11
En el instante en que Sarah Kincaid tuvo la sensación de precipitarse en un abismo sin fondo, volvieron a ella también los recuerdos que le habían sido transferidos mucho tiempo atrás durante el ritual interrumpido del pho-wa, las experiencias de cientos de vida.
El primer nombre que le vino a la cabeza fue Inanna.
Polifemo la llamaba así, y ella siempre había hecho conjeturas sobre qué podía significar. Por fin entendía la relación, y se vio a sí misma en épocas remotas, olvidadas mucho tiempo atrás, que volvían a adquirir vida en su memoria. Contempló las maravillas del Mundo Antiguo, desde las pirámides de Guiza, hasta los Jardines Colgantes de Babilonia pasando también por el Faro de Alejandría; sintió el aliento de la historia y el poder de los mitos mientras acudían a su mente cada vez más nombres, en una corriente que no parecía tener fin.
Roxane.
Arsínoe.
Meheret.
Había habitado muchos cuerpos y había estado en distintos momentos de la historia; había experimentado la alegría y el dolor, y había recorrido el círculo del devenir y la muerte en innumerables ocasiones. Sin embargo, siempre había buscado el Primero que le había sido arrebatado de su lado y con el que su alma estaría completa.
De vez en cuando ambos se habían encontrado sin reconocerse, orbitando entre ellos como cuerpos celestes separados por fuerzas cósmicas, como el sol y la luna. En ocasiones, la historia los había convertido en adversarios, pero ni siquiera entonces habían abandonado la esperanza de volver a encontrarse, dos almas perdidas en el espacio y el tiempo.
Tammuz e Inanna.
Tezud y Meheret.
Kamal y Sarah…
Por fin ella comprendía lo que nunca había entendido. Recordaba todas las vidas que había vivido desde que sus compañeros y ella habían llegado a la tierra muchísimo tiempo atrás. Con anterioridad ella solo había conocido la oscuridad infinita del cosmos, frente a la cual una única vida humana era tanto como un grano de arena en el fondo del océano. Diminuta. Efímera. Insignificante.
Su presencia en el planeta dio sentido y rumbo a su existencia hasta que fue traicionada y engañada por sus semejantes, arrojada fuera del paraíso que ellos mismos habían creado. Eso y más cosas contenían los recuerdos que Mahasiddha había transferido a Sarah. Como en su momento el ritual de la transferencia no pudo ser completado, ella no había podido recordar eso; sin embargo, ahora el contacto con aquel lugar en el que todo había empezado rompía también aquel hechizo.
¡Shambala!
Sarah volvió en sí.
Aturdida, se encontró tumbada en el suelo, agotada tanto física como mentalmente por las fuerzas a las que se había expuesto.
¿Cuánto tiempo había transcurrido?
Seguramente apenas unos instantes.
Alzó la vista y vio extendido sobre ella un mar de estrellas centelleantes. Se acordó de que el abad Ston-Pa le había dicho que Shambala existía fuera de los límites del espacio y el tiempo. Al poco se dio cuenta de que aquellas estrellas eran una ilusión óptica. En realidad, aquello era una miríada de diminutos cristales luminiscentes dispuestos en el techo elevado de una cúpula que emitían una luz irreal. Con todo, lo más inverosímil era el dispositivo que se alzaba frente a Sarah y que ocupaba el centro de la bóveda.
El punto central estaba ocupado por una bola metálica de algo más de dos metros y medio de diámetro en cuya superficie destacaban en relieve islas y continentes. También se indicaban allí los grados de longitud y de latitud, por lo que resultaba muy sencillo ver en ella una reproducción del planeta Tierra. A pesar de la fuerza de la gravedad, esa figura enorme permanecía suspendida a casi un metro y medio por encima del suelo y giraba en torno a su eje, mientras a su alrededor orbitaba un número ingente de bolas de menor tamaño.
Era imposible saber cuántas había. Lo llamativo era que todas se desplazaban en la misma dirección y que su rotación se producía por los polos; sin embargo, sus órbitas estaban dispuestas de tal modo que no se tocaban. Aquellos objetos, del tamaño de un puño, parecían tener que colisionar de un momento a otro, pero no lo hacían. Aquella reproducción de la Tierra, sostenida en el aire por la fuerza magnética, era un ejemplo de equilibro perfecto y de armonía matemáticamente exacta. En ese momento Sarah descubrió que contenía la solución del enigma.
¡El magnetismo terrestre!
¡Las fuerzas tensionales entre los polos!
Esas eran el tercer misterio.
Willian Gilbert, un compatriota de Sarah, había descubierto hacía ya trescientos años la existencia de ese campo de fuerzas que surgía del propio planeta y que era el responsable de que las agujas de las brújulas señalaran siempre hacia el norte. Y otro británico, de nombre Henry Gellibrand, había descubierto que el campo magnético variaba tanto en su intensidad como en su orientación. Desde entonces en todo el mundo se habían formado grupos científicos cuyos miembros se dedicaban al estudio del magnetismo terrestre. Los Primeros, sin embargo, habían logrado miles de años atrás lo que esos científicos solo podían soñar: ¡desentrañar la fuerza del magnetismo y dominarla!
Desde aquel lugar, que los mitos de la Antigüedad habían llamado, no sin razón, axis mundi, y por medio de aquel globo, cuyos satélites describían las líneas de campo magnético, era posible intervenir en las fuerzas magnéticas del planeta, algo que, como Sarah sabía a causa de los conocimientos adquiridos, tenía consecuencias de gran alcance. Si el campo de fuerza se reducía, la superficie terrestre quedaría expuesta a la radiación cósmica y los vientos solares desatarían tormentas que provocarían cambios en las personas y en los animales, de lo cual el ojo único de los arimaspos solo era un primer ejemplo relativamente leve. Temporales, catástrofes naturales, calamidades y plagas se cernirían sobre la humanidad. Las sombrías profecías de Al-Hakim no eran, en absoluto, exageradas.
Aquello era, en efecto, la caja de Pandora.
¡Y alguien la había abierto!
Con todo, en lugar de sentirse consternada, Sarah estaba fascinada por el inmenso poder que de pronto tenía al alcance. La persona capaz de controlar el campo magnético de la Tierra dominaría también los planetas. Ninguna nación, ya fuera el Imperio del zar o el Imperio británico, era lo bastante poderosa para resistirse a esas fuerzas. Du Gard tenía razón. Si el planeta, si la vida, se volvía en contra de la humanidad, incluso los más poderosos del mundo tendrían que rendirse…
¿Era ese su destino?
¿Era esa la tarea para la que Sarah había sido elegida? ¿Para dirigir la suerte del mundo desde aquella sala abovedada? ¿Para, en caso de ser necesario, obligar a la fuerza a los gobiernos a poner fin a todas las guerras y a todas las injusticias?
No hacía falta ser adivino para saber que los pronósticos de Du Gard se confirmarían más pronto o más tarde, más cuando la humanidad se encontraba en aquel momento a las puertas de una nueva era más mecanizada y tecnificada. ¿Podría Sarah impedir ese desarrollo inquietante? ¿Debía ella asumir el legado de los Primeros y, como ellos, velar por la humanidad? ¿O tal vez, al hacerlo, provocaría la catástrofe?
El pasado había demostrado que los Primeros no estaban libres de errores, que entre ellos había habido envidias y rencillas. ¿Era conveniente depositar tanto poder en manos de una sola persona? ¿No era mejor ceder a la humanidad la decisión sobre su futuro con la libertad que su creador le había dado?
De pronto, Sarah oyó unos pasos a sus espaldas.
Se dio la vuelta y vio una apertura que se había formado en la pared de la bóveda. Estaba segura de que antes no estaba. Sin duda se había creado en cuanto se había abierto la puerta.
Sarah recibió visitas: Du Gard, Abramovich y la condesa de Czerny entraron en la bóveda acompañados de algunos cíclopes. Cuando vieron el globo, los ojos les centellearon.
—¡Por fin! —exclamó Du Gard como un loco con voz agitada—. ¡Lo sabía! ¡El tercer secreto!
Sarah no suponía que él hubiera descifrado ya el significado de aquel dispositivo formidable, aunque su mera existencia parecía confirmar sus teorías. Du Gard se acercó con las manos extendidas, ávido, como si él fuera quien había abierto la puerta.
—¡El poder infinito! ¡Por fin es mío!
—¡Alto! —exclamó Sarah interponiéndose.
—¿Qué pretende usted? —Du Gard la miró como si Sarah fuera tan pequeña e insignificante que él ni siquiera pudiera acordarse de ella.
—Esto —dijo Sarah señalando el globo rodante— es una fuente de poder de un alcance inimaginable. No puede caer en posesión de un único poder, ni de una única persona.
—¡Menuda tontería! ¿Y por qué?
—Porque nadie, por muy buenas que sean sus intenciones, puede tener tanto poder sin corromperse —afirmó Sarah con convencimiento—. Las consecuencias serían fatales.
—¡Disparates! —repuso Du Gard—. Lo fatal sería no aprovechar este poder. Después de todo cuanto usted ha hecho para llegar aquí, después de todos los padecimientos que ha sufrido, usted debería tenerlo claro. ¡Este artefacto es la respuesta a todas las preguntas, a todos los problemas de la humanidad!
Sarah vaciló. Las palabras de Du Gard revelaban un convencimiento profundo. ¿Y si estaba en lo cierto? ¿Acaso ahora, cuando la lucha llegaba a su fin, ella tenía que reconocer que se había equivocado al oponerse a los planes de la hermandad?
De nuevo volvió la vista al artefacto. Aquel artilugio era la base de todo lo que constituía la arqueología. Había llevado miles de años descubrirlo. ¿Acaso Sarah tenía derecho a oponerse al curso de los acontecimientos?
—Vamos —le dijo Du Gard, que pareció percibir su vacilación—, apártese. En el fondo usted sabe que tengo razón. Esto puede salvar a la humanidad. Con esto podemos obligar a los poderosos del mundo a reconocer nuestra superioridad.
—¿Y convertirse así en un tirano absoluto? —preguntó Sarah—. ¿Y quién le dice que usted no será peor que cualquier déspota de la historia de la humanidad?
—Lo sé —afirmó el gran maestre con el énfasis que le daba el convencimiento.
—¿Cómo?
—¡Porque por mis venas corre la sangre de los Primeros!
—¿Cómo? —Sarah no daba crédito a lo que acababa de oír.
—Puede que solo usted tenga la capacidad para abrir las puertas, pero este artefacto me pertenece a mí tanto como a usted. Desciendo de aquel Primero que usted embaucó de forma capciosa y, por lo tanto, soy un descendiente de esa raza superior que dominará este mundo.
—¿Y cómo lo sabe?
—Lo supuse desde el momento en que mi padre me entregó el codicubus —explicó Du Gard con los ojos brillantes de codicia—. Pero la certeza la tuve después de sobrevivir en Nueva Orleans. ¿Cree usted que me habría librado de la yellow jack si por las venas me corriera sangre de mortal normal?
—Es evidente que usted ha perdido el juicio —replicó Sarah. No lo dijo como una recriminación, sino como una constatación.
Du Gard insistió.
—Usted tiene los recuerdos, yo la sangre —aseveró—, por eso mi pretensión no es menos legítima que la suya. Así que, ¡apártese!
—¡No! —se negó ella. A falta de un arma, cerró los puños, dispuesta a defenderse por todos los medios.
—Ya lo ve usted —exclamó Ludmilla von Czerny con amarga satisfacción—. Ya le dije que nunca dejaría de oponerse.
—Es evidente. —El jefe de la hermandad hizo una mueca de desprecio—. Por lo tanto, condesa, haga lo que ha querido hacer todo el tiempo: mátela.
—Lo haré encantada, gran maestre —afirmó Czerny sacando un revólver de cañón largo de debajo de su abrigo. Era el Colt Frontier de Sarah—. En cuanto haya acabado con usted.
—¿Qué?
—¿De verdad me cree tan estúpida? —le espetó la condesa con tono airado—. ¿Pensaba que yo le seguiría después de engañarme a propósito?
—¡Czerny! —la increpó Du Gard poniendo toda su autoridad en la voz—. ¿Ha perdido usted el juicio?
—Al contrario —repuso ella—. ¡Ahora veo las cosas más claras que nunca! ¡Siempre me han engañado! Primero fue mi marido, que me tenía como si yo no fuera más que un adorno en su vida. Luego Sarah Kincaid, que se arrogó unos privilegios que me correspondían a mí, por origen y por nivel de conocimientos. Y luego usted, gran maestre, que nunca tuvo la intención de cumplir su palabra.
—¡No es así! —reiteró Du Gard a la vista del cañón del revólver que lo amenazaba—. Eso no es cierto.
—Mientras le fui útil para sus objetivos, hizo usted todo lo posible para asegurarse mi lealtad. Sin embargo, en cuanto apareció esta… —La bola del arma se dirigió hacia Sarah, y añadió—: Nuestros acuerdos fueron papel mojado. Ha llegado a ofrecerle a ella mi cargo.
—En un mundo que se organizará con arreglo a nuestras ideas, hay muchos cargos de poder.
—Es posible —admitió la condesa—; sin embargo, usted no ocupará ninguno. Yo me encargaré de ello.
—¡No sea ridícula! Solo lady Kincaid y yo podemos controlar el artefacto —exclamó Du Gard, que parecía realmente convencido de ser descendiente carnal de un ser extraterrestre y, por lo tanto, creía estar dotado de capacidades especiales.
—En absoluto —objetó la condesa de Czerny—. Olvida usted que yo llevo a la heredera en mi seno, y que su sangre también es mía. Por consiguiente, mi pretensión no es menor que la suya y yo…
Se interrumpió en medio de la frase y clavó su mirada en el vacío. Abrió la boca para proferir un grito mudo, mientras contemplaba a Du Gard con asombro. De pronto, el Colt pareció pesarle en las manos, porque bajó el brazo y dejó caer el arma al suelo. Simultáneamente, un fino hilo de sangre le brotó de la comisura de los labios y se abrió camino por su pequeña barbilla.
La condesa permaneció todavía un instante de pie e inmóvil, y luego se desplomó al suelo. Fue entonces cuando Sarah vio la flecha que le sobresalía por la espalda y que le había lanzado uno de los cíclopes. Du Gard había hecho una señal casi imperceptible, y el cíclope había obedecido sin titubear.
Sarah apenas había podido recuperarse aquella impresión cuando Du Gard se abalanzó sobre ella, encorvado y mostrando los dientes como un depredador. La atacó decidido a eliminar también el último obstáculo en su camino hacia el dominio del mundo. Sarah levantó los puños, pero el ataque fue tan violento que perdió el equilibrio. Con un grito, cayó de espaldas al suelo y se dio un golpe fuerte en la nuca, mientras Du Gard se dirigía sin más hacia el artefacto. Sarah sintió un gran mareo y un dolor intenso y, por unos segundos, su conciencia flaqueó como una llama expuesta al viento.
Cuando recuperó la conciencia, vio una segunda figura que se lanzaba en persecución de Du Gard: ¡Abramovich!
Seguramente el ruso había aprovechado el revuelo para librarse de los esbirros. Mientras corría se quitó de la caña de la bota un objeto que brilló con la luz de los cristales: una daga que había conseguido ocultar a sus guardianes.
El arma medía apenas unos centímetros y estaba diseñada para llevarla oculta en el cuerpo. Abramovich, que estaba más en forma, alcanzó a Du Gard a pocos metros, lo asió por el hombro y lo tiró hacia atrás, mientras con la mano derecha arremetía contra él y le clavaba el puñal en la espalda.
Du Gard emitió un grito y cayó de rodillas, a pocos pasos de su objetivo. Abramovich lo agarró, se dio la vuelta y lo levantó rápidamente para utilizarlo como escudo humano contra las flechas y las balas de los guardianes.
—¡No disparéis! —gritó Du Gard al instante—. ¡No disparéis!
—Así me gusta —masculló Abramovich entre dientes—. Y ahora usted ordenará a sus hombres…
No llegó a terminar la frase ya que, a pesar de la herida de la espalda y el dolor que sin duda sentía, Du Gard echó los brazos hacia atrás, cogió al ruso por la nuca y se libró de él con un golpe de hombro y arrojándolo de cabeza hacia el suelo, tal como había aprendido en las escuelas de lucha orientales.
Abramovich dejó oír un ruido sordo al caer. Los huesos le crujieron, el cuchillo se le escapó de las manos y se deslizó por el suelo. Antes de que pudiera ponerse de pie otra vez, Du Gard ya estaba sobre él. Las manos del sectario, como serpientes ponzoñosas, se arrojaron al cuello de Abramovich y empezó una lucha tan salvaje como desesperada. Du Gard apretaba con todas sus fuerzas, con los ojos inyectados de sangre y muy abiertos y el rostro contrito de dolor y de rabia, mientras Abramovich se defendía con los puños. Golpeaba con fuerza y provocó a Du Gard una herida sangrante en la sien, pero luego las fuerzas lo abandonaron y sus golpes se debilitaron y se volvieron imprecisos. Sacudía las piernas y boqueaba desesperado, como un pez fuera del agua.
Sarah consideró la posibilidad de acudir en su ayuda, pero no habría podido dar dos pasos sin ser alcanzada por las flechas de los cíclopes.
—¡Deténganse! —gritó horrorizada, pero o Du Gard estaba sumido en el fragor de la lucha y no la oía o simplemente no quería hacerlo. Así, ella no pudo más que presenciar de brazos cruzados cómo el jefe de la hermandad acababa con la vida de su oponente.
Abramovich sucumbió a los espasmos de la muerte. Consiguió incorporarse una vez más y se defendió con todas sus fuerzas, pero Du Gard no le dio opción y siguió apretando de forma inflexible la garganta del ruso. Al cabo de unos instantes, todo había terminado.
De nuevo alguien había perdido la vida, y eso apenas unos segundos después de haber descubierto el secreto. ¿Cuántos muertos más —se preguntó Sarah— habría? Posiblemente muchos más que de dejar que la historia siguiera su curso natural.
La muerte de Abramovich le había arrebatado además a Sarah la última esperanza de que la máquina del mundo fuera empleada para el bien de la humanidad. Ocurriría lo contrario. El tercer secreto despertaba envidia y codicia y sembraba odio y discordia. Los hombres tendrían otro motivo para luchar y matarse entre ellos, con medios cada vez más atroces.
Solo había un modo de evitarlo: era preciso destruir el artefacto. Sarah estaba decidida a ello, aunque le costase la vida. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo destrozar una máquina tan perfecta?
Apenas había tomado esa decisión cuando se produjo un cambio. Súbitamente los satélites que daban vueltas en torno a la bola del mundo empezaron a hacerlo con mucha rapidez, y también la rotación del globo parecía aumentar de velocidad.
Sarah notó por instinto que aquel impulso había partido de ella, y se dio cuenta de que estaba vinculada mentalmente al control del mecanismo. Así pues, ¡eso era lo que había sentido al posar la mano en el cono! La fuerza magnética se controlaba de forma telepática, y solo era capaz de hacerlo aquella a quien los Primeros habían autorizado mucho tiempo atrás… y, por consiguiente, aquella a quien ella hubiera transmitido su sabiduría en el curso de los milenios. ¡Eso era lo que significaba ser la heredera!
Gracias a esos recuerdos tan antiguos, Sarah supo entonces también para qué había servido esa bóveda en un pasado remoto: había sido la sala de máquinas de la nave con la que los Primeros habían surcado los abismos del espacio y el tiempo. Y su antepasada de espíritu había sido ni más ni menos que el comandante…
Era evidente que el pensamiento de Sarah, hecho con total convencimiento, había sido suficiente para ordenar la autodestrucción de la máquina. Seguramente todavía había tiempo de anular la orden, pero Sarah no lo hizo; bien al contrario, insistió: «¡Destrúyete! ¡Acaba contigo!». Inmediatamente la velocidad de rotación se aceleró.
Todo aquello había ocurrido con tanta rapidez que Du Gard no había reparado aún en ello. Con la respiración dificultosa, la cara y las manos manchadas de sangre, seguía en cuclillas junto al cadáver de su adversario y disfrutaba por completo de su triunfo. Luego se levantó trabajosamente, arrojó los puños apretados en alto y profirió un grito de júbilo.
—¡Adoradme! —gritó a sus soldados—. ¡Adorad al futuro señor del mundo!
Los cíclopes, en cambio, se limitaron a mirar hacia delante boquiabiertos, y Du Gard necesitó un instante para percatarse de que esa admiración no iba dirigida a él sino al artefacto gigantesco que tenía detrás.
Se volvió y vio que la máquina del mundo giraba a una velocidad sin igual. Daba casi la impresión de que el globo intentaba compensar la elevada fuerza centrífuga de sus satélites ejerciendo mayor atracción sobre ellos, aunque era evidente que no lo lograría. De nuevo se oyó un zumbido y se produjeron destellos entre la bola del mundo y sus satélites.
—¡No! —gritó Du Gard, desesperado.
Extendió los brazos como si quisiera detener un carruaje en medio de la calle. La diferencia era que la máquina del mundo, una vez en movimiento, no podía pararse.
—¡Te exijo que te detengas! —bramó por encima de los zumbidos y los crujidos con los que los cuerpos volantes rasgaban el aire mientras sus radios iban ampliándose sin cesar. Aún no se habían producido colisiones, pero solo era cuestión de tiempo.
—¿No me oyes? Yo, Lemont Maurice du Gard, descendiente de los Primeros, te ordeno que te detengas. ¡Soy el gran maestre de la Hermandad del Uniojo y tu amo y señor!
En aquel momento se desequilibró también lo que quedaba de orden matemático. Las órbitas de varias bolas se ampliaron de golpe y, antes de que Du Gard pudiera esquivarlas o reaccionar de algún modo, una de esas formas metálicas lo golpeó en la cabeza y se la destrozó.
Se quedó de pie todavía una fracción de segundo, pero luego otra bola salió despedida y le desgarró el pecho con la fuerza de un proyectil de artillería.
Ese fue el final: no solo el de Lemont du Gard sino también el de la hermandad. Al quedarse sin su cabecilla, los cíclopes huyeron al instante. Solo el terror que sentían por él los había mantenido allí. Entretanto, el globo giraba cada vez más rápido, y no era posible impedir la destrucción de todo aquello. Uno tras otro, los satélites fueron librándose de la fuerza de atracción y salieron despedidos de forma transversal por la bóveda. Al dar contra la cúpula provocaron la rotura de los cristales, haciendo caer al suelo trozos y esquirlas afilados como cuchillos.
Sarah también tenía que huir si quería mantenerse con vida. Se levantó tambaleante y se apresuró hacia la salida, pero entonces su mirada se posó en Czerny.
¡La condesa se movía!
A pesar de la flecha que la había alcanzado, la enemiga de Sarah seguía viva aún, aunque su rostro, ya muy pálido, parecía el de un muerto. Tenía la mirada vacía, y la sangre se le escapaba por la boca en hilillos finos, pero no parecía dispuesta a morir todavía.
El primer impulso de Sarah fue abandonar a su destino a esa mujer que tantas atrocidades había cometido. Pero no se sintió capaz de hacer algo así. Aturdida como estaba, corrió hacia ella mientras a su alrededor las bolas salían despedidas y la superficie del globo empezaba a resplandecer de forma intermitente a causa de las descargas de energía. Más pronto o más tarde estallaría…
—Venga —exclamó Sarah tendiéndole la mano a su enemiga.
—¿Ahora pretendes salvarme? —vociferó la condesa con sorna. La flecha, que se había quitado con su propia mano, yacía junto a ella en el suelo, y la sangre le brotaba a borbotones por la herida abierta.
No muy lejos de ellas, impactó un proyectil. Las esquirlas cayeron y causaron cortes a Sarah en las manos.
—Apresúrese antes de que me arrepienta —insistió.
—¡Qué estúpida y arrogante llegas a ser! —se mofó Czerny y se echó a reír. Aquella fue una visión grotesca pues la sangre de color rojo intenso le goteó por la boca—. ¿Acaso no te das cuenta de que al final yo triunfaré? ¡Mira!
Entonces Sarah vio que ella llevaba algo en la mano: una pequeña redoma de cristal con un líquido transparente.
¡Agua de la vida!
—Inmortal —gritó la condesa—. ¡Voy a ser inmortal! —Quitó al frasquito el tapón de corcho con los dientes y se acercó este a los labios ensangrentados.
—¡No! —gritó Sarah. Pero era demasiado tarde. La condesa de Czerny ya se había bebido el contenido.
El efecto no se hizo esperar.
Unos espasmos sacudieron el cuerpo de la condesa, y al instante su cara se vio extenuada y envejecida. La desesperación se reflejó en sus ojos verdes, y su mirada de repente se quebró.
—¡Dios mío! —exclamó Sarah—. ¿Qué ha hecho?
—¿Qué… qué me ocurre?
—Lo que a todas las personas que quieren ser Dios —repuso Sarah con voz apagada.
Su rival la miró sin comprender. Cuando sintió de nuevo la acometida del dolor en su cuerpo la condesa pareció entenderlo.
Ludmilla von Czerny gritó de forma espeluznante cuando el agua de la vida consumió sus entrañas y se dio cuenta de que su existencia en la tierra tocaba a su fin. Sarah contempló por un instante a la que había sido su adversaria; no sintió por ella más que compasión. No podía hacer nada más por ella: la condesa había elegido su propio camino.
Sarah se dio la vuelta y huyó hacia la salida, que estaba a punto de cerrarse.
La puerta que había en la pared metálica y que, por su forma, hacía pensar en un gran mamparo, estaba bajando.
Sarah corrió para salvar la vida.
Mientras, el globo giraba a tal velocidad que los continentes ya no se distinguían, y sus satélites se habían desdibujado convertidos en líneas pasajeras que destacaban en la superficie iluminada. Era cuestión de segundos que el sistema se colapsara. ¡Por eso se estaba cerrando el mamparo!
Sarah corrió tan rápido como le era posible. No veía nada a su alrededor, tan solo esa apertura que se cerraba rápidamente. Tuvo que pagar un precio muy alto por eso.
Justo encima de ella, un satélite impactó contra el techo y las esquirlas se precipitaron al suelo. En el último instante Sarah las esquivó, pero entonces resbaló y se cayó, lastimándose las rodillas. Quiso levantarse y seguir corriendo, pero no lo consiguió de inmediato. El mamparo entretanto iba cerrándose. Ahora estaba ya solo a la mitad, y a ella aún le quedaban unos trece metros para alcanzarlo.
La desesperación hizo mella en Sarah.
Intentó levantarse de nuevo; esa vez lo logró y siguió avanzando tambaleándose en un mar de esquirlas de cristal. Sin duda alguno de los proyectiles que salían despedidos de forma aleatoria le habría dado de no ser porque en ese momento apareció a su lado una figura que la cubrió con su capa para protegerla, la abrazó y la arrastró hacia la salida.
Era Kamal.
—¿Qué…?
Sarah no salía de su asombro.
¿Sufría acaso una alucinación? ¿Sus sentidos la estaban engañando? ¿Era aquello una visión debida a la proximidad de la muerte?
¡No!
¡Kamal era real! Su abrazo le dio seguridad, su sonrisa la dotó de una valentía renovada, y una sola mirada de sus ojos oscuros le bastó para darse cuenta de que él se acordaba de todo. Sabía quién era ella y lo que habían vivido juntos. Había ido para estar a su lado en su última batalla…
Sarah se apresuró hacia la salida con su amado. El mamparo se habría cerrado ya de no ser porque había alguien que lo sostenía. Jerónimo permanecía como una roca debajo de la puerta y oponía resistencia contra la enorme fuerza que presionaba hacia abajo. La cara del cíclope estaba desfigurada por el esfuerzo, las venas de las sienes se le marcaban como gruesas cuerdas. Con todo, a pesar de que el cíclope empleaba toda su energía, el mamparo descendía centímetro a centímetro, imparable.
—¡Más rápido, Sarah! —gritó Kamal.
Recorrieron los últimos metros a toda velocidad, rebasaron la puerta y entraron en el pasillo que se abría al frente. Dejaron atrás la cámara de Shambala y, el globo incandescente y con ello también, el peligro mortal inminente.
—¡Ahora tú! —ordenó Sarah a Jerónimo.
—¡No, señora! —logró decir el cíclope entre dientes, con las mandíbulas tensas mientras a duras penas soportaba el peso del mamparo—. ¡Es demasiado tarde…!
—¡No! —Sarah sacudió la cabeza y agarró al cíclope por el brazo como si de ese modo pudiera librarlo de un final tan atroz—. ¡No pienso permitirlo!
—¡Márchese! ¡Márchese! —oyó decir a Jerónimo por encima del ruido de la máquina del mundo—. ¡Siga su destino!… Yo sigo el mío… ¡Misión cumplida!
Lo último que Sarah vio de su fiel protector fue su ojo dirigiéndole una mirada decidida. Luego las fuerzas lo abandonaron y el mamparo bajó.
—Jerónimo —musitó Sarah, horrorizada.
Kamal la tomó de la mano y la sacó de allí, de regreso al camino que el cíclope y él habían tomado. Una escalera empinada que se elevaba en forma de caracol los condujo de nuevo a la sala de la cúpula. Entonces Sarah se dio cuenta de que el acceso a la escalera había permanecido oculto detrás de la pared y había quedado al descubierto en cuanto ella abrió la puerta de la sabiduría. Sarah era incapaz de saber si verdaderamente el torbellino misterioso la había arrastrado consigo o si solo se había tratado de una ilusión óptica y, en realidad, ella había utilizado la escalera.
El artefacto en sí ya no existía.
El cono había caído, la torre y las bolas estaban en el suelo. ¿Era eso una consecuencia de la destrucción de la máquina del mundo o era la prueba de que ya había cumplido con su función? Sarah tampoco lo sabía. De todos modos, el temblor que sacudió en ese instante la bóveda era claramente una consecuencia de la destrucción que se había puesto en marcha. Sarah se tambaleó, y habría caído de no ser porque Kamal la sostuvo. Juntos corrieron hacia la salida, pasando por encima de los cuerpos sin vida que cubrían el suelo, testigos de la lucha enconada que Kamal y, sobre todo, Jerónimo habían mantenido contra los esbirros de la Hermandad del Uniojo. El resto de los sectarios, al parecer, había optado por huir. Sarah pensó con amargura que tal vez solo habían esperado que se diera una oportunidad. De pronto, entre los enemigos caídos vislumbró una figura conocida que se movía entre gemidos.
—¡Friedrich!
Sarah se soltó de Kamal con un grito de alegría y se apresuró hacia Hingis, que estaba tumbado intentando levantarse en vano. Tenía una mancha oscura en la manga izquierda de su chaqueta a causa del disparo que había recibido. Pero ¡estaba vivo!
—¡Friedrich! ¡Gracias a Dios!
—¡Sarah! ¿Has…?
—Tranquilo… —lo calmó ella mientras lo ayudaba a levantarse—. ¡Ya no hay peligro!
Kamal se acercó también, se pasó el brazo ileso del sabio por los hombros y lo sostuvo.
—Mister Ben Nara, supongo —dijo Hingis, esforzándose por mantener la compostura a pesar de su deplorable aspecto.
—En efecto.
El suizo sonrió débilmente.
—Me complace mucho conocerle por fin.
—El gusto es mío. —Kamal devolvió la sonrisa rápidamente ya que otro temblor sacudió la bóveda.
¡El tiempo apremiaba!
Sarah, que conocía el camino a partir de allí, se puso al frente y Kamal se encargó de llevar a Hingis. Avanzaron a toda prisa por escaleras y galerías, de cuyos techos se desprendían fragmentos cada vez mayores de piedra a causa de las grandes sacudidas que sufrían, atravesaron la galería de columnas donde habían caído en la trampa de la condesa Czerny y sus esbirros. Alrededor, en las rocas, oyeron un crujido y una explosión, como si la montaña fuera a quebrarse, hasta que finalmente se abrieron grietas en el techo y en las paredes. No faltaba mucho para que todo aquello se destruyera.
Sarah y sus amigos no miraron atrás.
Llegaron casi sin resuello al laberinto, el cual ya no se movía; en vez de ello se había formado un estrecho pasillo de salida a través del cual era posible alcanzar sin problemas la galería secreta. La energía magnética se había retirado y se había dirigido al núcleo de la instalación en la que había dado vueltas la máquina del mundo. Entonces, a juzgar por el estruendo que retumbó por la montaña, se produjo un final dramático.
La sacudida que provocó el estallido se percibió incluso en la roca maciza. Sarah y sus compañeros corrieron tanto como les fue posible por la galería secreta, mientras detrás de ellos un estruendo y una explosión anunciaron que la montaña del mundo iba a enterrar su secreto para siempre. Las grietas se desplegaron por el suelo, multiplicándose en forma de telaraña y alcanzando a los fugitivos. Estos, desesperados, forzaron al máximo sus cuerpos cansados y dolidos hasta que oyeron, por fin, el ruido de la cascada.
Continuaron corriendo.
De vuelta al presente.
De vuelta a la luz.