resultado de sus artículos de denuncia contra los mataderos clandestinos, las actividades falangistas o la ridiculización de hazañas notables de la época, como el vuelo del piloto Juan Ignacio Pombo a México, vía Dakar y Brasil. La muerte de Malumbres desató una huelga general y su entierro fue un acto multitudinario, una manifestación popular contra las razias de los falangistas, algunos de los cuales escaparon al monte.

Las cosas se ponían muy feas en todos los sitios. Las gentes en las aldeas se miraban con sospecha, y en los pueblos más grandes, como en Potes, el aire era cada vez más espeso. Falangistas y comunistas difícilmente podían estar juntos en los bares del pueblo. Eso lo notaban los chicos de las Juventudes, que se encontraban, con un miedo que iba en aumento, pero también con más adrenalina, en la Casa del Pueblo. Y la euforia en las venas de Juanín ponía a hervir su sangre.

Tan solo un mes después del asesinato del director de La Región, Juan Fernández supo del Alzamiento Nacional del 18 de julio. Estaba repartiendo la grava de la carretera con un compañero cuando un vecino llegó gritando que en Potes había tiros y algo muy gordo se estaba liando. El tercero de los hijos de Paula y José se asustó, porque su hermano mayor, Pepe, se había hecho falangista.

Juanín tenía miedo de que Pepe estuviera metido en la refriega. Él no quería tirotearse con su hermano, y así fue durante toda la vida, en la que ambos estuvieron en diferentes trincheras, desde las que se ayudaron mutuamente cuando pudieron.

Pronto se supo que los falangistas que apoyaban el golpe de estado del general Franco en Potes habían sido derrotados por los de izquierdas. Algunos de ellos escaparon al monte para huir de la ferocidad y los primeros paseos que se anunciaban por parte de los milicianos. Era solo el preludio de lo que se avecinaba.

EL ALZAMIENTO

Aquel 18 de julio, Juanín no bajó a Potes. Se quedó en Camaleño con sus compañeros. Pero al día siguiente, con otros sesenta hombres del valle de la Liébana, marchó a Santander para afiliarse a las milicias que iban a defender la República, la democracia que algo de justicia les había traído, contra los generales sediciosos y el golpe de estado, el Alzamiento Nacional.

En los primeros días de la guerra, Fernández Ayala se integró en el batallón de Ochaindía, y dentro de ese batallón, en la compañía del capitán Sorondo. Al principio se dedicaban a abastecer a las tropas, pero pronto marcharon al frente. Como todas las milicias de la República y sus batallones, en la del brigada Ochaindía había más buena voluntad y valor que disciplina y conocimiento de la estrategia militar. El propio Ochaindía murió a los pocos de días de comenzada la guerra bajo la aviación fascista.

El resto del batallón, tras varias peripecias, llegó al frente de Polientes, a pocos kilómetros de Reinosa, donde durante varias semanas los milicianos se enfrentaron a las tropas enemigas con escarceos que unos días situaban el triunfo en un lado y tres días después en el otro. En aquellos meses en el frente, el cantero de Potes criado en la Vega aprendió lo que era la muerte, las cabezas reventadas por las balas, las noches frías y la humedad en las trincheras, que penetraba hasta el fondo de sus débiles pulmones. Los amigos caían muertos o heridos a su lado, el olor de la sangre se hacía insoportable, como aquel día que recogió a uno de sus camaradas con un tiro en el cuello. Contra todo pronóstico —todos pensaban que el herido moriría—, Juanín cargó con él hasta dejarle en el puesto de socorro donde pudo ser atendido. Y no murió.

Mientras estaban en esas posiciones, Juan Fernández y sus compañeros se enteraron del brutal bombardeo de Santander por parte de las tropas nacionales el 27 de diciembre, dos días después de unas tristes navidades. Los aviones de los nacionales dejaron tras de sí más de sesenta cadáveres, muchos de ellos mujeres, niños y ancianos, que quedaron enterrados entre los escombros.

La ira de la gente estalló tras ver la facilidad con que habían matado los aviones fascistas a la población civil. Cientos de personas dirigidas por los milicianos se dirigieron hacia el puerto, donde estaba el buque–prisión Alfonso Pérez, cargado de prisioneros falangistas, militantes de derechas y sacerdotes o clérigos. Allí mataron a más de ciento sesenta presos, entre ellos varios curas y clérigos de diferentes órdenes, jóvenes y viejos de las mejores familias de la provincia, médicos, abogados. Contra todos ellos atacaron primero las turbas irritadas por el bombardeo. Y después, un grupo de milicianos que, ayudados por algunas autoridades locales, se dedicaron a la pantomima de juicios sumarísimos, descerrajando tiros en la cabeza contra todos los que eran obligados a subir de las bodegas. Aquel día se escribió una de las páginas más cruentas e injustas de la historia de las tropas republicanas.

Cuando la noticia de los asesinatos en el Alfonso Pérez llegó al frente de Polientes, precedida por las muertes de ciudadanos víctimas de la aviación, las tropas republicanas estaban ocupadas en mantener sus malas posiciones como podían. No valoraron que el trágico acontecimiento tendría después repercusiones en toda la posguerra, porque entre los vencedores estuvieron los familiares de muchos de los falangistas y conservadores que fueron asesinados en la cubierta del barco. Sus compañeros y familiares, los triunfadores de la guerra, se convirtieron después en los soportes del Movimiento Nacional, que durante décadas gestionaron la posguerra en Santander.

Juanín se quedó en aquel batallón 108 del frente hasta que el 26 de agosto de 1937, un eufórico general Dávila llamó a Franco para decirle que Santander había caído. Los esfuerzos del general Gámir Ulibarri, fiel al Gobierno republicano, no pudieron impedir el derrumbe del frente norte.

En los días de finales de agosto de 1937, los vecinos del Val de San Vicente vieron cómo el puente que une Unquera con Asturias se convertía en un tapón repleto de tropas republicanas que escapaban en retirada hacia el frente asturiano y que apartaban sin miramientos a los civiles que huían con mujeres, ancianos, niños y el ganado que podían trasladar.

Con la entrada de las tropas en Santander y la caída del frente de la montaña, tomado por las brigadas navarras que apoyaban al general Franco, Juanín, como otros muchos de sus compañeros de batalla, decidió regresar a su casa, con su madre, a Vega de Liébana, para comenzar su vida de derrotado.

No había matado, no tenía delitos de sangre, no había participado —pese a lo que se decía— en la destrucción de Potes, cuando los batallones asturianos que se retiraban huyendo de las tropas nacionales incendiaron la capital de la Liébana, quemando más de sesenta casas, el cuartel de la Guardia Civil, el hospital Municipal o el edificio de Correos. Los soldados en retirada volaban con dinamita las casas más sólidas, las de piedra de sillería que llevaban en pie siglos y resistían al fuego… Todo destruido con tal de que no cayera en manos de los fascistas que venían pisándoles los talones. Después de todo, Potes siempre había tenido ganas de levantarse en apoyo de Franco, como ya intentó el 18 de julio.

Pero Juan Fernández Ayala no estaba entre los que arrasaron su pueblo natal el 31 de agosto de 1937. Aún estaba en el frente y pasó largas penalidades hasta llegar a su casa. Sobre el papel, no tenía nada que temer. Regresaba a la Vega a buscar trabajo. Quizá su hermano Pepe, ahora un respetado falangista, pudiera ayudarle a enderezar su vida. De momento, sus ideales republicanos podían esperar hasta una nueva oportunidad.

Tras un largo peregrinaje y esconderse entre montes y bardales para no ser capturado por los falangistas o los soldados nacionales, un día, en la casa de la Vega, ante Paula, su madre, y Avelina, su hermana pequeña, tan guapa, la favorita de Juanín, apareció un hombre triste, con el rostro más enjuto, un cuerpo elástico y flaco, pero ágil, un fumador nato que llegaba harto de la indisciplina de los ejércitos republicanos, meditabundo por la desorganización y las peleas entre comunistas, anarquistas y socialistas… Así cómo se iba a ganar la guerra, si al otro lado era justo todo lo contrario: pensamiento único, disciplina, fuerza, dinero. Habría que esperar a una mejor oportunidad, a ver qué pasaba en el resto de España. Después de todo, el Frente Norte no era el fin de la guerra para los republicanos.

Esas reflexiones no se las transmitió Juanín ni a su madre ni a su hermana Avelina. No quería inquietarlas más. Callado, tierno con sus mujeres, durante unas semanas se dejó cuidar por esas manos amorosas que guisaban para él y le permitían dormir en una cama desde hacía meses. Pasado un tiempo, el tercero de los Fernández Ayala se puso a buscar trabajo.

PRIMER TRABAJO DE POSGUERRA

La guerra lo había cambiado todo. Era imposible trabajar en cualquier aldea, si antes uno no se había entregado ante las autoridades nacionales. Así que, con el apoyo de su madre y su hermana, como siempre sería ya, Juanín se presentó en el cuartel de la Guardia Civil. Fue detenido y trasladado a Santander.

Después de la entrada de los nacionales en la capital santanderina, «apenas saboreada la dulce emoción de lograr la verdadera libertad, Santander empezó a trabajar febrilmente. Por carretera vinieron los camiones de abastecimiento llenos de alimentos […]. La Auditoría de Guerra se hace cargo del Instituto, donde monta sus servicios, y la Policía hace los nombramientos de los jefes de calles y casas, y comienzan a expurgar entre los miles de milicianos que hay detenidos en los campos de Sport del Sardinero, en la plaza de toros, llenándose la cárcel de implicados, así como algunos conventos que ha sido preciso habilitar como prisiones. Los consejos de guerra empiezan a decretar penas de muerte, que se cumplen en el campo de Rostrío y son innumerables los suicidios de cabecillas locales y de la provincia que se descubren, como también se registran algunas venganzas personales que la autoridad militar corta en seco»[7].

A esa ciudad, a ese ambiente, fue trasladado Juanín tras entregarse en Vega de Liébana. Encarcelado en la prisión de la Tabacalera, donde se encontró con decenas de lebaniegos que luego jugarían un papel importante en su vida en el monte, Fernández Ayala fue juzgado en uno de los miles de juicios sumarísimos de aquellos días celebrados en las aulas del instituto Santa Clara. Fue condenado a muerte.

La Tabacalera era uno más de los lugares para prisioneros que se habilitaron entonces, además del campo del Sport y la plaza de toros. Después hubo campos de internamiento —«de concentración», les llaman varios historiadores— en las playas del palacio de la Magdalena y en el edificio de los salesianos. Cárceles como el convento de Las Oblatas —donde años más tarde fueron encarceladas su madre, su hermana Avelina y todas las mujeres de la familia de Paco Bedoya mientras ellos estaban en el monte—, la cárcel de la calle Alta, Corbán y el penal del Dueso acogieron a miles de vencidos. Solo en la plaza de toros algunos historiadores citan hasta cincuenta mil recluidos.

Las penas de muerte de los notables, como la de la periodista Matilde Zapata, la viuda de Malumbres, la del abogado socialista Roberto Álvarez Eguren, o la del coronel del regimiento José Pérez–Argüelles, fueron ejecutadas a toda velocidad. Guardias de asalto, carabineros, sindicalistas, militantes de los partidos «rojos» fueron enterrados en una enorme fosa común, en el exterior del cementerio de Ciriego.

Ya fuera por la ayuda de su hermano Pepe el falangista, o porque comenzaron las protestas por la durísima represión en Cantabria —incluidas las quejas de los hermanos Herrera Oria, afines a los nacionales—, a Juanín le fue conmutada la pena de muerte por la de doce años de prisión.

LA TABACALERA COMO PRISIÓN

En la Tabacalera estuvo cuatro años, con amigos que luego serían compañeros como Lorenzo Sierra, uno de los chicos que iba con él a la escuela en la Vega. A la cárcel le llevaba la comida su hermana mayor, María. Le visitaba una vez por semana. En la Tabacalera, una prisión húmeda y donde las celdas tenían pésimas condiciones, Juanín tuvo su primera enfermedad, una pleura que hubo que curarle con cuidado. Después, durante los años en el monte, sus pulmones y todo su sistema respiratorio, alimentado por el eterno cigarrillo con que le recuerdan quienes le conocieron, serían motivo de preocupación para las muchas mujeres que le amaron y para sus compañeros.

Por fin, a finales de 1941, Juan Fernández fue trasladado a la prisión valenciana de Portocoeli, de donde salió dos meses después como resultado de una amnistía parcial, en libertad vigilada. De nuevo regresó a su casa, a la Vega de Liébana, para rehacer su vida.

De vuelta al valle de Cereceda, su hermano Pepe, también cantero, ocupaba un puesto de capataz en el batallón encargado de restaurar Potes, bajo la jurisdicción del Patronato de Regiones Devastadas. Pese al abismo ideológico que había entre ambos, Pepe logró colocarle como peón en las obras de reconstrucción de su pueblo natal. Pero lo que Pepe no logró fue salvar a su hermano de tener que acudir, una vez por semana, al cuartelillo de la Guardia Civil. Potes y todo el valle de la Liébana tenían ya como alcaldes y autoridades a muchos de los falangistas y señoritos que soportaron aterrados los años del Frente Popular, las humillaciones y los abusos de los milicianos republicanos. Esas personas poderosas, algunas deseosas de venganza, tenían la información de que Juanín era miembro del Socorro Rojo Internacional.

Para el primer interrogatorio en el cuartel, los guardias se bastaron con los vergazos en la espalda, mientras le obligaban a apoyar las manos sobre la mesa del despachito del cuartelillo, tras decirle que se quitara la camisa. En los cuartelillos, los guardias eran muy aficionados a los látigos hechos de verga de toro o de caballo. Cada latigazo dejaba unos profundos cortes, limpios, que sangraban poco pero producían un dolor irresistible, como si con cada descarga del látigo sobre la espalda del interrogado se produjera una descarga con alambre al rojo vivo. El sistema tenía la ventaja de marcar los glúteos y la espalda. Pero se afanaban por no dejar rastro en las partes descubiertas del cuerpo: las manos, la cara o los pies.

Andando el tiempo, cuando algún enlace de los emboscados era capturado, estos detalles no tenían importancia, y en los cuartelillos comenzaron a practicarse las palizas. Los palillos clavados entre las uñas de los interrogados eran torturas fáciles y baratas, y lo mismo sucedía con el estrepo[8], castigo que se convertiría en pesadilla de todos los vecinos sospechosos de apoyar a los del monte en el Val de San Vicente.

Por el momento, en aquellos primeros meses, los guardias se conformaban con darle a Juanín sus buenas palizas mientras le preguntaban por los miembros del Socorro Rojo o por detalles sobre otros vecinos de los pueblos o aldeas de los alrededores.

Las primeras veces, Fernández–Ayala guardó ese silencio que definiría luego su carácter durante sus años en el monte. No dijo nada a su madre para no preocuparla aún más. Bastante había tenido que aguantar la mujer durante la guerra, bastante había tenido que mediar entre los hijos con diferentes ideas —aunque nunca llegó la sangre al río— y bastante tenía con sacar adelante la casa. La madre de los Fernández–Ayala, ya viuda y con los hijos mayores fuera de casa, había recuperado una parte de su trabajo de soltera y guisaba para algunas casas grandes del valle e incluso para el cuartel de la Guardia Civil.

LOS LATIGAZOS NO CURAN

Las cosas iban de mal en peor. Los vergazos en la espalda de Juanín no cicatrizaban de una semana para otra, y un día, a la vuelta del cuartelillo, Avelina se dio cuenta de que su hermano intentaba evitar que le viera la camisa antes de echarla a lavar. Fue a tocarle en la espalda.

—Pero, Juan, ¿qué haces con esa camisa ensangrentada en la mano?

—¡Déjame, no me toques!

Fue el alarido de Juanín al ver que su hermana se acercaba e intentaba ponerle una mano en el hombro. La chica se alarmó. Él tenía el torso desnudo y estaba frente a su hermana, que rápidamente le hizo girarse. Avelina se llevó la mano a la boca para sofocar el grito que salía de su garganta mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

La espalda de su hermano era un espectáculo. Carne abierta en grietas, latigazos recientes que habían levantado nuevos y profundos surcos, costras de semanas que se caían a pedazos tras la nueva paliza de ese día. Una espalda en carne viva que Avelina no sabía por dónde empezar a curar.

Cuando Paula regresó a casa, la hermana condujo a su madre a ver las heridas de su hijo. Los ojos de la mujer se abrieron con espanto y dolor, mientras intentaba reprimir sus sollozos para no entristecer y humillar aún más a su hijo. Pero tomó una determinación. Pediría al sargento del cuartel o a su hijo Pepe que Juanín fuese trasladado a la división de Regiones Devastadas que trabajaba en las obras de los Altos del Nansa. Allí estaría algo más lejos del cuartelillo y de los caciques de Potes y la Liébana.

Ni las gestiones de su madre, ni las de su hermano, ni las de otros amigos influyentes de la familia que hicieron informes sobre su buena conducta como trabajador y como persona, sirvieron para nada.

EL RECUERDO DE RAMIRO AGUDO

Hacía tiempo que el cantero daba vueltas en su cabeza a la idea de echarse al monte como habían hecho otros fugitivos perdedores de la guerra. Por la noche, cada semana, en las vísperas de presentarse al cuartelillo, Juanín examinaba la posibilidad de subir a luchar con los hombres de la Brigada Machado.

Sabía que era muy difícil resistir arriba. Mientras estuvo en la cárcel de la Tabacalera se enteró de la suerte que habían corrido algunos emboscados de la Brigada de «el Cariñoso» tan solo unos meses antes, que fueron cazados como conejos en las calles de Santander.

Quizá la muerte más dura, más cruel y sañuda de todas, cuyo relato más le impresionó cuando aún estaba en prisión, fue la de Ramiro Agudo, un obrero de Liérganes, miembro de la CNT, que había luchado durante la guerra en el Batallón «Libertad».

Los hermanos Ramiro y Eleuterio se hicieron famosos en plena guerra, cuando en 1938 los nacionales les descubrieron escondidos en su pueblo y se los llevaron para darles el paseo. Habían vuelto a casa tras la caída de Asturias, pero los habían encontrado. En plena noche, Ramiro logró escapar de los guardias mientras les amenazaba para que no mataran a su hermano «Terio».

Agudo era un tipo fuerte, listo y con una agilidad especial para escapar de las situaciones más adversas. Se incorporó al grupo de «el Cariñoso», otro famoso guerrillero que actuaba en la parte del río Miera.

Un día, después de muchas peripecias y cuando los guardias andaban desesperados por cazar a los miembros del grupo, Ramiro Agudo fue capturado en Santander mientras se preparaba para embarcar hacia América.

Un grupo numeroso de guardias civiles le rodeó, le puso las esposas y le encadenaron una mano a la de otro guardia civil para que no pudiera escapar. Le habían ofrecido la libertad si desvelaba dónde estaban los demás emboscados, pero como no dijo nada, se lo llevaron preso.

En el camino, rodeado de guardias con los fusiles a mano, Agudo no hacía más que pensar en cómo escapar. Entonces vio un precipicio y de un salto se arrojó al barranco, llevándose con él al guardia civil con quien compartía las esposas. De este modo, ya que iba a morir tras ser torturado, al menos se llevaría por delante a uno de ellos.

Pero Ramiro no tuvo suerte, y el guardia alguna más de lo que esperaba. Al saltar, ambos quedaron enganchados en un árbol que sobresalía de las paredes del barranco y que impidió que cayeran al fondo, donde se habrían matado. Entre gritos, aullidos y juramentos, los guardias no podían dispararle, puesto que se arriesgaban a dar a su compañero. Ramiro aprovechaba esta circunstancia y hacía todo lo posible por soltarse, mordiendo al guardia por todas las partes del cuerpo que se ponían al alcance de sus dientes: en las manos, en la cara, en las muñecas, en los hombros… Agudo era un excelente perro cazador que no estaba dispuesto a soltar su presa, mientras el guardia lanzaba alaridos como un conejo que es despedazado por un perdiguero. Pero el maquis no logró caer al barranco.

Rescatados un rato después, a Ramiro Agudo le machacaron la cabeza con las culatas, le clavaron las bayonetas entre las costillas, le cortaron los cojones y le desollaron el pecho y las piernas. No le remataron mientras agonizaba, sino que le bajaron a su pueblo, a Liérganes. Le pasearon por la calle, mientras las ventanas y las puertas se mantenían cerradas, como si no hubiera un alma, y solo se oían las palabras que salían de la boca ensangrentada de Ramiro, quien, medio muerto, solo atinaba a murmurar: «Dad un abrazo a mi madre, dad un abrazo a mi madre», y se lo decía «a todo el pueblo, a los que estábamos escondidos detrás de las contraventanas»[9].

EL CALVARIO DE AGUDO

Tuvieron que pasar más de cuarenta años para que la historia de Ramiro Agudo se publicara en letra escrita, cuando, muerto ya Franco, un vecino del pueblo la reconstruyó para Isidro Cicero. Sin embargo, el silencio no impidió que el calvario de Ramiro corriera como la pólvora entre los presos de las cárceles de Santander en aquellos días de agosto de 1940. La muerte atroz del mozo de Liérganes revolvió las tripas, la ira y la impotencia de todos sus compañeros. Pero también el miedo. El miedo a acabar desollado, sin cojones, era una poderosa razón para pensárselo dos veces antes de echarse al monte.

Con todo, y pese a saber que el camino de la montaña no iba a tener una vuelta fácil y que podían torturarle y matarle como al mozo de Liérganes, Juanín no pudo aguantar más tras otra monumental paliza en una tarde soleada del mes de julio.

Aquel día salió del cuartelillo doblado y marcado por todo el cuerpo. Se fue a hablar con su amigo Lorenzo Sierra, con quien se había encontrado en la cárcel de la Tabacalera y que ahora estaba en la prisión de Potes, si bien salía a diario para trabajar en Regiones Devastadas con Juanín.

Buscaba a Lorenzo a la vez que esperaba a que su cuerpo y su espalda dejaran de sangrar, de hervir, antes de volver a casa y que su hermana Avelina tuviera que curarle de nuevo. Aquel día, los guardias se habían esmerado.

—No puedo más, Lorenzo. Me van a matar en una de estas palizas. Me voy a ir al monte.

—Qué bárbaro, cómo te han dejado hoy. Quizá deberías ir al médico, porque esto ni tu hermana lo arregla por muchas gasas y emplastes que te ponga. Aguanta un poco, Juanín. Recuerda lo que pasó con los de «el Cariñoso». No dejaron ni uno. Recuerda al pobre Ramiro y a todos los que están cayendo…

—De verdad que ya no puedo más. Prefiero morir de un tiro. Además, los de ahí arriba están con Ceferino Machado, y ese es un tipo con cabeza.

El día que Juanín se echó al monte era 21 de julio de 1943, la festividad de Santa Justa. Antes de huir definitivamente, el mozo se fue al baile de Campollo, una aldea de la Vega de Liébana. Después, sin volver a su casa, cruzó el pueblo y subió a los Picos. Sabía que más pronto que tarde se encontraría con los otros emboscados, con el grupo más importante que se movía entre Asturias y Cantabria, la brigada de Ceferino Roiz Machado, de la que Juanín formó parte —luego heredó el mando— durante catorce años.

La historia de Juan Fernández Ayala —acusado de comunista en el sumario de guerra, aunque no era más que un hombre de izquierdas perseguido después de derrotado y al que la represión no le dejó más salida que huir— fue la historia de muchos de los miles de emboscados que durante la década de los cuarenta hicieron las guerrillas con la esperanza de que aquella lucha tan desigual como la de David contra Goliat tuviera el mismo final que el de la historia bíblica.