PRÓLOGO

NUEVA ORLEANS, ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA, JULIO DE 1853

Ruidos espeluznantes retumbaban en aquella noche de sofocante calor.

Los gritos de los agonizantes.

Los lamentos de quienes los lloraban.

Y el tañido sordo del toque de difuntos.

No pasaba una hora sin que sonara. Su sonido estremecedor se había convertido en un compañero constante que recordaba sin cesar a los habitantes de Nueva Orleans que el final estaba próximo.

Lemont avanzaba paso a paso, ajeno a los gritos de las casas y a las figuras oscuras que iban de un lado a otro frente a él, con toallas húmedas en la cara para protegerse del hedor omnipresente y penetrante que se cernía sobre la ciudad como una mortaja.

Se había desatado una epidemia de fiebre amarilla.

Y atacaba sin piedad.

A principios de julio, cuando se dieron las primeras víctimas, la población de Nueva Orleans había reaccionado con optimismo, confiando en que en esa ocasión la ciudad quedaría a salvo de la yellow jack. Sin embargo, a mediados de mes, el número de muertes ya ascendía a más de mil; a los pocos días se había impuesto la certeza atroz de que la plaga volvía a tener Nueva Orleans entre sus garras.

Lemont conocía muy bien los síntomas.

Empezaba siempre con una jaqueca tremenda y con fiebre, a menudo seguidas por el enrojecimiento de la cara. Al cabo de pocos días, las secreciones y el delirio posterior, así como las manchas amarillas en el cuerpo del afectado que daban nombre a la enfermedad, no dejaban margen para las dudas: la yellow jack había atacado. Si en ese estadio no se producía ninguna mejoría, no había esperanzas. La piel perdía el color, los labios palidecían y la desesperación asomaba en la mirada. Cuando finalmente una espuma rojiza brotaba por las comisuras de los labios de la víctima, la muerte era solo cuestión de horas…

La oscuridad imperaba en las calles.

Ya no se encendían las farolas y en las casas no brillaba luz alguna. Los postigos y las persianas permanecían cerrados; incluso había muchas ventanas tapadas con planchas de madera para que nadie pudiera escudriñar. En esos días a menudo la mera visión de comida caliente era motivo suficiente para perpetrar un robo. Y, como los guardianes de la ley temían el contagio, la anarquía reinaba en la ciudad. En los callejones oscuros solo estaban aquellos a quienes el hambre y la necesidad habían empujado fuera de su casa: unas sombras, embozadas para no ser reconocidas, que se apresuraban sigilosas junto a él. Los que habían hecho fortuna con el algodón y la palma de azúcar y habían adquirido pequeños reinos se escudaban entre sus cuatro paredes, deleitándose con festines embriagadores y banquetes copiosos, y engañándose con la ilusión de que pagando podrían librarse de la peste. Nadie quería ver la verdad, esto es, que la ciudad estaba al borde del abismo y que los bailes elegantes no eran más que la danza macabra de una época que tocaba a su fin.

Lemont, en cambio, había ido a Nueva Orleans precisamente por ese motivo, por la verdad.

El mismo día en que desembarcó, la fiebre amarilla se había cobrado su primera víctima. Aunque en el curso de las dos semanas siguientes el número de enfermos había aumentado de forma vertiginosa y todo aquel que se lo podía permitir había huido presa del pánico, Lemont se había quedado. La ciudad estaba en cuarentena, y los barcos de ultramar viraban antes de llegar al puerto. El tráfico naviero por el río estaba paralizado, y en los pantanos la muerte acechaba, ya fuera por hambre, por sed o por las fauces voraces de un cocodrilo.

Lemont, sin embargo, no consideraba la posibilidad de huir; estaba convencido de que su destino no era perder la vida en aquel sitio devastado y podrido hasta el tuétano a manos de una muerte atroz e inútil por igual. Su ambición iba más allá.

Mucho más allá.

Siguió el camino que le habían indicado y tomó uno de los callejones angostos que serpenteaba hasta el barrio pobre entre sucios patios traseros. Allí donde vivían los esclavos y los jornaleros, él esperaba encontrar algo que no había hallado en ningún otro lugar del mundo.

Entre las estrechas paredes de ladrillo el calor sofocante resultaba aún más agobiante, y el hálito de la muerte, más intenso. Lemont se apretó el pañuelo con que se cubría la boca y la nariz. Muy pocos cadáveres de las hasta cuatrocientas víctimas diarias de la yellow jack eran enterrados. Por temor se abandonaban sin más, o bien se los cubría con unas pocas paladas de tierra que las lluvias de los meses de verano se encargaban de barrer de inmediato. Entretanto, en los cementerios de la ciudad se acumulaban más de dos mil muertos, provocando un hedor insoportable que se propagaba con el calor abrasador de julio y se colaba hasta el último recodo. Mucha gente acomodada intentaba librarse de él usando cantidades ingentes de perfumes y otras esencias olorosas, pero esa actitud era tan ridícula como las promesas de los sanadores y los videntes que intentaban aprovecharse de la penuria de las personas en esos días. En una ciudad abocada al ocaso no era difícil hallar un médium; lo difícil entre tantos charlatanes era escoger uno que ciertamente tuviera el don y quisiera compartir sus conocimientos con un blanc, un blanco…

Praga.

Alejandría.

Constantinopla.

Basora.

Singapur.

Cantón.

Los nombres de las ciudades que Lemont había visitado en los años anteriores se sucedían uno tras otro, de forma casi infinita. Universidades y escuelas, bibliotecas y conventos… Había visitado incontables lugares donde se conservaban y se enseñaban saberes antiguos, buscando en vano una explicación. Al final, de algún modo se había dado cuenta de que ni la ciencia, ni la agudeza de la inteligencia humana le permitirían acceder al saber oculto: este solo podría alcanzarse por medio de poderes sobrenaturales, esto es, con todo aquello que se encontraba más allá del conocimiento racional.

Lemont creía firmemente que, por su origen y por el objeto del que era poseedor, la historia lo había llamado a ocupar lugares destacados, aunque esa creencia, por sí sola, no valía gran cosa. Había dedicado importantes años de su vida a reconstruir las relaciones. Ahora quería certezas y por esto había ido a Nueva Orleans. La ciudad del Mississippi, sometida desde hacía dos generaciones al dictado del progreso, de la abundancia y también del vicio, era la última parada de su trayecto y, a la vez, su última esperanza de conocimiento; ninguna peste del mundo lograría detenerlo.

Se paró ante la tosca puerta de madera que tenía pintado un símbolo misterioso. De nuevo un grito agudo penetró en la noche, y otra vez se oyó el toque de difuntos. Sin embargo, Lemont apenas se percató de ello. Acababa de alcanzar el destino de su viaje.

Llamó a la puerta con manos temblorosas.

Dos veces, como habían acordado.

—Adelante —se oyó decir dentro.

Empujó el picaporte herrumbroso. La puerta se abrió con un chirrido y Lemont traspasó el bajo dintel.

La casa, de paredes inclinadas y viejas, era de una sola pieza. Una caldera de hierro colgaba sobre el fuego de la chimenea, donde las llamas crepitaban y arrojaban una luz centelleante. El centro de la estancia estaba ocupado por una mesa sencilla. Detrás de ella había sentada una mujer joven de pelo largo y negro, ataviada con un vestido colorido de corte caribeño que resultaba extraño y fuera de lugar ante la omnipresencia de la muerte.

Lemont se apartó el pañuelo de la cara.

—¿Eres la adivina? —preguntó.

La joven mujer lo miró sin decir nada. Era criolla y, aunque no le gustaba tener que admitirlo, era toda una belleza. Sus grandes ojos negros lo contemplaron desde su rostro proporcionado, con la tez del color de la miel oscura; los labios carnosos de la mujer despertaron en él sensaciones que no sentía desde hacía tiempo. Aunque las francesas eran cautivadoras y tenían la piel del color de la porcelana, ninguna desprendía la ferocidad animal de esa criolla. Lemont notó que sus ojos recorrían una y otra vez el vestido colorido y cubierto de volantes, deslizándose hasta el escote y deteniéndose en las protuberancias de sus pechos firmes. Las francesas no mostrarían jamás sus encantos de un modo tan descarado, ni despertarían así las ansias de un monsieur honrado.

Pero aquello era el Nuevo Mundo.

Una nueva era.

Con nuevas reglas…

Lemont no estaba dispuesto a andarse por las ramas. Había esperado demasiado.

—¿Te han dicho por qué estoy aquí? —dijo, yendo directamente al grano—. ¿Harás lo que quiero? ¿Entiendes lo que te digo?

La criolla lo miró fijamente. Si se sentía intimidada, lo disimulaba muy bien. Resultaba increíble la rapidez con que las diferencias sociales desaparecían en esos días. Ante la muerte por fiebre amarilla todas las personas eran iguales, independientemente del color de su piel, su origen y su patrimonio. Con todo, entre los blancos corría el rumor de que la yellow jack no afectaba ni a la gente de color, ni a los mestizos…

—Le entiendo bien —le aseguró la criolla, apartándose de la cara un mechón de pelo negro. Su francés era fluido, casi sin acento, y su voz era más grave y áspera de lo que él esperaba—. Sé por qué está usted aquí.

—Me han dicho que tienes el don —repuso él—. ¿De verdad sabes ver el futuro?

—Veo cosas —le corrigió ella—. A veces pertenecen al futuro, pero otras veces al pasado.

—Me interesan ambos —afirmó Lemont.

—¿Qué quiere usted saber? —En la voz de ella había un deje de burla—. ¿Si va a sobrevivir a la epidemia? La mayoría me pregunta por eso.

—Yo, no. —Lemont negó con la cabeza—. De hecho, me interesa mucho más esto.

Hurgó en su abrigo y sacó un objeto que colocó sobre la mesa, delante de la criolla. Era un cubo metálico, con unos bordes que medían aproximadamente medio palmo. Tenía la cara superior cubierta por una fina capa de herrumbre. En los lados del cubo había grabadas unas letras griegas; en la parte superior se veía un símbolo estilizado que representaba un ojo.

—¿Qué es esto? —preguntó ella acariciando el objeto con dedos vacilantes—. Es muy antiguo.

—En efecto —corroboró Lemont—. Este cubo ha tenido muchos propietarios y también muchos nombres. Uno de ellos es codicubus.

—Codicubus —repitió ella mientras posaba cuidadosamente la mano sobre él. Un leve temblor pareció recorrerle el cuerpo, algo que Lemont notó con irritación.

—¿De dónde ha sacado usted este objeto? —quiso saber ella.

—Eso a ti no te importa. —Lemont sacudió la cabeza mientras fuera se oía, por enésima vez esa noche, el tañido estremecedor del toque de difuntos—. ¿Piensas revelarme el secreto de este objeto? ¿Sí o no?

—¿Y quién le dice a usted que contiene un secreto?

—No intentes jugar conmigo —le advirtió él—. Puede que esto surta efecto con los orondos propietarios de plantaciones, temerosos de sus vidas penosas, pero no conmigo. ¿Piensas ayudarme o no?

—¿Por qué debería?

—¡Quién sabe! Quizá porque yo te recompensaría muy generosamente.

—Tengo todo cuanto necesito —replicó ella—. Usted no puede darme nada que yo no tenga ya.

—En tal caso, no —contestó él—. Pero si de verdad eres lo que la gente dice, querrás estudiar a fondo este objeto. Este cubo es un auténtico misterio, la puerta a otro mundo.

La criolla levantó la mirada hacia él con sorpresa, y de nuevo él quedó prendado de su belleza. Tenía que estar atento, no podía dejarse cautivar por el atractivo de una mujer cuya sangre era tan impura como el agua salobre del puerto. Con todo, no lograba quitarle la vista de encima, y ella también parecía extrañamente fascinada.

—Usted lo sabe —afirmó ella.

—¿El qué? —preguntó él, incómodo.

—Que no es un objeto normal —repuso ella con cautela—. Es muy antiguo.

—Eso ya lo he dicho yo —replicó él, imperturbable.

—Ha pasado de generación en generación —prosiguió la criolla con su voz áspera—, y no le pertenece a usted.

—¿Qué dices ahora, mujer? —gruñó Lemont.

—Es de alguien que se lo apropió de forma ilícita —insistió la criolla, impávida. Entonces Lemont supo que su elección había sido correcta.

La mujer no podía saber de ningún modo cómo había conseguido el cubo porque no se lo había contado nunca a nadie. Por lo tanto, se dijo, ella tenía el don realmente. La curiosidad de Lemont fue en aumento. Se demostraría si la criolla era mejor que los que habían intentado averiguar el secreto del cubo antes que ella y habían perdido el juicio.

—Más —quiso saber él, impertérrito—. Quiero saber más cosas, ¿me oyes? ¡Quiero saberlo todo!

Ella parecía estar reflexionando. Con los ojos cerrados se concentró otra vez en el cubo y lo tocó, lo cual de nuevo le provocó un temblor, como si en lugar de colocar la mano sobre una pieza fría de metal la hubiera posado sobre un amante ardiente. Unas perlas de sudor le asomaron en la frente, tal era el esfuerzo que le costaba, y el pecho, que le subía y le bajaba a causa de las respiraciones profundas, llamó de nuevo la atención de Lemont. La iluminación era escasa, tan solo el fuego emitía una luz brillante. El silencio en la estancia era muy denso, y solo de vez en cuando un grito espeluznante atravesaba la noche.

De pronto, la criolla empezó a mover los labios. Pronunciaba palabras en silencio; tal vez eran un conjuro, una maldición o incluso una plegaria.

—¿Eso es todo? —preguntó Lemont, decepcionado—. ¿Nada de cartas del tarot? ¿Ni plumas? ¿Ni huesos?

La respuesta que obtuvo fue muy distinta a la que esperaba. De pronto ella abrió los ojos, pero estos ahora carecían de pupilas. Clavó la mirada en Lemont, solo con el blanco de los ojos, y él retrocedió asustado.

—¡Maldita sea! ¿Qué haces? —exclamó. Pero la mujer no reaccionó. Parecía sumida en un trance profundo.

—El cubo —proclamó con voz monótona, casi con una cantinela— no revela su secreto de forma voluntaria. Muchos han muerto protegiéndolo. Los guardianes de un solo ojo.

—¿De un solo ojo? —preguntó Lemont—. ¿Qué tonterías son esas?

—Solo la heredera —prosiguió la vidente— puede conocer el contenido del codicubus.

—¿La heredera? ¿Qué heredera?

—Sobre sus hombros descansa la responsabilidad… Pero está vieja y débil… Renovación… Debe vivir en soledad, oculta a los ojos del mundo, hasta que sea lo bastante fuerte para hacer frente a las sombras… Sombras… Las sombras…

Empezó a levantar la voz. La criolla se removió en su asiento, como agitándose al ritmo de una música que solo ella podía oír.

—Llegan… —prosiguió con un susurro—. Llegan a un lugar remoto… Entre la nieve y el hielo… para averiguar lo que tiene que permanecer oculto…

—¿Quién? —quiso saber Lemont—. ¿De quién hablas, mujer?

—Su jefe es un hombre que busca el saber, aunque él aún no lo sabe… En cambio, tomará el camino de la guerra, muy pronto… Veo sangre, mucha sangre… Un campo de muerte…

—¿Y las sombras? —quiso saber Lemont—. ¿Qué pasa con ellas? ¿Quiénes son esos hombres de un solo ojo de los que has hablado antes? ¿Tiene eso algo que ver con el símbolo del cubo?

—Un legado con milenios de antigüedad… Causará la perdición entre la humanidad. La perdición, ¿entiendes? —Para horror de Lemont la mirada con esos ojos sin pupilas se dirigió directamente a él—. El tesoro y el oro ambicionan, en las lejanas cumbres donde todo empezó. Los servidores, los arimaspos, bajo el signo del Uniojo…

—¿Qué? —Lemont no entendía nada. No era solo que la voz de la mujer cada vez se volvía más monótona, sino que las palabras que decía no parecían salir de ella. ¿Se burlaba de él, o en realidad su espíritu se había abierto a una dimensión vedada para los demás? A Lemont lo asaltó la envidia. Él no era médium, pero en ese momento lo habría dado todo por ver lo que ella veía.

Sin embargo, al instante siguiente la cara de la mujer se transformó. Unas arrugas le surcaron el rostro, envejeciéndola varios años, y el terror de repente le deformó la comisura de los labios.

—¿Qué pasa? —preguntó Lemont—. ¿Qué tienes?

—¡El ojo! —exclamó la criolla—. ¡El Uniojo! ¡Nos observa! El Uniojo…

El cuerpo empezó a temblarle. Era presa del pánico, y no parecía capaz de librarse de aquel torbellino de horror. Lemont sabía lo que significaba aquello: era lo mismo que les había ocurrido a los otros que habían intentado descubrir el secreto del cubo. Al final, habían caído en la locura. Ninguno había llegado tan lejos como la criolla, si bien incluso sus poderes parecían fracasar en ese momento.

La mujer dejó escapar un grito ronco y empezó a sacudir la cabeza, y su cabellera despeinada parecía iluminarle el rostro, como si de una llamarada negra se tratase. Lemont quedó pasmado ante esa visión. Lo que fuera que le ocurría parecía haberla desinhibido y haber desatado por completo su esencia animal. Tenía el cabello erizado y las mangas del vestido le caían dejando a la vista sus hombros. El sudor le bañaba las sienes y tenía la respiración entrecortada, como durante el acto sexual… Lemont también sintió de pronto un calor tórrido.

La criolla respiraba cada vez con más agitación y sus gritos se intensificaban por momentos. Sintió de pronto la urgencia de poseerla por completo. No solo anhelaba su saber, no solo deseaba su don; también ansiaba su cuerpo. Era como si la vida se alzase ante la muerte imperante en las calles, como si todo cuanto Lemont había hecho alguna vez, todos los esfuerzos que había realizado, culminaran en aquel único momento.

—¡Basta! —gritó, tomándola de las manos y librándola del codicubus.

Los gritos de la criolla cesaron y su mirada pareció regresar al presente. Ella lo miró con asombro; en ese momento él advirtió que unas venas rojas le recorrían las órbitas blancas.

¡La fiebre!

Uno de los síntomas de la yellow jack era el llamativo enrojecimiento de las venas de los ojos. ¿Y si la criolla también estaba infectada? ¿Lemont se había metido, sin sospecharlo, en el hogar de la muerte? Aunque así fuera, no le importaba. Sus ansias se habían despertado, y ni su sed de sabiduría, ni los deseos que la criolla habían provocado en él estaban satisfechos.

La joven, cuyo nombre Lemont desconocía, se sentó ante él y lo miró fijamente.

—Nieve y hielo —dijo ella intentando expresar con palabras lo que había visto—. Una amenaza lejana en las cumbres del mundo. —Y repitió—: El Uniojo. Nos sigue. Nos ve.

Lemont se sentía exultante.

Por lo tanto, era cierto.

El secreto que su padre le había confiado en su lecho de muerte parecía existir de verdad. ¡Un misterio cósmico anclado en los secretos del pasado!

La euforia del momento dio alas a sus deseos. El pulso se le aceleró. Tomó a la mujer y se la acercó. Ya de lejos la criolla había ejercido una extraña fascinación en él. Sin embargo, sentirla, palpar sus formas gráciles y sus redondeces femeninas, notar los latidos de su corazón y su cuerpo estremecido, y aspirar su olor a sudor y a magnolia estuvieron a punto de hacerle perder la cabeza.

Aprovechándose de su superioridad física, la arrojó de espaldas sobre la mesa y, antes de que ella pudiera sobreponerse, él ya tenía las manos debajo de los volantes coloridos de su vestido, buscando el objeto de su pasión. La criolla no ofreció resistencia; parecía demasiado impresionada aún por la visión que había tenido. Lemont anhelaba tenerla, poseerla igual que a su cuerpo grácil.

Aquel era su mayor deseo.

Era la meta que perseguía.

Febrilmente.

Ni el color de su piel, ni el temor a contagiarse lograron apartarle la idea de la cabeza. ¿O tal vez era demasiado tarde? ¿Acaso la fiebre que aquejaba a diario a varios cientos de personas lo había poseído también a él? ¿Y si lo que sentía no era cierto y solo era un sueño febril? ¿O tal vez él no estaba allí y se encontraba postrado en su cama, desahuciado por los médicos?

¡No!

Seguía vivo. Pocas veces se había sentido tan superior y poderoso. Incluso la criolla se había dado cuenta, pues no opuso la menor resistencia. Lo dejó hacer en silencio, con la mirada perdida atravesándole los ojos y contemplando un espacio lejano. En el instante en que sus cuerpos fueron uno, convertido en un fanal de vida dentro de la oscuridad de la muerte, ella repitió con su voz áspera estas palabras:

El tesoro y el oro ambicionan,

en las lejanas cumbres

donde todo empezó.

Los servidores, los arimaspos,

bajo el signo del Uniojo.