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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID
Partimos del monasterio a primera hora de la mañana del día 16 de junio; somos un grupo de quince almas. Además del abad Ston-Pa, Friedrich Hingis, Jerónimo, Víctor Abramovich y yo misma, nos acompañarán hasta el Kailash diez monjes.
En lo que a Abramovich se refiere, Jerónimo tenía razón.
Aunque en principio el ruso se ha mostrado dispuesto a unirse a nuestra empresa, ha dejado bien claro que no se fía de mí ni de los monjes de Tirthapuri. Es posible que ello se deba a que, como oficial del servicio secreto, él ve en cualquier persona un enemigo potencial. Pero también es posible que, simplemente, la desconfianza sea el rasgo más característico de su modo de ser, y siento angustia cuando pienso que estuve a punto de ser como él.
Desde entonces han cambiado muchas cosas. He obtenido las respuestas a las preguntas que he buscado con desesperación, y sé que no estoy sola en esta lucha, aunque los objetivos de mis compañeros pueden no coincidir con los míos. Me he prohibido pensar en Kamal y deseo de todo corazón no tener que enfrentarme a la elección de la que el maestro Ammon me previno hace ya mucho tiempo. De hecho, no sabría qué decidir si tuviera que escoger entre el bienestar de mi amado y el de la humanidad.
Ninguno de nosotros sabe lo que nos deparará este viaje, y las manos me tiemblan cuando escribo estas líneas porque son las últimas que anoto sobre el papel. En breve nos separaremos del abad Ston-Pa y de sus hermanos, y les entregaré este diario que me ha acompañado en tantos viajes a fin de que ellos lo cedan a Ufuk, que lo guardará y —en el caso de que yo no regrese— procederá con él según le parezca.
No soy supersticiosa, pero no puedo ocultar que me inquieta un poco el que este cuaderno pequeño de piel esté casi lleno y que yo haya llegado a la última página…
VALLE DE DARCHEN, TÍBET OCCIDENTAL, 21 DE JUNIO DE 1885
Quedaban ya muy lejos las laderas peladas de Tirthapuri y el valle de las fuentes termales. En medio de un paisaje cuya árida belleza natural había dejado sin palabras a Sarah y a sus acompañantes, siguieron el viaje en dirección sudeste, hacia el Kailash.
Tomaron el camino por el que el rey de Ladakh en su tiempo se desplazaba una vez al año a Lhasa para confirmar su lealtad ante el Dalái Lama con el ritual del lop-chag[49], la misma senda que, en los meses de verano, un sinfín de peregrinos acostumbraban recorrer en dirección a la montaña sagrada; sin embargo, al contrario de lo que era de esperar, el camino estaba desierto, lo cual acentuaba todavía más la soledad y la inmensa magnitud del paisaje barrido constantemente por el crudo viento del este.
—Esto no es buena señal —afirmó el abad Ston-Pa con convencimiento—. Es un mal augurio que los peregrinos se mantengan alejados de la montaña sagrada.
—Seguramente han oído hablar de los cíclopes y tienen miedo —supuso Sarah.
—Es posible —confirmó el monje, aunque la explicación no pareció tranquilizarlo.
Como si quisiera corroborar esas sospechas aciagas, el cielo se iba oscureciendo conforme avanzaban en dirección nordeste. Al final, las cumbres nevadas sucumbieron por completo a él, y parecía como si una capa de oscuridad cubriera toda la tierra. Incluso durante el día reinaba una penumbra apagada, y por la noche los monjes montaban guardia y se turnaban para hacer girar sus rodillos de oración y murmurar mantras auspiciosos. Sarah tampoco descansaba bien: sus miedos no la abandonaban, y su intranquilidad iba en aumento a cada hora.
¿Qué les aguardaba en el Kailash?
El abad Ston-Pa parecía convencido de que la lucha entre la luz y la oscuridad, como él la llamaba, sería de naturaleza espiritual, comparable al duelo por la montaña que en su momento mantuvieron el yogui Milarepa y el maestro de bon.
Abramovich, en cambio, tenía una opinión distinta por completo, y Sarah, excepcionalmente, compartía su punto de vista. Llevaban consigo las pocas armas que les quedaban tras la caída de la aeronave —un fusil Berdan y un cargador rápido Krnka, así como el revólver de Sarah y el puñal en forma de hoz de Jerónimo— y estaban decididos a emplearlas. Pero ¿bastarían para doblegar a un adversario peligroso y obstinado hasta el extremo? Los anteriores encuentros con la hermandad habían enseñado a Sarah que la organización se servía de todos los medios posibles. ¿Qué no harían cuando el momento decisivo estaba tan próximo y los sectarios se creían ya llegados al destino soñado?
Al quinto día tras su partida de Tirthapuri, Sarah y sus compañeros vislumbraron por vez primera el destino de su marcha. Por la mañana habían dejado atrás Darchen, un pueblo que se encontraba en la estribación sur del Kailash y que habitualmente estaba abarrotado de peregrinos contritos. Pero también allí los callejones se hallaban desiertos, y el pueblo en sí parecía abandonado; de nuevo Ston-Pa dijo que aquello no era una buena señal. Según el abad, una sombra oscura se había abatido sobre el país.
Con todo, siguieron el camino hacia el norte, y eso a pesar de que la lluvia copiosa, que empezó a caer después del mediodía, reblandecía el suelo y dificultaba la marcha. Se cobijaron de las trombas de agua que se desplomaban desde el cielo en la gur[50] de un nómada, que les ofreció gustoso té de mantequilla y que se mostró claramente complacido de tener la oportunidad de servir a unos monjes y así hacer algo por el bien de su alma. Cuando aquel frente de lluvias se retiró por fin, las nubes grises del monzón se disiparon y, con la última luz del día que se posó sobre la cima de la montaña, Sarah y sus compañeros pudieron admirar el Kailash en toda su magnificencia.
Era sobrecogedor.
La montaña, como un templo gigantesco hecho de paredes de granito y con la cima puntiaguda cubierta de nieve, se despojó de las nubes con parsimonia, y a partir de entonces a nadie le asombró que tuviera tanta importancia para muchas religiones asiáticas. La luz del sol acariciaba el amplio flanco oeste de la montaña, que estaba recubierto de líneas horizontales blancas, y lo bañaba con una luz dorada que le confería un esplendor prácticamente celestial. Parecía inalcanzable y próximo a la vez y, por lo menos durante un breve instante, dio la impresión de que ningún poder de este mundo podía profanar, ni siquiera poner en peligro, ese lugar.
Los monjes se quedaron inmóviles y musitaron de nuevo sus mantras. Sarah, que había estado ya hacía mucho tiempo en aquel lugar, también susurró una oración. Jerónimo bajó la cabeza y se arrodilló, e incluso Hingis, que por lo general era bastante desapasionado, pareció impresionarse ante esa visión. Se quitó varias veces las gafas y se restregó los ojos. Como no podía ser de otro modo, Abramovich se mantuvo al margen de aquellas actitudes, pero tampoco él dijo nada y se quedó mudo contemplando aquella maravilla de la naturaleza, quizá porque en aquel momento se dio cuenta de que la montaña del mundo no era un producto de la imaginación humana sino que existía de verdad.
Sarah no sabría decir cuánto tiempo estuvieron mirando el Kailash. Del mismo modo inesperado en que había asomado entre las nubes, la montaña desapareció entre las sombras de la noche que se aproximaba. La oscuridad se abrió paso, atrapando primero los valles y, finalmente, al gigante. Sin embargo, bajo la luz plateada que la luna arrojaba sobre la tierra pelada se vislumbraba también su silueta gigantesca, como el recuerdo borroso de un sueño pasado.
Después de pasar la noche en la tienda del nómada, Sarah y sus compañeros prosiguieron el viaje.
Cada vez se acercaban más a la montaña, que al principio les dio la bienvenida desde la lejanía, pero luego quedó oculta detrás de las paredes rocosas, empinadas y atravesadas por las bandas de piedra de distintos colores, de la estribación sur. Un auténtico laberinto de granito parecía extenderse al pie de la montaña del mundo, pero por primera vez Sarah tuvo la sensación de que conocía el camino.
La última vez que había estado allí todavía era una niña, y evidentemente había reparado en cosas distintas que un adulto, sobre todo porque además huía y estaba totalmente aterrada. Con todo, le pareció reconocer alguna que otra de las formaciones rocosas grises atravesadas por franjas de rocas de color naranja o azul. Tuvo la certeza completa cuando vio una chorta hecha de barro y piedras que encontraron en el borde del camino. Tenía unas cuerdas extendidas desde la punta hasta el suelo, y en ellas prendían cientos de banderolas descoloridas y rotas por el viento; en torno a las columnas de piedra, que eran un símbolo de la fe budista, los peregrinos habían colocado un número incalculable de mani, piedras en las que habían grabado mantras y oraciones.
Sarah sabía que había pasado por aquel lugar; es más, estaba segura que había colocado allí una piedra con la que había pedido ayuda en su huida.
Hacía mucho tiempo…
—¿Os acordáis? —preguntó el abad Ston-Pa, que caminaba junto a ella.
—Creo que sí —asintió Sarah. Le resultaba extraño no notar las barreras del olvido. Con todo, dudaba de que la época oscura hubiera revelado ya todos sus secretos.
Ella era hija de un oficial británico y de una mujer desconocida, posiblemente india, y si la misteriosa mujer a la que llamaban respetuosamente Mahasiddha no la hubiera sacado de aquel orfanato de Bombay, su vida sin duda habría tomado un derrotero totalmente distinto. Sarah recordaba algunas lecciones que Mahasiddha le había dado, pero apenas tenía recuerdos personales. Tal vez eso se debía a que todo aquello había tenido lugar hacía mucho tiempo; pero también a que no pudieron terminar el ritual del pho-wa. Sarah había aprendido muchas cosas y había obtenido muchas respuestas; sin embargo, el gran enigma seguía sin ser resuelto, y con cada pedazo de roca y cada hendidura que le parecía familiar crecía su convencimiento de que se aproximaba a la solución.
Cuando pensaba en Mahasiddha Sarah recordaba a una mujer silenciosa y ensimismada, como si estuviera impregnada de una gran tristeza, de una soledad que era mucho más que la ausencia dolorosa de compañía humana. Como si ella no solo hubiera perdido lo más querido en esa tierra, sino también una parte de ella misma.
—Ya hemos llegado —anunció el abad Ston-Pa de pronto, sacando a Sarah de sus pensamientos.
Ella apenas había reparado en las formaciones rocosas junto a las que habían pasado en el curso de la última hora; pero entonces tuvo la certeza de que conocía esa aguja de roca grisácea con la punta de color rojo anaranjado. Se acordaba de haber pasado por allí cuando huía con Polifemo. El camino se dividía al pie de ese peñasco. Una senda empinada iba hacia lo alto y desaparecía entre las rocas mientras la otra partía en dirección sudeste.
—Los peregrinos —explicó el abad Ston-Pa— llaman a esta roca galmé kyai so-ma shag, esto es, la antorcha del nuevo día. Cuando al despuntar el día el primer rayo de sol llega al valle acostumbra iluminar la punta e indicar la dirección a los arrepentidos. Aquí se separan nuestros caminos.
—Entiendo —se limitó a decir Sarah.
Le habría gustado poder disfrutar más tiempo de la compañía del abad y de sus monjes, cuya presencia le resultaba extremadamente tranquilizadora y beneficiosa. Pero sabía que no había argumento convincente para hacer que los monjes de Tirthapuri la acompañaran; por una parte, el respeto que ellos sentían por la montaña sagrada era demasiado como para poner un pie en ella; por otra, querían recorrer la khora interna y, a través del recorrido en torno al Kailash, pedir ayuda divina para que la misión de Sarah tuviera éxito.
—Esa senda —explicó el abad señalando hacia el sudeste— no solo conduce a la entrada de la khora sino también a Redschet-Pa. El caminante es quien decide si se dirige hacia el lugar del arrepentimiento o hacia el del olvido. Es la encrucijada entre el bien y el mal. A partir de aquí, Mahasiddha, ya no necesitáis nuestra guía.
—Lo sé —respondió Sarah, a pesar de que no se sentía segura. Solo podía confiar en que sus recuerdos, llenos de lagunas, le mostraran cómo dirigirse hacia el camino secreto y, con ello, hacia Shambala. Tenía la impresión de que a partir de allí sus compañeros de viaje y ella misma quedarían a su suerte. No había vuelta atrás.
—¡Cuidado!
El aviso de Jerónimo fue contenido, pero serio. Sarah, que quería despedirse del abad Ston-Pa y agradecerle toda su ayuda, se dio la vuelta.
—¿Qué sucede?
El cíclope había echado la cabeza hacia atrás. Tenía entrecerrado el párpado de su único ojo.
—Ya no estamos solos —susurró con una voz estremecedora—. Nos observan.
—¿Quiénes? —quiso saber Sarah mientras palpaba su empuñadura de la Colt Frontier.
—Nuestros enemigos. Están aquí…
De repente se oyó un zumbido procedente del mar de torres de roca que los rodeaban. Uno de los hermanos del abad Ston-Pa levantó los brazos y se desplomó con un grito ahogado. Antes de tocar el suelo ya estaba muerto. En el pecho le sobresalía una flecha larga.
—¡Una emboscada! —gritó Abramovich, y levantó el arma, que había tenido en las manos todo el tiempo.
El ruso disparó dos veces de inmediato, pero sin éxito. No se veía el arquero enemigo, ni podía saberse de dónde procedía la flecha. Se oyó entonces otro disparo que estuvo a punto de dar a Friedrich Hingis.
—¡Todos a cubierto! —gritó Sarah a sus compañeros.
Todos se apresuraron a ocultarse detrás de las piedras que había a ambos lados del camino las cuales proporcionaban buena protección hacia delante, si bien por detrás los viajeros estaban expuestos y tenían que cubrirse entre ellos.
Como el abad y sus monjes iban desarmados, Sarah dejó que Abramovich y Hingis tomaran posición a un lado mientras Jerónimo y ella intentaban cubrir el otro flanco, algo que, con un enemigo que no estaba aún a la vista pero que atacaba con una precisión mortal, no era una tarea precisamente sencilla.
Al poco tiempo cayeron más flechas, las cuales de nuevo provocaron víctimas entre los monjes de Tirthapuri. Sarah oyó gritos de espanto y disparó algunos tiros cuando le pareció atisbar una sombra situada entre las rocas, un poco por encima de ella. Pero las balas dieron contra la piedra sin ningún resultado y acabaron rebotando sonoramente. También Abramovich respondió al ataque y con igual mal resultado, pues sus proyectiles parecían errar en aquellos adversarios invisibles. En cambio, de nuevo se oyó el estremecedor silbido de las flechas que se clavaban en la quebrada y que solo se veían en el último momento. Uno de los monjes recibió un impacto en la pierna; las otras flechas se hicieron pedazos al dar contra la roca dura.
—¿Y ahora qué? —gritó Abramovich desde el otro lado. De no ser porque Sarah sabía que la vida del ruso también corría peligro, habría jurado que percibía en su voz cierto regodeo—. ¿Cuál es su estrategia ahora?
Sarah reflexionó. No podían quedarse allí porque poco a poco las flechas de sus adversarios acabarían con todos. Tampoco la retirada era una opción. Evidentemente, podían intentar abrirse paso, pero era muy posible que entre las rocas hubiera agazapados más tiradores a la espera de que ellos salieran de su cobijo.
Jerónimo, al parecer, había pensado lo mismo ya que, de pronto, se levantó, se apartó el abrigo y asió el puñal en forma de hoz con las dos manos.
—¿Qué pretendes? —quiso saber ella.
—Usted espere aquí —le ordenó él—. Si no he vuelto en cinco minutos, retírese.
—Pero…
—Se lo ruego —añadió el cíclope en un tono tan insistente que sonó más a orden que a petición.
—Entendido —aceptó Sarah sin más.
El gigante se marchó sigilosamente bajo una nueva lluvia de flechas y desapareció entre las rocas.
—¡Alto! —protestó Abramovich—. ¿Adónde va?
—A ayudarnos —repuso Sarah.
El ruso renegó.
—Sí. Y yo que me lo creo…
Hingis abandonó su puesto en el lado izquierdo del camino y se deslizó hacia Sarah para ayudarla. Con un poco de práctica el cargador rápido que él llevaba podía accionarse también con una sola mano.
Permanecieron agazapados junto con los monjes al pie de la roca y aguardaron. De nuevo Sarah no pudo más que admirar al abad Ston-Pa y a sus hermanos. A pesar del peligro inminente, no parecían sentir ningún temor y estaban sumidos en la oración, como si el poder de la fe bastara para mantener alejadas las flechas mortales. También Sarah rezó en voz baja, pero por prudencia mantuvo los ojos abiertos. Una de las flechas fue hacia ella, y la esquivó por muy poco.
Con un grito de indignación, Hingis disparó hacia el punto del que había salido la flecha. La bala de su arma impactó contra la roca gris, y unos fragmentos de granito se soltaron y cayeron.
Luego volvió el silencio, pesado y abrumador…
—¿Qué ocurre ahora? —siseó Abramovich.
No se oía ningún silbido de flecha, tan solo los gemidos del monje herido en la pierna, al que sus hermanos habían metido un jirón de su bukoo entre los dientes para que no gritara.
Pasaron unos instantes que parecieron infinitos.
¿Qué significaba aquel silencio? ¿Por qué de pronto los disparos habían cesado? ¿Dónde estaba Jerónimo?
—¿Sarah? —susurró Hingis.
—¿Sí?
—¿Se te ha pasado por la cabeza que podríamos morir? ¿Quiero decir, aquí y ahora?
Ella asintió.
—¿Ha merecido la pena? —El suizo la miró. No era una reprobación, solo una pregunta, pero él parecía esperar su respuesta.
—No lo sé —admitió ella en voz baja.
Soltó un respingo en cuanto notó que el silencio se veía súbitamente interrumpido por un alarido espeluznante. A la vez, una sombra oscura se abatió sobre el lugar donde Sarah y Hingis se encontraban agazapados.
Sarah se sobresaltó y vio una silueta gigantesca recortada contra el cielo. No pudo advertir ningún detalle en ella, solo los rasgos de la cara y el ojo único así como el puñal en forma de hoz que llevaba en sus manazas. Sin pensar más, levantó el Colt Frontier con las dos manos y disparó.
La bala salió despedida del cañón y dio en el pecho del coloso, que interrumpió su grito de guerra y lo convirtió en un gemido. Se tambaleó como si hubiera topado contra un obstáculo invisible, luego se dobló hacia delante y se desplomó directamente sobre Sarah y Hingis.
Sarah resolló y retrocedió de inmediato para esquivar el cuerpo del gigante. Hingis, más lento, cayó al suelo con un grito ahogado y quedó sepultado bajo el abrigo de piel del cíclope.
Sarah se quedó paralizada, con el arma humeante aún en las manos. Con los ojos abiertos de espanto miraba al cíclope que yacía en el suelo.
—Jerónimo —musitó horrorizada.
Abramovich la ayudó a voltear a coloso y a liberar a Hingis. Al suizo le costaba respirar, pero por lo demás estaba ileso. Sarah se sintió aliviada cuando vio el rostro lleno de cicatrices y artificialmente deformado del cadáver.
No era Jerónimo.
Aunque aquel cíclope tenía un solo ojo en el centro de la alta frente, él, a diferencia de su amigo, que era el último descendiente de los arimaspos, era el resultado de una manipulación tan atroz como criminal que había tenido lugar en un lugar remoto, bajo las tierras húmedas de Crimea. Las disimilitudes eran tan notorias que Sarah se preguntó por qué no se había reparado en ellas antes. En ese momento cayó en la cuenta de lo que había querido decir Jerónimo cuando había afirmado que los servidores de la hermandad tenían el cuerpo y la mente deformados. Incluso muerto, la mirada que se adivinaba a través del párpado entrecerrado era la de la locura.
—Perdóneme.
Sarah se volvió. Jerónimo estaba detrás de ella, con el puñal en forma de hoz en una mano y en la otra algo que ella no era capaz de identificar. Su pecho amplio subía y bajaba con rapidez, y parecía agotado por la lucha de la que él había salido vencedor.
—Eran tres —explicó—. He matado a dos, pero este se me ha escapado. Por favor, discúlpeme.
—No hay nada que disculpar —replicó Sarah—. Sin tu ayuda seguramente ahora estaríamos todos muertos. Somos nosotros quienes tenemos que estarte agradecidos, Jerónimo.
El cíclope hizo un breve asentimiento con la cabeza. Luego alzó su puñal, se inclinó hacia el muerto y lo asió por la cola que le recogía el pelo. Entonces Sarah reparó en lo que su amigo el cíclope llevaba en la mano izquierda: era la cabellera de los contrincantes abatidos de la que pendía el cuero cabelludo todavía ensangrentado…
—Te lo ruego, no —dijo en voz baja.
Él levantó la mirada.
—¿Por qué no? —repuso Jerónimo, sin compasión—. No era más que una farsa, un atentado contra la naturaleza.
—Es posible. Pero también era una persona —objetó Sarah.
El cíclope hizo una mueca de desaprobación. Para él el intento de hacer una copia de sus semejantes no solo era un atentado contra la creación sino también una ofensa personal. Levantó el puñal para proseguir con su acto sangriento cuando Ston-Pa se lo impidió.
—¡Mig-shár, aguardad! —exclamó el abad, que se había inclinado sobre el supuesto cadáver y tenía las manos posadas en el pecho—. ¡Sigue con vida! ¡Su respiración es débil y el pulso apenas se le nota, pero su espíritu todavía no lo ha abandonado!
—¿Qué?
Sarah se agachó junto al cíclope abatido. El abad tenía razón: el pecho del guerrero enemigo todavía subía y bajaba, pero posiblemente era solo cuestión de tiempo que su único ojo se cerrara para siempre.
—¿Me entiendes? —le preguntó ella.
La respuesta fue un asentimiento con la cabeza.
—¿Sabes quién soy?
Todo cuanto pudo salir de la garganta del herido fue un chasquido siniestro. Era evidente que era incapaz de decir más. Sin embargo, Jerónimo no parecía dispuesto a conformarse con ello.
—¡Habla! —le ordenó colocándose junto a la cabeza con el puñal en forma de hoz en las manos—. ¡Puedes morir de manera rápida o lenta! ¡Tú decides, perro!
En la mirada moribunda del herido brilló algo parecido al agradecimiento. Entonces asintió de nuevo. La sangre se le escapó por la comisura de los labios.
—¿Perteneces a la hermandad?
—Sí… —Aquello fue más un gemido que una auténtica respuesta.
—El preso… —Sarah hizo la pregunta que más la inquietaba—: ¿Has visto a Kamal ben Nara?
—Sí…
—¿Está vivo? ¿Está bien?
El cíclope intentó sonreír, pero eso hizo que borbotara más sangre de sus labios.
—Mazmorra… —farfulló—. Fortaleza olvidada… Condesa…
—¿La condesa de Czerny? —repitió Sarah.
—Sí…
—¿Está ella allí también? ¿En Redschet-Pa?
—No —resolló el cíclope—. Gran maestre… Cumplir la profecía… Regreso de los Primeros…
Sarah y Jerónimo cruzaron la mirada.
—Eso significa que van camino de la cumbre —dedujo el cíclope— y que ya han encontrado la puerta de la sabiduría.
—¿Es eso cierto? —Sarah se volvió hacia el herido.
Sin embargo, este ya no estaba en condiciones de responder. Abrió la boca, pero sus palabras quedaron ahogadas en otra hemorragia de sangre. El rostro, ya de por sí deforme, dibujó una mueca de dolor y el cuerpo se enarcó. Jerónimo dirigió una mirada inquisitiva a Sarah; tras obtener su permiso, él cumplió su promesa y puso fin al sufrimiento de aquel servidor de la orden, cuyos estertores terminaron de inmediato.
—Ya lo habéis oído —dijo el cíclope en aquel silencio atroz—. Tenemos la confirmación definitiva de que el enemigo nos ha adelantado en algo decisivo. No hay tiempo que perder.
Sarah cerró los párpados. Sabía lo que su protector de un solo ojo quería decir con eso. Y peor aún: sabía que tenía razón.
¡Cuánto había deseado no llegar a la situación de sentirse obligada a decidir entre su misión y Kamal!
—Sarah —dijo Hingis en voz baja al ver que ella se mantenía en silencio durante un largo segundo.
En efecto. Sí. Tenía que decidir. Pero ¿cómo abandonar sin más al hombre que amaba y por el cual se había arriesgado tanto ahora que por fin sabía dónde se encontraba?
Sarah no se hacía ilusiones. La Hermandad del Uniojo le había demostrado en repetidas ocasiones que las ansias de poder de la organización solo eran superadas por su sed de venganza. Si sus planes fracasaban, Kamal sería el primero en sufrirlo… Y Sarah no quería perder otro ser amado.
No podía.
De pronto, abrió los ojos. Los tenía anegados en lágrimas que se le deslizaban por las mejillas, pero no se avergonzó de ello, ni siquiera ante Abramovich.
—No puedo sacrificar sin más a Kamal —afirmó.
—Pero ¡Sarah! —Hingis suspiró, alarmado.
—Si es así, la hermandad ha ganado la batalla —constató Jerónimo con tono sombrío—, y la humanidad pagará el precio de ello.
Sarah negó con la cabeza. No quería que eso ocurriera, pero tampoco había querido ese destino para ella, ni había suplicado jamás ser la elegida de algo o poseer conocimientos especiales. Todo cuanto anhelaba era una vida sencilla… ¿Se suponía entonces que debía renunciar a ella?
—¿Qué discutimos ahora? —bufó Abramovich—. Seguramente en las montañas vagan más cíclopes malditos como este. Cuanto más tiempo nos quedemos aquí, mayor será el peligro de caer en otra emboscada.
—En tal caso, márchese —le espetó Sarah—. Haga lo que tenga que hacer por su zar y por su patria.
—Eso pienso hacer —le aseguró el ruso, rechinando los dientes—. Yo, a diferencia de usted, sé cuál es mi obligación y no escurro el bulto cuando mi ayuda es necesaria.
—¡Cállese!
Sin saber por qué Sarah sacó el revólver y apuntó con él a Abramovich. Todavía le quedaba una bala en el tambor: era suficiente para hacer callar para siempre a aquel agente de la Ojrana.
—Y ahora ¿qué? ¿Va a dispararme? ¿Después de todas sus recriminaciones sobre mi supuesta falta de moral? El momento que ha escogido para cambiar de parecer, créame, es sumamente desfavorable.
El ruso ni siquiera parpadeó. Miró con decisión el cañón del arma.
—Sé que usted no me soporta, ni a mí ni a mis métodos —añadió—. Pero hace tiempo que ya no se trata de usted, ni de mí. Si es cierto lo que ha dicho, tenemos que colaborar para detener esa amenaza, cueste lo que cueste. La decisión se tomó ya hace tiempo.
—En esto él tiene razón.
Para disgusto de Sarah, Hingis coincidió con el ruso. También el abad Ston-Pa mostró en silencio su asentimiento y afirmó con la cabeza.
—¿Lo decís en serio? —preguntó Sarah, incapaz de asimilar que precisamente el espía del zar ahora se las diera de salvador de la humanidad—. ¿Acaso no os dais cuenta de lo que pretende? ¡Solo quiere ir a Shambala para hacerse con el tercer secreto!
—Aunque así fuera, eso no modifica para nada nuestra misión —le indicó Hingis—. Tú misma dijiste que su papel en esta partida todavía no había terminado, ¿verdad?
Sarah tomó aire. Era doloroso verse refutada con argumentos propios. Pero el hecho de que su amigo y su adversario compartiesen la misma opinión le hizo darse cuenta de que estaba en minoría. De hecho, no había nada que discutir. Y eso era precisamente lo que enojaba a Sarah.
El dedo le tembló en el gatillo, pero lo pensó mejor y bajó el arma. Estaba decidido. Iba a sacrificar lo que el destino le pedía, a pesar de que interiormente se oponía por completo a ello.
¿O acaso había otra solución?
—De acuerdo —convino en voz baja—. Iré… Y tú, Jerónimo, también.
—¿Milady? —Su único ojo le dirigió una mirada insegura.
—Hace mucho tiempo juraste protegerme, ¿no es cierto? —preguntó.
—Así es.
—En tal caso, te dispenso ahora de esa promesa y la transfiero a Kamal. Ve a Redschet-Pa e intenta liberarlo mientras los demás seguimos nuestro camino.
—¡Ni pensarlo! —bramó Abramovich fuera de sí—. Para ganar esta batalla necesitamos una mano que sepa blandir el puñal.
—Él o yo. —Sarah le dio a escoger—. Esta es mi condición.
—Milady —objetó Jerónimo—. No sé si…
—¿No sabes si eres el adecuado para esta tarea? —Ella negó con la cabeza—. Yo tampoco estoy segura, pues tú fuiste uno de los primeros en advertirme que tendría que decidirme y me has ocultado muchas cosas.
—Milady, yo…
—Pero —prosiguió Sarah antes de que él pudiera objetar nada— durante las últimas semanas has sido un amigo fiel para mí, y has arriesgado tu vida para salvar la mía. Por eso ahora te confío lo más valioso que me queda en la tierra, Jerónimo: la vida de mi amado.
—¡Menudas bobadas sensibleras! —le espetó Abramovich entonces—. ¿Por qué no nos vamos…?
—¡Cállese de una vez! —gruñó Hingis con una energía que enmudeció al ruso.
Todos los ojos se centraron entonces en Jerónimo, que seguía indeciso.
—No es bueno oponerse al destino, lady Kincaid —dijo el cíclope.
—Es posible —admitió Sarah—. Pero ¿cómo sabes cuál es nuestro destino? Quizá la providencia lo haya dispuesto así. Tal vez quería que yo decidiera de este modo y no de otro…
El cíclope observó. En su mirada se veía cierto orgullo herido y posiblemente también una pizca de desengaño. Con todo, aunque era evidente que no compartía la decisión de Sarah, finalmente asintió.
—Gracias, Jerónimo —susurró Sarah—. Por favor, discúlpame. No tengo otra opción.
El cíclope se encogió de hombros. A continuación limpió su puñal, que todavía tenía ensangrentado, con el abrigo de piel de uno de los esbirros abatidos de la orden, se lo metió en el cinto y se dio la vuelta para marcharse.
—Tal vez —gritó Sarah detrás de él— ha llegado el momento de que todos empecemos a confiar en el destino.
El cíclope se quedó quieto y se volvió de nuevo. Resultaba imposible interpretar la mirada que dirigió a Sarah. Finalmente, respondió con algo que ni ella, ni el abad Ston-Pa ni sus hermanos olvidarían jamás.
—Dán-po gyalo —dijo, adaptando el deseo de suerte tradicional tibetano. ¡Victoria a los Primeros!
A continuación, desapareció entre las rocas.