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SHIPKI LA, TÍBET OCCIDENTAL, MAYO DE 1865

Un viento gélido se deslizaba desde lo alto de las cumbres y levantaba torbellinos espesos de la nieve depositada en ellas. Era como si el invierno quisiera oponerse al curso de la naturaleza y protestara contra el calor que se aproximaba.

Solo una pequeña caravana había subido trabajosamente por el camino nevado y había cruzado la cima del paso: tres yaks, cuatro ponis de montaña y una docena de figuras cubiertas con abrigos y gorras de piel, que apenas eran borrones desdibujados en medio de la ventisca y la niebla. Al frente del grupo, lado con lado con el guía tibetano, iba el hombre que capitaneaba la expedición.

Era un angrezi[47] modélico, acomodado y culto y con un espíritu indomable; con todo, era más corpulento que la mayoría de los británicos y tampoco tenía esa constitución enclenque que caracterizaba a muchos de sus compatriotas. Tenía una resistencia asombrosa, que incluso provocaba respeto entre los bhotia más curtidos. Tampoco parecía dar gran importancia al aspecto exterior: en su rostro proliferaba una barba enmarañada; y su gorro y su abrigo albergaban tantas pulgas como los de los lugareños, y emanaba su mismo hedor. A diferencia de todos los demás británicos que habían ascendido al Shipki La, Gardiner Kincaid no esperaba que nadie se dirigiera a él en la lengua de los señores coloniales y se esforzaba mucho en hacerse entender en el idioma del país.

Dschi rygan-ríng-po? —preguntó al yak-pa[48] que había contratado al otro lado de la frontera, en Poo.

Nagapo, el guía, al cual solo se le veían los ojos pequeños bajo la gorra de piel enorme con las orejeras bajadas, hizo un gesto indefinido hacia el este.

—Tres días a pie hasta la próxima localidad —gritó contra el aullido del viento—. Cuatro, si el mal tiempo prosigue. Lha gyalo!

Lha gyalo. ¡Cuántas veces había oído esa expresión en los últimos días!

Literalmente significaba «victoria a los dioses», pero los tibetanos acostumbraban utilizarlo también de forma habitual para expresar buen humor, sus deseos de suerte o incluso, simplemente, su esperanza. La demostración de una confianza primitiva instintiva, casi infantil, que había abandonado hacía tiempo al hombre occidental pero que a Gardiner le impresionaba profundamente. Quizá, pensó, podría sentir alguna vez aquello, cuando hubiera resuelto el enigma…

Mientras pasaban junto a uno de esos montículos de piedras en que los tibetanos solían honrar a los dioses de la montaña se separó de la caravana. Como el viento había barrido el suelo hasta dejarlo pelado, no le costó mucho encontrar una piedra, que cogió inmediatamente y colocó junto a las demás haciendo una ligera reverencia; Nagapo y la mayoría de los porteadores hicieron lo mismo.

Gardiner, claro está, no había adoptado la religión del lugar en el tiempo, relativamente corto, que llevaba en Asia, y no creía de verdad en la existencia de seres divinos en el Himalaya. Pero, por otra parte, había experimentado ya lo que Shakespeare hizo decir a su Hamlet, esto es, que entre el cielo y la tierra hay más cosas que cuanto puede soñar la filosofía, y quería demostrar además su respeto tanto por aquel país como por las gentes que vivían en él.

Tíbet.

El reino prohibido.

En el curso de los preparativos de su viaje, Gardiner había oído hablar mucho de esa región, que parecía más envuelta en enigmas y misterios que cualquier otra. La mayoría de los comentarios habían sido advertencias, exhortaciones para que no cruzara la frontera. Algunas habían sido muy insistentes, otras menos, pero en todas ellas se percibía el temor que parecía tener el llamado mundo civilizado por lo que se hallaba al otro lado de las montañas. Pero Gardiner quería ir allí precisamente por ese motivo. Quería respuestas.

Por supuesto, no había dicho nada a los nativos que lo acompañaban. Para ellos él era seguramente un tschiling-pa más que metía la nariz en asuntos que no entendía. De todos modos, pagaba bien y los trataba con amabilidad y respeto, y era por eso por lo que habían seguido en la caravana a pesar del mal tiempo.

—¿Continuará nevando? —preguntó Gardiner a Nagapo mientras miraba el cielo grisáceo desde el que se precipitaban sin cesar miríadas de copos finos.

—Es posible —respondió el tibetano—. Pero el viento amaina y mañana ya bajaremos al valle y…

Se interrumpió al oír un estruendo penetrante que el viento trajo procedente de nordeste y, como había sido provocado por mano humana, distaba mucho del mandala que la naturaleza dibujaba con la piedra y la nieve.

¡Un disparo!

Nagapo se detuvo de pronto. Echó la cabeza hacia atrás, aguzó el oído y olisqueó el aire como un animal, como si pudiera percibir algo en él.

—¿Bandidos? —preguntó Gardiner a pesar de que le parecía descabellado que pudiera haber salteadores de caminos agazapados allí con ese tiempo.

Por seguridad, se acercó al yak que llevaba su equipaje, abrió la funda de cuero y sacó la Winchester, el arma que tan buenos servicios le había prestado en su viaje por Estados Unidos.

—No —respondió el guía al no oír ningún otro disparo—. Tal vez solo ha sido un peregrino ahuyentando una pantera de las nieves. Es peligroso por el ka-rúd.

Gardiner no conocía esa palabra, así que preguntó su significado. Nagapo le explicó entonces con expresión preocupada que ka-rúd «es cuando los dioses de la montaña se enfadan».

Como si aquella explicación fuera suficiente, el guía se limitó a seguir avanzando y la caravana prosiguió su camino por la ventisca.

No por mucho tiempo.

Apenas diez minutos después se oyó un nuevo disparo, esa vez más cerca, pero no se quedó ahí. Siguió otro estallido de mosquete de serpentín y luego el viento trajo un grito agudo.

—Una pelea —constató Gardiner.

Todavía llevaba el arma en posición de tiro. Se quitó con los dientes la manopla de la mano derecha para poder apretar el gatillo mientras miraba vigilante a su alrededor.

—¿Qué ocurre?

—Ha venido de allí —dijo con convicción Nagapo al tiempo que señalaba la ladera del lado izquierdo del camino.

—¿Seguro? A mí me ha parecido como si…

De nuevo se oyeron disparos, pero Gardiner no tenía modo de saber de dónde procedían. El viento y la nieve hacían que parecieran producirse muy cerca y luego muy lejos, y que además vinieran de distintas direcciones. Decidió confiar en la experiencia de su guía.

De-na! —gritó Nagapo con decisión señalando de nuevo a la ladera.

—Vas a acompañarme —masculló Gardiner, decidido—. Los demás que se queden aquí y aguarden.

En un instante el yak-pa tomó el arco y el carcaj con las flechas del lomo de su poni y se dispuso para partir. Abandonaron el camino a paso ligero y subieron por la ladera, en la cual había mucha más nieve acumulada. Las gruesas botas de piel de poco servían y enseguida Gardiner se encontró hundido hasta las rodillas. Los disparos, que continuaban oyéndose, estaban acompañados por unos gritos nerviosos, lo cual hizo acelerar el paso a los dos hombres. Era evidente que había alguien que estaba en un apuro.

Rebasaron la primera elevación y llegaron a una cumbre desde la cual ya no se veía la caravana debido a la espesa cortina de nieve. En cambio, un poco más adelante, en medio de una hondonada llana, vislumbraron unas figuras borrosas.

Dos de ellas no se movían; estaban quietas sobre la nieve y no hacía falta mucha imaginación para suponer que habían sido alcanzadas por las balas; las otras dos, sin embargo, seguían de pie. Se trataba de una persona muy alta y otra mucho más pequeña, posiblemente un niño. Ambas iban envueltas en abrigos de lana gruesos y llevaban gorros de piel. La figura más pequeña se apretaba contra la mayor, la cual parecía llevar en las manos algo parecido a una espada. Con todo, aquella arma anticuada no ofrecía protección alguna frente a las balas enemigas, y posiblemente era solo gracias a la mala visibilidad que no hubiera ya cuatro cadáveres sobre la nieve.

Para Gardiner era evidente que tenía que actuar. A pesar de que desconocía las circunstancias exactas de la disputa que tenía lugar ante él bajo la tormenta de nieve, consideró que la desproporción de fuerzas era tan grande que su obligación, como caballero y también como cristiano, era intervenir.

—¡Adelante! —ordenó apresurando el paso.

Avanzó dificultosamente a través de las gruesas capas de nieve hacia las dos figuras. Nagapo lo siguió con una flecha dispuesta en la cuerda del arco.

Conforme fueron aproximándose, distinguieron más detalles de aquel escenario borroso. Gardiner se percató de que la menor de las dos siluetas era, en efecto, una criatura, y constató que la de mayor tamaño era un gigante que llevaba un puñal brillante en forma de hoz. ¡De pronto, vio también a los atacantes!

Sus siluetas borrosas se recortaron en aquella pared blanca: se trataba de unas sombras negras, encapuchadas, pertrechadas con unas armas de las que hacían un uso indiscriminado. De nuevo se oyó un disparo. El gigante, que se inclinó en actitud protectora sobre el pequeño, se estremeció pero se mantuvo de pie.

Gardiner renegó. Se colocó el arma en posición de tiro, pero la distancia era demasiado grande para que pudiera dar en el blanco. Apretó los dientes con rabia y deseó poder correr más rápido. Pero eso era imposible. Ya el hecho de avanzar a aquella altura que rondaba los tres mil seiscientos metros era una tortura a causa del aire tan poco denso. Correr no estaba al alcance de las fuerzas de Gardiner. Con la respiración entrecortada, aflojó el paso mientras los atacantes se aproximaban como una jauría de lobos hambrientos. Estaban tan concentrados en sus víctimas que no habían reparado en la presencia de Gardiner y de Nagapo. A pesar de que al británico le dolía el costado y tenía la impresión de que sus botas estaban llenas de plomo, siguió avanzando penosamente por la nieve. Tenían que alcanzar al gigante y a la criatura antes que los bandidos, de lo contrario ambos estarían perdidos.

La niebla se despejó y pudieron apreciar más detalles. En el preciso instante en que Gardiner se detuvo y puso el dedo en el gatillo del Winchester, los bandidos lo vieron. Estos se pusieron a gritar y a darse órdenes nerviosas entre ellos, y entonces el arma de Gardiner restalló y uno de los atacantes se dobló sobre sí mismo y desapareció en una nube de nieve levantada.

Inspirando trabajosamente el aire frío y fino, Gardiner continuó apresurándose. Entretanto, a su derecha se oyó el chasquido de una cuerda de arco. La flecha de Nagapo salió disparada y dio también en su objetivo: otro de los bandidos se dobló sobre sus piernas y quedó tumbado entre gritos.

Otros tipos —Gardiner contó cinco— habían alcanzado ya al coloso y a la criatura. Aunque había sufrido un disparo, aquel guerrero gigantesco se puso de pie e hizo girar la espada con la pequeña apretada contra él en busca de protección. El puñal en forma de hoz se desplomó y obtuvo una cosecha sangrienta. Cercenó el antebrazo de uno de los bandidos, y el intenso rojo de su líquido vital salió despedido de su muñón y tiñó la nieve.

Gardiner y Nagapo se aproximaron con rapidez. El arqueólogo volvió a disparar una segunda vez y abatió a otro atacante, y también la flecha letal que disparó el yak-pa con su arco encontró una víctima. El maleante se desplomó mientras se apretaba el pecho por donde le sobresalía la flecha. Solo quedaban dos adversarios. Uno tuvo un final atroz bajo el filo del puñal en forma de hoz que el gigante blandió de nuevo con una precisión letal. El otro, por su parte, había desenfundado su ral-gri y arremetía contra el coloso.

La criatura dejó oír un grito penetrante que se oyó por encima de los aullidos del viento y de los gritos de los adversarios y que conmocionó el corazón de Gardiner. Quería disparar, pero no podía hacerlo sin poner en peligro al pequeño o a su guardián. Llevado por la fuerza de la desesperación, se apresuró de nuevo, resollando y tambaleándose, dispuesto a intervenir en la lucha. Pero en aquel momento, el puñal en forma de hoz del gigante centelleó y atravesó el cuerpo del bandido, como si no encontrara allí resistencia alguna.

El atacante se quedó quieto, como alcanzado por un rayo, y dejó caer el arma. Por un instante permaneció en esa postura, con sus ojos estrechos muy abiertos. Luego el gigante retiró el puñal y el bandido se desplomó. El vencedor se quedó de pie un momento, pero luego cayó de rodillas. La criatura, llorando, se inclinó sobre él. Gardiner no tardó en llegar junto a ellos.

Lo primero que constató es que la criatura era una niña. Bajo la capucha, cuya piel de lobo de color rojo oscuro estaba repleta de copos de nieve, vio un rostro delicado y pecoso. Las lágrimas brotaban de unos ojos de color azul intenso, en los cuales no podía entreverse ningún legado asiático. Gardiner se preguntó qué podía hacer una niña blanca en aquel lugar tan inhóspito, y además en unas circunstancias tan dramáticas. En cualquier caso, lo que lo dejó atónito de verdad fue descubrir, tras mirar por debajo de la capucha del gigante, que este solo tenía un ojo. No es que tuviera uno porque había perdido el otro. Parecía realmente que tenía un único órgano visual, y este estaba en el centro de una frente alta e inclinada hacia delante. Gardiner cayó de rodillas sin más, aunque no habría sabido decir si era a causa de la escasez de oxígeno o por respeto.

Arimaspoi —susurró—. Así que es cierto…

Tras años de una búsqueda que lo había llevado por medio mundo y finalmente hasta aquel lugar, al cabo había encontrado una confirmación de sus suposiciones descabelladas y de las tesis aventuradas que había formulado. Y todo ello solo para averiguar lo que había visto entonces, en esa fría noche de noviembre en Crimea, antes de que empezara la batalla.

—¿Usted… usted sabe quién soy yo? —le espetó entonces el cíclope que, para sorpresa de Gardiner, dominaba el inglés de forma fluida, aunque tenía un acento que difícilmente podía identificarse con ningún otro idioma conocido.

—Por supuesto. —Gardiner asintió—. Usted es un arimaspo, un descendiente de los guardianes que en su momento protegían la montaña del mundo.

—Es suficiente. —El cíclope tosió y su rostro se contrajo.

Gardiner se dio cuenta de que la capa del cíclope había adquirido un color oscuro por debajo del hombro izquierdo. Parecía que sufría dolor, pero de sus labios no salió ningún lamento.

—Gracias… por su ayuda.

—De nada. —Gardiner negó con la cabeza—. Es mejor que no hable, eso solo le quitará fuerzas. ¿Puede andar? Si es así, lo sacaré de aquí.

—No —se negó el cíclope—. Eso no serviría de nada. Nos seguirían.

—¿Quiénes?

—El Uniojo… Nos ve en todas partes.

Gardiner no sabía de qué hablaba el gigante. Posiblemente, se dijo, deliraba y decía cosas inconexas. El arqueólogo se incorporó y dirigió una mirada de comprobación a los cadáveres que yacían en la nieve. Nagapo se mantenía un tanto apartado y miraba a los hombres que habían sido abatidos por sus flechas. Era evidente que para ellos la ayuda nunca llegaría a tiempo.

—¿Quiénes eran esos tipos? —quiso saber Gardiner—. ¿Bandidos?

—Servidores del mal —repuso el cíclope—. Todavía vendrán más como ellos.

—En tal caso, debemos marcharnos.

—Yo no. Solo usted —dijo el cíclope—. Y usted se lleva a la niña.

—¿Qué? —A Gardiner le pareció que no oía bien.

—¡No! —gritó la pequeña, a la que Gardiner le calculó unos seis o siete años. También ella hablaba muy bien en inglés; parecía ser su idioma materno—. ¡No, Polifemo, te lo ruego! —le suplicó—. ¡No me abandones!

—No lo hago —la tranquilizó el cíclope—. Siempre estaré contigo, Sarah. De un modo u otro…

—No puedes morir, ¿me oyes? —sollozó ella y se arrojó sobre él, apretando sus pequeños brazos contra aquella figura poderosa—. Prometiste que me protegerías.

—Y lo haré —repuso el gigante que parecía atender al mismo nombre que el cíclope de la Odisea de Homero. Gardiner se preguntó si aquel era su nombre verdadero, o si lo había adoptado por la niña, que parecía quererlo de verdad—. Estaré contigo, Sarah. Y volveremos a vernos. Te lo prometo.

Ella no respondió y se echó a llorar a lágrima viva, mientras hundía el rostro en el hombro ensangrentado de él. Con suavidad, pero de forma decidida, Polifemo la tomó de los brazos, la apartó de sí y la acercó a Gardiner Kincaid.

—Aquí, señor… Tómela y cuide bien de ella… No tiene a nadie más.

—Pero yo…

—Se lo ruego, señor. Ella es especial.

—¿Especial?

—La esperanza de la humanidad descansa en ella. Un día… Es la heredera, la guardiana del último secreto.

Gardiner no podía decir que comprendía ni una palabra de lo que el cíclope le contaba. Pero, por el modo en que hablaba, era evidente que lo decía en serio. A pesar de que, como arqueólogo, se debía a la ciencia, Gardiner no pudo evitar creerle. Sin embargo, eso no se debía solo a la insistencia de sus palabras sino también a la niña, a la que se había sentido unido desde el primer instante.

Quizá porque él había perdido a sus padres muy pronto y sabía lo que era estar solo. Quizá porque, de algún modo extraño, ella se parecía a él. Pero quizá también porque parecía estar ligada a aquel secreto por cuyo descubrimiento él había hecho aquel largo viaje.

La niña, Sarah, intentó regresar con Polifemo y abrazarlo de nuevo, pero el cíclope se lo impidió. Luego la pequeña buscó amparo en Gardiner, y se apretó a sus pantalones de lana y a sus botas empapadas.

—Pero… eso no es posible —se apresuró a aclarar Gardiner—. Esta niña necesita un padre y una madre.

—Sea usted ambas cosas —le encargó el cíclope de pronto en un tono que no admitía réplica.

Gardiner, que no tenía hijos y que, de hecho, nunca había querido tenerlos para poder dedicarse por completo a su trabajo y sus investigaciones, extendió la mano y acarició suavemente la capucha de Sarah con un gesto torpe. Ella alzó los ojos y lo miró, y en ese momento él sintió algo que le habría parecido imposible instantes atrás.

Amor.

Un amor abnegado e incondicional.

—Tome —gimió Polifemo dándole algo que se había sacado del abrigo. Era una pequeña redoma de cristal sellada con cera.

—¿Qué es?

—Déselo para que lo beba. Olvidará lo ocurrido. La protegerá… Vivirá entre la gente hasta que llegue el momento… Pero debe tener cuidado.

Polifemo boqueaba con el rostro contrito de dolor. Parecía querer decir algo más, pero en ese momento Nagapo dejó oír un grito de advertencia.

—¡Vienen!

Gardiner se incorporó. En efecto, al norte, más allá de aquella cortina de nieve y niebla, se distinguían unas figuras que descendían por la ladera calzadas con dakyar, las raquetas de nieve tibetanas, y se aproximaban rápidamente. Además parecían ir armadas.

—¡Márchense! —les ordenó Polifemo—. ¡Los detendré!

—Pero está usted herido.

—¡Márchense!

—Es que yo no quiero regresar —rezongó el arqueólogo—. No he hecho todo este camino para…

—¿Cómo se llama usted?

—Kincaid —atinó a decir Gardiner—. Gardiner Kincaid.

—El camino al Tíbet le está prohibido, Gardiner Kincaid —repuso el cíclope, que se incorporó de nuevo trabajosamente y se mostró en todo su tamaño. Era evidente que no estaba vencido—. El destino ha elegido para usted un camino distinto. ¡A partir de ahora, esta niña es su destino!

—¿Mi destino? Pero ¡yo…!

—¡Márchese ya!

Cuando Polifemo repitió por tercera vez su orden, su voz adquirió un tono cortante, y la expresión en su único ojo fue tan apremiante que Gardiner se sintió obligado a obedecer. Por un instante tuvo incluso la impresión de que comprendía al cíclope y su modo de obrar, aunque esa sensación fue pasajera y se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Ven, niña! —dijo, y volvió sobre sus pasos llevándose consigo la pequeña.

Sorprendentemente la niña no opuso resistencia. Siguió sollozando y llorando, y no dejó de gritar sin cesar el nombre de su protector, pero ni protestó ni se opuso cuando Gardiner la tomó de su manita y se la llevó.

Lejos del Tíbet.

Lejos de todo cuanto ella conocía.

A otro mundo…

—¡Polifemo! ¡Polifemo! —gritaba la niña volviéndose otra vez.

Pero tanto el cíclope como sus enemigos ya habían desaparecido en la ventisca.

FORTALEZA DE REDSCHET-PA, TÍBET OCCIDENTAL, NOCHE DEL 15 DE JUNIO DE 1885

Nunca jamás Kamal se había opuesto tanto a su destino como en el instante en que se vio sentado en la oscuridad de su celda, traicionado, abandonado a su suerte y ¡sin recuerdos!

En vano había intentado dar un contexto a lo poco que había averiguado. ¿Cómo se suponía que tenía que hacerlo? La mujer en cuyo amor él había creído le había dicho abiertamente que toda su vida hasta el momento había sido una mentira. Por lo tanto, no podía fiarse de nada.

Ni sabía quién era él en realidad ni tampoco qué objetivos perseguía ella. Posiblemente lo que ella le había contado sobre su propio pasado, sobre la fiebre que había sufrido, había sido mentira. De hecho, Kamal no sabía ni siquiera dónde se encontraba. ¿En qué país del mundo había personas de un solo ojo?

Lo curioso era que la visión de los cíclopes no le había asustado tanto como habría sido de esperar; de algún modo extraño, eso le parecía lógico. También aquel francés misterioso, que se hacía llamar «gran maestre» y cuya arrogancia solo parecía superada por sus delirios de grandeza, le resultaba familiar, un hecho que lo inquietaba porque no podía recordar, ni con la mejor voluntad, cuándo había visto antes a ese individuo.

Por muchas preguntas que Kamal se planteara, estas seguían sin respuesta. Solo sabía una cosa: que le habían mentido y traicionado para que la «condesa» —que era como el francés la llamaba— quedara embarazada de él. Además parecía ser de gran importancia que aquella criatura que todavía no había nacido fuera una niña.

Kamal no veía explicación alguna a todo aquello. La perspectiva de ser padre lo había ilusionado, había tenido la esperanza en que con ello empezara una nueva vida para él. Sin embargo, al final también esa esperanza había sido solo una ilusión. La condesa le había dado largas y le había fingido amor hasta que estuvo segura de que la simiente crecía en su interior. Luego se había apartado de él con una frialdad que todavía le provocaba escalofríos.

¿Quién era esa gente? ¿Qué tramaban para despreciar tanto una vida humana?

Una y otra vez rememoraba lo que había oído. Habían hablado de una organización, de un lugar al que llegar y de una puerta que tenía que abrirse. Kamal sabía muy pocas cosas para poder extraer una conclusión de aquello, pero el francés había dicho además que el mundo cambiaría, y eso parecía realmente inquietante. Kamal no había podido averiguar más cosas porque en aquel momento lo descubrieron los vigilantes de un solo ojo. Cuanto más pensaba en todo aquello, más crecía en él la sensación de que en medio de aquel lugar inhóspito al que lo habían llevado iban a ocurrir cosas importantes.

Cosas de las que dependían muchas otras.

Si bien en aquel oscuro agujero de roca en el que lo habían metido y que tenía el suelo cubierto de huesos no llegaba la luz del día y era fácil perder la noción de tiempo, Kamal había intentado mantenerse orientado. Desde su encarcelamiento había dormido en dos ocasiones, lo cual seguramente significaba que habían pasado treinta y seis horas. ¿Y si Czerny y el francés entretanto ya se habían marchado de la fortaleza? ¿Y si lo habían abandonado allí?

Aquel pensamiento llevaba a Kamal al borde del pánico. Se forzaba con todas sus fuerzas en conservar la calma y aguzaba el oído con ansia por si oía algún ruido en algún lugar. Sin embargo, todo estaba en silencio… Hasta que finalmente, en algún momento, oyó unos pasos arrastrados y el sonido metálico de las armas.

¡Alguien se acercaba!

La luz de una antorcha iluminó la galería. Era la primera luz que veía en casi dos días. Le molestaba a la vista. Con la mano en la frente, como intentando protegerse contra esa luz deslumbrante, Kamal tenía la vista clavada en la abertura circular del techo, que era el único acceso a su celda. Al principio había intentado alcanzar con las manos la reja oxidada que cubría la apertura. En vano.

Los pasos se volvieron cada vez más fuertes, la luz de las antorchas se intensificó. Kamal se puso en pie, y al hacerlo notó que las articulaciones le dolían a causa del frío y de la humedad. Varias figuras se congregaron en torno a la apertura y lo contemplaron desde arriba. Eran cinco cíclopes. Al frente de ellos estaba la mujer a la que él amó una vez.

—¿Qué tal estás ahí abajo? —le preguntó ella como regodeándose en su desgracia.

Él no contestó.

—Eres un mal perdedor —constató ella—, pero lo cierto es que no esperaba otra cosa de ti. A fin de cuentas, en el curso de los últimos meses hemos tenido bastante tiempo para conocernos, ¿no te parece?

Ella se echó a reír. Una risa sucia, traicionera, que hizo que a Kamal se le contrajeran los músculos del estómago.

Una parte de él se había aferrado hasta entonces a la esperanza de que todo hubiera sido un malentendido atroz, o que en realidad el francés fuera el engañado. Pero la malicia de esa risa derrumbó de golpe esa esperanza. Todo había sido fingido, desde el principio. Se preguntó cómo había podido amar a esa mujer.

—¡Cómo odio esa imagen tuya! —siseó ella—. Eres un indeciso, Kamal, el eterno vacilante. Tenías la partida terminada antes de que empezara el juego.

—¿Un juego? —Él rompió entonces su silencio—. ¿Así que eso es lo que fue para ti?

—Ni siquiera eso, porque se supone que jugar es algo placentero. —La comisura de sus labios se dobló con un gesto de desdén—. Tú, sin embargo, me has aburrido todo el tiempo.

Había tanta ponzoña en la voz de esa mujer que Kamal se preguntó qué había hecho él para ser odiado con tanta saña, pero no se le ocurrió ninguna respuesta.

—De haber sido por mí —prosiguió ella—, este sería el momento de poner fin a tu vida miserable. Has cumplido con tu cometido y ya no eres necesario.

—Tu «gran maestre» —repuso Kamal poniendo en esas últimas palabras tanta burla como era capaz— piensa de otro modo.

—Así es —confirmó ella imperturbable—, por eso debes vivir. De todos modos, no vas a tener ocasión de alegrarte por ello ya que, a partir de ahora, dejarás de recibir comida. Beberás el agua que se recoja en el fondo de tu celda y, más pronto o más tarde, empezarás a roer los huesos que hay por ahí. Pero no te alimentarán, así que, poco a poco, irás perdiendo la cabeza hasta que morirás.

Él fue presa del espanto y negó con obstinación.

—¡No puedes hacer eso!

—Es verdad —le confirmó ella para su asombro—. No sería adecuado en vista de la intimidad corporal que hemos tenido. Por eso te entrego esto —añadió, y arrojó algo a la celda que cayó al suelo, delante de él.

Una soga.

—Puede que el gran maestre me haya prohibido matarte —le explicó—, pero si tú te quitas la vida por tu propia voluntad, yo no tendré culpa alguna.

—¡Eres una bruja! —gruñó Kamal—. ¡Una bruja repugnante!

—Me lo tomaré como un cumplido.

—¿Qué he hecho yo para merecer esto?

—Muy fácil —le explicó ella—. Te enamoraste de la mujer equivocada. Y ahora, discúlpame. A diferencia de ti, a mí me aguarda un futuro muy prometedor.

Dicho eso, ella se volvió y se dispuso a salir sin una palabra de lamento ni siquiera de despedida.

—¡Sarah! —le gritó Kamal fuera de sí.

De forma inesperada, ella regresó al borde de la apertura y le dirigió una mirada que él nunca olvidaría. En ella se reflejaba la impaciencia, pero también un dolor profundo.

—Estúpido, aún no te has dado cuenta, ¿verdad? —Ella negó con la cabeza y, por un momento, a él le pareció atisbar bajo la luz de las antorchas cierta lástima en su expresión—. Yo no me llamo Sarah. Jamás me he llamado así…