6
MONASTERIO DE TIRTHAPURI, MAÑANA DEL 15 DE JUNIO DE 1885
—¿Y bien? ¿Cómo estáis?
Sarah abrió los ojos, pero no se sentía como si acabara de despertar. De hecho, le parecía como si nunca antes en la vida hubiera tenido la mente más despierta y lúcida como en el estado de trance al que la habían llevado el abad Ston-Pa y sus hermanos.
No sabía cuánto tiempo había pasado. Seguía sentada en el suelo alfombrado de la sala de reunión, pero la luz de la luna ya no se colaba por la ventana elevada; ahora por ella entraba una pálida luz diurna y se veía un cielo encapotado. Sarah miró a su alrededor pero no se veía la presencia del abad, que estaba sentado frente a ella, ni la de los demás monjes, que la rodeaban en un círculo amplio a fin de —según le había explicado él— reforzar la energía y facilitar el trong-jug.
Al principio Sarah no se había sentido cómoda con la idea de abrir su espíritu a unas personas desconocidas. De vez en cuando se había confiado a Maurice du Gard, así como al maestro Ammon y, por supuesto, a Kamal, pero siempre se había tratado de pensamientos aislados, retazos de su conciencia. Permitir el acceso de alguien a su yo más interno significaba revelarle sus miedos, sus anhelos y, en cierto modo, desnudarse ante él de un modo que iba mucho más allá de la mera desnudez corporal. Por ello, al principio Sarah se había opuesto con todas sus fuerzas, pero conforme el abad le fue hablando en tono tranquilizador y ella fue sumiéndose en el trance, su resistencia disminuyó. Cuando por fin se dejó ir por completo, se descorrieron los velos que hasta el momento habían ocultado su pasado y una luz intensa iluminó la época oscura.
Ahora Sarah lo sabía todo, recordaba… y de pronto las cosas empezaron a encajar.
Se había visto de pequeña, junto a una mujer a la que la gente llamaba Mahasiddha, que era como se designaba en sánscrito a una mujer iluminada por la sabiduría divina. Mahasiddha había recorrido con ella el país como una peregrina, constantemente en busca de algo que Sarah no era capaz de entender; al final, esa búsqueda las había conducido hasta el norte, pasada la frontera del Tíbet.
Saber que mucho tiempo atrás ella ya había estado en la cima del mundo no le asombró lo más mínimo; de hecho, le pareció una explicación plausible a por qué había muchas cosas que le parecían familiares y por qué se sentía tan vinculada a esa tierra y a sus gentes. En un lugar remoto, vigilada por el ojo del cíclope, la mujer que le había hecho de madre había querido transferir a Sarah su sabiduría y sus recuerdos, pero los servidores de la Hermandad del Uniojo habían encontrado su escondite y las habían atacado.
El ritual del pho-wa, que la anciana había querido hacer con ella, fue interrumpido de forma repentina cuando los esbirros del enemigo entraron en la sala; la imagen de Mahasiddha muerta bajo una lluvia de balas seguía atrozmente clavada en su memoria, igual que la de los cíclopes luchando con valentía contra los intrusos. Uno de ellos, Polifemo, la tomó de la mano y la sacó de la fortaleza, que se erguía solitaria en la cima de una montaña. Durante varios días huyeron entre la nieve y el hielo, con la intención de llegar al paso de Shipki y huir a la India. Sin embargo, sus enemigos los persiguieron y los alcanzaron; si en aquel frío día de principios de verano del año 1865 un británico llamado Gardiner Kincaid no hubiera aparecido en el sitio adecuado y en el momento preciso, posiblemente la hermandad habría saboreado entonces la victoria definitiva.
Pero Gardiner hizo mucho más.
No solo intervino en el enfrentamiento, sino que además puso a salvo a Sarah, le proporcionó un hogar y una familia, y aunque ella lo amaba con todo su corazón y hasta hacía unos meses lo había considerado su padre biológico, ahora ella empezaba a darse cuenta de lo que él había hecho en realidad. A partir de ese día, él pasó a formar parte de algo cuya auténtica dimensión no podía sospechar entonces; cuando finalmente cayó en la cuenta, Gardiner Kincaid fue presa de un miedo tan atroz que decidió que Sarah no debía saber jamás nada de eso.
Siguiendo el consejo de Polifemo, Kincaid había dado a beber la niña el agua de la vida aunque, evidentemente, sin saber el modo correcto de hacerlo. Entonces ella quedó sumida en la fiebre oscura, y fue necesaria la ayuda de un médico de nombre Mortimer Laydon para curarla. Gardiner hizo todo lo posible por protegerla, si bien a partir de ese momento el destino de ella quedó indisolublemente unido al de la hermandad.
Durante todo ese tiempo ella había intentado averiguar qué voces eran las que oía en sueños; había dado muchas vueltas al significado que podían tener las imágenes borrosas que veía mientras dormía. Ahora por fin sabía que eran el eco de los acontecimientos que habían tenido lugar veinte años atrás. Saber eso resultaba tranquilizador e inquietante a la vez, pero no provocaba pánico en Sarah; de hecho, para ella era un alivio saber al fin lo que había ocurrido.
Se dio cuenta de que el abad seguía mirándola, expectante, y recordó que él le había hecho una pregunta.
—Estoy mejor —le aseguró—. Al cabo de tantos años, resulta extraño saber quién soy en realidad.
—La mayoría de las personas viven toda su vida sin saberlo, Mahasiddha —repuso el abad Ston-Pa—. En este sentido podéis sentiros dichosa.
—¿Cómo me habéis llamado?
—Mahasiddha —respondió el abad con seriedad y respeto inclinando ligeramente la cabeza—. Pues también vos despertasteis cuando la anciana os transmitió su sabiduría.
—¿Pensáis entonces que esa anciana era una de los Primeros?
—No en su apariencia física —apuntó el abad—, pero sí en el sentido de que ella era depositaria de la sabiduría y las experiencias de ellos. Ya habéis visto con Al-Hakim que es posible transferir ese tipo de cosas.
—Pero el pho-wa fue interrumpido —objetó Sarah—. Así que no sabemos cuánta de su sabiduría me fue transferida ni si voy a ser capaz de abrir la puerta.
—Es cierto —dijo una voz que surgió de la oscuridad. Jerónimo, que había asistido en silencio al ritual, estaba de pie, apoyado en una columna—. Sin embargo, no le queda más opción que intentarlo, lady Kincaid. Porque también nuestros enemigos quieren descifrar el secreto, y si lo logran, la oscuridad caerá sobre el mundo.
—Pero la hermandad se nos ha avanzado en algo fundamental —repuso Sarah—. ¿O acaso tú sabes dónde se encuentra la entrada a Shambala?
—No —admitió el cíclope—. Yo nunca estuve allí. En cambio, usted sí lo sabe.
—¿Yo?
—¿Recuerda el sitio al cual Mahasiddha la llevó para transferirle su sabiduría?
—Recuerdo un pico cubierto de nieve —dijo Sarah, rememorando lo que había visto—, y unas torres de piedra y un gran salón. Además, recuerdo un gran corredor, llamado lam-gól…
—Lam-gól es una palabra tibetana, y significa «camino secreto» —explicó Jerónimo mientras el abad asentía con la cabeza—. En su momento, usted salió de Shambala por ese camino secreto.
—¿Salí de Shambala? —preguntó Sarah. Entonces, de nuevo un detalle encajó en el rompecabezas—. ¡La «fortaleza sobre las cumbres»! ¡Por supuesto! Así se llamaba Shambala, ¿verdad? Igual que en el dibujo del codicubus.
—En efecto.
—¿Y yo ya he estado ahí?
—No en la zona sagrada —apostilló el cíclope—, pero sí en el salón que se encuentra en el interior del Meru y que se llama sgo-mo kai-shes-ráb, esto es, la puerta de la sabiduría. Ahí está el umbral que solo los Primeros pueden cruzar…
—… y al otro lado se encuentra el tercer secreto —prosiguió Sarah.
—Así es.
—Jerónimo… —En la mirada de Sarah había una mezcla de lamento y de reproche—. ¿Por qué no me dijiste nunca nada? Habría sido todo más sencillo.
—¿De verdad? ¿De qué le habría servido, milady? La sabiduría sin la verdad es como una flor sin raíces.
—Pero, de algún modo, me habría ayudado a salvar a Kamal.
—Esa no es su misión. Mahasiddha la nombró heredera y guardiana del tercer misterio. Ahora usted debe dedicar toda su atención a protegerlo, sobre todo cuando además no podemos estar seguros en lo que respecta a Kamal.
Sarah hizo una mueca de sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Usted misma supone que él podría abrir el camino a Shambala para la hermandad, ¿no?
—En efecto —admitió ella—. Pero nunca de forma voluntaria.
—Eso no podemos saberlo. Kamal ya no es el que era en otros tiempos —recordó el cíclope—. Después de todo cuanto hemos averiguado, tenemos que considerar la posibilidad de que él se haya convertido en un enemigo.
—¡Imposible! —Sarah negó con la cabeza—. Kamal nunca me traicionaría, ni tampoco traicionaría nuestra causa.
—Usted es una escogida, milady, pero no es infalible —replicó el cíclope—. No permita que sus sentimientos intervengan en su capacidad de juicio. Hay que tomar una decisión.
—¿Una decisión? —Sarah entrecerró los ojos—. ¿Sobre qué?
—Creo que lo que Mig-shár intenta decir —explicó el abad— es que el deber y el afecto son excluyentes entre sí.
—¿Deber? ¿Afecto? —Sarah pasó la mirada de uno al otro—. ¿Creéis que tengo que decidir entre proteger el secreto… y Kamal?
—Podría darse esa circunstancia —le confirmó Jerónimo—. Y, antes de que sea demasiado tarde, usted debe pensar de qué parte está. Tiene que sopesar el destino de su amado respecto al de la humanidad.
—¿Pretendéis que sacrifique a Kamal? —preguntó Sarah, enfurecida y cansada de tantos circunloquios.
—En ocasiones —dijo el abad Ston-Pa— la vida nos exige sacrificios.
—¡No me vengáis ahora con eso! —le espetó Sarah. El corazón le palpitaba con fuerza, notaba el pulso incluso en el cuello. Las lágrimas, testimonios de su rabia, le asomaron a los ojos—. He perdido a mi padre, a muchos amigos, y prácticamente todas mis posesiones, así que no hagáis ahora como si no supiera lo que significa hacer sacrificios. Pero yo… yo…
La voz la abandonó y bajó la mirada. Le habría gustado levantarse de un salto y abandonar la sala para ir a la habitación de Hingis y buscar consuelo en su amigo. Posiblemente, sin embargo, el suizo le diría lo mismo. Es más, ya se lo dijo una vez, en Grecia. Ella entonces no le hizo caso, y de ese modo había desencadenado los acontecimientos que finalmente la habían conducido hasta allí y la habían puesto en esa situación.
¿Acaso Jerónimo y Ston-Pa tenían razón? ¿Kamal debía ser sacrificado para evitar una catástrofe? Sarah fue presa de una desesperación de la que no había escapatoria. Le gustara o no, era preciso tomar una decisión…
Notó una mano, suave, casi cariñosa, en el hombro.
Levantó los ojos, vacilante, y se encontró con el rostro joven de Ufuk en el que, sin embargo, se reflejaban la sabiduría y la edad de Ammon. Incluso su mirada era vidriosa y vacía, como la de Al-Hakim.
—Sarah —dijo él con suavidad—, el maestro Ammon dijo que llegaría este momento, ¿verdad? Fue en aquella tienda de campaña, cuando éramos prisioneros de Abramovich.
Sarah asintió. Se acordaba de ello, aunque le parecía que había pasado una eternidad desde entonces.
—Eso precisamente era lo que Gardiner no quería para ti —prosiguió Ufuk—. Él pasó por lo mismo que tú y, como no quiso jamás tomar esa decisión, y nunca quiso escoger entre una persona amada y su deber moral, te lo ocultó todo.
—El apego a las cosas terrenales —añadió el abad Ston-Pa para explicarse— nos hace, en cierto modo, vulnerables. Por eso los budistas creemos que la respuesta reside en el ascetismo, porque solo él nos libera de las ansias y las necesidades mundanales.
—No quiero más respuestas —insistió Sarah con la obstinación de una niña—. ¡Quiero a Kamal! ¡Lo quiero sobre todas las cosas! ¿Comprendéis? Quiero volver a verlo, quiero tener una familia con él. ¡Quiero llevar una vida normal!
—Es comprensible —comentó Ufuk dándole la razón—. Pero puede que con este deseo lo destruyas todo porque la hermandad conoce tu debilidad por él y hará todo lo que esté en su mano para aprovecharla a su favor.
—No pienso sacrificar a Kamal tan fácilmente —afirmó Sarah.
—Entonces, todo ha sido en vano —replicó Jerónimo con frialdad—. Y mis hermanos han sacrificado su vida por nada.
Sarah, consternada, contempló a sus amigos, uno tras otro, y vio la preocupación en sus rostros. Se sintió juzgada, y de nuevo la asaltó el impulso irrefrenable de levantarse y salir corriendo hacia un lugar donde nadie pudiera encontrarla.
Pero esa posibilidad no existía.
Fuera a donde fuera, su pasado la perseguiría. Tenía que enfrentarse a él.
¡Aquí y ahora!
—Bien —dijo Sarah en voz baja pero decidida—. Iré a Shambala y me pondré en manos de mi destino. Pero antes intentaré liberar a Kamal.
—Milady…
—Jerónimo, ¿conoces el camino a Kag Redschet-Pa?
El cíclope bajó la mirada.
—Sí, milady, pero…
—Mi decisión es firme —insistió Sarah—. Si realmente soy aquella que vosotros creéis, entonces a nadie le corresponde cuestionar lo que decido. Encontraré a Kamal y averiguaré de qué lado está. Si todavía es el hombre que amo… y no tengo ni la menor duda al respecto, lo liberaremos e iremos juntos a Shambala.
—¿Y si no?
—Todos estamos en manos de Dios, venerable abad. —Sarah esquivó de ese modo la pregunta.
El monje hizo una leve reverencia. Sus hermanos siguieron su ejemplo.
—¿Quién quiere acompañarme? —preguntó ella al grupo.
—Los monjes de Tirthapuri la acompañarán hasta las estribaciones del Kailash y luego realizarán la khora para pedir ayuda y suerte en su empresa —respondió Ston-Pa—. Sin embargo, ellos no pisarán la montaña sagrada.
—¿Y tú, Jerónimo?
—Yo cumpliré con mi promesa.
—¿Aunque yo te pida actuar contra tu opinión?
—Incluso así.
—Nosotros también cumpliremos la palabra que le dio el maestro Ammon —le aseguró Ufuk, que parecía volver a ser él mismo—. Aunque averiguar el último secreto me produce un gran temor.
—Valoro mucho tu ofrecimiento —afirmó Sarah—. Y me alegro de que me hayas acompañado en este viaje, y te lo agradezco. Pero, a partir de ahora, ya no necesito la ayuda del maestro. Ahora sé quién soy y cuál es mi destino. Quédate aquí, en el monasterio, y preserva la sabiduría que el Al-Kalim te confió.
—¿Está usted segura, milady?
—Por completo. Te entregaré las anotaciones que he hecho de mis viajes. En caso de que me ocurra algo y no regrese de la cumbre de la montaña, haz con ellas lo que te parezca conveniente.
—Entiendo —dijo el muchacho.
Cuando se percató de la consternación que había en la mirada de él, cayó en la cuenta de que acababa de pronunciar su última voluntad, su testamento terrenal.
—¿Y qué hay de Hingis? —quiso saber Jerónimo.
—Friedrich es un científico —repuso Sarah—. Supongo que no querrá perderse una oportunidad como esta. A fin de cuentas, no todos los días un arqueólogo tiene la ocasión de desentrañar uno de los mayores enigmas de la humanidad. Y Abramovich también nos acompañará —añadió.
—¿Qué?
—Mahasiddha —objetó el abad Ston-Pa—, disculpad que os contradiga. Pero ese ryga-ser-pa no es una buena persona. Ha quebrantado todas las normas de la hospitalidad, y nos ha amenazado a mí y a mis hermanos con cosas que prefiero no repetir.
—Lo sé, reverendo abad —admitió Sarah—, pero no nos podemos permitir ser mezquinos con la elección de nuestros aliados. Abramovich es un soldado, y si tenemos que enfrentarnos a la Hermandad del Uniojo nos vendrá bien tener una mano dispuesta a blandir un arma.
—Él nos traerá problemas —predijo Jerónimo—. A la primera ocasión que se le ofrezca nos engañará.
—Intentará hacerse con el secreto —admitió Sarah— para dar la supremacía a su país. Al menos en eso él siempre ha sido claro.
—¿Por qué, entonces, correr este riesgo, Mahasiddha? Si el poder de Shambala cayera en manos de una sola nación tendría las mismas consecuencias atroces que si la hermandad tomara posesión de él.
—Tal vez por eso, reverendo abad, porque tengo la impresión de que Abramovich todavía puede sernos de utilidad, y porque él todavía no ha cumplido su cometido en la Gran Partida. Además, le di mi palabra.
—Las promesas pueden incumplirse —gruñó Jerónimo.
—¿Y tú esperas que yo incumpla mis promesas? —preguntó Sarah en un tono mordaz—. ¿Precisamente tú?
El cíclope bajó la mirada. Era evidente que ella había puesto el dedo en la llaga.
—Discúlpeme, milady. He ido demasiado lejos.
—Como todos —repuso ella—, pero solo porque los acontecimientos nos han conducido hasta ello. A ninguno de nosotros le gusta estar aquí; en este instante, todos preferiríamos estar en otro lugar y vernos libres de la responsabilidad que el destino nos ha impuesto. Pero las cosas son como son.
—¿El destino? —preguntó Ufuk.
—Después de todo lo que he vivido —respondió Sarah—, no puedo más que creer en él.
—Om Mani Padme Hum! —exclamó el abad Ston-Pa—. ¡Que el destino de todos se cumpla en el lugar donde todo se originó!
Bajó su cabeza rapada, musitó una plegaria y añadió en voz baja:
—Lha gyalo.
¡Victoria a los dioses!