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PUERTA DE LA SABIDURÍA, MONTE KAILASH, NOCHE DEL 23 DE JUNIO DE 1885
¡Du Gard! La mera mención de ese nombre fue suficiente para que Sarah perdiera por un instante el dominio de sí misma. ¿Era posible una casualidad como aquella? ¿Tenían que encontrarse precisamente allí los dos?
Evidentemente eso aclaraba aquel parecido asombroso, así como otras muchas cosas. Pero Sarah estaba demasiado sobrecogida por la intensidad del momento para poder establecer una conexión. Incluso Hingis parecía estar como ella, a pesar de su mente, que por lo general era aguda como un cuchillo.
—¡Mentiroso! —exclamó él, acalorado—. ¡Maurice du Gard está muerto! Murió durante un ataque en…
—Lo sé —repuso entonces el hombre de pelo cano—. Por desgracia, empezó a resultarnos peligroso, así que no tuve otra opción. ¿Sabe lo que es, doctor, acabar con la propia carne y sangre y renunciar así a la posibilidad de la inmortalidad?
—¿La propia carne y sangre? —Hingis miró con estupefacción al hombre del abrigo.
Sarah, entretanto, ya había caído en la cuenta, pero su corazón se negaba aún a asimilar la verdad.
—Él me habló de usted —dijo con voz apagada, casi inaudible.
—C’est vrai? —El francés enarcó las cejas—. Yo siempre pensé que había renegado de mí.
—Me dijo que lo único que su padre le había dado había sido su nombre, que usted había hecho perder la cabeza a su madre y que luego la había abandonado.
—Eso son historias del pasado. —Du Gard extendió los brazos con un gesto de inocencia—. Ella era vidente, y yo requerí sus servicios.
—¿Y eso implicaba también dejarla embarazada? —preguntó Sarah de forma directa y poco femenina.
—Usted no tiene ni idea, lady Kincaid. De nada.
—Sé lo bastante para entender que usted no debería estar aquí —replicó ella—. ¿Qué pretende en este sitio, Du Gard?
—Lo sabe perfectamente. —El hombre de pelo cano sonrió—. Soy el dirigente de la organización contra la que usted ha intentado luchar de forma tan enconada como inútil.
—Pero… ¿cómo es posible? —Sarah negó con la cabeza—. ¿Qué juego diabólico ha practicado usted todo este tiempo con nosotros, con mi padre, conmigo e incluso con su propio hijo?
—Yo nunca tuve un hijo —aseveró con frialdad Du Gard—. Un hijo no se levanta contra su padre.
—Pero Maurice no sabía que…
—Non? —repuso Du Gard con sorna.
Entonces Sarah se dio cuenta de lo ingenua que había sido. Se acordó de las visiones horripilantes que Maurice tenía y que nunca le había querido contar. Ahora entendía por qué. Sin duda él sabía quién era su misterioso oponente o, por lo menos, lo intuía. Sin embargo, había preferido no compartir sus sospechas con ella, ya fuera por prudencia o por vergüenza.
—Maurice estaba loco, lady Kincaid —sentenció Du Gard sin pestañear—. Había perdido la cabeza, igual que la desleal de su madre.
—En realidad la cuestión es quién fue desleal en este caso —repuso Sarah. A pesar de que todavía no se había recuperado de la sorpresa, en su interior crecía un sentimiento de rabia pura—. Por lo que sé, usted abandonó a su mujer y a su hijo porque pretendía labrarse una carrera política en Washington y no le convenía tener una amante criolla.
—Eran los años después de la guerra civil —explicó Du Gard, que no parecía arrepentido—. Estados Unidos era un país floreciente dispuesto a ofrecer una oportunidad justa a cualquiera que lo quisiera.
—A cualquiera —repuso Sarah—, menos a su mujer y a su hijo. A ellos usted los abandonó cobardemente.
Du Gard no parecía dispuesto a dejarse provocar. Al contrario, se diría que disfrutaba en grado sumo.
—Poco a poco entiendo por qué él simpatizaba tanto con usted, lady Kincaid —dijo—. La misma falta de previsión, la misma tendencia ridícula a la moralina. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que puede haber cosas que merezcan tales sacrificios?
—No —replicó Sarah sin vacilar—. Sé por experiencia que no hay nada que pueda sustituir al amor.
—En ese caso su experiencia es suficientemente amplia, o bien, como Gardiner Kincaid, no está preparada para soportar la verdad. También eso sería posible.
La mención del hombre que le había hecho de padre estremeció a Sarah por dentro. ¡Él y Maurice du Gard se conocían! ¿Fue por eso por lo que en su momento Gardiner se aproximó a Maurice y le confió el codicubus?
Poco a poco Sarah fue haciendo deducciones y el resto del rompecabezas se ordenó como por arte de magia.
—Fue usted —susurró.
—¿De qué habla?
—Usted es el hijo del oficial de la guardia al que Bonaparte dio el codicubus en su lecho de muerte…
—Oui, c’est vrai. Mi padre servía en la grande armée y era la persona de confianza del emperador. Él lo acompañó a Rusia y también en aquella cárcel vergonzosa, luchó en Waterloo a su lado y luego lo siguió en su exilio a Córcega. Y su fidelidad le fue muy bien recompensada. Si bien durante toda su vida le fue imposible descifrar el secreto que contenía el codicubus.
—Pero usted sí, ¿verdad?
—Sí. Me ha costado prácticamente toda la vida y la herencia de mi familia, pero por fin lo averigüé. Y desde entonces tengo claro que ese secreto merece todos los sacrificios.
—¿También el de personas inocentes?
Du Gard se limitó a reír.
—Lady Kincaid, debería usted dejar de pensar con unas miras tan estrechas, de lo contrario correrá la misma suerte que Kincaid. También pensaba que tenía que hacerme reproches morales. Nunca tuvo una buena opinión de los ideales de la hermandad.
—¿Qué ideales son esos? —inquirió Sarah—. ¿El menosprecio brutal? ¿La ley del más fuerte?
—No entiende usted nada, nada en absoluto. Cuando mi padre me confió el codicubus, la Hermandad del Uniojo prácticamente se había extinguido. La muerte de Napoleón había provocado su decadencia, y los cíclopes traidores dieron caza a los pocos adeptos que aún le quedaban.
—Lo sé. —Sarah asintió. Jerónimo le había contado esa misma historia, aunque desde otro punto de vista.
—En ese caso, sabe usted más de lo que yo sabía entonces. Yo no sospechaba nada de eso. No tenía más que un recipiente metálico que contenía un secreto de miles de años de antigüedad. Así pues, me dispuse a buscar a alguien que pudiera descifrar el secreto, y no escatimé en esfuerzos ni en peligros. Tras una larga búsqueda, al final encontré algo en Nueva Orleans.
—La madre de Maurice —concluyó Sarah.
—En efecto. Ella fue quien me reveló el secreto del codicubus y la que me aconsejó sobre el modo de abrirlo. En ese instante me di cuenta de que yo había sido elegido para grandes cosas.
—¿Para grandes cosas? —preguntó Abramovich con tono dubitativo. Era la primera vez que intervenía en la conversación, y la mirada que dedicó a Du Gard era como la de quien encuentra una mosca en el azucarero.
—Alors, monsieur. Conozco a lady Kincaid y al doctor Hingis. Pero, si no me falla la memoria, nosotros todavía no hemos sido presentados.
—Capitán Víctor Abramovich, de la armada de Su Majestad el zar de Rusia —proclamó el oficial con tono resuelto a la vez que picaba los tacones con un gesto prusiano. Igual que había hecho antes Sarah, omitió el hecho de que además formaba parte del servicio secreto zarista.
—Bueno —observó Du Gard encogiéndose de hombros—, el oficio que usted escogió explica por qué le parece descabellada la idea de haber sido elegido para grandes cosas. Sin embargo, a partir del momento en que uno averigua todo esto en una ciudad en la que una epidemia mortal está causando estragos y mata a diario a cientos de personas mientras que usted lo esquiva sin más, entonces uno queda marcado. Elegido por el destino.
Sarah se mordió los labios. Sabía que a principio de los años cincuenta Nueva Orleans había sido asolada por varias epidemias de fiebre amarilla. Aquel era, precisamente, el período en el que Du Gard había estado allí. Posiblemente, continuó pensando, esas muertes atroces y omnipresentes le habían trastocado el juicio.
—Así fue como supe de la Hermandad del Uniojo —prosiguió inalterable aquel malvado—, y decidí refundarla. En el pasado ya se había renovado continuamente, cada vez que entre los hombres surgía alguien con el coraje y la visión de enfrentarse al desafío que la historia le presentaba.
—Habla usted como un loco —observó Sarah.
—¿Piensa usted que no lo sabía? —Du Gard la miró con los ojos brillantes—. ¿Cree que no me planteé también si no había perdido el juicio hace tiempo? ¿Si esa noche no contraje yo esa epidemia y desde entonces estoy metido en un sueño febril del que no puedo salir? Así pues, busqué respuestas: ¿de dónde provenían los secretos legados a la humanidad? ¿Para que sirvieron en su momento? ¿Qué pruebas hay de eso? ¿Qué explicación tiene?
—Si me permite —intervino Hingis en tono seco—, usted no parece una persona que necesite justificaciones racionales.
Du Gard desestimó el comentario con un gesto de la mano.
—Durante mucho tiempo tuve que buscar la respuesta adecuada. Finalmente la hallé. Y no en las viejas ruinas en que rebuscaban idiotas crédulos como Gardiner Kincaid, sino en el Nuevo Mundo. Eso tiene cierta ironía, ¿no les parece? Pero justamente las gentes en América son más abiertas a la hora de pensar en nuevas direcciones.
—¿De qué tipo de direcciones hablamos? —quiso saber Sarah.
—Hace exactamente diez años —explicó Du Gard—, una mujer llamada Helena Blavatsky, quien, era por cierto, una compatriota suya, Abramovich, fundó en Nueva York una organización que ella llamó Sociedad Teosófica. Como en ese tiempo yo era miembro de la Cámara de Representantes de Estados Unidos disfrutaba de acceso a los círculos en los que madame Blavatsky se movía y en los que ejercía de médium. A decir verdad, nunca creí que ella tuviera auténticas dotes adivinatorias. En este sentido, la madre de Maurice estaba mucho más dotada. Sin embargo, lo que Blavatsky afirmaba sobre el origen de la civilización humana me impresionó vivamente.
—Salta a la vista —le espetó Hingis.
—Según decía, había viajado a sitios remotos y había estado en todos los lugares espirituales del mundo para obtener respuestas, respuestas a las preguntas últimas y fundamentales sobre la existencia humana. Su itinerario comprendía lugares tan eminentes como Constantinopla, Londres, El Cairo, Alejandría, París y Nueva Orleans, lo cual me hizo pensar que su búsqueda y la mía guardaban muchas similitudes. Así pues, me hice miembro de su círculo y escuché sus teorías que, por resumir, intentaban aunar los misterios antiguos con la ciencia moderna. A través de la observación trascendental ella intentaba encontrar puntos en común en todas las religiones e ideologías para obtener así un concepto universal del mundo. De hecho, demostró de forma concluyente que en todas las culturas superiores de la historia de la humanidad hay imágenes y motivos recurrentes, independientemente de las limitaciones geográficas o temporales. Y así concluyó que todas tenían un origen común.
Sarah se mordió los labios. Aquella teoría era claramente similar a la de Gardiner Kincaid.
—Llegados a este punto —prosiguió Du Gard como si fuera un profesor impartiendo su clase—, me di cuenta de que las teorías de Blavatsky eran el eslabón que me faltaba para unir todos los indicios que yo había ido recopilando durante dos décadas y media. La teosofía me abrió los ojos ya que, a la postre, parte de la idea de que la civilización humana tiene un origen común, una raza que superaba en inteligencia a los seres humanos actuales.
—¡Hasta aquí podíamos llegar! —Hingis negó con la cabeza—. ¡Eso no es ciencia seria, es pura especulación!
—Aguarde, doctor. Todavía no he terminado con mis explicaciones. Hay eruditos que ubican el lugar de surgimiento de esa civilización tan avanzada que es, por lo tanto, la cuna cultural de la humanidad, en un continente hundido llamado la Atlántida. Platón suponía que se encontraba al otro lado de las columnas de Heracles; el sueco Rudbeck pretendió haberlo hallado en el norte más septentrional, igual que Herodoto, quien habla del legendario pueblo de los hiperbóreos.
La mención a Herodoto volvió a llamar la atención de Sarah. Al parecer, también Aristeas de Proconeso se había dedicado a buscar a los hiperbóreos. ¿Podía ser que hubiera una relación?
—Vamos, hombre —le espetó ella sin embargo, esforzándose por no mostrarse impresionada—, ¿va a decirnos ahora que usted busca la Atlántida?
—De ningún modo. —Du Gard negó con la cabeza. Parecía disfrutar explicando sus teorías; era como si hubiera esperado mucho para tener un público entendido capaz de valorar su genialidad—. Yo no afirmo que esos hombres estuvieran en lo cierto, lady Kincaid, solo digo que también ellos comparten un punto en común, que no es otro que el postulado de la existencia de una raza originaria superior.
—¡Oh, vaya! —se mofó Hingis—. ¿Y cuál sería esa raza? Me pregunto qué opinaría al respecto mister Darwin.
—En esto le doy la razón —corroboró Du Gard—, y es el único punto en el que no coincido con madame Blavatsky. Consideré demostrado el hecho de que las civilizaciones humanas comparten el mismo origen, pero después de lo que había sabido de los Primeros, me parecía inconcebible que fueran personas. Así pues, valoré las alternativas, y finalmente caí en la cuenta de en qué consiste el misterio guardado durante todos esos milenios y que nadie ha podido desentrañar.
—Adelante, pues —lo animó Hingis con descaro—, háganos partícipes de su sabiduría.
También Sarah quería saber lo que su adversario creía haber averiguado, pero ella, a diferencia del osado suizo, no estaba para bromas. Se imaginaba adónde quería llegar Du Gard, pues ella misma había hecho conjeturas semejantes. Sin embargo, en aquel instante se detestó por eso.
—Como usted quiera, doctor —replicó Du Gard en tono solemne. Era imposible saber si se había percatado de la ironía del suizo o si simplemente la había desoído—. Los Primeros existieron, no hay la menor duda al respecto, y ellos trajeron a los hombres la cultura. No obstante, no eran de este mundo, sino que procedían del más allá.
—Del más allá —repitió Hingis sin más.
Abramovich también se quedó mirando al francés como si hubiera perdido el juicio.
—Esa es la clave, la respuesta a todas las preguntas —dijo Du Gard con convencimiento—. La xenosofía.
—Xenos es una palabra griega que significa «extranjero, foráneo» —explicó Sarah.
—Fueron precisamente unos extranjeros quienes nos dieron el don de la civilización. —Du Gard asintió, emocionado por su propia brillantez—. Posiblemente habían tenido que abandonar su mundo porque amenazaba con extinguirse, como la Atlántida de las antiguas leyendas. Entonces llegaron a la tierra, donde fueron considerados superhombres a causa de sus capacidades superiores, lo cual, a su vez, dio pie a la leyenda de los hiperbóreos. Ellos, no obstante, se denominaron los Primeros porque se hallaban al comienzo de nuestra cultura. ¿Ven como todo está relacionado?
Sarah era incapaz de replicar. Las explicaciones de Du Gard, especialmente al salir de su boca, resultaban muy osadas. Sin embargo, reconoció también de que ella suscribía al menos una parte de sus teorías, a pesar de que contravenían todas las reglas de la ciencia seria.
—¡Menudas tonterías! —rechazó Abramovich.
—¿Afirma de verdad que los Primeros llegaron a la Tierra procedentes de otro planeta? —preguntó Hingis.
—Así es.
—¿Y cómo ocurrió eso, según usted?
—Bueno… —respondió Du Gard tranquilamente. Al parecer, no era la primera vez que oía esa objeción—. El mito de la Atlántida menciona unas naves con las que algunos habitantes lograron escapar del fin de su planeta. Posiblemente en este caso estamos ante una imagen, una metáfora.
—¿De qué? —insistió el ruso.
—De algo que resultaba demasiado inconcebible para que nuestros antepasados pudieran entenderlo con los escasos conocimientos que tenían —susurró Sarah—. Como una góndola colgada de un globo enorme que vuela por el aire y que es tenida por un monstruo por los habitantes de un pueblo de montaña del norte de la India.
—Es posible —afirmó Du Gard— que fuera en efecto una especie de nave lo que trajo a los Primeros a la tierra. Puede que todo esto de aquí —añadió, e hizo un gesto amplio con la mano para abarcar toda la sala— en su momento fuera algo así como una nave. Muchos mitos coinciden en la referencia a una luz intensa y deslumbrante por la que los emisarios de los dioses llegaron a la montaña del mundo. Y posiblemente quienes entonces se encontraban casualmente cerca de esa montaña y asistieron a esos acontecimientos fueron transformados por siempre por esa luz, incluso en las generaciones siguientes.
—Los arimaspos —dedujo Sarah.
—En efecto, lady Kincaid. Durante mucho tiempo, los Primeros vivieron en el monte Meru y dirigieron el destino de la humanidad; pero entonces estalló la guerra entre ellos, que se originó a raíz de la cuestión de si debían confiar o no sus secretos a los humanos. Entonces uno de ellos se alió con estos últimos, y eso hizo que los demás lo expulsaran y castigaran.
—Es la leyenda de Prometeo —apuntó Sarah, sin aliento. Resultaba desconcertante comprobar que todo encajaba.
—Oui, c’est ça. —Du Gard asintió—. Se inició entonces un conflicto fatal en el cual los Primeros se vieron obligados a abandonar su fortaleza y a vivir entre los mortales. Sin embargo, el arimaspo expulsado fundó la Hermandad del Uniojo y se unió con humanos, de modo que la sangre de ellos se mezcló con la de él. Por este motivo en la actualidad hay pueblos que pueden llamarse con todo derecho sucesores legítimos de los Primeros mientras que otros, en cambio, no son más que simples lacayos.
—Entiendo. —Sarah asintió. Desde el primer momento se había preguntado adónde pretendía llegar Du Gard con todo aquello, cuál era el núcleo real de su filosofía egoísta. Ahora lo comprendía—. Y, evidentemente —añadió ella con amargura—, la herencia de los Primeros se mantuvo en su forma más pura entre los seguidores de la hermandad, ¿verdad? Por eso usted se considera además legitimado para someter a la humanidad a su dominio, ¿no es cierto?
—Très bien. Por fin usted parece entenderlo.
—Por supuesto que lo entiendo, Du Gard —le aseguró Sarah—. Ahora entiendo por qué un cretino ansioso de poder como usted intenta descubrir los secretos del pasado sin importarle engañar o matar. ¿No es ya bastante malo que nos creamos obligados a dominar a otras razas y doblegarlas a nuestra voluntad? ¿Usted ahora necesita encontrar además una justificación para ejercer una tiranía brutal?
—Yo no me he inventado esas cosas, lady Kincaid. Simplemente han ocurrido así.
—Eso no es cierto —rebatió Sarah—. Los Primeros no se unieron a los humanos. Encontraron otro modo de perdurar en el tiempo.
—Ah, sí, claro, la transmigración de las almas. —Du Gard asintió—. Pero si conoce usted la historia, entonces sabrá también que originariamente hubo tres seres. Dos Primeros, un hombre y una mujer, mantuvieron una relación prohibida y se confabularon contra el tercero el cual, acto seguido, buscó la cercanía de los mortales. Como prueba de su buena voluntad, engendró descendencia mortal.
—Está claro —gruñó Sarah— que eso es lo que usted explica a sus seguidores, ¿verdad? Que ellos son personas especiales, descendientes de un ser superior, elegidos por el destino.
—Por el destino, no, lady Kincaid, por la historia. Eso es lo que creen todos los miembros de nuestra hermandad. Y, como usted sabe, son muy numerosos.
—No me extraña —intervino Hingis—. ¡A cualquier idiota le gusta la idea de ser mejor que los demás! ¡Menuda sandez!
—No es ninguna sandez, doctor. ¿Acaso pretende usted afirmar que todos los que han seguido a la Hermandad del Uniojo en el curso de miles de años eran unos idiotas? ¡Alejandro Magno! ¡Cayo Julio César! ¡Suleimán el Magnífico! ¡Napoleón Bonaparte!
—No pongo en duda que todos esos hombres se rindieran a las tentaciones de la hermandad —le aseguró Sarah—, puesto que a todos esos dirigentes y conquistadores les interesaba el poder y su legitimación. Con todo, también hubo resistencia, y desde el principio. Los Primeros no cedieron sus secretos sin oponer resistencia. Abandonaron esta fortaleza y se ocultaron en sitios donde podían estar seguros de que nadie…
—Non! —rechazó Du Gard con su rostro pálido repentinamente enrojecido—. Fueron desterrados y expulsados de Shambala. A partir de entonces vagaron sin rumbo durante miles de años, dando vueltas y desesperados por encontrarse entre ellos. Una historia conmovedora, ¿verdad?
—No está mal —opinó Sarah.
—Lo cierto es que tengo que admitir que jamás habría pensado en que todo ello podía ser verdad hasta que conocí a un hombre llamado Gardiner Kincaid.
Sarah se sobresaltó al oír el nombre de quien le había hecho de padre.
—Al principio pensé que era un iluso fantasioso. Pero cuando empezó a contarme lo que le había ocurrido: el descubrimiento casual que había hecho en Crimea, sus investigaciones sobre historia del antiguo Oriente, sus misteriosas experiencias en el Tíbet, empecé a sospechar que tal vez él había dado realmente con algo. Así pues, ordené a uno de mis mejores agentes que lo vigilara.
—¡Laydon! —Sarah pronunció aquel nombre con desdén.
—Oui. Gracias al agua de la vida que robamos de Praga la curamos a usted de la fiebre oscura, nos ganamos además la confianza de su padre y, lo más importante, nos hicimos con usted.
—¿Qué significa eso?
—¿No lo entiende, lady Kincaid? El agua de la vida es una prueba, un ritual de iniciación, si quiere. Las personas normales mueren si la toman. En cambio, a las que tienen sangre de los Primeros en las venas les provoca solo un éxtasis del que salen convertidas en tábula rasa, preparadas para asimilar los conocimientos del pasado.
—Tonterías —se limitó a decir Sarah.
—En absoluto. Desde el momento en que usted despertó de la fiebre oscura, pasó a desempeñar un papel destacado en nuestros planes. A partir de entonces tuvimos la certeza de que Gardiner había dicho la verdad y comprendimos que usted era realmente la elegida, aunque no lo sospechara siquiera. Nos aseguramos su ayuda en la búsqueda de la Biblioteca de Alejandría y del fuego de Ra. Para nuestra desgracia, en esos casos usted se mostró muy poco cooperativa, de modo que al final nos vimos forzados a cambiar nuestros planes. No deja de ser algo irónico que usted misma nos indicara la solución.
—Kamal —adivinó Sarah.
—En efecto. Había muchos indicios para pensar que monsieur Ben Nara también era un descendiente de los Primeros, pero solo tuvimos la certeza cuando lo sometimos a la prueba del agua de la vida. A partir de entonces usted estuvo tan ocupada buscando un remedio para él que nosotros pudimos planificar sin problemas nuestras acciones. Fiel a su promesa, usted nos proporcionó más agua de la vida, y cuando finalmente su amor despertó, lo manipulamos y moldeamos conforme a nuestros planes.
—¿Qué le han hecho? —dijo Sarah entre dientes—. ¡Dígamelo!
—¿Quieres saber qué le hemos hecho nosotros a él? —La condesa de Czerny, que había asistido en silencio a las explicaciones de su gran maestre, rio de forma desagradable—. La pregunta debería ser lo que ese bastardo me ha hecho a mí.
Mientras hablaba, se acarició con un gesto inequívoco su vientre abultado… Y Sarah comprendió.
—¡No! —gimió ella, suplicante y con la sensación de estar precipitándose en un abismo sin fondo.
—¿Sorprendida? ¡Estúpida! Seguro que pensabas que él jamás amaría a nadie tanto como a ti, ¿verdad? Realmente es conmovedor. —La condesa estalló en una carcajada sonora.
La sensación que se apoderó de Sarah en ese momento carecía de precedentes.
No procedía de su corazón, sino de sus entrañas, de ahí donde la rabia y la frustración le hervían a borbotones y se elevaban en ella como la lava candente de un volcán. Jamás había sentido una rabia tan profunda, ni siquiera cuando su padre se le murió en los brazos abatido por una mano asesina. Un odio incendiario ardía en ella, consumiéndola de tal modo que incluso la asustaba. De haber tenido un arma en las manos, habría apuntado y habría disparado sin vacilar contra su enemiga. No bastaba con que ella hubiera perdido un hijo de Kamal. No bastaba con que a su torturadora le hubiera sido concedido algo que a ella le había sido negado. Encima acababa de saber que precisamente su amado era el padre de la criatura que la condesa llevaba bajo su corazón taimado.
Se vio arrastrada por un atronador torbellino de venganza. Ajena a sus ataduras, se abalanzó contra su adversaria.
—¡No, Sarah! —le gritó Hingis, pero ella no le hizo caso.
A Sarah no le importaban en absoluto las consecuencias de sus actos. Solo quería poner punto final a la sonrisa sarcástica de su enemiga.
Por lo menos eso lo consiguió.
Cuando la condesa de Czerny vio que su rival se precipitaba contra ella con las manos atadas convertidas en un puño, su sonrisa burlona desapareció al tiempo que daba un paso atrás. Sin embargo, Sarah no consiguió ni aproximarse a la condesa. Unas manazas ásperas la detuvieron, la agarraron y, antes de que se diera cuenta de lo que ocurría, sintió el acero brillante de un puñal en forma de hoz en el cuello. Como se agitaba como una posesa y se resistía al agarre del cíclope, al poco notó un reguero de sangre recorriéndole el cuello.
—¡Matadla! —vociferó la condesa de Czerny con la cara enrojecida y los ojos desorbitados—. ¡Degolladla ahora mismo! ¡Ya!
—Non! —Du Graf se opuso con voz cortante—. Si la matas, Tigranes, ordenaré que te corten las dos manos, ¿lo has entendido?
Al instante la presión del filo desapareció. Posiblemente, Du Gard ya había cumplido antes amenazas como esas. Con las manos atadas, Sarah se palpó el cuello. El corte no era profundo, pero sangraba mucho. Volvió la mirada a Hingis, quien la observaba con horror.
—¡Con el debido respeto, gran maestre! —El rostro de la condesa de Czerny reflejaba una incomprensión total—. No hay motivo alguno para dejarla con vida. Es nuestra enemiga, y es peligrosa.
—Oui, c’est vrai… Pero puede sernos útil.
—¿Para qué? —Czerny negó con la cabeza y luego bajó la mirada hacia su vientre de un modo inequívoco—. Ya tenemos todo cuanto necesitamos.
—Ya se lo dije una vez, condesa, y se lo vuelvo a repetir: no intente aprovecharse de mí.
—No, pero es que yo…
—¿No se le ha ocurrido pensar que su aparición podría ser algo más que una simple casualidad? —Du Gard había señalado a Sarah y a sus compañeros—. Tal vez el hecho de que estén aquí es una señal del destino para conseguir ahora mismo algo para lo que, de otro modo, tendríamos que esperar varios meses.
—Olvídelo —gruñó Sarah, rabiosa—. Antes preferiría morir.
—D’accord —decidió el francés tranquilamente—. Siempre nos queda esta opción, n’est-ce pas? Lleváosla —ordenó entonces a sus hombres—. Así tendrá la oportunidad de reflexionar sobre todo esto.
Agarraron a Sarah y la sacaron de allí violentamente. De nuevo ella se resistió con todas sus fuerzas, propinando patadas y golpes y, por un momento, llegó incluso a zafarse de las garras de su esbirro. Se escurrió como un pez de su agarre, pero al hacerlo trastabilló y cayó. Cuando consiguió ponerse de pie de nuevo, vio que había alguien delante de ella. Levantó la mirada y se encontró con el rostro de Ludmilla von Czerny.
—¡Que descanses bien, hermanita! —le dijo esta.
Al momento, Sarah sintió el impacto de algo duro y pesado en la nuca.
El dolor fue tan intenso que lo notó incluso en las yemas de los dedos de los pies y de las manos. Sarah se quedó paralizada.
Luego perdió el conocimiento.