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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
No contaba con volver a abrir los ojos nunca más, pero un increíble capricho del destino —¿o debería empezar a hablar de predeterminación?— nos ha salvado la vida.
El monasterio cuyos monjes nos socorrieron y nos curaron tras la caída de la Kamal se encuentra a unos ciento sesenta kilómetros al este de Shipki La, no muy lejos de un antiguo camino de peregrinos que va de Leh a Lhasa y casi al final del valle, ribeteado por enormes formaciones rocosas, que el río Satlush ha abierto en ese paraje desértico, pelado y rodeado de montañas. Ciento sesenta kilómetros. Prácticamente un día de viaje. Hasta ahí nos llevaron los restos de nuestra nave fiel, espoleada por la lluvia y el viento incesante. Con todo, siento como si la tormenta nos hubiera conducido mucho más allá, a otro mundo.
Tirthapuri no es muy grande, el monasterio consta únicamente de un pequeño templo y de un edificio alargado que alberga la sala de reuniones de los monjes, una biblioteca y la cocina; tiene además un patio interior amurallado en el que se encuentran las habitaciones y el almacén de provisiones, y en el centro se levanta un largo mástil en el que ondean al viento cientos de banderolas de colores para, según nos ha explicado el abad Ston-Pa, honrar a los dioses de la montaña. A pesar de sus pequeñas dimensiones, el monasterio parece tener cierta importancia pues no muy lejos de él hay unas fuentes termales de aguas curativas y que también nos han sido aplicadas a mis compañeros y a mí misma. De todos modos, más que sus características externas, me impresionan la tranquilidad y la energía que parecen impregnar este lugar maravilloso.
Aún me cuesta creer lo que le ha pasado a Ufuk y temo que al final todo resulte ser mentira. Sin embargo, cada vez que converso con él tengo la sensación de que la sabiduría y los conocimientos de mi antiguo maestro me hablan por boca suya; así las cosas, no me queda otro remedio que aceptar sin más algo que en cualquier otro lugar del mundo sería un hecho ciertamente extraordinario.
A Friedrich Hingis le ocurre lo mismo que a mí. También él había dado por terminada su existencia. Él, como buen racionalista, intenta hallar una explicación científica para lo que le ha ocurrido a Ufuk. Para ello emplea términos como «transmigración de las almas» y «reencarnación» y postula tesis muy aventuradas, que no son más que la expresión de cierta perplejidad y demuestran además que, en esta cuestión, toda su ciencia ha tocado fondo.
Abramovich actúa tal y como era de esperar en alguien como él; en lugar de mostrarse agradecido a los monjes por su rescate, se comporta con ellos con desconfianza, e intenta sonsacar al abad Ston-Pa y a sus hermanos información sobre su país y su política. Con todo, aunque los monjes siguen la doctrina de Buda, parecen proteger algunos secretos que son todavía más antiguos y saben muy bien cómo salvaguardar sus conocimientos y cómo responder con evasivas a las preguntas curiosas. Conmigo, en cambio, se muestran dispuestos a romper su silencio, lo cual, en parte, puede deberse a la aparición de Jerónimo, pero también a que yo me siento extrañamente vinculada a estas gentes y a su territorio.
Me da incluso la impresión de haber estado aquí antes. Jamás en toda mi vida había tenido la sensación de estar más cerca de la respuesta a todas mis preguntas…
MONASTERIO DE TIRTHAPURI, TÍBET OCCIDENTAL, 14 DE JUNIO DE 1885
La recitación había terminado.
El gran salón de columnas que los monjes utilizaban como lugar de reunión y contemplación ya se había desocupado, pero el aire todavía parecía vibrar con los textos sagrados que los monjes habían recitado del modo más rápido posible y a viva voz para que esas palabras, según explicó el abad Ston-Pa, provocaran buenas vibraciones y se elevaran al cielo en pro del bienestar de todos los seres. Los huéspedes habían sido invitados a asistir a la declamación, pero solo Sarah, Hingis, Ufuk y Jerónimo habían aceptado; Abramovich había preferido quedarse en su cuarto y, según suponía Sarah, sumirse en sus pensamientos siniestros.
En la estancia solo quedaban Ston-Pa y sus dos sirvientes, unos monjes jóvenes con la cabeza rasurada y con unos pendientes de color turquesa que los distinguían como miembros de familias nobles tibetanas. El abad esperó a que ambos les llevaran pequeños cuencos de madera de arce y los llenaran de té con mantequilla. Con ello sirvieron también mantequilla de yak y cebada tostada, que podían ponerse en el té según el gusto de cada cual. El resultado era una bebida nutritiva llamada tsampa que constituía algo así como el plato nacional de los tibetanos.
El vapor caliente emanaba de los cuencos hacia el techo de madera donde, tiempo atrás, se había pintado un enorme mandala, esos complejos diagramas con que tanto budistas como hindúes intentan aclarar la esencia del cosmos. Sin embargo, el hollín de los miles de lámparas de mantequilla que habían prendido en el salón durante siglos lo había ido oscureciendo hasta dejarlo casi irreconocible. Los thangka, que era como se conocían las alargadas pinturas sobre tela que colgaban entre las columnas envueltas en telas de ropa de colores, reproducían mantras en caligrafía umay[40], unas fórmulas de fe que formaban parte de los principios inamovibles de la religión budista. A falta de almohadones o de muebles al efecto, permanecían sentados en alfombras tendidas sobre el duro suelo de piedra. La luz del sol al atardecer se colaba con sus rayos dorados por la ventana elevada emitiendo una luz irreal.
A pesar de que las impresiones sensoriales resultaban desacostumbradas, que el hollín y la manteca de yak despedían un olor intenso y que hacía un frío tal que tanto los monjes como sus huéspedes tenían que llevar unos abrigos gruesos de lana amarilla tejida a mano para no helarse, aquel lugar emanaba una sensación de seguridad solo comparable a la que Sarah había sentido de niña en el antiguo observatorio astronómico del Yébel Mokattam o en la biblioteca de Kincaid Manor. Ambos lugares se habían perdido ya, engullidos por el torbellino del tiempo; este, en cambio, existía, y Sarah tenía la sensación de sentirse tan en casa como en la lejana Yorkshire.
—Qué bien que estén todos ustedes aquí. —El abad Ston-Pa empezó la conversación en un inglés intachable, prácticamente carente de acento.
—Este no sería el caso, si vos no nos hubierais rescatado y nos hubierais socorrido, venerable abad —repuso Sarah. Inclinó luego la cabeza como gesto de humildad—. Les estamos agradecidos por ello desde lo más profundo de nuestro corazón.
—Nuestro deber es ayudar. —El representante del monasterio repitió su credo—. Por otra parte, no fue nuestra buena disposición la que nos llevó a hacerlo ese día, sino la providencia. Uno de nuestros hermanos tuvo un sueño que le anunció vuestra llegada.
—¿De verdad? —preguntó Hingis muy poco impresionado. A fin de cuentas, era imposible que alguien soñara sin más lo que había ocurrido en Shipki La, a unos ciento sesenta kilómetros.
—Vio el garudá en el cielo —afirmó Ston-Pa para sorpresa de todos—. Y vio que una nave se desplomaba desde las alturas, exactamente igual que en las leyendas antiguas.
—¿Leyendas antiguas? —Sarah no comprendía a qué se refería el abad, pero no parecía dispuesto a ahondar en ello.
—Eso es. —Ston-Pa se limitó a corroborárselo—. Así pues, marchamos para examinar el lugar que el tschamkan[41] nos había descrito y allí encontramos a Mig-shár, al cual conocemos por los mismos mitos antiguos que el garudá, contra el cual en su momento luchó.
Sarah asintió. Al parecer, también los tibetanos conocían la leyenda que decía que hubo un tiempo en que los arimaspos lucharon contra los grifos. Volvió la vista hacia Jerónimo, que permanecía sentado sobre la alfombra en posición de loto y bebía de vez en cuando de su cuenco de madera de arce. Incluso sentado era más alto que la mayoría de los monjes de pie, y su único ojo tenía una expresión lúcida y vigilante. El cíclope era el único que había vivido con plena conciencia aquel vuelo mortal por la tormenta y que había conseguido sobrevivirlo sano y salvo. Inmediatamente después del aterrizaje se había puesto en camino para pedir ayuda. Con éxito.
—Mig-shár, que habla el idioma de los ryga-gar-pa[42], —prosiguió el abad como si fuera la cosa más normal del mundo toparse con el protagonista de una leyenda antigua—, nos dio la noticia de que había algunos tschiling-pa[43] heridos que necesitaban nuestra ayuda, y así fue como nosotros los acogimos a ustedes. En aquel momento ya suponíamos que con ello todo cambiaría.
—¿Todo cambiaría? —Sarah enarcó las cejas con sorpresa—. ¿Qué significa eso?
—Esas leyendas antiguas que hablan de los guardianes de las montañas de un único ojo dicen también que el regreso de Mig-shár significará el comienzo del fin del mundo.
Sarah sintió una angustia repentina. Por una parte porque empezaba a sospechar por qué tanto la gente de Rampur como los monjes tibetanos recibían al cíclope con una mezcla de amabilidad y recelo; por otra, porque las palabras de Ston-Pa se correspondían con las de Ammon, quien ya en Estambul había advertido de la inminencia de una catástrofe, de un secreto que superaría con creces en peligrosidad la de cualquier arma.
—También nosotros tuvimos un presentimiento semejante, venerable abad —confirmó Ufuk, que cada vez utilizaba más el plural cuando se refería a él—. Tuvimos visiones, sueños de una amenaza siniestra que se cierne sobre la humanidad.
Ston-Pa asintió.
—Los rumores han demostrado ser ciertos.
—¿Qué rumores? —quiso saber Sarah.
—Hace unas semanas —explicó el abad— llegaron a Tirthapuri unos peregrinos para bañarse en las fuentes termales. Regresaban del monte Kailash, que habían querido rodear para obtener el perdón por sus pecados; sin embargo, ellos no lograron terminar la khora[44] porque durante el recorrido se toparon con algo que les causó un miedo de muerte y que los obligó a volver sobre sus pasos.
—¿Y qué fue? —preguntó Hingis.
—Guerreros de un solo ojo, doctor. Usted seguramente los llamaría cíclopes, aunque este no es su nombre correcto.
Por primera vez, Jerónimo reaccionó. Dejó el cuenco de madera del que iba a beber y miró al abad con ceño inquisitivo.
—¿Cuántos?
—Du-ma[45] —respondió Ston-Pa con un gesto indeterminado—. Al principio no hicimos demasiado caso a esos rumores porque los peregrinos, y sobre todo los que no terminan la khora, acostumbran llevar consigo demonios de los que no pueden librarse. Sin embargo, cuando os encontramos nos dimos cuenta de que ellos no se habían topado con un espejismo, y dedujimos que posiblemente también eran ciertas otras cosas de las que habíamos oído hablar.
—¿Qué cosas?
—No muy lejos de Kailash, en un valle cercano que nosotros llamamos kag redschet-pa, «el lugar del olvido», existe una fortaleza cuyos orígenes se remontan al período del Zhang-Zhung, mucho antes de que la doctrina verdadera llegara al Tíbet. Durante siglos sufrió modificaciones y fue ocupada por muchos señores hasta que sirvió de guarnición para los soldados de los reyes de Tsaparang. Sin embargo, cuando el reino Guge declaró la guerra contra la vecina Ladakh la fortaleza fue abandonada y permaneció dos siglos vacía, hasta que fue ocupada de nuevo. Por unos tschiling-pa, unos extranjeros.
Sarah cruzó miradas explícitas con Ufuk y Hingis.
—¿De quién se trata? —preguntó.
—No lo sabemos —admitió el abad—, pero lo que hemos oído decir no es nada halagüeño. Al parecer, el mal que en su momento provocó la caída de Guge y que secó la tierra del Satlush ha regresado a bod y, al igual que en las leyendas antiguas, utiliza Mig-shár renegados para sus fines siniestros. Tampoco concedimos importancia a esos rumores al principio, pero después de todo cuanto hemos sabido, creemos que los enemigos de ustedes y los nuestros son los mismos, lady Kincaid.
—La Hermandad del Uniojo —Sarah dijo en voz alta lo que en secreto ya sospechaba.
—Mis hermanos y yo nos hemos preguntado a menudo si todo esto guarda alguna relación —admitió Ston-Pa—. Hemos hablado de ello durante reuniones interminables y no hemos llegado a ninguna respuesta. No obstante, la sabiduría de Ammon nos ha ayudado a completar las partes que faltaban de este rompecabezas, igual que si fuera un mandala, cuya verdadera esencia solo se hace evidente a los iniciados y muy lentamente. Con todo, en este caso resultan ser terrores monstruosos puesto que empezamos a sospechar de dónde proceden los cíclopes que habitan en la fortaleza de Redschet-Pa.
—En efecto —convino Sarah, mientras pensaba sobrecogida en lo que ella y sus compañeros habían hallado en aquel templo subterráneo del Quersoneso—. Esos guerreros de un solo ojo lo son tanto como usted, estimado abad, o yo podemos serlo y han sido convertidos en ello por medio de procedimientos que no atienden a la dignidad humana. Al principio no me explicaba por qué alguien haría algo tan atroz, pero desde que sé la importancia que tienen los Mig-shár para vuestro pueblo, empiezo a comprenderlo.
—Aquí, en el Tíbet, se mantienen todavía las leyendas de los tiempos antiguos, lady Kincaid, y el cíclope es un símbolo que se remonta a tiempos más antiguos que los de su propia religión o de la mía, e incluso más allá de la antigua fe de bon. Ha hecho usted bien en seguir su rastro puesto que este la ha conducido hasta aquí, hasta el destino de su viaje.
—¿El destino de mi viaje? —Sarah enarcó las cejas—. ¿Cómo se entiende esto?
—Bueno —repuso el abad—, ya les he dicho dónde se encuentran, esto es, no muy lejos del monte Kailash, el cual no solo es un lugar sagrado para los bon-po sino también para los jainistas, los hindúes y los seguidores de Buda. Los unos lo veneran como trono de los dioses; los otros creen que toda la sabiduría se originó allí. Pero todos ellos tienen en común que el Kailash…
—… es el axis mundi. —A Sarah acababa de ocurrírsele el final de aquella frase—. El eje del mundo.
—En efecto.
Sarah dirigió una mirada inquisitiva hacia Jerónimo.
—¿Es eso cierto? —preguntó—. ¿Nuestra búsqueda ha terminado?
—Sí, milady —contestó el cíclope asintiendo.
—Pero yo pensaba que el monte Meru…
—Los hindúes creen que todo cuanto existe en el mundo espiritual tiene su reflejo en la materia. Igual que usted ve detrás de cada mito un núcleo de verdad —le explicó el abad Ston-Pa.
—Entonces ¿el monte Kailash es la encarnación real del Meru? —preguntó con cautela Sarah. Todavía no se había hecho a la idea de que el monje había podido ahondar en los secretos del maestro Ammon y que, por lo tanto, sabía muchas cosas.
—Eso es. Basta con que recuerde el dibujo que había en el cubo: una montaña con cuatro líneas onduladas debajo, ¿verdad?
—Cuatro ríos. —Sarah recordó su interpretación.
Una sonrisa de complicidad se dibujó en el rostro anguloso del abad.
—¿Le sorprendería saber que cuatro de los mayores ríos que atraviesan el gling[46] tienen su origen en el Kailash?
En un primer momento, las impresiones de Sarah eran contradictorias. Por una parte se alegraba de encontrarse de pronto tan cerca del destino final de su viaje pero, por otra, tenía la sensación de no haber hecho realmente nada para lograrlo. Una tempestad los había conducido hasta allí, ¿era el poder de la casualidad o tal vez el del destino?
Incluso Hingis, el eterno escéptico, se había quedado sin habla. Sacudió la cabeza con incredulidad y se quitó las gafas, de nuevo empañadas, para limpiárselas con el dobladillo de su abrigo de lana, pero no dijo nada ni hizo objeción alguna. También Ufuk se mantuvo imperturbable. Sarah supuso que el abad y Jerónimo ya le habían desvelado antes el secreto.
Lentamente cayó en la cuenta de qué significaba todo aquello. Si, en efecto, habían encontrado el Meru, entonces seguramente también a Kamal. ¡Tal vez su amado estaba retenido en la antigua fortaleza de la que había hablado el abad y que, al parecer, la hermandad había tomado para sí!
—Si la fortaleza del lugar del olvido realmente está ocupada por nuestros enemigos —dijo Sarah, que continuaba cavilando—, entonces Ammon y Jerónimo tenían razón: la hermandad ha resuelto también el enigma del monte Meru, ya que, de lo contrario, sus miembros no estarían aquí. Sin embargo, tal y como nuestro amigo el cíclope ya sospechaba, hasta ahora no han logrado hacerse con el tercer secreto. La cuestión es por qué…
—Me gustaría contarles algunas historias, amigos míos —anunció el abad Ston-Pa—. Pero les advierto una cosa: cuando termine, el concepto que tienen ustedes sobre el mundo no volverá a ser el mismo.
—Creedme —le aseguró Friedrich Hingis recolocándose las gafas—, me parece que esto ahora ya no es el caso.
—Como tal vez sepan —empezó a decir el abad—, en tiempos antiguos el Tíbet estaba gobernado por unos soberanos entregados al bon, esto es, a la fe en el chamanismo y en las fuerzas inherentes a la naturaleza. Esos reyes fundaron el reino Zhang-Zhung, con el Kailash como punto central y garudá como animal heráldico. Según nuestras fuentes, hace varios miles de años Zhang-Zhung fue amenazado por unos dragones. Cuando la necesidad fue máxima, Shenrab Miwo, un hombre santo y sabio, descendió por una escalera de luz entre truenos y estruendos sobre el Kailash para ayudar a los hombres en su lucha contra el mal.
—¿Por una escalera de luz? —Sarah se incorporó. Recordó de nuevo lo que Ammon le había contado en su casa de Constantinopla: que hubo un tiempo en que los dioses habían descendido pendidos de los rayos del sol sobre el monte Meru. Otra coincidencia…
—Esta es solo una de las muchas leyendas que giran en torno al Kailash —dijo Ston-Pa—. Me gustaría contarles otra: al parecer, hace mucho tiempo entre los primeros budistas y los bon-po surgió una disputa sobre a qué religión pertenecía la montaña de los dioses. Un yogui tan sabio como poderoso llamado Milarepa entró en discusión con otro maestro no menos poderoso del bon. Como no lograban ponerse de acuerdo, se acordó que la cuestión sería dirimida por medio de una competición mágica. La religión de aquel de los dos que lograse llegar antes a la cumbre del Kailash sería para siempre la religión de la montaña.
—¿Y…? —preguntó Hingis. No le gustaba el modo como en el Tíbet se mezclaban la historia y la mitología. Aun así, se le había despertado el interés.
—Milarepa inclinó el resultado de la prueba a su favor pues asió el primer rayo del sol que sobrepasó esa mañana la montaña y alcanzó la cumbre en un instante.
—¡Vaya! —Hingis torció el gesto.
—En cambio, de otro maestro de nuestra fe, el gurú Padmasambhava, se dice que tenía numerosos tesoros que él había bajado del Kailash y que los mantenía escondidos.
—¿Tesoros? —preguntó Sarah.
—En sentido figurado. Se refiere a conocimientos secretos que Padmasambhava guardó y que solo se darán a conocer al hombre cuando llegue el momento propicio.
—Como el Libro de Thot —apuntó Ufuk. Sarah también había pensado en ello en ese momento—. Y como todos los demás secretos que dejaron los Primeros.
—A eso quería llegar, querido amigo —corroboró el abad Ston-Pa—. Todas estas cosas que conocemos, es decir, la existencia de los Primeros, la elección de sus servidores y su acuerdo con el Uniojo, el fin de la época dorada y los secretos ocultos, todas ellas tienen su correspondencia en las escrituras antiguas y por eso no tengo ninguna duda sobre su veracidad.
—Hay cierta ironía en todo ello —comentó Hingis—. Desde el punto de vista científico esto se manifiesta justo al revés: en este caso las leyendas siempre se comprueban a la luz de su contenido histórico.
—La verdad es siempre verdad, doctor, independientemente de si se comprende con el pensamiento o con el corazón —repuso el abad—. Y la verdad sobre el monte Meru y el último secreto que se encuentra allí nos lleva a la conclusión final y dramática que lo cambiará todo.
—¿A qué os referís? —quiso saber Sarah, a la que no se le había escapado el tono funesto en la voz del abad.
—Usted se pregunta por qué la hermandad todavía no ha descifrado el último secreto. Se lo diré: el tercer secreto no se encuentra en ningún lugar concreto, sino que está más allá del espacio y el tiempo, y solo hay un lugar en el mundo que cumple esta condición.
—¿Cuál es? —preguntó Sarah.
Ston-Pa se inclinó hacia ella.
—Shambala —susurró.
FORTALEZA DE REDSCHET-PA, A LA MISMA HORA
El vino que salpicó el cristal era del color del ámbar y reflejaba misteriosamente la luz de las velas que iluminaban el comedor.
—¿Un poco más, querida?
—Con mucho gusto —contestó Ludmilla von Czerny mientras el madeira también llenaba su copa.
—Por usted —dijo Lemont brindando por la condesa desde el otro extremo de la mesa—. Por lograr algo que nadie antes que usted ha podido lograr.
—En efecto —repuso Czerny con una sonrisa—. ¿Acaso había dudado de mí, gran maestre? Le dije que lo conseguiría. A fin de cuentas tengo una característica que mis antecesores no tenían. Soy mujer…
—Eso salta a la vista. —Lemont asintió—. Savez-vous, es curioso. Usted, en cierto modo, se parece a ella. En otras circunstancias y en otra época, ambas tal vez habrían podido incluso ser amigas.
—Lo dudo. Aunque en muchos sentidos podemos parecer hermanas, en lo que a nuestros objetivos se refiere somos como la noche y el día.
—Vaya —exclamó Lemont—. ¿Y cuál de ustedes dos sería el día y cuál la noche?
—Eso depende de los ojos de quien nos mire —repuso la condesa encogiéndose de hombros—. Para ser precisos, de un ojo.
—Bebamos por ello.
Alzaron las copas y se las llevaron a los labios. El madeira era demasiado dulce para pasar por vino, a pesar de que en Inglaterra acostumbraba servirse durante la comida. Consciente de que los habitantes del Tíbet sabían tan poco de las bendiciones de una buena copa de vino como de todos los demás logros del mundo civilizado, Lemont se había llevado consigo algunas cajas de madeira para el viaje y las había hecho transportar a lomos de los animales de carga entre los pasos de montaña. El gusto se había resentido por ello, pero incluso una bebida que había soportado la tortura de un largo viaje en barco y un trayecto en ferrocarril, y que había sufrido una interminable y agotadora marcha por la montaña seguía siendo mucho mejor que todo lo que podía ofrecer la cocina de la zona.
—Así pues, ya hemos llegado a nuestro destino —declaró Lemont contento después de bajar la copa y posarla sobre la mesa—. ¡Quién lo habría dicho después de tanto tiempo!
—Desde luego, sus amigos no —dijo Czerny señalando los asientos desocupados a ambos lados de la mesa.
El británico, el ruso, el alemán, el italiano y el español ya se habían retirado a descansar. El cansancio agotador era una de las reacciones habituales del cuerpo ante aquel aire desacostumbradamente liviano.
—Son, o han sido, un mal necesario —explicó Lemont—. Ante el considerable gasto que ha representado nuestra búsqueda en los pasados años, nuestra organización no tuvo más remedio que servirse de ellos. Jamás creyeron realmente en nuestra causa. Solo les interesa el dinero, el dinero y… el dinero.
—¿Y qué hay de malo en ello? —preguntó Czerny con descaro.
—Que sus planes son tan cortos como la vista de un anciano —repuso Lemont—. Las cosas materiales siempre son pasajeras, querida amiga. El poder absoluto, en cambio, dura para siempre. Hemos descifrado el secreto de la inmortalidad y ahora estamos a punto de averiguar el último secreto que se depositó en nuestro mundo hace ya mucho tiempo. Estos son los objetivos por los que merece la pena luchar.
—¿Qué pasará con ellos?
—¿Con nuestros colaboradores?
Czerny asintió.
—¡Quién sabe! —Lemont se encogió de hombros—. Posiblemente sufrirán un accidente en el camino de regreso a sus respectivos países. O tal vez se quedarán aquí y disfrutarán hasta el final de sus días de nuestra hospitalidad en estos venerables salones.
Al decirlo hizo un gesto amplio con la mano, y la condesa y él se echaron a reír. Después de tantos años manteniéndose ocultos y actuando en la sombra, había llegado la hora de quitarse las máscaras.
—¿Cómo está usted? —preguntó Lemont en cuanto ambos hubieron recuperado la compostura.
—No podría estar mejor —le aseguró Czerny volviendo la mirada hacia la curvatura de su vientre—. La heredera crece tal como tiene que ser.
—¿Está usted segura de que será una niña?
—Absolutamente.
—¿Y cómo puede tener esa certeza?
—Muy fácil. Porque es lo que quiero —repuso la condesa—. Y yo siempre tengo lo que quiero.
Lemont rio suavemente.
—Esta criatura es la clave. Al llevar la sangre de Ben Nara en las venas podrá abrir las puertas y entonces, por fin, todo será nuestro. ¿Sabe usted el tiempo que nos ha llevado la búsqueda que terminará en ese momento?
—Claro que sí, gran maestre —corroboró ella—. ¿Y sabe usted lo ilustre que es el grupo de personajes de cuya tradición usted pasará a formar parte? Alejandro Magno, Julio César, Suleimán, Napoleón…
—Todos ellos fracasaron porque no sabían lo que nosotros sabemos. Es posible que en el pasado la hermandad no alcanzara sus objetivos porque sus líderes no sabían apreciar la auténtica esencia de las cosas. La xenosofía ha sido la que nos lo ha permitido.
—Por la xenosofía —dijo Czerny, y alzó de nuevo su copa.
—En pocos días —expuso Lemont— partiremos. Nos queda mucho tiempo. El camino solo es practicable unas pocas semanas al año, entre el deshielo y el inicio del monzón. Los arimaspos nos acompañarán y nos proporcionarán todo cuanto necesitemos. Y cuando haya nacido la heredera las cosas cambiarán. El mundo al que bajaremos la próxima primavera, condesa, será muy distinto del que vamos a abandonar en breve.
—¿Y qué será entonces de mí? —Ella lo miró fijamente por encima del borde de su copa—. ¿Quién me asegura que no me ocurrirá lo mismo que a sus pobres benefactores?
—¿Después de todo cuanto ha hecho usted? ¿Después de haber evitado a Kincaid y de habernos dado una heredera? —Lemont se echó a reír—. Ma chère, subestima usted mi gratitud. Cuando volvamos, el mundo tendrá un nuevo rostro. Los seguidores, que se han unido a nosotros a lo largo de todos estos años, ya no tendrán que ocultarse. La hermandad dejará de ser una sociedad secreta y podrá operar de forma abierta, y el Uniojo estará por encima de todo. Y naturalmente, nombraré una sustituta que…
Se interrumpió al oír de pronto unos pasos. Alarmado, se volvió, al igual que la condesa de Czerny. Bajo la puerta del comedor, que se encontraba ubicado en el salón principal de la antigua fortaleza donde en otros tiempos habían residido reyes y jefes de ejércitos, había dos arimaspos que mantenían en jaque con sus puñales en forma de hoz a un hombre en cuya cara se reflejaba por igual el horror y la confusión.
Kamal ben Nara.
—¿Qué significa esto? —Ludmilla von Czerny se levantó de un salto.
—Un intruso —informó uno de los cíclopes con voz monótona—. Intentaba espiaros.
El rostro pálido de la condesa adquirió el color rojo de la cólera. Dirigió una mirada airada al preso.
—¿Es eso cierto? —preguntó—. ¿Acaso no te prohibí de forma expresa salir de tu aposento?
—Sí, eso hiciste —le confirmó Kamal con voz temblorosa—. Y ahora entiendo por qué.
—¡Tú no entiendes nada! ¡Nada! —le espetó ella.
Al verla henchida de rabia y de desdén, a Kamal le pareció que era la caricatura de la mujer que había aprendido a amar en los meses anteriores, la que le había cogido de la mano y lo había devuelto a la vida. Aunque, tal como ahora se demostraba, ella había actuado solo en beneficio propio.
—Dime que no es verdad —susurró él mirándola con ojos suplicantes—. Dime que las cosas que he oído solo son una broma de mal gusto.
—¿A qué te refieres exactamente? —La condesa se puso de pie y lo miró de arriba abajo—. ¿A que el afecto que yo sentía por ti fue inventado? ¿A que yo no soy la que creías? ¿A que en realidad yo tenía otros planes? Entonces tienes razón, Kamal. Todo fueron mentiras. Igual que tu vida: también es una gran mentira.
—¿Quién soy yo en realidad? —quiso saber Kamal.
—¿De verdad crees que te lo diré? —Ella negó con la cabeza—. Tú ya has cumplido con lo que se esperaba de ti. No necesitas saber más.
—Pero yo…
Con un bufido de rabia, ella lo acalló y se volvió hacia Lemont.
—Lo conozco —afirmó—. No abandonará, ni ahora ni en el futuro. Cuando se trata de buscar la verdad, es tan obstinado como ella. Hace un par de días también se escapó de su cuarto.
—No me contó usted nada.
—No quería intranquilizarle, gran maestre.
—El que decide si debo o no intranquilizarme soy yo —le advirtió Lemont—. Así pues, ¿qué propone usted? —preguntó mirando fijamente al prisionero.
—Una solución definitiva —respondió Czerny con frialdad—. Mientras él viva será una amenaza. Por lo tanto, deberíamos matarlo.
—Eso a usted le vendría muy bien, ¿verdad? —Lemont se rio de forma queda—. Vaya con cuidado, condesa. Aunque haya vencido a Kincaid, no cometa el error de enfrentarse conmigo.
—Pero, gran maestre… —La condesa se volvió… asustada—. De ningún modo pretendía yo…
—¿De verdad me considera tan necio? —Lemont señaló a Kamal—. Si él muere, no tendremos más posibilidades de una nueva heredera en caso de que le ocurriera algo a usted o si, a pesar de sus afirmaciones, diera luz a un varón. Eso la convertiría a usted en imprescindible, ¿verdad, condesa? Única en todos los sentidos.
La condesa de Czerny se sonrojó.
—Pero no, gran maestre —se apresuró a asegurarle—. No era esa mi intención. Solo quería…
—Ocupa usted un rango muy alto en nuestra organización, condesa. Seguramente, superior al que le correspondería por su sexo y por su título, que solo ha obtenido por matrimonio. Así pues, conténtese con eso y ni se le ocurra intentar manipularme. No le conviene.
Por un instante, pareció que Ludmilla von Czerny iba a replicar y a insistir de nuevo en su inocencia, pero debió de darse cuenta de que era inútil. En vez de ello, bajó la mirada con humildad.
—Sí, gran maestre —dijo simplemente—. Entiendo.
—Llevadlo a las mazmorras —ordenó Lemont a los arimaspos.
Estos se dieron la vuelta sin decir nada y se dispusieron a cumplir los deseos de Lemont, pero Kamal se opuso con todas sus fuerzas.
—¿Quién es usted? —preguntó al hombre de acento francés que se hacía llamar «gran maestre» y que tan temido era entre su gente—. Tengo la sensación de haberlo visto antes.
—Lo dudo mucho, mon ami —repuso Lemont con una sonrisa enigmática—. Seguramente me confunde usted con otra persona…