10

MONTE KAILASH, CATACUMBAS, MAÑANA DEL 23 DE JUNIO DE 1885

El despertar fue espantoso.

Sarah volvió en sí tumbada en un suelo de piedra desnudo y frío. La cabeza le retumbaba, las extremidades le dolían y sentía en la garganta el sabor desagradable de la sangre coagulada. Se dio la vuelta entre gemidos y se encontró con la expresión preocupada de dos hombres que estaban de cuclillas junto a ella.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Friedrich Hingis santiguándose.

Incluso en el rostro barbudo de Víctor Abramovich se adivinó cierto alivio.

Sarah se palpó la nuca dolorida y se notó la sangre reseca en el pelo. Recordaba cuanto había ocurrido, pero sobre todo tenía grabada en la memoria la expresión maliciosa de Ludmilla von Czerny, su mayor enemiga, que había logrado la victoria definitiva sobre ella.

—¿Dónde está? —se limitó a preguntar Sarah.

—¿Quién? ¿Czerny?

Sarah asintió, un gesto que le dolió bastante.

—No lo sé. —Hingis negó con la cabeza—. Llevamos varias horas sin verla.

—¿Tanto tiempo hace que estamos aquí?

Sarah miró a su alrededor. Estaban en una sala baja abovedada de piedra, que en su momento posiblemente había sido un almacén de víveres. La puerta era de metal herrumbroso y tenía una pequeña apertura con rejas por la que se colaba la luz débil de una antorcha.

Hingis asintió.

—Fuera tiene que ser ya de día.

Sarah se incorporó pesadamente y se masajeó el puente de la nariz con el pulgar y el índice, intentando no hacer caso al intenso dolor que sentía en las sienes. Ya no llevaba las manos atadas. Al menos era algo.

—Por si se le ocurre huir —gruñó Abramovich, malhumorado—, olvídelo. La puerta está cerrada con doble candado, y fuera está repleto de guardias.

—No pienso en huir, capitán —afirmó Sarah—. Mis planes apuntan en otra dirección totalmente distinta.

—¿Todavía hay un plan? —El ruso hizo un gesto de asombro—. Eso me tranquiliza mucho. Yo, iluso de mí, pensé que usted había perdido por completo el control sobre esta empresa.

—Se lo ruego —le recriminó Hingis—. Su sarcasmo no nos llevará muy lejos. Por otra parte, usted vino voluntariamente, señor. Nadie le obligó a ello.

El agente de la Ojrana no podía refutar eso. Se mordió los labios con una rabia muda.

—Por lo menos —comentó Hingis con precaución volviéndose hacia Sarah— ahora ya sabemos por qué el Uniojo hace tiempo que no nos sigue.

—Así es —ella asintió con la mirada perdida en la semioscuridad—. Han encontrado un modo de llegar al secreto sin mí.

—Sarah, lo lamento muchísimo.

—No pasa nada.

—Sé cuánto debes de sufrir y te aseguro que…

—Disculpa, amigo mío —lo interrumpió ella mirándolo fijamente—, pero no creo que seas capaz de entenderlo.

—Tal vez no —admitió él—, pero sí sé lo que significa una pérdida. Y, a fin de cuentas, todavía tenemos una misión que cumplir.

—La mataré, Friedrich —afirmó Sarah en voz baja.

—¿Qué?

—Ludmilla von Czerny me lo ha arrebatado todo y encima se ha reído de mí en mi cara. Morirá por ello. Esa es mi misión.

—Pero Sarah. Esto… ¡No puedes decir algo así!

—¿Por qué no?

—Porque tú eres la única capaz de detener a ese loco. Si desperdicias tu vida en una venganza inútil, toda esperanza estará perdida.

—¿Quién dice eso?

—Jerónimo lo diría si estuviera aquí. Y Al-Hakim…

—¿Y tú, Friedrich? ¿Qué dices? —Ella lo miró inquisitivamente.

—Bueno, yo…

—Gracias —gruñó Sarah al ver que el suizo vacilaba—. ¿Y usted, Abramovich? ¿Cree usted también que toda la esperanza reposa en mí? ¿Qué tengo el destino del mundo en mis manos?

El sarcasmo de ella era tan incisivo que casi hacía sombra al del ruso. Pero Abramovich no se rio. Ni siquiera sonrió, sino que adoptó una expresión tan grave como pensativa.

—En mi oficio —repuso en tono quedo— los ideales no tienen cabida. Uno sabe de qué lado está y se presta a él sin condiciones. Una de las cosas que se aprende es que donde reina la luz reina también la oscuridad. El mundo se divide en enemigos y en aliados, ni más, ni menos. Desde nuestro primer encuentro he intentado clasificarla a usted según este sistema, lady Kincaid, pero no lo he conseguido. Tan pronto estaba seguro de que usted era una enemiga, como la veía casi como una aliada. Por ejemplo, ¿por qué estoy aquí? No había ninguna necesidad de llevarme con usted en esta expedición. Habría podido dejarme en Tirthapuri, agriándome.

El ruso frunció los labios, que tenía cortados por el frío. Daba la impresión de que le costaba expresar sus sentimientos.

—Hubo un momento —prosiguió a continuación— en que creí haber encontrado la explicación para su extraña conducta. Usted, a diferencia de mí, tiene ideales por los que luchar, un objetivo superior que antepone a todo lo demás. Pensé que eso la distinguía. Sin embargo, ahora tengo que admitir que usted no es ni mejor ni peor que cualquier otra persona que conozco. Así pues, adelante, dé rienda suelta a su afán de venganza, y yo la apoyaré en la medida en que me sea posible.

—No —objetó Hingis con determinación—. ¡No le escuches, Sarah! Sabes que él solo se mueve por su propio beneficio. Tienes que seguir creyendo en lo que te ha traído hasta aquí.

—¿Acaso tú crees en ello? —replicó ella escrutando a su amigo.

La vacilación de Hingis solo duró un segundo.

—Si me hubieras hecho esta pregunta hace un par de meses, te habría dicho rotundamente que no —admitió—. No obstante, me has abierto los ojos a un nuevo tipo de arqueología, a una nueva verdad que se oculta detrás de lo evidente.

—¿Y eso lo dices precisamente tú? ¿El racionalista convencido?

—Me he opuesto durante mucho tiempo a esta opinión —admitió el suizo—, pero a estas alturas no puedo más que reconocer que en este caso actúan unas fuerzas que la ratio por sí sola no puede explicar. Poco a poco, ya no le encuentro el gusto a hacer de advocatus diavoli. Al-Hakim tenía razón, Sarah. Todo saber se vuelve inútil si solo se capta con la mente y no con el corazón. Eres la heredera del tercer secreto, de eso no me cabe la menor duda. Tienes que asumir esa responsabilidad. ¡Todo lo demás es secundario!

—Pero la condesa de Czerny…

—Todo lo demás es secundario —insistió Hingis—. Pase lo que pase, para mí ha sido un placer y un honor acompañarte en este viaje.

Sarah iba a responderle cuando de pronto se oyeron unas pisadas ante la puerta. La luz de la antorcha se intensificó, y el cerrojo se corrió con un chirrido desagradable. La puerta oxidada se abrió con un crujido metálico. Du Gard asomó entonces bajo el umbral, envuelto en su abrigo negro y sujetando en una mano un bastón cuya empuñadura, según Sarah observó entonces, representaba un ojo. Junto a él estaba también Ludmilla von Czerny, con una mirada pérfida y los labios apretados en una línea fina.

La presencia de su enemiga embarazada hizo arder la sangre a Sarah. A una parte de ella le habría gustado abalanzarse sobre la condesa con las manos desnudas, pero se contuvo. No tanto porque las palabras conmovedoras de Hingis la hubieran convencido, sino porque quería esperar una ocasión más propicia. En la galería aguardaban dos cíclopes y cinco esbirros de la orden vestidos de negro, por lo que la diferencia numérica era aplastante.

—Protesto de forma enérgica contra este tratamiento —se quejó Abramovich igual que Hingis lo había hecho con anterioridad—. Soy oficial de Su Majestad el zar y merezco un alojamiento más digno.

—¿De verdad? —Du Gard le dirigió una mirada despectiva—. Capitán, si quisiera darle el alojamiento que su rango merece, lo tendría que arrojar al pozo negro, para que así usted pudiera pasar el rato en compañía de gusanos, ratas y otras alimañas de su especie. Si eso no le ha ocurrido es gracias a lady Kincaid.

—¿Qué quiere? —preguntó Sarah, impasible—. ¿Interesarse por nuestra salud o regodearse con nuestra desgracia?

—Ninguna de las dos cosas. —Du Gard negó con la cabeza—. Su desgracia me trae sin cuidado y su salud solo me importa si ha de afectar a mis propios intereses.

—¿Y es este el caso?

—Es posible. Acompáñeme, lady Kincaid. Me gustaría enseñarle una cosa. Pero se lo advierto: si intenta aprovechar la ocasión para huir o para volver a atacar a alguien de mi gente, o a mí, ese será el único error que cometa. ¿Ha entendido?

Sarah torció la cara con gesto despectivo.

—Parece usted convencido de que lo voy a acompañar.

Alors, en efecto, así es. Le ofrezco nada más y nada menos que la respuesta a todas sus preguntas.

Sarah cruzó una larga mirada, primero con Hingis y luego con Abramovich. En las caras de ambos advirtió un requerimiento tácito.

—¿Y qué hay de mis acompañantes? ¿Pueden venir conmigo?

—Insisto en ello —contestó el cabecilla de la hermandad con una sonrisa que estremeció a Sarah.

Sin quererlo, ella se preguntó cómo alguien con el carácter y la bondad de una culebra venenosa había podido tener un hijo como Maurice. Aparte de cierto parecido físico, no encontraba más similitudes entre ambos. Maurice siempre había insistido en que él se parecía más a su madre, lo cual era algo que saltaba a la vista.

De nuevo, Sarah y sus acompañantes se entendieron sin decir nada. Entonces se pusieron de pie, y los esbirros de Du Gard se precipitaron de inmediato dentro de la celda y los rodearon, amenazándolos con sus sables desnudos y sus pistolas.

Du Gard asintió satisfecho y se colocó a la cabeza del grupo. La condesa de Czerny lo siguió con una expresión sombría. Era evidente que entre ambos había habido discrepancias respecto al tratamiento de los prisioneros.

Como Sarah había estado inconsciente cuando los cíclopes la habían llevado hasta su celda, observó por primera vez aquel corredor bajo. Discurría circularmente en vueltas cerradas hacia arriba y desembocaba en el gran salón elíptico donde se encontraba la escultura que se mantenía suspendida sobre el suelo gracias a un campo magnético.

Entonces, cuando contempló el artefacto de cerca, Sarah reparó en que las formas geométricas de las que estaba hecho le resultaban conocidas: en el centro había un gran cono metálico que estaba firmemente colocado sobre el suelo, y grabadas en este, alrededor del cono, por los lados, había cuatro líneas onduladas. Encima de la punta del cono oscilaba una torre estilizada formada por un tubo sobre el cual, a su vez, había una bola.

Sarah y Hingis se dieron cuenta al instante de que se trataba de una representación tridimensional del dibujo que habían encontrado en el codicubus de Polifemo: la montaña con la fortaleza y el sol en lo alto de la cual salían cuatro ríos.

El símbolo del Meru, la montaña del mundo.

—Supongo que usted sabe qué es esto —preguntó indirectamente Du Gard.

—Un mapa —repuso Sarah— sostenido en el aire por unas fuerzas magnéticas.

Très bien —asintió él—. Pero eso no es todo, lady Kincaid. También es una llave.

—¿Qué llave? —Hingis lo miró con expectación.

—La llave que permite el acceso a Shambala —le explicó Du Gard de buena gana—. La que abre la puerta de la sabiduría y desvela el secreto a su propietario. Sabe lo que significa, ¿verdad?

—¿Acaso lo sabe usted? —repuso Sarah.

La sonrisa de Du Gard era tan falsa como amplia.

—Quiere jugar —constató asintiendo—. Como desee. Hace mucho tiempo que no juego con un adversario de igual a igual.

—Yo no juego —le aseguró Sarah.

—Por supuesto que no. —Los ojos del francés brillaron con malicia—. Pero ¿por qué está usted aquí?, me pregunto. La conozco, lady Kincaid, posiblemente mejor que usted a sí misma, y sé que al final le vencerá la curiosidad. Lleva toda la vida esperando poder mirar más allá de esa puerta. Y ¿ahora pretende decirme que no sabe de qué se trata?

—En efecto. —Sarah asintió, furiosa.

—En tal caso, se lo diré, lady Kincaid. ¿Le suena de algo el nombre de Pandora?

—Según la mitología griega, Pandora fue la primera mujer de la tierra —explicó Sarah—. Como castigo por la osadía de Prometeo, los dioses del Olimpo la arrojaron con los humanos. Poseía una caja cuyo contenido podía decidir sobre la buena o la mala fortuna de los mortales… La caja de Pandora.

Très bien —la felicitó Du Gard—. Y de este modo acaba de resumir en qué consiste el tercer secreto de los Primeros.

—¿Dice usted que…?

—El primer secreto era, como ya sabe, el fuego de Ra, un arma con un gran poder de destrucción. El segundo secreto era el agua de la vida, que contenía el poder de la inmortalidad para los descendientes de los Primeros. En cambio, el tercer secreto es ni más ni menos que la caja de Pandora.

—¿Y cómo sabe usted eso? —preguntó Sarah, dudosa—. Ni siquiera los arimaspos sabían en qué consistía.

—Me lo reveló la madre de Maurice —explicó Du Gard sin más—. Como ya he dicho, tenía un talento especial. Fue el último servicio útil que me rindió antes de perder el juicio. De todos modos, necesité muchos años para encontrar este lugar y desentrañar sus secretos.

Sarah tragó saliva. Era cierto. Maurice le había contado que su madre, acosada por sus visiones, había muerto enajenada y que él mismo siempre había tenido miedo de terminar como ella.

—El mito dice que el don de Pandora puede emplearse tanto para el bien como para el mal —objetó Friedrich Hingis.

—Y así es —confirmó Du Gard—. Sea lo que sea lo que se oculte detrás, hace posible la vida del mismo modo que puede significar la ruina. A su propietario le compete decidir al respecto, y de esta capacidad emana el poder ilimitado.

—Por supuesto. —Sarah asintió—. Y eso es lo que usted persigue, ¿no? Si cree de verdad que voy a ayudarle en ello, es que ha perdido por completo el juicio.

—Se lo dije, gran maestre —siseó la condesa como una serpiente—. Ella prefiere morir a ayudarnos.

—¿De verdad? —Du Gard negó con la cabeza—. No lo creo. Más allá de esta llave se encuentra todo lo que ella siempre ha querido saber. No tiene más que tender la mano y acceder a ello.

—No —negó Sarah, decidida—. No le ayudé a hacer realidad esos planes desatinados.

—Es su decisión. Pero tenga usted claro que eso no nos detendrá. La hermandad ha esperado su oportunidad durante miles de años, y tanto da esperar unos meses más. Pronto la condesa de Czerny dará a luz una heredera legítima, una niña, en cuyas venas también fluirá la sangre de los Primeros. Entonces, como muy tarde, la puerta de Shambala se abrirá para nosotros, le guste o no a usted.

—Puede que así sea —observó Abramovich con una tranquilidad sorprendente—. O puede que no.

—¿Qué significa eso? —preguntó Du Gard.

—Si usted estuviera tan seguro de lo que dice, no habría traído a lady Kincaid hasta aquí y habría esperado a que todo se resolviera sin más. Posiblemente ni siquiera la hubiera dejado con vida. Pero tiene dudas, ¿verdad? Dudas respecto a la lealtad de la condesa.

—¡Cállese! —le ordenó Czerny—. Usted no es quién para cuestionar mi lealtad.

—Puede que no —admitió el ruso—, pero de todos modos no dejo de preguntarme por qué seguimos con vida.

Mes compliments. Para ser miembro del cuerpo militar, capitán, tiene un asombroso conocimiento de la naturaleza humana. ¿Podría ser que usted nos hubiera ocultado la verdadera naturaleza de su ocupación?

La mente de Du Gard parecía ser tan aguda como la mirada con que observaba a Abramovich. Sin embargo, este se mostró impasible.

—Me doy cuenta —dijo el ruso entonces— de que estoy ante un contrincante de mi altura, así que no tiene sentido seguir manteniendo oculta la verdad. Soy oficial de Su Majestad el zar, pero con unas atribuciones especiales.

—Que son…

—Trabajo para la Ojrana —proclamó Abramovich. La confesión le valió una mirada de espanto por parte de la condesa de Czerny y una de admiración por parte de Du Gard.

—Vaya, vaya —dijo el francés—. Un miembro de esa famosa policía secreta. Tengo que admitir, monsieur le capitain, que no se me había ocurrido que usted pudiera tener una vida tan eminente. En los últimos tiempos se ha detectado un refuerzo en la actividad de la Ojrana respecto a nuestra organización, pero jamás había tenido el honor de conocer a uno de nuestros apreciados adversarios.

—Siempre hay una primera vez —replicó Abramovich en tono molesto.

—Así pues, usted cree que desconfío de mi querida amiga, la condesa de Czerny, y que por esto he hecho traer hasta aquí a lady Kincaid.

—Así es —insistió el ruso—. Y además sospecho que usted hace bien en ello porque la condesa sigue sus propios planes.

—Eso… eso no es cierto —farfulló la condesa—. ¡Esta acusación es infame!

—Si me permite, mis palabras solo serían infames si con ellas yo pudiera obtener alguna ventaja —objetó Abramovich, convertido de nuevo en el sofista que Sarah conocía de sus días a bordo del Strela—. Pero, dado que soy su prisionero y que todas las ventajas están de su parte, este no es el caso.

—¿Y qué es lo que le hace sospechar eso? —quiso saber Du Gard, sin atender a las protestas de la condesa de Czerny.

—Bueno, en primer lugar la condesa se ha colocado en una posición aventajada respecto a usted, la cual, en cierto modo, la convierte en intocable. En segundo lugar, ella es muy consciente de esa posición pues, de no ser así, no habría intentado hacer matar a lady Kincaid cuando surgió la oportunidad.

Très intéressant —comentó Du Gard con una expresión en la que se adivinaba que eso no le resultaba nada nuevo—. ¿Y qué me aconsejaría usted?

—Yo en su lugar aprovecharía la oportunidad que se le ofrece. Aunque no creo en brujerías como estas, Kincaid y su acompañante de pecho estrecho parecen creer que ella es la heredera del tercer secreto. ¿Qué es lo que le impide probarlo?

—¡Canalla! —exclamó Hingis—. ¿Acaso usted no se da cuenta de lo que hace? Está a punto de aliarse con el enemigo…

—En absoluto, doctor —replicó Du Gard—. Monsieur Abramovich se limita a hacer lo mejor para salvar el pescuezo.

—¡Traidor! —gritó Hingis—. ¡Canalla despreciable!

—Me gustan los hombres que reconocen el signo de los tiempos y actúan en consecuencia —opinó Du Gard—. Así pues ¿qué haría usted, Abramovich? ¿Cómo puedo obligar a nuestra amiga común, lady Kincaid, a abrir la puerta para mí?

—Nunca lo logrará —insistió Sarah.

—¿Y si la amenazo con matar a sus compañeros ante usted?

—Ni siquiera así —opinó Abramovich con convencimiento—. Verá usted, en lo que a mí respecta a lady Kincaid la pérdida no le afectaría mucho, y el bueno de Hingis ha manifestado varias veces que prefería morir a colaborar con usted. Da la casualidad, sin embargo, de que sé que en este instante el cíclope amigo de lady Kincaid se dispone a…

—¡No! —lo interrumpió Sarah—. No lo haga, Abramovich. No se lo diga. Se lo ruego.

—Se dispone a rescatar a su querido Kamal de la fortaleza de Redschet-Pa. —El ruso prosiguió sin titubear—. Solo por eso ella está tan envalentonada. Si usted utiliza a Kamal como medio de coacción, seguramente ella dejará de tener valor para oponerse a usted.

—¡Cerdo! —lo increpó Sarah—. ¡Es un monstruo repugnante!

Abramovich torció el gesto.

—Yo ya le dije cuáles eran mis prioridades, ¿verdad?

—Desde luego. —Ella asintió con lágrimas de desesperación en los ojos—. Le engañará, Du Gard —profetizó entonces—, igual que lo ha hecho conmigo. Él puede contarle lo que quiera, pero lo cierto es que solo es leal al zar y hará cualquier cosa para entregar a este la posesión del tercer secreto.

—¿De verdad? ¿No será que usted no puede soportar que otro de sus aliados le vuelva la espalda? —preguntó Du Gard con una sonrisa—. Pero eso ya se verá…

Hizo una señal a un cíclope —el que respondía al nombre de Tigranes— para que se acercara y le dio unas órdenes escuetas. Aunque Sarah no comprendía qué decía, supuso que se trataba de Kamal y de Jerónimo, a quien le indicaba que era preciso impedir a toda costa que huyeran de Redschet-Pa y que tenían que ser atrapados. El cíclope asintió, obediente, y se marchó. Varios servidores de la orden vestidos de negro salieron tras él.

—Ya ve, milady —dijo Du Gard volviéndose hacia Sarah, y ella se estremeció al toparse con aquella mirada gélida—. Está usted totalmente sola. Ya no le queda ningún amigo, y no puede contar con recibir ayuda alguna. Está vencida en todos los aspectos imaginables. ¿No le parece que ha llegado el momento de cumplir con su destino?

—No sé de qué me habla.

—Usted es la heredera, así que lo sabe tan bien como yo. Deje de negarse a reconocerlo y haga lo que la historia le exige. Gardiner Kincaid supo siempre que ese día llegaría. Le negó la verdad y la dejó con dudas sobre su origen. Con todo, en su fuero interno, él sospechaba que no es posible engañar al destino. Ha recorrido usted un largo camino, milady, pero al final este la ha devuelto a donde todo empezó. Así pues, no se resista más. ¡Siga su destino!

—No, Sarah —repuso Hingis negando con la cabeza—. No lo hagas…

—¿No le parece que es lo mejor, doctor? —preguntó Du Gard—. Solo un necio se resistiría a lo ineludible. La batalla ha terminado y ustedes han perdido. Ha llegado el momento de poner fin a nuestro conflicto y de colaborar por el bien de la humanidad.

—Mejor sería decir por su ruina —lo corrigió el suizo.

—Qué fácil le resulta hablar. A usted el destino no lo ha elegido para ser el poseedor de un poder milenario cuyo origen se encuentra fuera de nuestro planeta. En cambio, lady Kincaid sí lo es, y yo le ofrezco que cruce conmigo la puerta de la sabiduría y vaya a Shambala.

—¡No! —gritó la condesa de Czerny, furiosa—. ¡No lo haga, gran maestre! ¡No confíe en ella! ¡Le engañará!

Du Gard no le hizo caso. Ante la perspectiva de tener que esperar aún varios meses, la posibilidad de obtener la decisión inmediata lo atraía mucho a pesar de todas las consideraciones en contra y le hacía olvidar su cautela.

—¡Esto —proclamó señalando con la mano temblorosa el artefacto suspendido— es la llave del tercer secreto! ¡Solo una descendiente femenina de los Primeros puede activarlo, sea una criatura recién nacida o usted, lady Kincaid! ¡Ábralo, y yo la convertiré en la gran maestre de la orden, en la mujer más poderosa del mundo!

—¡No! —protestó la condesa de nuevo con la voz rota de rabia e indignación—. ¡No…!

Cuanto mayor era la desesperación de su enemiga, mayor era la satisfacción de Sarah y más crecían sus ganas de darle la puntilla, vencerla por completo y despojarla de todo cuanto a ella le había sido arrebatado también.

Mientras Du Gard pensara que ella podía serle de utilidad, la mantendría con vida. Y mientras él no dispusiera aún de nada con que presionarla, ella estaría en una posición de ventaja relativa, cosa que cambiaría por completo si el esbirro de Du Gard conseguía capturar a Kamal.

Así pues, mientras fuera posible, se imponía la acción.

Era preciso tomar una decisión…

—¿Cómo funciona la llave? —quiso saber ante el espanto de Hingis, quien la miró con estupefacción.

Du Gard enarcó las cejas.

—¿De verdad que no se acuerda?

—He recuperado una buena parte de mis recuerdos —admitió ella con franqueza—, pero no así todos los detalles. Sé que estuve aquí en otra ocasión, pero no sé nada de esta llave.

—Miente —dijo Czerny con convencimiento—. No dice más que mentiras.

Du Gard dirigió una mirada inquisitiva a Sarah, pero, al parecer, llegó a una conclusión distinta de la de su compinche. Se volvió hacia sus guardaespaldas de un solo ojo y señaló a uno al azar.

—Tú —dijo—, enséñale a lady Kincaid cómo funciona la llave.

Por un instante, dio la impresión de que el cíclope vacilaba, pero luego avanzó. Se acercó poco a poco al cono, sobre el cual flotaban los tubos y la bola, y extendió lentamente la mano.

—Vamos —lo apremió Du Gard con impaciencia—. ¿A qué esperas?

El cíclope se quedó directamente delante del cono. Cuando colocó la mano sobre la punta y finalmente la posó encima, Sarah observó que le temblaba.

—¿Qué significa esto? —preguntó Hingis.

—Aguarde, doctor —le recomendó Du Gard.

Al instante siguiente se observó un cambio en el vértice del cono. El metal brillante cambió de color y de pronto pareció que ardía por dentro. La mano del cíclope temblaba más aún. Tenía la frente sudorosa y contraía hacia abajo las comisuras de los labios. Parecía sufrir mucho, pero, aun así, no se atrevía a retirar la mano, seguramente porque temía más la cólera de su señor que las quemaduras.

El resplandor fue en aumento.

El vértice del cono adoptó un color naranja intenso, al tiempo que empezó a oírse un zumbido enérgico y cada vez más fuerte. El dolor pareció incrementarse de forma brusca. El cíclope dejó oír un grito penetrante. Luego todo transcurrió con tanta rapidez que apenas pudo seguirse con la vista.

¡El artefacto, que hasta entonces había permanecido quieto suspendido en el aire, empezó a moverse! Como si de pronto la intensidad del campo magnético hubiera cesado, la bola se desplomó verticalmente y golpeó entre chispas el tubo, el cual, a su vez, se desplomó con la fuerza de una máquina perforadora industrial… y cercenó la mano del cíclope justo por encima de la muñeca.

El cíclope retrocedió entre gritos y se desplomó con el muñón en alto, del cual, no obstante, no salía sangre a causa del calor inmenso al que había sido sometido. Por su parte, la mano derecha, desmembrada, seguía aún en el vértice del cono y se vaporizaba entre silbidos. Luego surgió algo de humo y el aire se empañó del hedor repulsivo a carne quemada. Al instante siguiente, el fulgor se extinguió y el fuego se apagó, dejando tan solo el esqueleto carbonizado de una mano.

—No puedo decirle cómo funciona la llave, lady Kincaid —explicó Du Gard, impasible, mientras el cíclope que había perdido la mano era retirado—. Pero al menos le he mostrado cómo no funciona.

—Es usted un monstruo. —Hingis estaba indignado—. Sabía exactamente lo que iba a ocurrir.

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué lo ha hecho?

—Porque tengo poder para eso, doctor —afirmó Du Gard—. Todo lo demás carece de importancia.

—Usted está loco —dijo el suizo con vehemencia—. ¿Lo has oído, Sarah? ¡Ha perdido la cabeza!

—¿Y entonces qué, doctor? En su opinión, ¿qué tiene que hacer ella? ¿Renunciar a su destino?

—Si verdaderamente existe algo así como el destino —repuso Hingis—, en tal caso este consiste en proteger a la humanidad de todo mal, y no en destruirla.

—¿Es que cree que, de ser así, la humanidad necesitaría un artefacto prehistórico? —preguntó Du Gard—. Usted, doctor, conoce mejor que yo la historia y sabe que en el fondo esta no es más que una sucesión de guerras y de conflictos. Lo único que realmente ha mejorado en los pasados milenios son las armas con que se libran las batallas, que ahora son más precisas y eficaces. Por el contrario, el ser humano apenas ha cambiado. Seguro que en pocos años será capaz de destruirse a sí mismo. Sin embargo, la caja de Pandora nos permite impedirlo. Esto y no otra cosa —añadió volviéndose hacia Sarah— es su destino.

—Después de todos los crímenes que ha cometido, de los asesinatos que ha perpetrado, ¿se atreve usted a erigirse como el salvador de la humanidad? —se espetó Hingis.

—Lo que hemos hecho para alcanzar el objetivo carece de importancia —dijo Du Gard lleno de convencimiento—. Lo importante es que ahora estamos aquí, ¿no opina lo mismo, lady Kincaid?

Parecía presentir que sus palabras no caían en saco roto, y también Hingis se percató de ello.

—No lo hagas, Sarah —le suplicó el suizo con un susurro—. Atenta contra todo lo que tu padre y Al-Hakim te han enseñado.

Sarah volvió la mirada primero a su amigo y luego a su enemigo. A continuación, se acercó a la llave.

—¡No! —gritó Hingis con espanto.

La condesa de Czerny también profirió gritos de protesta, lo cual no hizo más que reforzar a Sarah en su decisión.

Había llegado el momento de la verdad…

Extendió la mano con vacilación, mientras se aproximaba al cono. El fuego se había extinguido y los restos de los huesos de la mano yacían dispersos por el suelo. Si Sarah no hubiera visto con sus propios ojos el poder destructor del artefacto, seguramente no lo habría podido creer.

—¡Te lo ruego, Sarah! ¡No lo hagas!

Aunque oía los gritos desesperados de Friedrich Hingis, no hizo caso. Se quedó ante el cono y, tras hacer acopio de todo su valor y superar su última resistencia, posó la mano derecha sobre el vértice.

—¡Perderás la mano, igual que yo perdí la mía!

Sarah temblaba por dentro. No quería perder la mano, pero no le quedaba otra opción. No, si quería tener la certeza. No, si quería derrotar a su enemiga.

Como había ocurrido con el cíclope, el vértice del cono empezó a iluminarse por dentro. El metal se calentó, pero no tanto como era de esperar. En cambio Sarah notó como si algo se apoderara de sus pensamientos.

Al principio fue solo una impresión pasajera, pero al rato se percató de que, en efecto, algo había penetrado en su conciencia. Un poder de miles de años de antigüedad…

Se dio cuenta de que el cíclope no había gritado a causa del dolor, sino porque le había ocurrido lo mismo; era una sensación que no podía compararse con nada que hubiera experimentado antes, ni siquiera con la fusión de las almas que habían realizado los monjes de Tirthapuri. Parecía como si una mano invisible introdujera entre sus pensamientos y los agitara. De golpe, Sarah sitió un temor atroz. Empezó a temblarle todo el cuerpo y quiso retirar la mano, pero sabía que aquello habría sido el fin. No le quedaba otra opción más que perseverar y resistir aquello, fuera cual fuese el desenlace final…

Se oyó entonces un fuerte zumbido que llenó toda la bóveda así como un alarido penetrante. Sarah necesitó un momento para darse cuenta de que aquel grito tan intenso era suyo. Intentó sobreponerse, pero no lo logró porque el temor la desbordaba. Con los ojos desorbitados de horror clavó la vista en la mano que descansaba sobre el extremo candente del cono, esperando a que el tubo metálico se desprendiera y se la amputara.

Sin embargo, ocurrió algo totalmente inesperado: de pronto, el artefacto empezó a girar. Es más, Sarah tuvo la impresión de que ella giraba también en torno al cono. ¿O tal vez era al revés, esto es, que toda la bóveda giraba en torno a ella?

Aunque no sabía qué significaba todo aquello, supuso que era una buena señal ya que, de lo contrario, ya habría perdido la mano. Su grito se interrumpió, en parte a causa del asombro y en parte del alivio; entretanto la velocidad de rotación fue en aumento.

Sarah no sabía decir si ella giraba de verdad o si se trataba de una ilusión óptica. No notaba ninguna fuerza centrífuga tirando de ella. En realidad, tenía la sensación de encontrarse en una burbuja protectora que la rodeaba y la mantenía ajena a las leyes de la física por rápido que girase. Aunque el salón se desdibujaba para convertirse en un tapiz de pared de color gris lechoso en el que las antorchas trazaban líneas horizontales de color naranja, Sarah aún podía distinguir con claridad las personas que había, como si el artefacto le agudizara los sentidos.

Vio el asombro de incredulidad en la cara de Víctor Abramovich, y vio a su enemiga más enconada, la condesa de Czerny, observando con asombro cuanto ocurría con las manos posadas en el vientre y el rostro sombrío. Vio a Lemont du Gard, apretando los puños y levantándolos con un gesto triunfante y una sonrisa diabólica en la cara. Y vio también el horror en el rostro de Friedrich Hingis, y oyó el grito bronco que dejó escapar desde lo más profundo de su garganta.

El suizo actuó en el momento en el que se intensificó el fulgor en el vértice del cono y pareció que no solo envolvía la mano de Sarah sino todo su cuerpo. Aprovechando ese instante, se zafó de sus vigilantes y se precipitó hacia Sarah, en un evidente esfuerzo por apartarla del artefacto. Pero no lo consiguió. Se oyó un disparo, y Sarah contempló con espanto cómo Hingis se desplomaba. Por instinto intentó apartar la mano del cono para ayudar a su amigo, pero era demasiado tarde. No podía resistirse a las fuerzas a las que estaba expuesta.

El artefacto fue girando cada vez más rápido, y el zumbido de energía se volvió tan sonoro e intenso que estuvo a punto de hacer perder el juicio a Sarah. A la vez, parecía como si se soltara el suelo de piedra maciza de debajo del cono, oponiéndose a todas las reglas de la naturaleza. El movimiento rotatorio provocó un remolino que engulló al artefacto y, con él, a Sarah.

En ese momento ella se dio cuenta de que aquella obra no era, como afirmaba Du Gard, la puerta de la sabiduría.

¡Era la propia puerta!

Al cabo de unos instantes, Sarah ya no habría podido decir si ella había sucumbido al torbellino o si este la había engullido a ella con sus fauces voraces.

A continuación siguió la oscuridad.