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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR

Shambala…

La palabra quedó suspendida en el salón como el perfume de una flor de jazmín, una fragancia atractiva y exótica, pero también con una nota amarga.

De pequeña había oído hablar de aquel lugar legendario, pero nunca me planteé qué era exactamente. Sin embargo, cuando el abad Ston-Pa pronunció su nombre, adquirió de pronto un tono familiar, casi confortante, y sentí mucha curiosidad por saber más cosas.

MONASTERIO DE TIRTHAPURI, NOCHE DEL 14 DE JUNIO DE 1885

—¿Shambala? —repitió Friedrich Hingis, que parecía no haber oído ese nombre nunca.

—Cuando yo era aún un joven novicio —explicó el abad Ston-Pa con una sonrisa—, un misionero británico vino al valle del Satlush. Su afán por convertirme a la fe cristiana fue más infructuoso que las lecciones que me dio de su lengua materna, y es por eso que la domino de forma aceptable. Creo recordar que en su religión existe algo que ustedes llaman el paraíso.

—Así es —corroboró Sarah.

—En ese caso, consideren Shambala como su equivalente asiático: es el lugar de la perfección y de los secretos divinos, un sitio en el que el mundo se halla en equilibrio absoluto.

—¿Cree usted que Shambala podría encontrarse en el monte Meru? —preguntó Sarah sintiendo que el pulso se le aceleraba.

—Eso sería demasiado simple —objetó el abad—. La mente y el espíritu no son lo mismo aunque habiten en el mismo cuerpo. El monte Meru, representado en la forma del Kailash, simboliza el punto central del cosmos; de ahí surge todo el saber y la energía, y ahí empezó la civilización. Shambala, en cambio, es la fuente de la que se nutre ese conocimiento y la que le confiere sentido y orientación pues, según se dice, bajo la luz de Shambala se ocultan todos los secretos del mundo.

—Todos los secretos del mundo —repitió Sarah con un susurro.

Dirigió a Jerónimo una mirada interrogante, pero el cíclope no demostró reacción alguna, así que ella no pudo ver si él compartía o no la opinión del abad.

—¿Y los Primeros? —preguntó—. ¿Qué papel desempeñan en todo esto?

—La leyenda habla de unos hombres y unas mujeres sabios que encontraron Shambala y fueron iluminados. Luego regresaron entre los hombres y transmitieron lo que habían visto y aprendido, entre otras cosas, artes como las del pho-wa y el trong-jug. Es muy posible que cuando se alude a los Primeros se haga referencia a esas personas.

—¡Quién sabe! —repuso Sarah con cortesía a pesar de que la respuesta no la satisfacía. En la tradición oriental antigua, los Primeros eran descritos como seres divinos.

Hingis parecía compartir la misma opinión. No se lo veía convencido, pero era posible que, como hombre de ciencia, simplemente no quisiera dar vueltas a simples especulaciones. Solo Ufuk, gracias a la sabiduría de Ammon, parecía abierto a todas las posibilidades.

—Por lo tanto, es probable que los esbirros del Uniojo hayan encontrado Shambala —concluyó él—. La cuestión es: ¿por qué no han descifrado aún el último secreto?

—Porque las puertas de Shambala están cerradas —respondió el abad.

—¿De qué modo?

—No lo sé. Pero se dice que solo puede llegar a Shambala aquel que haya sido elegido por los dioses.

—¡Elegido por los dioses! —Sarah se dio un golpe con la mano en la frente—. ¡Pues claro! ¡Esa es la respuesta!

—¿La respuesta a qué? —preguntó Hingis.

—Nos preguntábamos qué buscaba Alejandro Magno en Oriente, ¿no? ¿Eran los arimaspos? ¿El monte Meru? ¡No, Friedrich! Creo que lo que lo llevó hasta las estribaciones del Himalaya fue la búsqueda del paraíso perdido. Y es que él, igual que todos los soberanos de la Edad Media y de la Antigüedad, buscaba la legitimación divina. Posiblemente fue eso lo que la hermandad le prometió, lo mismo que más tarde a Julio César y a los demás. Incluso al emperador de Francia…

—¿Y a Gardiner?

Sarah negó con la cabeza.

—El poder mundano nunca lo atrajo. En su caso le prometieron el reconocimiento científico, la búsqueda de la verdad última. Y nada representa esa verdad mejor que Shambala.

—No sé… —El suizo frunció los labios—. Gardiner no era un soñador. Nunca habría sacrificado los mejores años de su vida persiguiendo una quimera.

—Shambala no es una quimera, doctor —lo reprendió suavemente el abad—. Es tan real como usted o yo.

—Pero habéis dicho que no es un lugar normal y corriente —insistió el suizo—, que se encuentra fuera del espacio y el tiempo.

—No es posible entrar en él igual que se entra en esta sala, ciertamente. Pero eso no significa que Shambala no exista o que no sea posible entrar allí. Lo más importante es ser merecedor de ese honor y estar preparado para serlo, igual que lo estuvieron los Primeros.

—¿Y quién es merecedor de ese honor? —preguntó Sarah. Automáticamente, pensó en la condesa de Czerny. No podía imaginar que una persona que perseguía sus objetivos de un modo tan desconsiderado pudiera tener una posibilidad.

De pronto, tuvo una ocurrencia.

—Kamal —susurró el nombre de su amado.

—¿Qué? —Hingis la miró.

—Kamal —repitió ella—. ¡Él es la clave! Por eso lo secuestraron y le arrebataron sus recuerdos. Él va a abrir Shambala para la hermandad.

—¿Estás segura?

—No —dijo ella negando con la cabeza—. Pero, de algún modo extraño, me parece lógico.

—Querida amiga, en este contexto la lógica es una categoría de la que es preferible que prescindamos.

—Ya sabes a qué me refiero. El maestro Ammon dijo que en torno a Kamal había algo difícilmente explicable, un aura especial, y yo siempre lo sentí también. Y Polifemo afirmó que los Primeros habían sido condenados a vagar por el mundo de los mortales, y a nacer una y otra vez. ¿Y si él es uno de ellos?

—¿Quieres decir que es un Primero?

—Eso aclararía muchas cosas —opinó Ufuk.

—¿Qué opinas tú, Jerónimo?

Sarah se volvió hacia el cíclope, que hasta entonces no había participado en la conversación y se había limitado a acercarse a los labios de tanto en tanto el cuenco de madera para tomar sorbos de tsampa. Este, a su vez, se volvió hacia Sarah y la mirada de su único ojo se posó en ella.

—Todo está relacionado —dijo—. Y usted está a punto de ver las relaciones.

—¿Yo estoy a punto? —Ella frunció el ceño—. ¿Qué significa eso exactamente?

—Ya hace tiempo que lo sabe, ¿verdad?

Sarah contuvo el aliento. Afirmar que ella sabía algo era pura exageración. Pero, sí, ella intuía una cosa, aunque hasta entonces había ido reprimiendo la idea. Especialmente porque aquello tenía que ver con su pasado, con la época oscura.

—¿Tiene que ver con lo que me contó Polifemo en una ocasión? —inquirió ella con cautela.

—Sí —afirmó el cíclope.

—Afirmaba que yo era Inanna —siguió diciendo Sarah con un susurro. Acto seguido, con voz vacilante, planteó la pregunta decisiva—: ¿Pertenezco? ¿Soy también yo una de los Primeros? ¿Llevo también en mi corazón un alma reencarnada?

—¡Sarah! —exclamó con espanto Hingis, para quien a todas luces aquello era el colmo.

Pero las palabras ya habían sido pronunciadas, y todas las miradas se volvieron expectantes hacia el cíclope.

—Eso es lo que supongo —admitió él con voz queda.

—¿Lo supones?

—Nuestra esperanza está en que usted sea la heredera legítima, lady Kincaid, usted y nadie más.

—¿Qué significa eso? No entiendo.

—Solo quien es merecedor de ese honor puede cruzar las puertas de Shambala —Jerónimo repitió las palabras del abad.

—¿Y crees que yo lo soy?

—No soy el único que lo cree. Polifemo también lo pensaba, pues de lo contrario no habría sacrificado la vida por usted. Y Gardiner Kincaid y Maurice du Gard también.

—Maurice… —A Sarah le dolió oír nombrar a su amigo y pensar que también él había sabido esas cosas y no las había compartido con ella. Decidió limitar su pensamiento al momento presente.

—Entonces, ¿es verdad…? —inquirió—. ¿Llevo en mí también el legado de los Primeros, como Kamal? ¿Es por eso por lo que congeniamos tanto?

—No lo sé —admitió el cíclope, apesadumbrado—. En aquellos tiempos ocurrieron muchas cosas.

—¿De qué hablas? Te lo ruego, dímelo —le suplicó Sarah—. Llevo toda la vida intentando conocer mi pasado, pero jamás lo he conseguido. ¿Podrías ser mi memoria y decirme lo que ocurrió entonces?

—Lo haría de buen grado, milady, pero yo no estaba presente. En esa época Polifemo era el protector de usted y, por desgracia, él ya no puede contarnos nada.

—¿Entonces… entonces de nuevo voy a quedarme sin saber quién soy y de dónde procedo? —preguntó Sarah.

—Quizá no —repuso el abad Ston-Pa—. No olvide que con el ritual del trong-jug podemos transferir una conciencia a otra. También es posible emplear habilidad para unir un alma con otra y escrutar sus recovecos. Siempre y cuando usted esté dispuesta a confiar en mí.

—Lo estoy —afirmó Sarah sin vacilar—. Con tal de obtener al fin esa información…

—No lo veo claro —objetó Ufuk—. Si Sarah es lo que sospechamos, los abismos que la acechan podrían ser más sombríos de lo que la mente de una persona es capaz de soportar. Considere, venerable abad, cuántos siglos, cuánto dolor y cuánta muerte habría presenciado ella si nuestras sospechas son ciertas.

—Sin embargo, no tenemos otra opción —insistió el monje—. La leyenda dice que cuando el Mig-shár regrese el fin del mundo estará próximo. Ningún ignorante puede atravesar el umbral de Shambala, ningún impuro puede poner el pie en suelo sagrado; de lo contrario, la humanidad sufrirá la muerte y la perdición. Tenemos que saber si lady Kincaid lleva en sí la herencia de los Primeros.

Sarah miró a Ufuk con consternación. Así se confirmaría por lo tanto la catástrofe que Ammon había predicho. Era evidente que el joven recordaba la conversación en casa del anciano, porque bajó la mirada, turbado.

—Tenéis razón, venerable abad —dijo entonces—. Tal vez en ocasiones es preciso despojar al pasado de sus secretos en lugar de esperar a que él los muestre por sí mismo.