8

MONTE KAILASH, TÍBET OCCIDENTAL, 22 DE JUNIO DE 1885

Era primera hora de la mañana. Sarah y sus acompañantes habían avanzado hasta bien entrada la noche por el laberinto de rocas que se erguía en formaciones cada vez más temerarias y empinadas en el flanco de la montaña. Solo de vez en cuando, la piedra gris se abría y concedía una vista breve sobre la cima, y eso únicamente cuando las nubes lo permitían.

El Kailash seguía siendo el misterio que había parecido a los viajantes desde el principio.

Sarah y los compañeros restantes no solo se habían despedido de Jerónimo sino también del abad Ston-Pa y de sus hermanos. Con todo, solo dos monjes habían emprendido el camino de vuelta a Tirthapuri para atender a los heridos; el resto había entrado en la khora interna para realizar el recorrido ritual en torno a la montaña y solicitar el favor de los dioses en la lucha que se avecinaba. De acuerdo con la tradición tibetana, no enterraron a los muertos sino que los despojaron de sus ropas para depositarlos luego sobre las rocas, donde fueron ofrecidos como alimento de los animales. Así se cerraba el círculo de la vida.

Por la noche, a Sarah le había costado mucho conciliar el sueño. Los recientes acontecimientos la inquietaban y no dejaba de pensar en cómo le iría todo a Jerónimo. ¿Habría llegado ya a Redschet-Pa? ¿Habría conseguido entrar allí y liberar a su amado?

Por fin, de madrugada, había podido dormirse, pero al poco Hingis la había despertado. Tras un desayuno breve pero reparador, consistente en un tsampa frío (no se atrevían a hacer una hoguera por miedo a que los delatara), recogieron el campamento, que no era más que un par de mantas extendidas y pieles de yak, y prosiguieron la marcha.

El sol todavía no había ascendido lo bastante para que sus rayos penetraran en los valles; pero brillaba al otro lado de las crestas afiladas y parecía haber incendiado el cielo al este. Sin embargo, se volvía más luminoso a cada instante, y con la oscuridad desapareció también el frío de la noche.

El estrecho sendero que conducía hacia lo alto de la montaña entre rocas salpicadas de distintos colores no era fácil de recorrer; en ocasiones era preciso atravesar la morrena de un glaciar llena de piedras sueltas; en otras, el camino se separaba entre varios peñascos de forma que cualquier forastero se perdería sin remedio. En esos casos, Sarah cerraba los ojos y conjuraba los recuerdos que había albergado latentes en su interior; entonces obtenía la respuesta sin más. No obstante, a Abramovich ese método no le inspiraba ninguna confianza.

—¿Está usted segura de que vamos por el buen camino? —inquirió con tono despectivo.

Sarah encabezaba el pequeño grupo y el ruso caminaba siempre algunos pasos detrás de ella. El último de la formación era Hingis, que de ese modo podía vigilar al agente de la Ojrana.

—Así es —confirmó Sarah a Abramovich sin volverse hacia él.

—¿Y se acuerda de todo esto gracias a esa brujería que le hicieron los de los ojos rasgados?

Sarah se detuvo con un suspiro y finalmente se volvió.

—Sería bueno que demostrara usted un poco más de respeto, Abramovich. A fin de cuentas, el abad Ston-Pa y sus monjes nos salvaron la vida.

—No a todos —recordó el ruso.

A Sarah no se le escapó que, por un breve instante, asomó en aquel rostro algo parecido al pesar. ¿Era acaso una emoción humana que demostraba que Abramovich lamentaba la pérdida de Igor, su fiel compañero? De todos modos, aquella impresión se desvaneció al instante, y el rostro barbudo del agente volvió a convertirse en una máscara impenetrable.

—Eso que usted llama brujería —explicó Sarah mientras se volvía de nuevo y proseguía el camino— es para las gentes de esta parte del mundo una realidad tangible, y aunque a mí, como científico, me disgusta mucho, no puedo más que admitir que en mi caso ha funcionado. Recuerdo cosas que creí olvidadas hace mucho tiempo, entre otras también este camino.

—Vaya, vaya —dijo el ruso, imperturbable—. Entonces seguro que sabrá decirnos también de dónde procede ese maldito ruido de fondo.

Abramovich tenía razón.

Desde hacía cierto tiempo, los acompañaba un ruido sordo que al principio se oía de forma moderada y como a lo lejos; sin embargo, su intensidad había ido en aumento después de cada roca y cada curva que dejaban atrás.

Era un salto de agua, una de las cascadas creadas por la nieve al fundirse y que se desplomaban desde las laderas de la montaña hacia los abismos; su blanco deslumbrante destacaba en la piedra de color marrón grisáceo, como sal derramándose de bidones inmensos. Sarah y sus compañeros habían pasado varios torrentes como aquel, y nunca se habían aproximado tanto a uno.

Sarah dirigió la pequeña expedición un poco más en dirección norte y luego tomó rumbo oeste. Tras rebasar dos rocas que se erguían de forma escarpada y que parecían crear una especie de entrada natural, llegaron por fin a la cascada.

Encajada en las paredes de roca lisa había una laguna de color azul turquesa a la que iba a parar el agua con gran estrépito. Caía en cuatro desniveles desde una plataforma elevada que debía de encontrarse a unos noventa metros más arriba; la pared de piedra de debajo no mostraba un camino accesible ni era apropiada para escalarla. Como al fondo de aquella garganta apenas llegaban los rayos del sol y un viento frío soplaba desde las laderas nevadas, la fina espuma de la cascada se posaba sobre la piedra formando una brillante capa de hielo.

Era un espectáculo natural impresionante, pero Víctor Abramovich no se mostró en absoluto emocionado.

—¿Y ahora? —gritó para hacerse oír por encima de aquel tumulto de agua—. ¡Querida, nos ha llevado usted a un callejón sin salida!

También Hingis parecía inseguro. El suizo se había quitado las gafas en un esfuerzo completamente inútil por desempañarlas, y dirigió a Sarah una mirada expectante. A primera vista no parecía haber ningún otro camino para salir de esa garganta excepto por el que habían entrado. Pero Sarah recordaba que todavía había otra posibilidad.

Se permitió el lujo de dibujar una sonrisa de malicia. A continuación, indicó con un gesto a los hombres que ocultaran las armas debajo de los abrigos para resguardarlas del agua y que la siguieran. Hingis y Abramovich hicieron lo que les pidió, aunque con una disposición muy distinta. Siguieron a Sarah por el camino que recorría la laguna espumosa y que consistía en poco más que unos salientes estrechos de roca helados y que ofrecían un agarre muy inseguro para las botas de piel.

—¿Qué pretende usted? —bramó Abramovich—. ¿Quiere que nos matemos?

Sarah no dijo nada. Siguió la marcha imperturbable y, al cabo de unos pasos, quedó engullida por la neblina blanca. Con cuidado avanzó a tientas mientras apoyaba la mano derecha en la resbaladiza pared de roca, consciente de que, en caso de necesidad, no encontraría ningún asidero en ella. Conforme se acercaba a la cascada el estrépito iba en aumento, hasta casi ocupar por completo su mente. Aquella era exactamente la ruta que había seguido con Polifemo, por la entrada que solo era accesible unas pocas semanas al año. En invierno, la cascada acostumbraba helarse y formar columnas de hielo, y era imposible el paso; en verano y en otoño, en cambio, los aguaceros del monzón desbordaban la laguna y el camino que transcurría por allí se convertía en un enorme lecho fluvial. En cambio, en la época del final del deshielo era el momento ideal para entrar en el lam-gól y dirigirse a Shambala.

El camino secreto…

Posando cuidadosamente un pie tras otro, Sarah bordeó la laguna y fue aproximándose poco a poco al salto de agua. El bukoo se le había empapado de esa humedad gélida y le pesaba tanto que hacía todavía más difícil el avance. Sin embargo, ella apretó los dientes y se esforzó en continuar hacia delante, confiando en que sus compañeros la siguieran. De pronto, en medio del vaho blanco vislumbró el agua de la catarata que se desplomaba. ¡La tenía ya al alcance de la mano!

Vista por delante, parecía como si el agua se deslizara por la pared, pero eso no era lo que ocurría en realidad. En realidad, el agua formaba un arco que simplemente ocultaba la pared de piedra como si fuera un telón. En la piedra mojada, cuya superficie refulgía en colores diversos con la incipiente luz del día, se abría una apertura que para un descubridor casual no era más que una simple hendidura en la roca. Pero Sarah sabía que detrás ocultaba más.

Mucho más.

El último paso exigía cierto valor, ya que la pared retrocedía súbitamente y la separación era de algo más de un metro. Un paso en falso y uno se precipitaría en las aguas gélidas, de cuyos remolinos y torbellinos no había salida.

Sarah hizo de tripas corazón. Con un salto aventurado alcanzó la apertura, en cuya roca lisa no encontró asidero. Durante un largo instante se tambaleó y tuvo que estabilizarse con los brazos para no caer. Finalmente recuperó el equilibrio y, tras dar otro paso hacia delante, quedó a salvo.

Al momento se volvió y vio una figura que surgía entre la pared blanca de niebla.

¡Abramovich!

Para su sorpresa, Sarah se sintió contenta de ver al ruso. Le tendió la mano y lo ayudó a superar el abismo. También Hingis logró atravesar aquel paso, aunque fue solo gracias a una buena ración de suerte. El sabio se había quitado las gafas empañadas y, en consecuencia, no podía ver más que unos pocos pasos hacia delante.

Al otro lado de la hendidura en la roca se abría una cueva con un techo lo bastante elevado para que una persona pudiera permanecer de pie en ella. Sarah y sus compañeros se quitaron los abrigos de lana empapados, los enrollaron y los ataron a los sacos de dormir. A continuación, encendieron las antorchas. Los trapos empapados con grasa de yak tenían un olor penetrante, pero, a pesar de la humedad glacial, ardían como la paja.

—¿Y bien, caballeros? —preguntó Sarah con una sonrisa audaz—. ¿Aún creen que los he llevado a un callejón sin salida?

La pregunta era retórica, y ninguno de los dos hombres respondió. En vez de ello, prosiguieron la marcha, que a partir de entonces transcurrió bajo tierra. La cueva desembocaba en una galería que ascendía montaña arriba por medio de innumerables escalones.

Hacia el interior de la montaña…

Hasta ese momento, los recuerdos de Sarah del lam-gól habían sido bastante borrosos. Sin embargo, en el curso de la larga marcha a través de la oscuridad fueron reavivándose, parecían grabados en la roca como los mantras de los tibetanos en sus piedras de oración.

Entretanto Sarah no solo recordaba el camino, sino también las sensaciones que había tenido entonces y que habían sido de temor, tristeza y hasta de pura desesperación. Era curioso que sus sensaciones al regresar a aquel sitio después de tanto tiempo apenas fueran distintas. De nuevo lo había perdido prácticamente todo, y personas queridas le habían sido arrebatadas de su lado. No obstante, a diferencia de entonces, ella ya no era una niña y no estaba del todo desprotegida.

—¿Quién hizo esta galería? —preguntó Abramovich, entre ella y Hingis, que cerraba la marcha.

—Seguramente los arimaspos —respondió Sarah—. Al parecer, fueron servidores de los Primeros desde el principio.

—Pero esta piedra no parece haber sido labrada a mano —dijo el ruso, que iba acariciando la pared mientras caminaban—. Es totalmente lisa y homogénea, igual que los escalones. Es evidente que aquí se empleó una máquina, pero no conozco ninguna capaz de cortar esta roca tan sólida.

—Es posible… —Hingis expresó la sospecha que Sarah también albergaba en secreto, pero que nunca había querido decir al agente de la Ojrana—. Quizá los Primeros dispusieran de una tecnología que luego no fue accesible a generaciones posteriores. Por ejemplo, el fuego de Ra…

—… seguramente habría podido hacer esto sin problemas. —Sarah interrumpió en seco al suizo. No estaba dispuesta a espolear todavía más la avidez, ya de por sí muy despierta, de Abramovich.

—Todavía no se fían de mí —constató el ruso con una sonrisa—. Y eso que yo pensaba que usted entretanto… —Trastabilló al dar contra algo con el pie—. Maldita sea, ¿qué es…?

Se detuvo e iluminó el suelo con la antorcha. Los escalones cada vez se habían vuelto más planos hasta que finalmente se convirtieron en una galería que transcurría de manera horizontal y que estaba cubierta también de formas pálidas y extrañas.

—Huesos —constató Sarah.

En efecto, por toda la superficie lisa de piedra había astillas de huesos humanos. Muchos eran tan pequeños que podían ser confundidos con guijarros, y otros eran prácticamente polvo. No obstante, en algunos podía advertirse su origen perfectamente. En el suelo, una calavera partida por la mitad sonreía a los intrusos de modo inquietante.

—¿Qué significa esto? —Hingis se había inclinado para observar más de cerca el hallazgo. Se colocó las gafas con la mano temblorosa.

—No lo sé —respondió Sarah, que se había vuelto a incorporar y escrutaba atentamente las paredes—, pero por experiencia diría que vamos a tener que ser prudentes.

—¿Hasta qué punto? —Abramovich levantó el arma.

—Lo que fuera que les ocurriera a estas personas —respondió Sarah— no puede evitarse con armas. Con todo, yo diría…

—¿Qué? —la urgió el ruso, impaciente al ver que ella no acababa la frase y se dedicaba a examinar las paredes.

—Aquí hay una hendidura —constató ella—. Va del suelo al techo.

—Aquí también —constató Hingis al otro lado—. ¡Y también aquí!

—¿Qué significa esto? —Abramovich dirigió una mirada de enojo a Sarah—. Hasta ahora las paredes eran lisas, ¿no?

—En efecto —corroboró Sarah.

—¿Y…? ¿Qué quiere decir esto? ¿Es que no lo recuerda?

Sarah se apartó un mechón de delante de la cara. Sí, se acordaba de lo que había ocurrido en esa galería mucho tiempo atrás, pero aquellos no eran recuerdos agradables. En su memoria retumbaron los gritos penetrantes y el ruido desagradable de huesos al romperse…

El pulso se le aceleró y avanzó con cautela hacia delante. Sin embargo, al cabo de unos pasos, la galería terminó. Una pared asomó en la oscuridad, cerrándoles el paso con determinación masiva.

—Maldita sea —bramó Abramovich—. ¡No puede ser cierto!

—Pues eso parece —gimió Hingis—. Me temo, querida amiga, que esto es finis sapientiae[51].

—Esto es lo que parece… —admitió Sarah asintiendo.

—¿Parece? —Abramovich negó con la cabeza—. Querida mía, esto es granito duro. ¿Qué pretende hacer ahora? ¿Abrirlo a golpes de cabeza?

—¡En absoluto! —objetó Hingis. Tras dejar la antorcha en el suelo golpeó la pared con el puño. El resultado fue un sordo ruido vibrante—. ¡No es piedra! ¡Es metal!

—¿Cómo? —Abramovich aguzó el oído.

—No hay duda —confirmó el suizo tras volver a escuchar el ruido de la pared al golpearla—. Está cubierto con una capa de color que le da la apariencia de la piedra, pero no hay duda de que su origen es metálico.

—También las paredes laterales están hechas de metal —apuntó Sarah escrutando alrededor con la antorcha. No sabía qué buscaba exactamente. En su momento, ella y Polifemo habían marchado en dirección contraria—. Ayúdenme —pidió a sus acompañantes.

—¿Qué buscas? —preguntó Hingis.

—Algo para poder ponerlo en marcha.

—Poner en marcha… ¿El qué? —quiso saber Abramovich.

—El mecanismo, capitán.

—¿Qué mecanismo?

—El que cierra el acceso a Shambala y ha convertido a estas pobres gentes en lo que usted ve por el suelo.

—¿Está usted diciendo…? —El ruso entonces pareció ver con otros ojos los restos de huesos.

—En efecto. —Sarah asintió—. Es una trampa como las que ideaban los antiguos egipcios o los mayas para proteger sus templos, pero a un nivel técnicamente muy superior. Solo el iniciado debe encontrar el camino de Shambala. Todos los que quieren acceder allí de forma ilícita pierden la vida.

—Parece efectivo —opinó Abramovich en tono seco.

—No por completo —objetó Hingis, estremecido—. Al parecer la hermandad ha logrado entrar a la puerta de la sabiduría, aunque pagando a cambio un precio atroz en sangre.

—La vida humana no significa nada para la hermandad —dijo Sarah—. Tanto le da el número de seguidores que tengan que morir para encontrar el camino a través del laberinto.

—¿Qué laberinto? —preguntó Abramovich—. Yo no veo más que un camino recto con paredes metálicas.

—Porque usted no sabe nada más —le dijo Sarah mientras seguía examinando las ranuras que dividían las paredes a una distancia respectiva de apenas dos metros. De pronto, se detuvo—. Hay una corriente de aire —constató—. Este tiene que ser el inicio.

—¿El inicio de qué? —Hingis también parecía desorientado, pero Sarah se apoyó con todas sus fuerzas contra la pared de la galería y esta, para asombro de los dos hombres, se activó.

—¡Válgame Dios! —susurró Hingis.

—No puedo creerlo —farfulló Abramovich a pesar de verlo con sus propios ojos.

Impulsado por Sarah, el metal se escindió por las ranuras y cedió: se trataba de un cubo enorme, de una arista de casi dos metros de longitud. Con todo, lo sorprendente no era solo que ella hubiera sido capaz de mover esa mole, sino también que el mecanismo funcionara de modo prácticamente silencioso. No se oyó nada, ni chirridos de un mecanismo oculto ni crujidos de arena o de piedra. Aquel cubo inmenso se deslizaba con el mismo sigilo que una barquita en un mar sin viento.

—Vengan —urgió Sarah a los dos hombres mientras entraba en el espacio hueco que había aparecido al retirarse la pared.

—Pero ¿cómo…?

—Es mejor que se deje de preguntas y se apresure —aconsejó Sarah a Abramovich.

Su consejo quedó demostrado al instante siguiente, cuando de la pared de la galería opuesta surgió otro cubo que les bloqueó el camino de vuelta.

—Maldita sea, ¿qué…?

—Venga, vamos —lo apremió Hingis apresurándose detrás de Sarah.

Finalmente, al ruso no le quedó más remedio que esquivar la mole que se le aproximaba. Al instante siguiente, era como si no solo se hubieran activado esos dos bloques sino todo el corredor.

Era evidente que Sarah había puesto en marcha una reacción en cadena ya que entonces se retiró otro cubo y les abrió un nuevo paso, mientras que la cámara a sus espaldas se les cerraba. Parecía como si la montaña hubiera cobrado vida.

—¿Entiende ahora lo que quiero decir? —preguntó Sarah. Tenían ante ellos otra sala vacía, en la que entraron a toda prisa.

—¡Es asombroso! ¡Totalmente asombroso! —exclamó Hingis—. ¡Un laberinto que va cambiando de forma!

—Pero ¿cómo funciona? —preguntó Abramovich, asombrado—. ¿Cómo se activa?

—Poco a poco, capitán —repuso Sarah—. Por el momento ya tenemos suficiente con sobrevivir.

—¿Y eso? —El ruso se encogió de hombros—. Una cámara se abre y otra se cierra. ¿Dónde está el problema?

Apenas había terminado de hacer la pregunta cuando la cámara en la que se encontraban se abrió por dos lados.

—Este es el problema —respondió Sarah—. Puedo asegurarles que solo uno de los dos caminos conduce a Shambala.

—¿Y cuál es? —preguntó Hingis.

Sarah cerró los ojos un momento. Era muy difícil recordar el camino que ella y Polifemo habían tomado en su día. Recomponerlo en dirección contraria representaban todo un esfuerzo para ella, ya que en su recuerdo resonaban los gritos penetrantes de los esbirros de la orden que habían intentado seguirlos a través del laberinto y que habían sido aplastados por las paredes.

—Por aquí —decidió sin más y entró en el espacio hueco de la izquierda, que estaba ya a punto de cerrarse.

Hingis y Abramovich la siguieron sin objetar nada, y respiraron con alivio cuando la elección demostró ser la acertada y se abrió otro espacio intermedio.

Así prosiguió el avance.

Al poco se abrió solo una cámara y a continuación fueron dos e incluso tres. Los cubos se deslizaban todos a la vez y con rapidez siguiendo un complejo patrón geométrico dispuesto según un trazado reticular, y tanto mostraban el camino correcto como mortales callejones sin salida. El hecho de que en los lados de los cubos hubiera borrones oscuros y estuvieran manchados con los restos de quienes habían encontrado un final trágico entre las paredes metálicas no facilitaba la orientación.

Sarah y sus compañeros no tenían tiempo para pensar en quiénes habían ideado esa obra maestra o sobre qué principios físicos se sustentaba. Estaban totalmente ocupados en encontrar el camino de salida en cubos que —en apariencia— parecían moverse cada vez más rápido. Ninguno de ellos habría sabido decir cuántas cámaras habían atravesado ya. ¿Habían sido cinco, tal vez? ¿Diez? ¿Veinte? Sarah tampoco las había contado, pero intuía que se aproximaban al final del laberinto.

—Esta es la penúltima cámara —afirmó cuando entraron en una sala intermedia que se abría a la derecha de ellos.

—Espero que tengas razón —comentó Hingis casi sin aliento—. Lo cierto es que mis ganas de ser prensado como una planta y quedar así para siempre son bastante limitadas.

Tenían delante dos cámaras huecas: una a la izquierda y otra a la derecha. Solo una de ellas los llevaría afuera del laberinto.

Sarah se concentró. Sin embargo, su memoria, como una sombra inaprensible o una estrella que se apaga al volver la mirada hacia ella, la abandonó en ese momento decisivo y no le dejó más que un agujero oscuro.

—Querida —dijo Hingis viendo que la pared a sus espaldas se les aproximaba—, creo que este sería el momento adecuado de…

Sarah cerró los ojos y volvió a intentarlo. Con el mismo resultado desolador. ¿Qué dirección habían tomado Polifemo y ella entonces? ¿La izquierda o la derecha?

No se acordaba.

La mujer que había cuidado de ella como una madre acababa de ser asesinada ante sus ojos. Los guerreros de la orden les pisaban los talones y les disparaban flechas. Tal vez su mente no quisiera recordar. La pared se aproximaba, imparable.

—Sarah… —advirtió Hingis.

—¡Venga! —la urgió Abramovich.

Sarah se secó el sudor que perlaba su frente a pesar del frío. ¿Qué decidir? La cámara se hallaba a algo menos de un metro, y sus compañeros y ella estaban cada vez más apretados…

Sarah inspiró. Probar suerte en uno de los dos lados era preferible a morir aplastados.

«La suerte de él —oyó en su cabeza una voz, que tanto podía ser de Gardiner Kincaid como de Al-Hakim— o su destino».

La intuición le aconsejaba tomar la derecha; su mente, en cambio, la izquierda.

—¡Sarah!

Apenas faltaban solo unos centímetros… El tiempo apremiaba.

—¡Ahora! —gritó Abramovich dirigiéndose hacia la izquierda.

Pero Sarah, lo cogió de sopetón y lo arrojó hacia el otro lado. Hingis los siguió.

Se escabulleron por los pelos del resquicio que se cerró a continuación y de nuevo se encontraron en una sala amplia que no se diferenciaba en nada de las anteriores.

—¿Y ahora? —inquirió Hingis en medio del silencio.

—Se acabó —aseveró Abramovich con convencimiento—. Ha sido una decisión equivocada.

Como si quisiera confirmar esa sospecha, se oyó entonces un ruido de fricción. Sarah aguardó a que una de las paredes que los rodeaban se aproximara y pusiera un final definitivo a sus vidas. Pero no fue así.

En vez de ello, la pared que tenían delante se levantó como por arte de magia y una luz intensamente azul inundó la cámara. Detrás de ella se veía una galería de paredes de piedra.

¡Lo habían conseguido!

No prorrumpieron en gritos de júbilo ni en expresión alguna de alegría ya que tenían que presuponer que se encontraban en terreno enemigo. De todos modos, Friedrich Hingis dirigió una mirada alegre a Sarah y se restregó rápidamente la frente; incluso Abramovich se rebajó a darle las gracias con un ademán de cabeza. La propia Sarah sintió alivio, aunque sabía que el auténtico desafío estaba aún por venir.

Se palpó el cinturón y sacó el Colt Frontier; luego se encaminó hacia la galería, que presentaba una estructura parecida a la del camino secreto. Sin embargo, en el techo se veían unos huecos ovalados dispuestos de forma regular que arrojaban una luz irreal. Sarah supuso que por arriba tenía una capa de hielo que filtraba la luz del sol. Las paredes del pasillo estaban decoradas con dibujos, símbolos geométricos como los que habían visto en el templo de los escitas. Pero en esas paredes no parecían copiados por una mano torpe: daba la impresión de que los había hecho alguien que conocía y utilizaba el significado de esos signos.

Sarah y Hingis cruzaron una mirada. La situación era demasiado grave para enzarzarse en disertaciones científicas. No obstante, era evidente que habían dado con una sensación arqueológica de primer orden, frente a la cual el tesoro de Príamo no era más que cuatro cachivaches sin valor. Sarah pensó que era eso lo que Gardiner Kincaid había buscado toda su vida. Había seguido la pista de los arimaspos y había interpretado los mitos. Pero cuando se encontraba a punto de descifrar el secreto, se cruzó en su camino una niña que en un instante le marcó la vida y se la cambió.

Sarah apagó la antorcha, recorrió un poco la galería y se colocó debajo de uno de esos huecos de luz azulada. Hingis y Abramovich la siguieron.

—Un ojo —comentó el suizo al mirar la apertura oval.

Ella asintió. No había reparado en la analogía, pero saltaba a la vista que su amigo erudito tenía razón. Habían llegado al destino de su viaje, allí donde en su momento gobernaron los Primeros y donde se iniciaron las culturas, eso siempre y cuando uno se inclinara a creer en tales cosas. Para quien estuviera dispuesto a ello, esa galería era la entrada a otro mundo. Quien se aferraba a su antiguo modo de pensar no veía otra cosa más que un pasaje excavado en la roca y decorado con signos místicos.

Abramovich dejó muy claro a qué fracción pertenecía él. Hacía rato que se había quitado el arma del hombro y que la sostenía, listo para disparar.

—¿A qué esperamos?

Siguieron avanzando, esa vez con más prudencia y preparados para luchar. Sin embargo, no encontraron el menor rastro de sus adversarios misteriosos. La galería seguía un curso empinado y al final volvió a presentar escalones, seguramente pensados para aligerar un poco el avance. A causa del aire tan poco denso, asfixiante y además gélido, la marcha se volvió agotadora.

Cuanto más ascendían, más difusa se volvía la luz y a veces incluso la nieve endurecida y suelta centelleaba con reflejos azulados. Al consultar la hora en su reloj de bolsillo, Sarah reparó en que el día estaba a punto de terminar; el sol se ponía y las temperaturas descendían.

Decidieron no encender de nuevo las antorchas. Su resplandor podía traicionarlos, así que prefirieron deslizarse sigilosamente por aquella semioscuridad, escalón tras escalón, hasta que la galería finalmente desembocó en una bóveda alargada.

El techo era elevado y estaba decorado con más símbolos que se enlazaban entre ellos formando un complejo dibujo geométrico. Se sustentaba sobre unas columnas que parecían cortadas directamente de la piedra maciza. Estas disponían de varios soportes en los que había antorchas encendidas. Aquella fue la primera señal de que Sarah y sus acompañantes no estaban solos.

Entraron en la cripta con las armas levantadas y dispuestas para disparar, y a continuación pasaron las columnas, cuyas sombras titilaron en el suelo. El silencio era sepulcral; solo se oía el crepitar de las llamas. De pronto atronó un grito agudo de Friedrich Hingis.

Sarah se dio la vuelta, pero ya era demasiado tarde para ofrecer resistencia. Los personajes gigantescos que asomaron detrás de las columnas eran demasiado numerosos y además iban armados. Algunos sostenían en las manos unos arcos potentes en los que llevaban dispuestas unas flechas largas; otros apuntaban a los intrusos con unos jingals adaptados que podían manejar sin ayuda de nadie. Todos ellos tenían un único ojo.

—Cíclopes —siseó Hingis retrocediendo. El suizo y sus compañeros se apiñaron entre sí, colocándose espalda contra espalda.

¡Estaban rodeados!

—Maldita sea —renegó Abramovich y dejó ir después una palabrota en ruso.

Al menos esa vez Sarah no podía más que darle la razón. El enemigo, que se les había aparecido de forma tan inesperada, los superaba alarmantemente en número. Si estallaba un combate, este terminaría antes de que empezara de verdad.

—¿Sorprendidos?

Sarah reconocería entre miles la voz que había formulado esa pregunta. Era la de una mujer: esa que se había presentado como una amiga, que le había fingido comprensión, que se había granjeado su confianza con engaños y que, al final, la había traicionado de forma humillante.

—¿Dónde está usted? —gritó Sarah con tanta fuerza que su voz retumbó en el techo alto. Le resultaba difícil controlar la rabia que sentía correr por sus venas—. Muéstrese, condesa, ¿o acaso tiene miedo?

—¿Por qué debería tenerlo? —repuso la voz con tono burlón—. Créeme, hermanita, si alguna de las dos debería tener miedo esa eres tú.

Otra figura, dos cabezas más baja que los cíclopes, surgió de entre las sombras. Su porte altivo y su paso erguido dejaban bien claro que ella era la cabecilla.

Ludmilla von Czerny tenía exactamente el mismo aspecto con que Sarah la recordaba: pelo rojizo, tez pálida y una cara menuda en la que brillaba un par de ojos tan hermosos como fríos. La condesa llevaba su figura delgada envuelta en un abrigo de visón y parecía que mantenía su debilidad por las joyas de oro incluso en aquel sitio inhóspito, una vanidad que a Sarah le parecía tremendamente fuera de lugar.

Ya de por sí, volver a encontrarse con su enemiga acérrima y ver otra vez la arrogancia en sus facciones delgadas y pálidas encendía la sangre de Sarah. Sin embargo, lo que estuvo a punto de sacarla de quicio fue observar que desde su último encuentro una cosa había cambiado en Ludmilla von Czerny: incluso debajo de aquel abrigo grueso, a la condesa se le adivinaba el vientre abultado.

Sarah sintió como si la hubieran golpeado en la cabeza.

No podía creer lo que veía.

¿Acaso a su peor enemiga le había sido concedido aquello que a ella se le había negado?

Todo en su interior se soliviantó contra lo que le parecía que era una injusticia del cielo, pero se contuvo con todas sus fuerzas para que no se le notara. No estaba dispuesta a dar esa satisfacción a su rival.

—Buenos días, condesa —dijo en un tono lo más tranquilo y contenido posible—. Parece que volvemos a vernos.

—En efecto —asintió Czerny—. Lo cierto es que no contaba con ello. Creía haberte vencido y abatido. Es evidente que nos parecemos más de lo que creía.

—Nosotras, condesa —siseó Sarah con rabia—, no nos parecemos en nada. Ni siquiera en la temperatura de la sangre.

—Eso espero, considerando esa cosa lechosa e insípida que seguramente te recorre las venas. No es de extrañar que tu amado estuviera tan dispuesto a venirse conmigo.

Por la expresión maliciosa de su rostro era evidente que la condesa era perfectamente consciente del efecto de sus palabras. Cada una de ellas impactó como un latigazo en Sarah, que tuvo que hacer acopio de toda su disciplina para mantener la compostura.

—¿Dónde está Kamal? —preguntó.

—¿Has venido por eso? —La condesa gimió—. ¿Todavía no lo has olvidado? ¡Qué conmovedor!

—¿Dónde está? —repitió Sarah, subrayando cada palabra.

—Aquí no. —La condesa sonrió—. Me temo que has recorrido un largo camino en vano. Qué lástima, ¿no?

—¿Adónde lo ha llevado? —preguntó Sarah para cerciorarse de forma definitiva.

—Hermanita… —Czerny habló sin pestañear, pero en sus ojos se adivinaba una burla amarga—. No estás en posición de hacer preguntas, y menos aún de exigir respuestas. Me basta con una breve orden para que tú y tus compañeros seáis atravesados por las flechas. Los arimaspos me son leales.

—No lo dudo —gruñó Sarah, aunque sin hacer ningún ademán de bajar el revólver.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Abramovich—. ¿Quién es esa mujer?

—Oh, claro. —Sarah asintió—. Discúlpeme. Olvidé presentarles. Capitán, ella es la condesa Ludmilla von Czerny. Pertenece a la organización de la que ya le he hablado. Condesa, este es el capitán Víctor Abramovich, un leal súbdito y oficial de Su Majestad el zar de Rusia.

—Sorprendente. —Czerny enarcó una ceja. Apenas podía contener su impresión—. Nunca has sido muy exigente en la elección de tus aliados, hermana.

—¿Qué significa eso? —masculló Abramovich, irritado—. ¿Por qué nos amenaza usted?

—Muy fácil: porque ustedes se han infiltrado de forma ilícita y con intenciones hostiles en nuestro territorio, capitán.

—¿Su territorio? —repitió Hingis, quien también seguía con el arma dispuesta para disparar—. Disculpe si la contradigo, señora mía, pero no creo que el Kailash pertenezca a nadie.

—Pertenece a la Hermandad del Uniojo —aseveró la condesa, irritada.

—¿Desde cuándo?

—Desde el principio de los tiempos, doctor. Eso es algo que usted sabría si hubiera sacado las conclusiones convenientes. Pero siempre ha sido un poco lento, ¿no? —La condesa pareció cansarse de la charla y, tras dar un resoplido de desdén, se volvió hacia el cabecilla de los cíclopes—. Concédeles cinco segundos, Tigranes. Si para entonces no se han entregado voluntariamente, dispárales. A todos.

El cíclope, que sostenía uno de los pesados jingals, asintió sin decir nada. Sarah sabía que el tiempo corría en su contra.

Cinco segundos.

Podían, claro está, hacer uso de las armas y tal vez matar a tres o a cuatro tipos antes de ser ellos las víctimas.

Tres segundos.

Quizá Sarah podría disparar contra su enemiga y hacerle pagar todas sus maldades. Sin embargo, eso anularía cualquier posibilidad de desbaratar los planes de la hermandad, y nunca más volvería ver a Kamal.

Un segundo aún.

Más tarde, Sarah no sabría decir si Hingis y ella bajaron las armas a la vez o si el suizo se le adelantó en una décima de segundo. En cualquier caso, todo indicaba que él también había decidido que una inmolación absurda no serviría de nada. Ese no fue el caso de Abramovich, quien, como soldado, estaba decidido a luchar, por lo que fue el último en bajar el arma.

—Bien hecho —los felicitó la condesa, que no parecía contar con otra cosa.

Al instante, dos gigantes se les acercaron para cogerles las armas y esposarlos. A Hingis le ataron el antebrazo a la espalda sin vacilar.

—Vaya —comentó el suizo—. Mucho miedo parece tenernos usted, distinguida dama, cuando incluso se ve forzada a atar a un sabio lisiado.

—Para nada —replicó la condesa—, pero al gran maestre no le gustan las sorpresas inesperadas.

—¿El gran maestre?

—El jefe de nuestra organización.

—¿Él… está, aquí?

—Por supuesto.

—En tal caso, lléveme ante él —pidió Sarah.

Apenas podía esperar a ver por fin la cara del hombre que se escondía detrás de todas esas intrigas y esos misterios. ¿Era posible que, después de tanto tiempo, la Hermandad del Uniojo tuviera por fin un nombre y un rostro?

—Eso haré —le aseguró Czerny—. Pero no porque tú me lo pidas, sino porque eso es lo que él quiere. Sabemos de vuestra presencia aquí desde el momento en que atravesasteis el laberinto. Tus maniobras siguen siendo tan predecibles como siempre, hermanita. No teníamos más que esperaros. Ha sido tan fácil como todo lo demás.

Sarah se mordió los labios. Se prohibió preguntar a la condesa qué había pretendido decir con eso, pues no quería darle más ocasiones de disparar flechas ponzoñosas contra ella, que se le clavaban en lo más profundo de su ser. En vez de eso calló, algo que la condesa de Czerny interpretó como una pequeña victoria y que le provocó una leve sonrisa.

A su orden acudieron todavía más esbirros. Esa vez se trataba de los guerreros vestidos de negro que Sarah ya conocía de antes y que llevaban el turbante tan ceñido a la cabeza que solo dejaba al descubierto la parte de los ojos. No eran cíclopes sino personas normales, pero no por eso su sed de muerte era menor ni ellos eran menos peligrosos.

—Llevadlos arriba —ordenó la condesa. A continuación, se situó al frente de su séquito, que avanzó pesadamente.

La sala daba a otra cripta que también estaba iluminada con antorchas; desde allí se elevaba una escalera de piedra que, como un tornillo gigantesco, penetraba en la roca. Tras pasar ante los arimaspos y los guerreros embozados que custodiaban el lugar, siguieron avanzando hacia arriba.

La escalera daba a un enorme salón con cúpula de forma básicamente elíptica y que en la parte más ancha medía aproximadamente unos noventa metros. A lo largo de las paredes había velas; todas estaban encendidas y su luz iluminaba el salón. El techo estaba revestido de un enorme mosaico de formas geométricas. Igual que antes en la galería, allí había también aperturas ovales, unos «ojos» abiertos en la roca que parecían llegar hasta la superficie. La ausencia de luz en ellos permitía suponer que en el exterior ya era de noche. Las antorchas, que iluminaban la cúpula en lugar de la luz del día, alumbraban una cantidad incontable de cajas de transporte de madera apiñadas y apiladas las unas sobre las otras. Estaba claro, se dijo Sarah, que los esbirros de la hermandad se habían preparado para pasar una larga temporada allí.

Con todo, lo que más le llamó la atención no fue ni el enorme tamaño del salón, cuya existencia en sí ya rozaba la maravilla de la técnica, ni su decoración. Fue, de hecho, la extraña escultura que había al otro extremo de la estancia, justo encima del segundo foco de la elipse. Aquel extraño artefacto, que constaba de varias piezas y medía más de dos metros y medio, estaba suspendido sobre el suelo.

—Sarah —resolló Hingis.

—Lo veo —susurró ella—. Un campo magnético…

En el curso de sus investigaciones había dado una y otra vez con indicios de que la hermandad había conseguido servirse de las fuerzas inherentes al magnetismo.

El primero había sido el templo de Arsínoe, en la antigua Alejandría, en el cual, según la tradición, había habido una estatua que flotaba en el espacio; una demostración, mucho más reciente, era el codicubus, que solo podía abrirse por medio de fuerzas magnéticas. En cuanto Sarah entró en el salón de la cúpula y vio la escultura flotante entendió de dónde había sacado sus conocimientos la hermandad.

—Te sorprende, ¿verdad? —preguntó Ludmilla von Czerny con orgullo, como si ella en persona fuera la artífice de esa obra maestra de la física—. ¿A que no contabas con ello?

De nuevo Sarah optó por no responder, e intentó pensar con claridad y usando la lógica. En los textos ptolemaicos se decía que la estatua de Alejandría flotaba bajo una cúpula hecha de mena; en consecuencia, aquel salón tenía que estar hecho, aunque fuera en parte, de metal. La mirada de Sarah deambuló por los enormes pilares que sostenían la cúpula y que iban a parar a su cénit. ¿Quién en la tierra era capaz de construir algo así?

—Tengo la impresión, lady Kincaid, de que está usted profundamente impresionada por nuestros logros, n’est-ce pas?

Sarah dio un respingo.

No fue solo porque esa voz, que tenía un tono burlón y desafiante a la vez, la sacó de su ensimismamiento, sino también porque le pareció remotamente conocida. Como un eco de algo que en algún momento de su vida desempeñó un papel importante en ella.

O tal vez fuera alguien…

Los prisioneros se volvieron. Un hombre de edad indefinida se les acercó. Iba vestido con un abrigo ancho de color negro con la parte de los hombros rematada con piel y capelina. Llevaba unas botas de piel negras muy bien lustradas, y en la mano derecha sostenía un bastón de empuñadura dorada. Su porte era erguido, y su piel tenía una palidez aristocrática. Tenía el cabello corto y blanco, lo cual le daba la apariencia de tener más años de los que en realidad tenía. Con todo, la determinación juvenil de sus facciones afiladas compensaba esa impresión. Dirigió a Sarah una mirada de zorro con sus ojos de color azul hielo, que destacaban en un rostro que a ella le resultaba familiar y extraño a la vez. Extraño porque nunca antes había visto a ese hombre, y familiar porque se parecía a alguien de un modo impresionante.

—Tengo que admitir, ma chère, que no esperaba que llegásemos a conocernos personalmente. A fin de cuentas yo siempre he intentado permanecer en un segundo plano, n’est-ce pas? He de reconocer que su perseverancia es sorprendente, pero todo está dispuesto. Ni siquiera usted puede hacer nada al respecto.

No era solo su aspecto. También ese porte, el modo de hablar, la manía de adornar sus frases en inglés con expresiones en su lengua materna para darles más énfasis. Todo aquello despertaba en Sarah una sensación de familiaridad.

—Bienvenidos a las puertas de la sabiduría —dijo él.

—¿Quién es usted? —preguntó Sarah, imperturbable, con la sospecha de que la respuesta no le iba a gustar.

El hombre de pelo cano la miró con sus ojos de zorro y luego asintió con aire pensativo.

Eh bien —contestó—, creo que está usted en su derecho de saberlo, habida cuenta de todo lo que sin duda ha tenido que pasar. Aunque, desde luego, todo ha sido en vano. Mi nombre, ma chère, es Du Gard. Lemont Maurice du Gard.