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AL OTRO LADO DEL ATLÁNTICO
LA HABANA
La Habana formaba parte del imaginario colectivo del Val de San Vicente desde hacía generaciones. Desde niños, los chavales escuchaban en sus casas, durante las largas y monótonas noches de lluvia, historias sobre las aventuras del bisabuelo, del abuelo o del padre en aquella remota ciudad de ensueño, repleta de barcos y marineros llegados de todo el mundo; de mercantes que de sus bodegas sacaban a negros encadenados procedentes de África; de relatos sobre los españoles que se hicieron ricos con la esclavitud de aquellos desgraciados, que luego invirtieron el capital ganado en construir hermosos palacios para el Rey y bellísimas casonas en pueblos cercanos, como Comillas, adonde el indiano Antonio López–Lamadrid arrastró a lo mejor de la intelectualidad catalana de principios del siglo XX, incluido al mismísimo Gaudí.
Durante todo el año, en las casas de piedra de la montaña, sólidas y acogedoras, a la vez que húmedas y oscuras, la escasez de alimentos se subsanaba con la matanza del cerdo en invierno y las legumbres en el verano. Se vivía para cuando el varón de la casa —ya fuera el padre o el hijo, a veces los dos— regresara de La Habana o de Buenos Aires. Todos los grandes planes se elaboraban para el regreso. Con el hombre llegaban las pesetas.
De La Habana llegaba un barco y un padre que traería en los bolsillos el dinero para tener zapatos nuevos de ir a misa los domingos; llegaría alguna chuchería con la que impresionar en la escuela. Se podría comprar el prado de al lado, un par de vacas lecheras, o arreglar las goteras del tejado de la casa y de la cuadra.
De La Habana llegaba un tipo desconocido que durante uno o dos meses se atrancaba por la noche en el dormitorio con la madre, donde de pronto ya no se podía entrar, ya no se podía llamar. A lo peor, ya no se podía uno esconder en el regazo materno en las noches de tormenta y temporal, cuando el miedo era tan atroz que no bastaba con taparse con las mantas. Porque las olas de un mar enfadado por tener que esperar al padre se transformaban en gigantes surgidos de las profundidades, dispuestos a trepar por las cuestas de Los Tánagos al monte, desbordarían las orillas del Nansa y el puente de Pesués, derribarían los acantilados de Pechón y de Prellezo y se llevarían Abanillas y Serdio al fondo del Mar Cantábrico.
Antes de que el hombre de ultramar arribara desde aquella ciudad de luz caribeña, donde el calor era sofocante pero se disfrutaba del ron en los patios de las hermosas casas coloniales, coloridas y no grises como las de la montaña, la esposa fiel había escatimado durante meses y meses un real, ya fuera de la compra en el mercado de Unquera o de la venta del último becerro. Todo para encargar la blusa soñada con el bordado más hermoso.
De La Habana llegaban los figurines con maravillosos dibujos de vestidos de sedas y gasas, de volantes y capas. Si la mujer del indiano con más posibles osaba encargar uno en Torrelavega o en Unquera para la boda o el bautizo del hijo mayor o del sobrino, tendría que ser más decoroso.
De La Habana volvían unos esposos que las condenaban al pecado. Traían nuevos deseos en la cama, caprichos desconocidos y enormes pecados para la Santa Madre Iglesia, que luego una no podía conciliar el sueño, buscando la manera de confesar aquellas cochinadas al párroco del pueblo, al que nunca volvería a mirar a la cara tras levantarse del confesionario.
De La Habana había llegado a Abanillas en 1896 una fortuna. Nada menos que 863,55 pesetas para Joaquina Borbolla Gómez, madre del soldado Santos Purón Borbolla, que navegaba en el crucero Sánchez Barcáiztegui. El barco se hundió en la bahía de La Habana al chocar contra unos arrecifes. Salía sin luces para capturar a otros barcos que hacían contrabando de armas con los sublevados que querían echar a España de Cuba.
A partir de mayo de 1899, cuando la Guerra de Cuba ya se había perdido, desde los ayuntamientos del Val de San Vicente se reclamaba al Ministerio de la Guerra, a razón de cinco pesetas por cada mes de campaña, pensiones para una decena de soldados que habían luchado en Cuba. O la pensión para una veintena de familias que habían perdido al padre o al hijo en la lucha contra la independencia de la isla caribeña[28].
La Habana, como Buenos Aires, eran nombres remotos, pero tatuados en la vida de las mujeres, de los niños, en las llagas de las paredes de piedra de las casas de la Montaña, en los humores de los colchones de lana de los tálamos.
A esa isla en la que hay ciclones, lluvias tropicales tan diferentes a las cántabras, un mar de luz escandaloso llamado Caribe, un lugar donde no hace falta coser abrigos ni comprar paños gordos para cortar prendas gruesas, porque siempre hay bochorno y humedad, le explicaba abuela–madre Hilaria durante la travesía, llegó un día de agosto de 1948 Zoilina Hoyos Gutiérrez en un mercante de nombre Magallanes y del brazo de madre–abuela, que la dejaría volver en cuanto hubieran visto al tío Fidel.
Yo tenía diecinueve años y me fui a cumplir los veinte a Cuba. Cuando el barco entró en el puerto, aún creía que iba a lo mío. A coser para las familias ricas de allí, a diseñar. Pero eso nunca llegó durante los doce años que viví en La Habana. Mi tío se había separado de la madre de Zoilita y lo que quería era que cuidáramos a la criatura. Todo me lo tenían preparado.
En vez de coser, me puso a servir a los clientes en los restaurantes que teníamos. A levantarme a las cinco de la mañana —es la primera vez que el rostro y la voz de Zoila se entristecen—. Pero no me pudieron hacer nada malo, porque yo tengo una estrella aquí que me ha protegido toda la vida. —Y se lleva el dedo índice, de uña bien cuidada y pintada de rosa, al punto oscuro que hay tatuado en su frente.
El muelle del puerto me dejó con la boca abierta. Aquellos negrazos enormes, cómo hablaban, yo no los entendía: «Jooo, tú, gallega, qué buena estás… azúuuucar».
Zoila les imita con humor, formando un círculo con sus labios pintados, arrastrando las letras, copiando el sonido tan característico de los mulatos en el puerto de la capital, aquellos negrones que hacían de estibadores. También se les llamaba «caballos», porque cuando habían terminado de transportar los sacos de azúcar de trescientas veinticinco libras, se alquilaban como caballos para alguien que no tenía potrancos para transportar sus mercancías.
Aquel mar tan azul, el castillo del Morro, La Cabaña, el Malecón que nace a un lado del Paseo del Prado. Las calles atestadas de carros, de ruidos, las mujeres con sus culos bamboleantes, las parejas en el parque de los Enamorados, que se deslizan hacia el Malecón, el famoso Colón, barrio de putas, la plaza de la Fraternidad, Jesús María, el barrio negro, La Habana vieja, la plaza de la Catedral, la calle de los judíos o «de los polacos»… Todo ello repleto de cafés, posadas baratas, guaguas, pensiones regentadas por chinos. Esa era La Habana de los años cuarenta, ya a finales, la de 1948, cuando la etapa más feliz y democrática de la isla se iba al garete. A esa ciudad, procedente de un pueblecito como Serdio, una aldea verde y húmeda, llegó en agosto de 1948 Zoilina, la de las manos primorosas.
La Habana me dejó tan impresionada que, tras abrir la boca en el puerto de par en par, luego la dejé cerrada durante un mes. Un mes sin hablar, comida por la tristeza, comprendiendo que me habían llevado allí como criada para cuidar a la niña, no para coser hermosos vestidos para las ricas ni chaquetas para los caballeros elegantes.
Me fui porque yo quería mucho a madre abuela Hilaria, que está enterrada allí, en La Habana, en un nicho, cerca de la capilla Montañesa, que destruyó Castro, en un nicho del cementerio de Colón.
Pero no solo Zoilina se sintió engañada, estafada en La Habana. También Hilaria soportó la decepción al encontrar una ciudad que poco tenía ver con la que ella conoció cuarenta años antes, cuando Florencio, enamorado y entregado, ignorando las recomendaciones de Facundo y Gregoria, marchó a buscarla a La Habana. Allí nació su primera Zoila, en un año secreto: ¿1906, 1908? No fuera que madre Gregoria averiguase lo que nadie nunca debió saber.
Las nuevas costumbres de aquella Habana rica, desatada, menos católica que nunca, más prostíbulo que ciudad cristiana, donde corría el dinero, el ron, el tabaco. Todo de contrabando para unos pocos, entre ellos para su hijo Fidel. Todo eso lo daba Hilaria por bien sufrido con tal de haber sacado a Zoilina de las garras siniestras de la España franquista, del hambre, de las estrecheces, de las beatas y los sermones desde los altares, de las murmuraciones, de los emboscados, de las ideas y de los deseos de Juanín, que ya le había robado a Paco, que había tomado el cuarto y la cama de Las Carrás como suyo. Aunque había que reconocerlo, les venía bien el dinero que les pasaba y había sido hábil arreglando el escondite de debajo de la escalera, aquel que tanta gracia hacía a Vidalín y a Fidelín, que aún no entendían lo peligroso de la aventura. El hueco de la escalera, que
nunca fue tan seguro como el que luego se hizo en Los Goteros de Serdio, pero no había otro sitio, recordaría Vidalín medio siglo después.
Mientras el Magallanes atracaba en la bahía, la abuela–madre estaba más pendiente de buscar el carro que enviaba su hijo para recogerlas y de no perder las maletas, que de la boca abierta de par en par de Zoilina, quien por primera vez en su vida veía a hombres y mujeres negros, mulatos, criollos.
Aquella Habana de 1948 estaba presidida por Carlos Prío Socarras desde el mes de junio, pero un militar de nombre Fulgencio Batista ya había sido elegido miembro del Senado cubano y antes había sido presidente en otro par de ocasiones.
Aquella era la isla de los americanos, pero también la del cabaret Tropicana, donde un joven Bebo Valdés tocaba cada noche desde unos meses antes; era La Habana del Zombie Club y de la Orquesta Fajardo y sus estrellas, o de la Orquesta Habana. Era la ciudad donde dos años antes se había estrenado como cantante un joven Frank Sinatra y donde se bailaban ya los mejores danzones de América Latina, donde el chachachá y la conga iniciaban su recorrido de los años cincuenta, donde aterrizaba Xavier Cugat y su orquesta, donde el jazz invadía las noches calurosas.
A aquella ciudad, todo calor, color, amor, corrupción y dinero a manos llenas para unos pocos, llegó la vistosa, lucida y rubia de ojos verdes Zoilina, creyendo que solo estaría unos meses.
Tras aquel primer mes espantoso, me adapté, como he hecho siempre, y me puse a trabajar. Teníamos tres restaurantes bastante conocidos en La Habana. Uno era El Caporal, que estaba en la Vía Blanca. Otro El Reloj, que además de restaurante era club, pero no de alterne ni de puterío. Era un restaurante para comer, de música. Me encantaría que alguna de las personas que trabajaron con nosotras se enteraran de que aún nos acordamos de ellos… El tercer restaurante se llamaba El Canto y estaba en Sanja, en el centro de La Habana, donde nos servía el arroz el almacén chino. Teníamos una especialidad, que se llamaba «moros y cristianos» —El Caporal, en la Vía Blanca, aún sigue existiendo como restaurante—. Moros y cristianos era un plato con pollo asado. Se servía la mitad de un pollo y en el centro, ensalada. Le llamábamos blue píate o bluplei, porque allí hablábamos como hablábamos. El bluplei era el plato para todo el mundo, aunque también teníamos otra especialidad importante, el lechón asado.
Yo llegué a tener a mi cargo a diecisiete personas en El Canto. Estábamos al lado del hospital Regla Socarras… Los moros y cristianos los hacíamos como socarrados. Luego con grill. Ganamos mucho dinero con los restaurantes durante los doce años que estuvimos allí. Hasta que llegó Fidel Castro. Tanto dinero que aún la mitad de esta casa de Benidorm la pudimos comprar con los ahorros de La Habana. Aunque también ahorramos durante los veintiocho años que pasamos en Miami y el tiempo de Chicago. Todos los restaurantes eran de Requena Hoyos y de Zoila Hoyos Gutiérrez. Fue el acuerdo, porque a mi tío le criamos a su hija Zoilita. Fuimos sus madres, le pagamos los estudios y la casamos con un dominicano que hasta nos obligó a mostrarle un certificado de que la niña era virgen. Ya ves qué cosas.
Zoila no quiere hablar de los tiempos oscuros, de aquello, de cómo llegó Requena a La Habana machacada tras salir de la cárcel, porque a Quena la pegaron, desliza en un susurro, cuando la silla de ruedas de su hermana menor entra en la terraza, en otro atardecer de Villa Aitana en Benidorm.
No llevaban más que unas semanas en La Habana cuando llegaron las noticias de Las Carrás. Zoila madre, Quena y Paquín estaban en la cárcel. Julia había tenido que dejar a la abuela Gregoria en Los Coteros para hacerse cargo de todo en la casona del cruce de caminos. Las cartas llegaban una detrás de otra con detalles cada vez más espantosos. En la cabeza de Zoilina comenzaron a formarse las razones por las que abuela–madre Hilaria la había sacado de su taller, de sus patrones para abrigos hermosos, de las noches de historias nuevas con Juanín.
En una de las cartas de mi tía Julia me decía que la vida de mi primo Paco, que estaba en la cárcel, dependía de mí. Tenía unos ganglios tuberculosos en el cuello, muy malos. Nos pusimos a buscar penicilina por toda La Habana. La conseguimos y le envié una caja de zapatos llena de frascos. Lo hice a través de un barco rápido y nos costó un pico. Pero Paquín se salvó. Mi tía Julia entregó la penicilina al boticario y la iba a recoger según la iba necesitando. Luego, más adelante, ocurrió lo mismo con mi prima Teresina, la hermana pequeña de Paco, a la que le salió un ganglio igual y también le mandamos penicilina. Pero lo de Teresa fue antes de que ocurrieran todas las desgracias, antes de que apareciera San Miguel en su vida y antes de que tuviera que venirse a La Habana, la pobre, hecha polvo y con sus dos hijos muy pequeños.
BUENOS AIRES
La vida seguía en aquel Buenos Aires peronista, rico y bullicioso de principios de los años cincuenta, donde sobrevivían como podían muchos españoles escapados de la derrota republicana. La ciudad del Río de la Plata cantaba al ritmo de uno de ellos, Miguel de Molina, que había escapado de Madrid para salvar la hombría de alguno de los grandes apellidos del régimen. En España, doña Concha Piquer aprovechaba tal circunstancia y sus buenas relaciones con los franquistas —todo lo contrario que Molina—, a la vez que la decadencia de Estrellita Castro.
Sobre la piel de la muchachita de Abanillas resbalaban todas aquellas cuitas. Aunque hablan de España, cuando las oye en casa de los Padrós–Ocampo durante la semana, no presta atención. Solo vive pensando en el día feriado para ir a casa de sus tíos y encontrar las cartas de su madre con noticias de su hijo. Aunque Consuelo tiene tanto lío de niños que no tiene tiempo para extenderse en detalles sobre las gracias de cada uno de los chicos.
A Dios gracias, la pobre prima Luisa, la hija del tío Eusebio, ha tenido ya fuerzas para recuperar a su niña, Josefina, y la vuelve a tener con ella en la cárcel. Leles no compadece a su prima. Preferiría estar en la cárcel con tal de tener a Maelín a su lado y saber que está en el mismo país que Paco, en la misma ciudad que Paco. Por lo menos, respirarían el mismo aire.
Pero todo esto no se lo puede explicar a su amor, porque cada noche se acuesta agotada y no tiene fuerzas para escribirle con la asiduidad con que él lo hace. La bebita que tomó a su cargo con nueve meses, María Rosario, ya anda y tiene casi dos años, los mismos que tenía Ismael cuando lo dejó en el Corral del Medio. La niña da mucho trabajo, pero es que además tiene que ayudar en la casa de la avenida Quintana. Y debe estudiar por las noches corte y confección, hacer dibujos y patrones. Tanta actividad solo persigue una idea fija que machaca y machaca en su mente. Tiene que ganar dinero, ahorrar como sea para traer a Paco y a Maelín a su lado. Por eso solo sueña con el día feriado para abrir las cartas de su amor a escondidas. A su padre no le gusta esa correspondencia. Merceditas sabe que no es por él, sino por su madre.
Leles, me alegro mucho hayas comprendido y en adelante digas nuestro hijo en tus cartas, pues así estoy yo mucho más contento.
Sí, nuestro hijo. Porque a Leles ya no le pica tanto como al principio aquel noviazgo fugaz con la chica de Portillo. Sabe cómo la quiere Paco y cuáles son sus sueños compartidos. Lo que Paco no le cuenta son sus enfermedades, lo grave que ha estado con los ganglios que le han tenido que abrir en la cárcel, el dinero que Julia ha tenido que conseguir para la penicilina, que ha llegado desde Cuba, vía Zoilina. De las cosas desagradables, ni una palabra.
Desde que llegué aquí, Vaco me escribía tres veces a la semana, aunque yo no le escribiera. Llegaba rendida del trabajo. Tenía un montón de cartas de él, divinas. Cuando le daban palizas para que cantara o estaba en la enfermería, me decía que se había resfriado, pero nunca me habló de lo que le habían pegado y torturado. De eso me enteré más tarde, cuando venían los marineros de Abanillas, de Serdio o de San Vicente y desembarcaban aquí. Muchos venían a verme, me traían noticias y periódicos. Ellos también me contaron que Paco, desde la cárcel, me escribía como si yo fuera su esposa.
También me escribía Julia. Al poco de llegar aquí, me envió una carta diciéndome que si podía llevarse con ella al niño a vivir a la casa de Serdio. Le dije que sí. Total, mi madre tenía mucho lío y estaba siempre quejándose de que no podía atender a tanto crío. Como yo estaba resentida con ella, pensé que mi hijo iba a ser muy querido entre la familia de Paco.
Y así fue. Lo llevaban primoroso. Como todas cosían, le hacían una ropita estupenda. Julia le llevó a la cárcel a ver a su padre, que le estaba construyendo un camión de juguete con luces y todo. A mí me envió, a través de una amiga que se llama Piruja, que está aquí, en Buenos Aires, una caja tipo cofre, hecha de hilos azules y rojos de rafia o plástico trenzados. Paco tenía unas manos… Dentro de la caja, al levantar la tapa había un espejo, y ahí estaba la foto de nuestro hijo, la de Paco y la mía. La dedicatoria dice: «Para mi Leles». Todo esto, con alguna cosa más y la media docena de cartas que pude salvar, se lo entregué a mi hijo Ismael cuando se enteró de quién era su padre.
En aquellas mismas fechas, Julia y Paco le insistieron a Leles para que les dejara hacer los papeles y que Bedoya reconociera a su hijo. Durante noches enteras, días, semanas, Merceditas no durmió. Su hijo tenía derecho a su padre. Además, en cuanto Paco saliera de la cárcel se iría con ella y Maelín a Buenos Aires, donde se casarían. Qué más daba que el padre reconociera al hijo un poco antes.
Pero aquí, mi familia y los amigos me dijeron que si el padre lo reconocía, podría no volver a verlo nunca más. En Las Carrás todos se habían encariñado tanto con Ismaelín y yo era tan joven aún, tenía tal agobio… Solo puedo tener recuerdos buenos para todas ellas. Julia también me escribía cartas y me contaba cosas del niño, qué comía, a qué jugaba…
AQUEL NIÑO DE LAS CARRÁS
Ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor, Maelín jugaba feliz en el corral de Las Carrás. Hacía unas semanas que el niño había tomado ya el patio y el zaguán de la casa como su territorio, sin competencia, con multitud de lugares por donde correr y enredar; al contrario que en la casa de la abuela Consuelo, donde había que pelear por cada centímetro cuadrado frente a su primo Gonzalo y sus tíos, Luis y Toñín. Aunque por la noche, a la hora de ir a la cama, echaba mucho de menos a la abuela Consuelo y al resto de los críos de la casa materna.
Enseguida, la tía Teresina, la hermana pequeña de su padre, con dieciséis años y ya toda una mujercita, se hizo cargo de él.
Me llamo Ismael Gómez San Honorio. Soy el hijo de Francisco Bedoya y de Mercedes San Honorio, Leles. Nací en Abanillas (Val de San Vicente, Cantabria) el 9 de octubre de 1947. Cuando mi madre se fue para la Argentina yo tenía dos años. Primero estuve en casa de mi abuela materna y después me llevaron a vivir a Las Carrás. De mi padre, Francisco Bedoya, no recuerdo nada. Es asombroso, pero no guardo recuerdos de él, aunque sí que tengo memoria de otras muchas cosas de aquella época. Solo estuve dos veces con él, en la cárcel. La primera, según me contaron, yo tenía dos años y parece que fui a visitarle a la cárcel de Santander, la Provincial. La segunda vez fui con mi abuela Julia a Madrid, a la prisión de Fuencarral. Entonces tenía cuatro años.
De aquel viaje recuerdo a un montón de hombres. Luego comprendí que eran los presos compañeros de mi padre, que me hacían bromas. Me decían: «¿Qué es esto?». Y me enseñaban una punta de un lápiz. Yo decía: «Una puta». Todos se reían. Esas cosas de los niños que los mayores siempre ríen. Sé que me conocían mucho de oídas, pero no me acuerdo de mi padre. Y lo lamento. Lo he intentado, pero no logro formarme su rostro. Sí que me acuerdo de mi tía Teresina, la hermana pequeña de mi padre, que fue la que me cuidó en Las Carrás, aunque lamentablemente tampoco tengo recuerdos de la casona.
Ni tengo imágenes de mi abuela Julia. Pero en Los Coteros, en Serdio, sí que veo con nitidez a una viejita sentada en el balcón. Era muy mayor y siempre estaba allí. Después he sabido que era mi tatarabuela, Gregoria Campo. Murió cuando yo tenía diez años, en noviembre de 1957, a los noventa y siete años. [Su muerte y su entierro, quince días antes de que pasara lo que pasó con Bedoya, fueron claves para el desarrollo de los acontecimientos posteriores]. También recuerdo ver salir a personas por un agujero de la casa de Serdio. De un escondite que estaba en el altillo, en el desván, y que nunca descubrió la Guardia Civil ni la policía, pese a las veces que registraron la casa. Allí se refugio Juanín y luego Bedoya. Hace poco que se vendió la casa. Pero Antonio [Brevers] y yo pudimos ver los dos huecos a los lados del tiro de la chimenea. Medio siglo después estaban allí, intactos. Supongo que luego, cuando la casa se vendió y reformó, se destruyeron.
DE CÓMO MATAR EL TIEMPO EN PRISIÓN
Los muros de la Provincial resultaban asfixiantes para los hombres del Val de San Vicente. Acostumbrados a sus suaves laderas, a la libertad en el campo, a las subidas y bajadas a por las vacas para el ordeño; muchos ya entrados en años, por encima de los cincuenta, y la mayoría sin comprender las razones por las que estaban allí, se dejaban arrastrar por la añoranza y la tristeza, aunque sin llegar a la tragedia de Juan el de la Potra.
Ni las clases organizadas por comunistas y socialistas, ni los paseos por el patio, ni siquiera las pequeñas conquistas cotidianas que conseguía José Manuel Sarasúa del director de la cárcel, eran suficientes para mitigar el dolor. Los montañeses estaban trastornados, como si el viento llevara soplando del sur desde hacía semanas, dejándoles embotados, lelos, tristes, con malos pensamientos.
El enfermero–practicante–dentista Sarasúa se las arreglaba para mantener el pabellón alto cuando las circunstancias lo permitían. El de Bilbao se había ganado la confianza del director de la Provincial gracias a la cura que le había hecho de unas purgaciones que le llevaban amargando desde hacía años.
Don Rafael, el director, era el hazmerreír de presos y guardias dada la afición que tenía a rascarse la bragueta con desesperación. Unos y otros estaban convencidos de que el hombre tenía un enorme criadero de ladillas que le mantenían en un estado de desasosiego e inseguridad permanente.
SARASÚA: Después del incidente del chaval aquel que tenía el tajo en el cuello por una pelea, el director de la prisión y la sor me tomaron confianza. Por fin, un día, don Rafael me dijo que si conocía algún remedio para curarle lo de sus partes. Cuando se bajó el pantalón, el hombre lo que tenía no eran ladillas ni nada de lo que nosotros pensábamos. Era un tremendo eccema, con la piel quemada, a base de haberse dado un montón de cosas de entonces, con compuestos de petróleo y cinc, que le tenían abrasado. Tuve la suerte de curarle en unas semanas, y desde entonces me trató estupendamente.
Para evitar la curiosidad de los presos, Sarasúa iba a casa de la familia del director a levantarle la cura. Allí escuchaba la radio, charlaba con las dos hijas del jefe de la prisión e iba ganando terreno en la amistad.
Menos con la mujer de aquel pobre hombre, que además de tener dos hijas encantadoras y espabiladas, tenía una mujer que era una loba. Siempre pensé que ella dirigía de verdad la prisión.
Aquella radio que escuchaba el sanitario–practicante hizo milagros entre los presos. El Athletic de Bilbao, el Valencia, el Real Madrid y el Barcelona eran los equipos de aquellas temporadas. El Bilbao y el Valencia jugaban la final de la Copa del Generalísimo de 1949. Sarasúa oía y luego retransmitía los partidos y los resultados a sus compañeros. No era lo mismo, pero era algo.
Aquel año también, entre los presos aficionados al ciclismo, como era el caso de Sarasúa y Paco Bedoya, se comenzó a hablar de un jovencísimo Federico Martín Bahamontes, que ganó la subida a la montaña de las vueltas de Albacete y Salamanca. Falta hacía, porque los ciclistas españoles que participaron en el Tour de Francia ese mismo año se habían retirado, por falta de forma, en la primera etapa.
Ni las noticias que Sarasúa traía de la radio de don Rafael, ni la información que los montañeses recibían de los presos más políticos e informados sobre las hazañas de los maquis urbanos en Barcelona (Quico Sabaté, Facerías o Caraquemada) importaban demasiado al grueso de los montañeses, que solo deseaban escuchar la decisión del Consejo de Guerra y retomar su vida.
Conocidas las durísimas sentencias después del Consejo de Guerra del 28 de octubre de 1950, la resistencia interior que en muchos de ellos se había mantenido gracias a la esperanza, se vino abajo. Las penas de veinte años fueron para hombres como Eusebio —el padre de Luisa—, Avelino Allende (que había sido detenido con setenta y un años) y su hijo Francisco Alfredo, o para Aurora Dolores Ubierna Fernández, Lola, la única mujer condenada a una cifra tan alta de años. Ella había sido una parte importante de la Brigada Machado, el mejor enlace quizá, un apoyo sin límites para conseguirles alojamientos y comida en los peores momentos. Años después, cuando Popeye volvía de Francia cada verano, intentó buscarla en compañía de Luisa. No la encontraron.
Después venían los dieciocho años que les cayeron a los Borbolla, los de Roiz. Todos ellos, los de Gandarilla y los de Roiz, ya habían tenido condenas en 1937, tras la caída de Santander, por republicanos. Incluso habían estado condenados a muerte.
A Paco Bedoya, a Genio y a Julia (la madre y el hermano de Teófila), a Alfredo García, el de la taberna de Portillo, a José Escobedo Laso (el padre de Teodoro) y a otros muchos les cayeron doce años y un día. Sarasúa y Zoila tía estaban entre los que debían cumplir seis años, y Requena, tres.
Conocidas las condenas, las risas de los montañeses se fueron apagando poco a poco. Por las noches, las conversaciones en las celdas fueron disminuyendo. Cada cual se tumbaba sobre su catre, después de haber echado el último cigarro de mataquintos o de caldo, y miraba hacia la pared. Paco tenía allí clavadas las fotos de su madre, de Las Carrás y sus primos, de Ismaelín. La de Leles, no. Esa la sacaba de debajo de la almohada cada noche, para mirarla él solo. ¡Doce años! ¿Esperaría Leles allí, tan lejos? Se iba a perder la infancia de su hijo.
Pero Bedoya tenía veintiún años, unas ganas de vivir inmensas y no se iba a rendir. Pronto los otros presos les enseñaron a hacer números para redimir condenas mediante trabajos de todo tipo. Y a ello se pusieron él y el resto de los montañeses en la primavera de 1951, en otro intento de ganarle la batalla al tiempo y a aquella extraña justicia que seguían sin entender pero a la que tenían que plegarse.
En abril de 1951, según reza en el expediente carcelario de Bedoya, la mayoría de los presos del Val de San Vicente reciben una gracia que les podía resultar muy útil para el futuro. Y todo esto como resultado de la buena relación de José Manuel Sarasúa con don Rafael, el director de la Provincial.
SARASÚA: Mis compañeros sabían que yo me llevaba muy bien con don Rafael desde que le curé las purgaciones que tenía. Un día, no recuerdo quién de ellos, tuvo la idea de lo bueno que sería que les destinaran a trabajar a los Saltos del Nansa, en el destacamento penal de Celis. Nos acabábamos de enterar de las penas y el ambiente era flojo. Celis les pillaba a tiro de piedra de sus pueblos y los domingos les podían ir a ver sus familias. Total, que en el momento oportuno se lo sugerí a don Rafael, que aceptó el hombre, como con casi todo lo que le pedía, siempre que fuera razonable. Nosotros ya habíamos hablado sobre qué hacer cuando estuvieran en Celis, incluso de controlar las visitas para no mosquear a los guardias. Tero todas nuestras precauciones no sirvieron de nada.
Con gran alborozo por parte de todos, a primeros de abril les comunicaron que serían trasladados al destacamento penal de Celis, cerca de los Saltos del Nansa, para ayudar en las obras. ¡Les llevaban a menos de quince kilómetros de sus casas del Val de San Vicente!
El día 5 llegó el camión militar para trasladarles. Salvo por la visita al Consejo de Guerra en octubre, era la primera vez que salían de los muros de la Provincial. Lo iban a hacer todos juntos, en otro camión similar al que les llevó a San Vicente de la Barquera aquella madrugada que cambió su vida. Al menos ahora, desde el camión podrían recorrer los caminos cercanos a sus hogares, ver la primavera en los valles, la nieve sobre los Picos. Sabiendo lo que les esperaba, pondrían atención en retener el paisaje en su memoria, grabar cada detalle.
Aquel 5 de abril de 1951, el guardia que conducía el camión que llegó a la puerta de la Provincial a recoger a unos tipos que había que trasladar al destacamento de Celis se quedó perplejo. Esperándole estaba un grupo de hombres pulcros, limpios, bien formados y con sus hatillos en la mano. Si no hubiera sido por los uniformes, más que ir a hacer trabajos a los Saltos del Nansa, los montañeses parecían marchar de romería.
Pero el primer domingo, después de que llegaran a los Saltos del Nansa, a la puerta del destacamento penal apareció un autobús con más de cincuenta plazas, repleto de los familiares de los presos. El capitán de la Guardia Civil preguntó: «¿Qué pasa aquí?», y uno de los guardias le explicó que llegaba gente desde la Provincial para trabajar allí, pero que como sus pueblos estaban muy cerca, la familia subía a verles. El guardia le recitó los nombres de todos los pueblos, Abanillas, Gandarilla, Portillo, Hortigal… Al capitán todos los nombres le sonaban por estar muy cerca, demasiado. Rápidamente llegó a la conclusión de que todos aquellos presos, que además habían ayudado a los del monte, no podían estar allí. Para contrastar, el capitán preguntó a uno o dos paisanos de dónde eran, y confirmó la versión del guardia.
SARASÚA: De inmediato llamó a las oficinas del gobernador civil para explicárselo, que le ordenó que fueran rápidamente trasladados de vuelta a la Provincial de Santander. El lunes por la mañana, el capitán mandó a otro oficial a la prisión para ver cómo se había organizado todo el lío. Me llamaron, y nada más verme, el oficial dijo que yo era el culpable, porque ya se había enterado de que yo había redactado el oficio para ir a los saltos del Nansa y había convencido a don Rafael para que lo firmara. Pero el director de la prisión, una vez más, como un buen abad, me salvó diciendo que yo era un buen preso, un preso como los demás, que ayudaba en la enfermería. Y ahí se paró todo.
En el expediente carcelario de Paco se recoge el «reingreso del preso, procedente del destacamento penal de Celis, por orden del gobernador civil». Era el 13 de abril. La excursión había durado ocho días. Lo que más alarmó a aquel capitán que llamó al gobernador fue el hecho de que entonces la Brigada Machado, aunque diezmada y bajo las órdenes de Juanín, seguía operando en aquellos montes y podía intentar la liberación de aquellos hombres, sus enlaces. Al fin y al cabo se encontraban en esa situación por haberles apoyado.
Un mes después, el 9 de mayo, Paco Bedoya, Genio, José Escobedo y otros montañeses dejaron la Provincial para siempre. Su destino era el destacamento penal de Fuencarral, entonces aún un pueblo en las afueras de Madrid. Allí ingresaron el 21 de mayo de 1951. Allí encontraron a un viejo amigo y paisano.
EN FUENCARRAL
Cuando llegaron a la prisión de Fuencarral, para los hombres del Val de San Vicente fue reconfortante y útil reencontrarse al buenazo de Pepe Elizalde. Había pasado poco más de un año desde que no se veían, pero en ese tiempo Pepe había trabajado duro para redimir condena y en su vida había una novedad.
Durante los trabajos en el Valle de los Caídos, en las visitas de los domingos, Pepe había conocido a una jovencita de diecisiete años, sobrina de un preso republicano, que se llamaba María Eugenia. Y la moza, para sorpresa y alegría de Elizalde, le correspondía en el amor. Cada domingo, en las visitas, hacían planes de futuro e ideaban fórmulas para redimir condena lo más pronto posible.
Como Pepe se dejaba los huesos trabajando a impulsos del amor, gozaba de una buena situación entre los guardias de Fuencarral. Le tenían confianza y, poco a poco, su fama como albañil y buen paleta, sus manitas cuidadosas para tareas finas de restauración en obras delicadas le fueron dando oportunidades. De paso, empezaba a ganar algo de dinero por esos trabajos. Y todo se ahorraba para la nueva vida.
Aquella tarde de primavera, tras saludarse con grandes abrazos, lo primero que hicieron los montañeses fue buscar acomodo en las celdas, camas, taquillas. Todo aquello que les hiciera la vida más llevadera.
Es curioso, porque de Madrid recuerdo muy especialmente a Paco Bedoya. Quizá más por lo que pasó después. Le conocía desde que era un chaval, de jugar al balón en Serdio, tras acabar la guerra. Éramos vecinos, al ser yo de Los Tánagos, justo por debajo de las cuestas de Serdio. Paco era muy alto, más que yo. [Pepe debe de medir más de un metro ochenta], pero yo le sacaba ocho años como mínimo. Desde los catorce o quince años había trabajado en el taller de Eulogio y era un buen carpintero y muy buen ebanista. Tenía unas manos de artista, pese a lo grandes que eran. En el patio de la cárcel podía llevar a dos tíos, uno colgando de cada brazo. Y cantaba muy bien.
Aquel día, gracias a sus amistades y a la buena consideración en que se le tenía, Pepe consiguió enseguida camas para Escobedo padre, para José y su padre, los Martínez, la familia de los herreros de Luey.
También para Paco, que dormía a mi lado. Por la noche hablábamos de las novias, de los pueblos. También estaba Genio el de El Trichorio. Nos organizamos y estábamos bien, dentro de lo duro que es estar en prisión.
A Pepe lo de la construcción cada día le gustaba más y se le daba mejor. Estudiaba hierro y hormigón por las noches, mientras que otro preso, un madrileño que estaba al lado de ellos en las camas, estudiaba radio.
Solicité la luz para estudiar por la noche y nos la concedieron. A Paco le gustaba mucho leer novelas, libros, cualquier cosa que cayera en sus manos. Los guardaba en una taquilla pequeña, un armarito que teníamos. Creo que allí también tenía las fotos de su novia, la madre de su hijo. Las del niño y su familia las tenía encima de la cama. Era un sentimentalón, así, tan grande. También escribía a su familia, a su novia en Buenos Aires. Hablaba siempre de su hijito y se fue adaptando sin problemas.
En Fuencarral había más presos andaluces y extremeños que del norte de España. A la hora del rancho, las chanzas sobre la comida eran constantes entre unos y otros. Las charlas sobre las costumbres de cada región, lo que se comía en sus lugares de origen, eran habituales. Un día a Paco Bedoya se le ocurrió hacer jarretas (agua con harina de maíz).
Aunque no sabía guisar, Paco sabía hacer esas cosas. Teníamos una vaquería al lado de la prisión, y compramos leche, porque las jarretas se hacen con agua y maíz, pero luego se comen con leche. Conseguimos una perola como esta mesa de grande [una mesa camilla de noventa centímetros de ancho], y allá estaba Paco, venga a mover en la olla con aquellas manazas que tenía. Le animábamos todos. «¡Venga, Paco, dale!». Allí estaba Bedoya con las jarretas. Cuando estuvieron listas, Paco y Antonio Allende, otro de los presos del Val de San Vicente, pusieron la perola colgando de un palo enorme, y agarraron de un lado cada uno.
Todos los de por allá, de Andalucía y Extremadura, decían: «Joder, ni los marranos comen esto». Pero nosotros no hicimos caso, nos sentamos en el patio grande, todos los santanderinos, mientras comíamos. Los otros nos miraban y se reían, pero al final terminaron rascando la perola. Así era Paco Bedoya.
Animado por el entusiasmo de Elizalde y las fórmulas que utilizaba para la redención de condena, Paco se aplicó a la tarea. El sueño de embarcar para Buenos Aires volvió a tomar forma, esta vez con más fuerza. Su niño Ismael, que pronto llegaría a Madrid para verle, se iba a marchar enseguida con Leles a Argentina, y Francisco Bedoya soñaba con el mercante que les llevaría hasta ellos, como le escribía a su Merceditas.
El sistema de redención de penas se había ido perfeccionando desde que en 1938 se instauran los primeros trabajos forzados para los prisioneros de guerra y «los presos por delitos no comunes». Era una forma de hacerles pagar lo que habían destruido, tal y como entendía el Gobierno del general Franco, y de amortizar los gastos que ese gran número de presos ocasionaba, tanto en manutención como en ropa.
Por suerte para Pepe Elizalde, en 1944 se decidió que también los presos comunes pudieran redimir condena. Para acceder a la redención, los presos tenían que solicitarlo, demostrar que estaban «arrepentidos» de sus delitos, fueran de carácter político o social. Solo podían beneficiarse del sistema los condenados a menos de doce años y un día, y ese era el caso de Paco Bedoya. Los trabajos se realizaban en tareas de reconstrucción nacional —la reconstrucción de Potes—, en nuevos proyectos estatales —como los Saltos del Nansa—, y también en obras contratadas por empresas.
La prisión de Fuencarral era un destacamento penal, y para llegar allí, los reclusos, además de solicitarlo, tenían que cumplir con varios requisitos. Examen de religión, no pertenecer al Partido Comunista, no ser masones y, desde luego, demostrar una inequívoca buena conducta y señales claras de arrepentimiento.
ELIZALDE: Bedoya redimió condena por trabajos que hicimos juntos. Los dos habríamos salido de la cárcel en el mes de julio de 1952, cuando salí yo. Construí la vaquería de al lado de la prisión. La que quería el director de la cárcel. Era grande, para más de cuarenta vacas. Hacía falta un carpintero. El director me dijo que buscara uno y como yo sabía que Paco era carpintero, le busqué. Salíamos a hacer eso, y salíamos a tomar café después de comer, porque el director me había tomado confianza. Más tarde, cuando el director, don Feliciano [Feliciano Yuste de Lenn, jefe del destacamento penal de Fuencarral], ya le conocía, le llevó a su casa en Madrid. Quería que le arreglara todas las puertas y las ventanas. Paco era muy curioso, muy buen carpintero, le llegó a hacer todas las puertas nuevas y don Feliciano quedó encantado, le recomendó muy bien.
Después de ese trabajo le llevaron a El Pardo, dónde vivía Franco, a arreglar cosas en las oficinas. Vino diciendo: «Tienen un bar que es una cosa preciosa», los jefes y los funcionarios le tomaron confianza y ya era casi como yo allí, un preso de confianza. Pero cuando se enteró de lo de Las Carrás, Paco Bedoya cambió totalmente.
CARTA DE JULIA A LELES
22 de noviembre de 1949.
Muy apreciable Leles:
Mi mayor alegría es que al recibo de estas letras te encuentres bien de salud en compañía de tu familia. Por aquí todos bien.
Leles, recibí tu carta y referente a lo que me dices de Maelín, puesto no tengo la culpa de que te llame Leles. Y le digo: ¿dónde está mamá? Y me dice que papá (¿?). Está muy salaín. Más adelante le retrataremos con el camión que le está haciendo su padre, pues en cosas que le he metido, me sale ya por las cien pesetas. Debe de estar precioso y se va a volver loco con él. Tú por el niño no tengas pena, no le falta de nada. El chocolate ya lo aborrece y las galletas tampoco las quiere. Está hecho un pinta.
Leles, te voy a pedir un favor que no creo que te costara trabajo hacerle. Mira, que nos manda a decir que no digas a nadie que te escribe Paco y, por lo menos, no digas nada de lo que dice, pues dice que te diga que hasta que no seas más callada, que no te escribe más. Pero tú no dejes de escribirle, que sabes cómo es él.
Leles, a lo que me dices que te diga, llorar lo de Maelín, pues no llores, que tu madre ha venido cada ocho días y no lo des como que, al contrario […] los niños saben quién los mira. También me dices que me vas a mandar una foto, no sabes lo que me alegro. Así se la enseñaríamos a Maelín, que cuando le digo dónde está papá, corre y me coge la mano y me lleva donde las fotos. Estamos locas con él. Bueno, Leles, recibe el cariño de esta y el de tu querido hijo con fuerte abrazo,
Julia.