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ASEDIO Y PERSECUCIÓN
DE UNA FAMILIA
El teniente Jurado y el cabo Casimiro estaban hartos. Despotricaban, juraban. Tenían pistas para sospechar que la gente de Las Carrás seguían llevando una doble vida, pese a las detenciones y los escarmientos que les habían caído. Ni las amenazas, ni las palizas secretas, ni las coacciones, ni los sobornos, nada funcionaba con aquella mujer que tenía a su hijo y a su hermana en la cárcel. Julia, la madre de Paco, de Fidel y de Teresina, era como una roca. Astuta, resignada pero roqueña, lista como una liebre.
Si Jurado la hacía bajar al cuartelillo de Estrada y le preguntaba por qué unas noches dejaba encendida la bombilla de la entrada hasta más tarde o la encendía demasiado temprano, a las cuatro o las cinco de la madrugada, hasta tres veces, Julia contestaba con soltura que oía ruidos y tenía miedo.
Al fin y al cabo, ella era una pobre mujer, sola en aquella casona, rodeada de chavalines adolescentes y de su nieto Maelín, que se despertaba con facilidad. Si le preguntaban por qué no tenía más perros que ladraran a los posibles ladrones, Julia aseguraba que no quería que mordieran al niño y que no tenía gran cosa para echarles de comer.
Si el guardia la agarraba de su enorme melena negra y rizada y tiraba con fuerza hacía atrás, de forma que la nuca de Julia quedaba sujeta por el respaldo de la silla, mientras la mano del teniente tiraba más y más y ella se mordía los labios para no gritar, mientras le ponía la mano en el cuello y se inclinaba para echarle el aliento al oído, mientras murmuraba: «A mí no me vas a chulear, golfa, puta, que duermes con él y te voy a pillar. Que te le jodes en casa, furcia…», Julia callaba, aguantaba, dando gracias de que aquel día fuera ese número y no el retaco de Casimiro quien la machacara. Ya conocía los métodos de ambos. Se los habían detallado su hermana, las de Camijanes, las de Luey, las de Gandarilla, en las tardes pasadas durante las visitas a las Oblatas y luego a la Provincial.
Con el tiempo, Julia también supo que no le habían contado todo. Era demasiado humillante, demasiado repugnante. Como su Paco le había dicho:
Madre, hay cosas imposibles de contar. Vero, por lo que más quiera, guárdese de ellos. Usted haga lo que le diga Juanín, que conoce muy bien sus métodos.
Pero Julia, cuando regresaba del cuartel de Estrada, a poco menos de un kilómetro de Las Carrás, si encontraba a Juanín en casa, no le decía nada. Si el bandolero se enteraba o la pillaba ocultando un moratón, maldecía, juraba con matarlos una noche, con volarles la cabeza. Y la madre temía por el hijo, por la hermana, por la sobrina, por todos los que estaban en la cárcel.
Hartos de no conseguir nada, Jurado y Gómez ordenaron a Julia que recogiese a toda la chiquillería y se marchase a la casa de Los Coteros. La verdad es que no tenían suficientes hombres para vigilar y aquella mujer farruca no merecía gastar en su vigilancia tal despliegue de medios. Ni en la Comandancia de Santander ni en Madrid entendían nada de todo lo que pasaba en la Montaña.
Si Julia era retadora, sus vecinos no la desmerecían, aunque en silencio. La Guardia Civil había impuesto a varios de ellos, tanto en Abanillas como en Portillo o en Serdio, que pasasen también por las ingratas sesiones del cuartelillo de Estrada. Y allá iban, resignados la mayoría. Cumplían. Pero lo que decían aportaba poco o nada a los servicios de información que con tanto esmero entrenaba Casimiro Gómez. Porque el cabo conocía a cada vecino, cada casita de la montaña del Val de San Vicente, cada familia. Quién era primo y quién hermano, quién se odiaba por una pelea de la linde o del medianil, y quién era ladino o fiel, cobarde o noble. Pero toda aquella sabiduría mezclada con algo de psicología no daba los resultados esperados. Ni mediante las amenazas en el cuartelillo, ni con los chatitos de vino peleón en las tabernas.
Ya fuera por desconocimiento, miedo o nobleza, los vecinos no cantaban todo lo que veían o sabían. Si malo era Casimiro, peores podían ser Juanín o Gildo, pensaban los neutrales. O más cabrones son estos, pensaban de los guardias los simpatizantes de los emboscados.
Por una causa o por otra, la obligación impuesta a varios vecinos de los pueblos de alrededor de proporcionar cualquier información sobre lo que ocurría alrededor de los Bedoya, no les aportaba datos de valor que les condujeran hasta los emboscados.
Y Jurado se desesperaba ante aquellos sucios montañeses que olían a boñiga y ponían en peligro su reputación, ganada con tanto esfuerzo. Ya habían sido reconocidos sus éxitos iniciales al frente de los Grupos de Contrapartida, cargo para el que le habían nombrado en 1947.
Desde entonces, habían pasado ya cinco años, pero los emboscados seguían en el monte y todavía tenían el humor de burlarse de ellos. Los miembros de la Brigada Machado campaban a sus anchas por la Liébana y Val de San Vicente, zonas con más de veinte y treinta kilómetros de distancia, pero las cosas ya no estaban para bromas.
El mismísimo generalísimo Franco tenía previsto para primeros de agosto un acto histórico. La inauguración del pantano del Ebro, levantado en la cabecera del río, en la provincia de Santander.
Franco quería pronunciar su discurso en Arroyo, a doce kilómetros de Reinosa y a veinte del Valle de Liébana, la cuna de Juan Fernández Ayala, Juanín, y de la mayoría de los maquis de la Brigada Machado. Madrid esperaba resultados y exigía que no hubiera ni un fallo.
Los atracos a mano armada y los secuestros habían disminuido, pero para tocarle aún más las narices a Jurado, Casimiro, empeñado en su particular cruzada contra los del monte, le recordaba a menudo que tan solo ocho meses antes, Gildo había matado en Tresviso a Agapito Bada, el secretario del ayuntamiento y jefe local de la FET y de las JONS. También, menudeaban los robos y las denuncias. Además de los que ellos sabían que no se denunciaban porque el atracado tenía miedo de los emboscados.
Por todo eso y mucho más, la tozudez de Julia Gutiérrez les sacaba de quicio. Tenían a la mujer vigilada todo el día, sospechaban que era el enlace de Juanín con su hermana Avelina —como más adelante se confirmaría—, pero no lograban encontrar pruebas contra ella. Casimiro apostaba por tenderle celadas, pero no había manera.
El cabo, aterrado ante la proximidad del acto del pantano del Ebro y harto de los escasos resultados obtenidos por sus hombres de vigilancia, decidió recurrir a otro sistema que solía dar resultado. Machacar al resto de la familia, aunque fueran solo adolescentes.
Esa fue la táctica que siguió con Fidel Bedoya Gutiérrez, el hermano de Paco, un joven que no había cumplido aún los dieciocho años. Lo mismo hizo con Vidal Hoyos Gutiérrez, Vidalín, de dieciséis años, uno menos que Fidel. Ambos eran el sostén y la ayuda para Julia desde que Paco se encontraba en la cárcel.
LA MEMORIA DE VIDAL HOYOS
Un día iba yo para Unquera a hacer los mandados. Iba con la burra. Juanín estaba en casa. Se tiró un montón de tiempo, años en casa, entre los dos escondites de Las Carrás, el que estaba debajo de la escalera y el escondrijo que se hizo en el desván de Serdio, en Los Coteros, que era una muestra de su inteligencia.
No me acuerdo del año, principios de los cincuenta. Fidel aún no había ido a la mili y yo era un crío, casi un adolescente. Yo llevaba en la burra un saco de maíz para venderlo y luego comprar los mandados. Cuando terminé, fui a amarrar la burra a unas barras que había a la orilla de la estación. La pared aún está, pero las barras no. En esto, se acerca un señor y me dice:
—Tiene usted que acompañarme.
Yo no le entendí muy bien y pensé que me preguntaba algo.
—¿Quiere usted que le ayude a algo?
—No, no. ¿Es que no me conoces?
—Pues no, no le conozco.
—Yo soy Ramírez o Rodríguez, de la Policía —no me acuerdo bien del nombre—. Tiene usted que acompañarme.
—Ah, bueno —atiné a decir.
Me puse tan nervioso que no fui capaz de atar bien la burra. Paco estaba en la cárcel y ya habíamos tenido alguna experiencia parecida. Pero hasta aquel día no nos llevaron. Me di cuenta de que la cosa venía mal y la burra terminó por soltarse. De pronto vi a uno que conocía de Unquera e iba para el centro, porque había mercadillo. Mientras le miraba, para ver si me echaba una mano, el tal Ramírez o Remírez, me decía:
—Suba usted al coche.
—Que no, yo no monto. Yo no le conozco de nada a usted y puede ser uno de los sacaúntus (como decíamos antes).
Yo estaba aún más nervioso, porque el hombre que me podía ayudar no se había dado cuenta de nada y siguió su camino. Pero mientras me resistía acertó a pasar por allí el alcalde del Val de San Vicente, que era el capador, como le llamábamos. Él me conocía, iba a mi casa, como todos los amigos de mi familia.
—¿Qué te pasa, Vidalín?
—Este señor y esos de ahí, que quieren que monte en el coche. Yo no los conozco de nada y me da miedo.
—No te preocupes, que monto yo contigo.
—¡Ah, bueno! Si monta usted conmigo, yo subo.
Abrieron la puerta, pues ya habían aparecido por allí otros dos tipos, y montó el alcalde por una puerta de atrás y yo por la otra. Allí estaba ya Casimiro Gómez y el otro era el tal Ramírez. Monté yo, montó el capador y montó Ramírez. Casimiro, rápidamente, abrió la puerta, sacó de un tirón al capador fuera y se metió él, de forma que yo me quedé en medio de los dos. No me acuerdo de quién conducía.
Me llevaron para Pechón, y antes de llegar, me sacaron del coche y me metieron en un hoyo. Ese hoyo todavía está allí. En la zona han hecho un camping. En el hoyo había una roca muy grande y un castañal viejo.
Me ataron las manos a la espalda con una correa que no se de qué era, pero, desde luego, no eran esposas. Empezaron a darme palos mientras me preguntaban que cuándo salió Juanín de mi casa. Mientras me sacudían en las piernas, con un dolor horroroso, acerté a pensar: «Pues sí que lo tenéis claro, porque Juanín acaba de entrar en casa».
—Yo no sé nada de Juanín. Ni le conozco, ni sé nada de él…
Pero no me servía de nada, palo va y palo viene. Yo pegaba unos saltos… Tendría quince o dieciséis años, pero aquello no había hecho más que empezar. No recuerdo por qué motivo, Casimiro se quedó solo conmigo y los otros se fueron a buscar al teniente. Mientras tanto, Casimiro se ensañó conmigo. Hubo momentos en que pensé que me mataba… Tuve la tentación de darle un empujón y mandarle para el otro barrio, contra la roca. A esa edad estaba fuerte del ejercicio en el campo, aunque no teníamos mucho que comer. Menos mal que llegó el teniente; si no, me mata allí. El teniente, no me acuerdo del nombre, me dice:
—¿Así que no piensas decirnos cuándo salió Juanín de tu casa?
—Si yo a Juanín no le conozco…
Me soltó tres varazos que me dejaron temblando aún más y me sacaron a la carretera para llevarme a San Vicente. En el coche yo sentía mucho frío y sueño. Cada vez que cogíamos un bache, parecía que se me abrían las espaldas… Llegamos a San Vicente, y a la orilla de la carretera el chófer, en un aparte, me dice:
—Debes confesar, porque no te van a dejar marchar. Te van a llevar a Santander y te van a dejar hecho una piltrafa.
—Pero si yo no tengo nada que hablar…
Y en ese momento vi una ristra de camiones de la Guardia Civil, con guardias de la Revilla, de San Vicente de la Barquera. Pensé: «¡Madre mía, la que se ha armado aquí!». Pero yo no tenía idea de por qué. Debían de haber atracado a alguien.
Total, que después de todo aquel jaleo, me llevaron para Serdio y paramos en la taberna. Desde allí se veía el portal de mi casa en Los Coteros. Casimiro y los otros guardias estuvieron dentro de la taberna como un cuarto de hora. Era tiempo suficiente para que me vieran desde mi casa y pudieran avisar a Juanín, que estaba escondido en el desván.
Efectivamente, vi a mi prima Teresina, la hermana pequeña de Paco, que salió a la calle a buscar leña. Se dio cuenta, se paró un poco y estuvo haciendo como que liaba la leña con el delantal. Yo ya me quedé más tranquilo, pero enseguida volvieron los guardias.
—Vamos a registrar aquella casa —dijeron.
Y me subieron por la escalera hacia el desván, con una pistola en una mano y una bomba de mano en la otra. Había un saco de leña, y me decían:
—Clava ahí.
Porque me habían dado una pala de paja, para clavar en todo lo que ellos me decían. Sacos de leña, de judías, colchones viejos. A mí me daba igual. Yo ya sabía que Juanín no estaba en los sacos. Estaba detrás de nosotros, escondido en el hueco de la chimenea que se había fabricado y que los guardias fueron, siempre, incapaces de descubrir.
EL ESCONDITE DE JUANÍN
Era un refugio fantástico. A cada lado del tiro de la chimenea había construido un escondite, ensanchando con ladrillos los agujeros del tiro de la chimenea, que se comunicaban uno con otro. Cuando Juanín se metía dentro, tiraba de una cuerda y caía una tapa de madera encima, que se cubría con las alubias puestas a secar, las cáscaras de las vainas, las manzanas o lo que fuera. No había manera de descubrirlo, y como ocurrió con el escondite del monte Corona, nunca lo encontraron. Ni el retaco del cabo Casimiro, ni los otros que estuvieron cientos de veces en la casa de Serdio registrando de arriba abajo, buscando a Juanín o a mi primo Paco años después. Así que, como yo sabía que en los sacos no había nadie, pues yo clavaba con fuerza donde ellos me decían. Al final se hartaron y me dijeron:
—Venga, ahora vamos a Las Carrás.
—Por suerte, en el refugio de la escalera que había utilizado Juanín antes de irse para el de Serdio había metido unos cascos y unas cajas de botellas viejas, así que no descubrieron nada. Debía de haber pasado ya el invierno, porque en la cuadra de Las Carrás no había hierba. El caso es que me hicieron cachear todas Las Carrás y cuando se cansaron, de vuelta otra vez al coche.
Cuando salí para volver al coche me encontré con mi primo Fidel, que también se llama Ernesto y es el hermano pequeño de Vaco Bedoya. Fidel había ido a arreglar las vacas a Las Carrás, y cuando salió, le cogieron. Estaba muy incómodo porque le mandaron sentarse encima de un semillero de cebollas.
Nos llevaron al cuartel de la Guardia Civil de Santander y nos pusieron separados. Nos tuvieron tres días y tres noches. Cada dos o tres horas nos daban una paliza o nos ponían el estrepo. A esa tortura a veces nos añadían otro palo que nos pasaban de frente. Nos quedaba sobre el hueso de atrás de la rabadilla.
Nos daban golpes, perdíamos el equilibrio y, o nos tiraban del golpe, o nos dejábamos caer nosotros cuando ya no podíamos más.
Nos ponían de rodillas con un simple empujón, y con un látigo o una fusta de verga de toro nos sacudían en la espalda, como si estuvieran machacando la lana de un colchón.
Cuando se cansaban, a mí me mandaban a una cuadra que había en el cuartel para los caballos. Había un colchón tirado en el suelo. Era un somier de alambre y yo dormía esposado al colchón. A media noche o cuando fuera, había un perro en la cuadra que quería salir y se tiraba contra la puerta.
Desde donde estaba esposado, yo no veía esa puerta. Pensaba que ya venían otra vez a por mí. Pegaba un salto en la cama y empezaban los nervios. Me temblaba todo el cuerpo, unos temblores así.
Vidalín se mueve de un lado a otro y, pese a que está más cerca de los ochenta que de los setenta, imita aquel recuerdo con el miedo aún reflejado en sus facciones desencajadas. Aquellas sesiones, aquellos acontecimientos en su vida adolescente dejaron rastro ya de por vida: un carácter ciclotímico, a veces colérico, como él mismo reconoce cuando está tranquilo.
A los tres días nos juntaron y nos metieron en la cuadra. Nos sentaron a los dos en una cama con colchón y una manta encima. Vero me di cuenta de que debajo de la cama había una manta. Me preguntó Fidel:
—¿Charlaste algo?
—¿Cómo voy charlar? ¿Cómo voy a cenar? —Y yo le hacía señas de lo que había debajo de nuestra cama.
—¿Tú crees que yo tengo apetito para cenar? —Disimulábamos porque suponíamos que había un guardia debajo de la cama escuchando.
—No, porque no tengo ni hambre.
Cuando les pareció, nos soltaron y nos dijeron que podíamos ir a casa, pero que no volviéramos a dormir a Las Carrás. Antes, cogíamos la leche e íbamos a dormir a la casona.
Yo me quedaba con las vacas, llevaba un trozo de borona, y Fidel se iba con la leche a vender a Serdio. Al mediodía me bajaba a comer a Los Coteros.
Esa fue la primera vez que nos llevaron y oficialmente nunca nos tomaron declaración. Más tarde, mi memoria es incapaz de recordar las fechas, la policía nos hizo ficha de frente y de perfil. Pero desde la primera vez que nos llevaron hasta que nos quemaron Las Carrás pasó mucho tiempo. Puede que un año o dos.
«¡ARDEN LAS CARRÁS!»
Las llamas comenzaron por la casa, por la socarrena, por la cuadra… Aquella noche nadie recuerda que lloviera. La lluvia que jarrea, la lluvia mansa, la lluvia con ventisca, la lluvia que durante siglos había humedecido aquellas piedras porosas de sillería, las había enmohecido, había ayudado a cubrirlas de verdín, aquella lluvia amiga que regaba los campos sembrados, que llenaba los ríos, que acompañaba en los atardeceres, que arrasaba en los temporales para recordar que era la vida, aquella noche se alió con las manos malvadas, crueles, dañinas. No hizo acto de presencia.
Los vientos no arreciaron, pero sí soplaron con la suficiente suavidad para acelerar el proceso, la invasión, la destrucción. Las llamas arrasaron la cocina, las estanterías, los cacharros, los escurreplatos, el arcón, el banco, la silla de costura de abuela–madre Hilaria, la mesa de comer, de limpiar alubias y lentejas, de amasar la harina del maíz, de hacer la borona, de poner los cuadernos manchados de los deberes. Ardió como la tea del pino, con prisa, devoró las vigas de castaño del techo, las que habían sido restauradas por el padre de Florencio, por el propio tatarabuelo Facundo, por una saga de ebanistas y carpinteros que amaban la madera, que siempre la tallaron con mimo, que habían llevado a Las Carrás el mejor tablón del castaño, el de menos nudos, el nogal más hermoso, de buena veta. Y aquella madera se plegaba, se rendía a la fuerza de las llamas, de las manos enemigas y sucias. Ardía con ganas, sin protestar, después de tantos años secada por ese otro fuego. Aquel otro fuego amigo que calentaba en las noches de invierno, aquel del fogón que ayudaba al cocido en la placa, que quemaba suavemente la piel de la manzana o de la naranja, extendiendo su aroma por toda la casona.
Pero esas llamas iniciales no arrancaron de la leña de la cocina, ni del brasero de la sala, ni del roble de los muebles, ni del castaño que cubría los suelos de arriba. Las primeras llamas eran de gasolina, de gasoil, puede que de alcohol. Eran enemigas y trepaban por las escaleras hacia los cuartos, hacia la sala, hacia la alcoba principal. Devoraban las vigas labradas con filigrana de la solana, las últimas ristras de panojas de maíz y cebollas colgadas, las camas, las mantas, los paños y telas del armario de Zoilina —esos que se habían guardado esperando a que volviera de La Habana—, los retales de los hermosos abrigos, de los elegantes vestidos.
Arrasaban con las cartas y las reliquias de Paco, con las poesías de Leles que se habían salvado de los diferentes enfados del hombre enamorado; con las fotos de Maelín que su padre iba cambiando en la prisión a medida que el niño iba cumpliendo años. Arrasaban con los sueños que cada noche, desde la celda, Paco iba trasladando a su cuarto. Porque sí, en cuanto saliera de allí se iría a Buenos Aires para hacer dinero. Pero cuando fueran ricos, volverían a Las Carrás, a su casona del cruce de caminos. Su alcoba sería entonces la de Maelín. En aquel cuarto que ahora ardía, del que le sacaron en la madrugada de un 31 de agosto cuando le subieron al camión a golpes —«¡Bedoyón, caballón, sube o te matamos a palos!»—, aquella mañana en que no sabía que nunca más volvería a ver Las Carrás, en aquel cuarto debería dormir Ismael algún día, soñando con cortejar a las muchachas en las romerías.
Todo eso y mucho más, como los sueños de las mujeres que trabajaban en La Habana para ahorrar y montar la sastrería en el Val de San Vicente, todo ardió aquella noche del otoño–invierno de 1952. Quizá una noche de noviembre. Como si se tratase de conjurar el mal recuerdo, nadie se acuerda de la fecha exacta de aquella noche tan triste, pero las imágenes permanecieron toda la vida grabadas en las retinas de los vecinos del Val de San Vicente.
Las llamas arrasaron en la cuadra, se prendieron en el pesebre de las vacas, en la piel de las seis lecheras cuyos bramidos se extendían por la noche como lamentos de almas en el infierno, que habría dicho el cura de Abanillas, el padre Santos. Aterrorizadas, con sus enormes ojos de vacas mansas y estúpidas reflejando aquella luz naranja que abrasaba, devoraba, destrozaba. Y los animales tiraban como bestias. Ya no eran mansas, ya no esperaban, ya no soportaban. Sus mugidos rasgaban la noche, llegaban a Estrada, a Serdio, a Los Coteros.
Cuando ya no se podía esperar más de aquel espectáculo dantesco, se hundió el tejado de la socarrena con un estruendo sobre el carro de las vacas, con gran fiesta por parte del fuego, que recobró sus fuerzas. Trepó más alto para iluminar el negro cielo de la noche, para ser visto desde Luey, desde El Trichorio, desde el monte Cabana, desde la carretera de Pechón. Mientras el aire esparcía las pavesas, caían trozos del techo de los dormitorios, las vigas de las ventanas se doblaban, el olor chamuscado del pelo de las vacas surcaba el valle a lomos del viento suave del norte.
Llegaban los primeros vecinos. Los de Estrada, María Inguanzo y Pepín y Lolo, sus hijos. Llegaban los de Serdio, sonaba tarde la campana de la iglesia, salían las gentes de su casa con calderos en las manos y el olor del humo alcanzaba Serdio, Estrada, subía hacía Portillo, ya estaba en Abanillas.
El grito corrió veloz aquella madrugada. «¡Arden Las Carrás!». Desde los altos de Abanillas, de Serdio, de Portillo se veían las llamas. El humo intoxicaba las gargantas; el resplandor cegaba a los que ya habían llegado y disimulaba las lágrimas de los que intentaron acabar con aquella tortura de las vacas bramando. Pero era imposible entrar en la cuadra. La hierba había ardido cual pólvora bien seca. El boquerón de arriba había actuado de chimenea y los hombres miraban aterrados, llevándose las manos a la cabeza.
Julia llegó descalza, a medio vestir, gritando. Esta vez sí, gritando. Y Quena corría detrás, desesperada, porque aquello no podía ser. Ella, que también se iba a Cuba con abuela–madre Hilaria y Zoilina, vio cómo la casona del cruce de caminos ardía por los cuatro costados. No hacía mucho que había salido de la cárcel y Quena se tapaba los oídos. No soportaba los ruidos, los mugidos de los animales. Julia lloraba desesperada, mesándose los cabellos al lado de María. Quena no decía nada, solo ahogaba los alaridos que salían de su garganta.
Nadie recuerda de dónde salieron los calderos con agua, los barreños, los cubos, la cadena formada para intentar salvar algo, lo que fuera. Porque los montañeses ya solo pedían que el sufrimiento de aquellos animales terminase de una vez. Para quien no había dependido de la vaca para comer, para vivir, para arar el campo, para vender el ternero en el mercado; quien no las había ordeñado, quien no les había limpiado las camas en la cuadra, para quien no las había ayudado a parir durante noches enteras, para quien no había corrido detrás de ellas por los prados, era imposible comprender lo que sentían aquellas gentes. Muchas de esas tareas las había hecho Vidalín con aquellos animales que ahora se abrasaban allí ante sus ojos.
Recuerdo a trozos el día del incendio. Me levanté y Juanín estaba ya en casa. Me fui para Las Carrás descalzo, sin alpargatas. Corría cuesta abajo y no veía ni piedras ni nada. Cuando llegué a la cuadra vi una vaca en la corralada. Y cuando me acerqué, dentro estaban las vacas, cuatro recién paridas. Abrasadas. Se les veían todos los huesos del espinazo blancos. No sé qué más sentí, no recuerdo qué había alrededor, solo las llamas, el humo y la carne asada de mis vacas, las que yo había ordeñado la tarde anterior.
No había agua suficiente que apagara aquellas llamas enormes, monstruosas, que amenazaban con extenderse al nogal de atrás, a las zarzas de la pared de piedra. Las Carrás ardían por los cuatro costados, a conciencia. Mientras luchaban por atar a una vaca que milagrosamente había escapado y que estaba medio abrasada, las gentes sabían que aquel fuego no era inocente ni accidental.
Sombras siniestras, asesinas, crueles, sucias, se habían deslizado amparadas por la noche, los caminos solitarios, la soledad que desde hacía meses el teniente Agustín Miguel Jurado y el cabo Casimiro Gómez habían impuesto a la casona del cruce de caminos. Desde Portillo, doña Soledad Purón también veía el resplandor del incendio.
Cuando me dijeron lo que pasaba no me lo podía creer. ¿Qué les hubiera costado soltar a los pobres animales antes de prender fuego a toda la casona? Todo lo que se hizo por salvar la casa no sirvió de nada. Aquello fue muy duro. Se oían los bramidos de las vacas en el silencio de la noche mientras se asaban. Pese al miedo, a lo asustados que estábamos todos entonces, a todo lo que callábamos, nadie lo olvidó. Sabíamos que había sido la Guardia Civil. No sé cómo, pero todos lo supimos desde el primer momento. ¿Qué había hecho aquella gente? ¿No era bastante con haber encerrado a Paquín, a Zoila, a Requena?
No hay un vecino en la zona mayor de sesenta años y originario de alguno de aquellos pueblos que no recuerde la conmoción que causó el incendio de la casona de los Bedoya y Hoyos Gutiérrez. Para los viejos, la casa llevaba allí siglos. Para las jóvenes, el taller de costura de Zoilina había sido el sitio de encuentro de las mozas. Allí aprendieron a coser y a soportar el tedio de los inviernos cántabros en espera de la primavera y el verano, que traerían las romerías, la deshoja del maíz, las verbenas, las procesiones.
Para los mozos de Serdio o de Abanillas, llevar y traer las vacas de los prados de alrededor de Las Carrás era un lujo. Propiciaba la ocasión de observar a las chicas desde afuera, de hacer planes para la siguiente romería. Las más de las veces, pasar por Las Carrás era tener un rato de charla asegurado con cualquiera de los chavales que había en aquella casona, donde la autoridad del padre brillaba por su ausencia y daba a la casa una libertad desconocida en otros hogares.
Los seis primos —Zoilina, Paco, Requena, Fidel, Vidalín y Teresina— se llevaban entre ellos poco más de seis años. Zoilina era la mayor y Teresina la pequeña. No había joven en la zona que no hubiera estado en la cuadrilla de alguno de los chavales de Las Carrás o no hubiera ido con ellos a la escuela.
Pese a la conmoción que causó el incendio y que ahogó durante unos días los comentarios sobre el triste accidente de un autobús en Gijón con varios muertos, no hubo denuncias ni investigaciones. El pueblo dio por sentado que el incendio había sido obra de una brigadilla de la Guardia Civil, o de un grupo de locos compuesto por un par de guardias de la zona que no llevaban uniforme y otros dos o tres chicos falangistas. Los que tuvieron pruebas, que los hubo, callaron. Los tiempos no estaban para confiar en investigaciones honrosas y los Bedoya ya estaban crucificados. Algo habría.
En Buenos Aires, Leles no recordaba cómo se enteró de la tragedia. Por entonces, su madre Consuelo preparaba ya el viaje de toda la familia, para reunirse con su padre, con su hermana Tita, que había llegado hacía unos meses, y con ella. Estaban terminando de vender los últimos prados y cerrando el trato de la casa del Corral del Medio. Merceditas, su hermana, y su papá seguían entregados a conseguir la última plata para los pasajes de todo un ejército de chiquillos que llegarían con la madre Consuelo.
Las Carrás tenía un significado muy especial para él, porque en su habitación Julia le iba guardando todas las cartas que yo le enviaba. A veces soñábamos con el día en que me taparía los ojos aquí, en Buenos Aires, por la espalda y yo me daría la vuelta y allí estarían sus enormes brazos para acogerme. Pero luego también teníamos planes para cuando todo pasara y regresáramos. Como Paco decía, éramos muy jóvenes y nos daría tiempo a todo, podríamos vivir en Las Carrás con nuestro hijo Ismael.
Después del incendio, estaba desesperado. Todavía me dijo en una carta que una de las cosas que más sentía era que se habían quemado nuestras cosas. Como le cambiaron de prisión, Paco iba dando cosas a su madre para que se las guardara en su cuarto. Tampoco podía entender que la Guardia Civil, porque desde el principio se dijo que había sido la Guardia Civil, ni siquiera hubiese desatado a las vacas. Podas se quemaron, excepto una que logró soltarse. Y siempre decían que era la peor. Puede que hoy sea difícil entender que todos sintieran tanto la quema de las vacas, pero por entonces, hace cincuenta años, eran el principal sustento de una familia.
No recuerdo cómo me enteré del incendio, pero sí sé que hasta mi familia, desde Abanillas, acudió. Fueron todos los vecinos con cubos de agua. Daba igual, porque la casa ardió por los cuatro costados.
El incendio sirvió para espantar las conciencias, pero también para aumentar más el miedo. Si cabía. El silencio volvió a caer sobre las desdichas de los Bedoya y los Hoyos. El agua no llegó para apagar el incendio en la casona del cruce de carradas, pero sí que se extendió por toda España ese año.
Por fin, el 6 de agosto de 1952, a doce kilómetros de Reinosa y a unos setenta del Val de San Vicente, el generalísimo Franco inauguraba el pantano del Ebro, el primero de los setenta que el caudillo inauguró contra «la pertinaz sequía». Bajo el sol pertinaz de aquel 6 de agosto y ante los habitantes del pueblecito de Arroyo, en Santander, Franco aseguró a los presentes que «asistís a un acto histórico, porque histórico es en la vida de España la creación de sus nuevos mares hechos por la mano del hombre».
Parafraseando a Unamuno, al Caudillo le «dolía España por su sequedad, por su miseria, por las necesidades de nuestros pueblos y aldeas, y todo ese dolor de España se redime con estas grandes obras hidráulicas, con este pantano del Ebro».
1952 fue el año de los pantanos, del final del hambre y de las cartillas de racionamiento, pero otras muchas cosas no cambiaban. En las cárceles se seguía fusilando. El 2 de enero habían sido confirmadas por el Tribunal Supremo las condenas a muerte de cinco anarquistas que fueron ejecutados el 14 de marzo en las paredes del tristemente famoso Camp de la Bota en Barcelona. Eran cinco anarquistas jóvenes: Pere Adrover, Jordi Pons, Joseph Pérez, Genis Urrea y Santiago Amir. Y eso que en la misma Barcelona, esa primavera se iba a celebrar el XXXV Congreso Internacional Eucarístico. La última vez que había tenido lugar había sido en 1938, en Bucarest, antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
EL ADIÓS DE ISMAEL
Ismael, el hijo de Paco y Leles estaba en Los Coteros de Serdio cuando ardieron Las Carrás, pero con los años no recordaría nada. Ni tampoco tiene imágenes del viaje que hizo a Madrid, con su abuela Julia, a ver a su padre al destacamento penal de Fuencarral. Eso sí, recuerda a los presos y todas aquellas bromas que le hicieron.
Pero algunas personas sí se acuerdan de la visita que, andando el tiempo, fue muy importante. María Eugenia, la mujer de Pepe Elizalde, recordaba perfectamente al niño que parecía un príncipe.
Ahora que han pasado tantos años, puedo decirlo delante de Pepe. Paco Bedoya nos parecía muy guapo a todas las chicas. Tan alto, con una sonrisa enorme, unas manazas grandes pero bonitas. Sabíamos que tenía un hijo, porque en las visitas del día se charlaba de todo. Y Paco estaba al lado de Pepe en las camas, y muchas veces, en los paseos. Así que recuerdo la que se lio el día en que la que debía de ser la madre de Paco, Julia, apareció en la prisión con un niño monísimo, rubio y con unos ojos enormes. Vestido con una ropita que, más que un niño de una aldea, parecía un pequeño príncipe. Todas las mujeres, jóvenes y viejas, revoloteábamos alrededor del niño, que debía de tener tres o cuatro años.
A los pocos meses, en el otoño de 1952, cuando Pepe ya había salido de la cárcel y nos vinimos a vivir a Los Tánagos, fue cuando supe que sus tías eran todas costureras. Y muy buenas. Pero también recuerdo una imagen terrible. Recuerdo a Julia, la señora que yo había visto en la cárcel con el niño vestido como un príncipe, bajando por la cuesta de Serdio hacia Unquera, pasando pegada a nuestra casa, con el mismo niño en brazos. Y una pareja de la Guardia Civil siguiéndola detrás, a un par de metros. Y así un día y otro y otro. Cada vez que iba la mujer al mercado de Unquera.
Aquella mujer que cargaba con el niño camino de Unquera y marchaba deprisa, obligando a los guardias a bufar detrás de ella, ya no tenía nada más que un hogar: Los Coteros de Serdio; la casona montañesa en cuya solana la abuela doña Gregoria Campo Gutiérrez, esposa del respetable ebanista y miembro del Consejo del Val de San Vicente, don Facundo Gutiérrez del Corral, seguía mirando pasar la vida.
Desde esa solana presenció el incendio de Las Carrás, su casa, el hogar que había sido de sus padres y abuelos allá por la mitad del siglo XIX. A sus noventa y dos años, aquella trágica noche de 1952 comprendió doña Gregoria que quizá el fuego por el que galopaban, camino del cementerio abajo, su nieta y sus bisnietos, dejándola sola en plena noche, mirando el resplandor de las llamas desde la solana con su tataranieto Ismaelín de la mano, era el principio del fin de los males de toda una estirpe. El mal había empezado a filtrarles cuando Facundo y ella no supieron enderezar a aquel único hijo Florencio, que también galopó allende los mares, hasta La Habana detrás de Hilaria.
Lo he intentado, pero no logro formarme el rostro de mi padre en mi recuerdo de los cuatro años. Tampoco el de mi abuela Julia, aunque luego pude escribirme con ella desde Buenos Aires. Sí que tengo guardada la cara de mi tía Teresina, la hermana pequeña de mi padre, que fue la que me cuidó en Las Carrás —no tengo recuerdos de esta casa— y en la casa de Serdio.
Pero en Los Coteros, en Serdio, sí que veo con nitidez a una viejuca sentada en el balcón. Tira muy, muy mayor. Siempre estaba allí sentada. Después he sabido que era mi tatarabuela, Gregoria Campo. Murió cuando yo tenía diez años, en noviembre de 1957, a los noventa y siete años. Yo ya llevaba cinco años en Buenos Aires.
También recuerdo ver salir a personas por un agujero de la casa de Serdio, de un escondite que estaba en el altillo, en el desván y que nunca descubrió la Guardia Civil ni la Policía, pese a las veces que registraron la casa. Allí se refugió Juanín y luego Bedoya. Hace poco que se vendió la casa. Pero Antonio [Brevers] y yo pudimos ver los dos huecos a los lados del tiro de la chimenea. Medio siglo después estaban allí, intactos. Supongo que luego, cuando la casa se vendió y reformó, se destruyeron.
La memoria del niño Maelín, al que le llevaban vestido como un príncipe, sí funcionó como una cámara que rueda un vídeo desde el momento en que un día llegaron al puerto de Bilbao su abuela Consuelo, sus tíos Luis y Toñín, su primo Gonzalo y él mismo.
Su reinado de niño único en el corral de Las Carrás y luego en el de Los Coteros se terminó bruscamente. Allí se quedó su famoso camión, su bici, sus bolos. Todos los juguetes que le regalaban o que su padre le fabricaba en la cárcel.
Ese camión era grande, enorme. Al menos desde mis cuatro años era grandísimo. Si miro la foto ahora, veo que tan grande no era, pero yo sí lo recuerdo como enorme y maravilloso. Con luces y todo. Todo el mundo se acuerda de ese camión. No sé qué sería de él cuando me fueron a recoger a la casa de Serdio. Supongo que mi abuela Julia lo guardaría.
Si hay que hacer caso de las crónicas familiares, el niño Maelín aceptó con resignación la vuelta al seno de la familia San Honorio, seguramente acuciado por todo el movimiento que veía a su alrededor. La agitación de la abuela Consuelo no pasaba inadvertida a los cuatro niños. Se cerraba la casa del Corral del Medio en Abanillas para los San Honorio Pérez. Desde entonces sería la casa de Las Mendas (todas apellidadas Méndez). Aunque en la memoria familiar que se terminó de forjar durante décadas en Argentina entre los San Honorio, el Corral del Medio nunca dejó de ser su casa, su hogar.
Antes de ir a Bilbao, cargados con todos los trastos para una vida, las maletas y los hatillos, además de los niños, Consuelo pasó, con toda la chiquillería, por la casa de su madre en Santander. Y desde allí, a Bilbao, para embarcar.
A partir de ese viaje ya me acuerdo de todo. Aunque salimos del puerto de Bilbao, no recuerdo si fue en Santander o en Bilbao donde vi la primera película de mi vida. Fue Blancanieves y los siete enanitos. En color. Fue el primer dibujo animado que se vio en España en color. Íbamos todos juntos, con mi primo Gonzalo y mis tíos Luis y Toñín, con los que nos llevamos muy poco tiempo.
Después recuerdo una habitación del hotel, comiendo todos chorizo y sentados en el suelo. En el barco, todos los varones teníamos asignado un camarote grande, una sala enorme.
No sé cómo lo logró mi abuela, pero a Gonzalo y a mí, que éramos los dos más chicos, nos mandaron al camarote de la abuela, donde estaban otras mujeres con ella. Y nos pudimos quedar allí. Llegamos después de mucho tiempo. No recuerdo nada desagradable del viaje. Más bien fue como una aventura.
De lo que el niño Ismael no se acuerda al rememorar aquel viaje en barco que le llevó a Argentina es de un hombre con el que Consuelo, para su disgusto, se encontró en el puerto de Bilbao. Aquel hombre se llamaba Paco y era el padre de Gonzalo, Paco el mellizo, el que fue novio de Isabel, de Tita, su otra hija, a quien Consuelo envió también a Buenos Aires en cuanto Leles y su padre mandaron algo de dinero para pagarle el pasaje. Aquel Paco, cuyo compromiso con Isabel estuvo proclamado en la iglesia para casarse y reconocer a su hijo, también se alejaba de Portillo, de Abanillas. Quién sabe si embarcaba con la esperanza de encontrar a Tita.
Durante la travesía, el mozo, que se enfrentaba a un futuro torcido por el deseo de Consuelo, no tuvo inconveniente en ofrecerse a ayudar al ver a la que debía de haber sido su suegra cargada con los cuatros niños «que todos juntos cabían debajo de una cesta», como cincuenta años después aún recordaba Ernestina, la divina, la amiga de Leles y Tita.
Ya fuera porque durante dos semanas al menos Paco el de Portillo podía disfrutar de su hijo Gonzalo, ya fuera por generosidad o por ambas cosas a la vez, el chaval se dedicó a lidiar con los niños, a entretenerlos, a jugar con ellos en el mercante.
Lo que no esperaban ni Consuelo ni Paco eran los acontecimientos del muelle a la llegada a Buenos Aires. Tita y Leles aguardaban a su madre en el puerto. Ambas llevaban años sin ver a sus respectivos hijos. La abuela Consuelo no había tenido tiempo de comunicar a su hija Isabel que Paco viajaba en el mismo barco.
A la puerta del mercante, Tita divisó a su madre cargada de maletas y trastos, seguida de dos niños. Y detrás, la sorpresa.
—¡Dios mío! ¡No puede ser!
Fue todo lo que pudo decir la hermana de Leles cuando vio a su Paco bajar por el puente al muelle con dos niños agarrados a él. Un vahído la dejó en el suelo. Solo después de mucho tiempo, ya en casa con los niños alrededor, la madre pudo explicar a Tita lo que había pasado. Nada más, porque Paco y Tita no retomaron su amor. Allí se quedaron los dos, en Argentina, pero cada uno por su lado.