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Sarah despertó de su sueño con un grito de espanto.

Tenía la sensación de que un ojo enorme la estaba mirando. Constató, casi con sorpresa, que seguía en la misma habitación del monasterio de Tirthapuri. De nuevo no sabía cuánto tiempo había pasado, pero la intuición le decía que en esa ocasión tenía que haber sido mucho menos, pues el cielo detrás de la ventana enrejada apenas había cambiado desde la última vez que se despertó.

También entonces vio el rostro amable del abad Ston-Pa, aunque no estaba solo. Junto a él había sentada una segunda figura, cuya silueta poco a poco empezó a tomar forma entre los velos del pasado. Sarah se estremeció cuando reconoció en ella a Ufuk, pues la presencia del joven le recordó la dolorosa pérdida de Al-Hakim. Curiosamente, el criado de Ammon no parecía abatido en absoluto; al contrario, parecía inundado de una tranquilidad y un sosiego que no tenían nada que envidiar a los del abad.

—Ufuk —dijo Sarah mientras se incorporaba arrebujándose en la manta de piel. A diferencia de la primera vez, en esa ocasión el dolor de cabeza resultaba soportable—. ¿Qué ha ocurrido?

—Ha vuelto usted a desmayarse —Ston-Pa habló en vez del joven—. El dolor y el agotamiento…

—Sí —se limitó a decir Sarah.

Aún tenía ganas de llorar, pero no lo hizo porque le pareció equivocado y egoísta. Si la muerte de Ammon le había afectado tanto a ella, cómo debía sufrir entonces Ufuk, que no solo había perdido a un amigo sino también a alguien que le había hecho de padre y de maestro. ¡Y la culpa no era de nadie más que de ella! Si en esa noche de marzo que ahora parecía tan remota ella no hubiera accedido a la petición de Ammon de acompañarla en la expedición, él ahora sin duda seguiría con vida.

—Lo siento, Ufuk —susurró ella—. Lo lamento tremen…

—No hay por qué —le aseguró el muchacho negando con la cabeza.

—Pero…

—Lady Kincaid, en el curso de sus viajes —dijo el abad Ston-Pa—, debería haberse dado cuenta hace tiempo de que en el universo nada se pierde. Nuestros cuerpos son perecederos, pero el espíritu es inmortal y se mantiene.

—Por supuesto —corroboró Sarah. No obstante, lo dijo con la boca pequeña, porque más de una vez sus experiencias pasadas le habían hecho dudar sobre el orden universal.

—El abad está en lo cierto —corroboró Ufuk con una voz en la que a Sarah le pareció vislumbrar un cambio respecto al pasado. En sensatez y virtud el joven turcomano siempre había demostrado estar por delante de la gente de su edad; sin embargo, ahora hablaba con un convencimiento inquebrantable—. Solo nos ha abandonado la cobertura mortal del maestro Ammon, su espíritu sigue vivo en mí.

—Lo sé —admitió Sarah asintiendo—. Igual que en mí y en todos aquellos en quienes él depositó su sabiduría…

—Lady Kincaid… —dijo el joven con cuidado—. Me temo que no me entiende. Yo soy el maestro Ammon.

Aquello alarmó a Sarah, pero se esforzó en no demostrarlo. Era evidente que las penurias del viaje y finalmente la muerte de su maestro habían sido demasiado para el pobre joven.

—No me cree —constató Ufuk. Llevaba la decepción escrita en la cara. Frunció el ceño y se le hincharon las mejillas, pero luego sus rasgos se iluminaron—. ¿Se acuerda usted de Kesh? —preguntó entonces—. ¿Mi predecesor? ¿El que sirvió al maestro Ammon en El Cairo?

—Por supuesto que lo recuerdo —le aseguró Sarah—, pero no veo qué…

—Yo también me acuerdo de él —declaró el muchacho sin más.

—¿Tú? —Sarah lo miró atónita—. Eso es imposible. ¡Tú no conociste jamás a Kesh! Murió mucho antes de que AlHakim fuera a Estambul.

—Sin embargo, me acuerdo de él como si hubiera sido mi hermano —insistió Ufuk—. Lo sé todo sobre él. Cuando ustedes eran niños, él a menudo le tiraba a usted de las trenzas…

—Es cierto. —Aquel recuerdo provocó una sonrisa en el rostro de Sarah, la cual, no obstante, pronto se desvaneció.

—… y estaba secretamente enamorado de usted —añadió el joven—. Pero él nunca se lo dijo.

Sarah le dirigió una expresión reprobadora.

—Con estas cosas no se bromea, Ufuk —advirtió al criado—. ¿Acaso Al-Hakim no te enseñó eso?

—No, milady. Pero sí me enseñó a decir siempre la verdad y a considerarla como el bien más preciado. Por eso yo jamás le mentiría a usted.

—¿Por qué entonces te inventas esas cosas? —preguntó Sarah en un tono todavía severo. Sentía lástima por el chico. Sin duda, estaba convencido de que decía la verdad, pero era evidente que su mente había sobrepasado los límites de la razón.

—No es así —le aseguró él con los ojos muy abiertos—. ¡Créame! ¡Conozco a Kesh tan bien como usted misma!

—¡Tonterías! Si eras un recién nacido cuando…

—El maestro Ammon lo conocía —le explicó Ufuk—. Y eso basta. Su sabiduría ahora es también la mía. No se ha perdido nada. Me acuerdo tanto de la vez en que usted conoció a Al-Hakim como del accidente que tuvo usted mientras exploraba las pirámides con su padre.

—¿Cómo puedes saber eso? —preguntó Sarah, atónita—. Ella misma había olvidado esas cosas, que habían tenido lugar hacía casi quince años. ¿Acaso Al-Hakim le había contado incluso esas nimiedades? ¿Y en tal caso, por qué?

—Porque lo tengo aquí —repuso el muchacho señalándose la sien con un dedo—. Y aquí. —Posó la mano en el corazón—. El espíritu de Al-Hakim está en mí, lady Kincaid, con toda su sabiduría y sus experiencias.

—Eso… eso es imposible —insistió Sarah, que lo miraba con incredulidad mientras su corazón, tal como Al-Hakim siempre le había pedido, lentamente empezaba a comprender.

—¿Quiere una prueba? —preguntó Ufuk. Entonces se puso a hablar en árabe y su voz adquirió un tono de complicidad—. En la noche anterior a nuestra partida me confiaste tus miedos más secretos. Me hablaste de Mortimer Laydon y de Gardiner Kincaid, y yo te dije que él no era tu padre biológico…

Por un instante, Sarah se quedó sin palabras.

Sin duda Ammon había explicado a Ufuk muchas cosas y le había confiado muchos secretos… pero jamás habría contado al joven nada de los temores de Sarah. Por lo tanto, la sospecha descabellada y demasiado aventurada que ella albergaba en su interior tenía que ser cierta…

—¿Ma… maestro? —preguntó con voz vacilante y apenas audible.

—Lo que queda de él —le confirmó Ufuk en voz baja—. El tesoro de sus experiencias en un nuevo cuerpo. El mío.

—Pero eso no es posible. —Ella negó con la cabeza, obstinada—. No puede ser…

—Lady Kincaid —dijo el abad Ston-Pa con delicadeza—, ¿no le parece que ha llegado el momento de superar prejuicios antiguos y llevar su pensamiento por vías nuevas? Aquí, en el Tíbet, hay muchas cosas que son reales y que en el Lejano Occidente parecen imposibles porque nuestro espíritu está abierto al misterio y no se cierra a la pura materia.

Sarah le oía hablar, pero no entendía ni una palabra. Las lágrimas de nuevo habían acudido a sus ojos, aunque esa vez ella no estaba dispuesta a hacer nada por contenerse. Temblorosa, extendió la mano y acarició la mejilla y el pelo oscuro de Ufuk. ¿Realmente…?

—Nosotros lo llamamos pho-wa —explicó el abad—. Es una técnica yóguica con la que podemos transferir la conciencia de una persona al cuerpo de otra.

—¿Es eso… cierto? —preguntó Sarah al tiempo que se volvía hacia Ufuk, sin saber si se dirigía al muchacho o al sabio Ammon.

—En inscripciones antiquísimas que datan de los tiempos de Babilonia encontramos indicios de que en el Lejano Oriente, más allá de las columnas que sostienen el cielo, se practica este arte sublime —explicó—. Desde entonces, el maestro Ammon albergó la vaga esperanza de poder descifrarlas antes de que terminara su existencia en la tierra… No por él, sino para preservar los conocimientos que había acumulado durante toda la vida. Este era uno de los motivos por los que quería acompañar a la expedición hacia Oriente.

—¿Y te informó de ello?

—Desde el principio. —El joven asintió—. Cuando el maestro Ammon me preguntó por primera vez si algún día querría recibir su legado lo rechacé porque pensé que jamás podría ser tan sabio ni tener tanta experiencia como él. Pero él me dijo que me ayudaría, así que me preparé para aceptar algún día su legado.

—Por lo general —apuntó el abad Ston-Pa— el ritual pho-wa exige una preparación de años ya que tanto el donante como el receptor tienen que haber alcanzado un elevado grado de madurez para realizarlo.

—¿Y fue ese el caso? —preguntó Sarah, asombrada.

—Solo en parte. Al-Hakim lo había dispuesto todo para preparar tanto a su alumno como a sí mismo para la transferencia, pero su sabiduría era demasiado incompleta. En consecuencia, empleamos lo que conocemos como trong-jug. Este arte sublime en el pasado se utilizó equivocadamente con fines criminales y por eso está vedado por lo general a los miembros de nuestra orden. En este caso, sin embargo, se hizo una excepción.

—¿Por qué está prohibido? —quiso saber Sarah.

—Lady Kincaid, el trong-jug también consiste en transferir la conciencia humana de un cuerpo a otro, aunque sin que la parte implicada esté preparada o consienta en ello.

—¿Qué significa eso? —Sarah miró con asombro primero al abad y luego a Ufuk—. ¿Acaso están ustedes diciéndome que son capaces de… de robar la conciencia de una persona de su cuerpo?

—En cierto modo, sí —admitió el monje—. Aunque en realidad es algo más complicado. De todos modos, ahora ya ve por qué esta técnica fue prohibida. En el caso del anciano Ammon, no obstante, la aplicamos para obtener su sabiduría. Si aquí nuestro amigo —dijo sonriendo bondadosamente a Ufuk— no nos hubiese rogado entre lágrimas que le fuera transferido el saber de su maestro, uno de nuestros hermanos más jóvenes se habría brindado a ello ya que se preparan toda su vida para ser stong-pa dape, esto es, «libros no escritos», y para acumular en ellos la sabiduría de los mayores.

—Entiendo —susurró Sarah—. De este modo conserváis el conocimiento de vuestra orden y la pasáis de generación a generación sin tener que escribirla.

—Lo cual a su vez explica por qué sabemos más cosas sobre los secretos de los tiempos antiguos que los pueblos de Occidente —le confirmó el abad—. El saber escrito puede borrarse con demasiada facilidad o puede ser mal empleado por quienes, en lugar de aplicarlo para el bien, lo usan para el mal.

Sarah asintió. Todo lo que sabía de la Hermandad del Uniojo no hacía más que confirmarle aquello. Sin embargo, por inquietantes que fueran esos descubrimientos, la alegría de saber que no había perdido a Al-Hakim y que, por lo menos, una parte del sabio seguía existiendo era más intensa y superaba incluso las últimas reservas racionales. Unas lágrimas de felicidad rodaron por sus mejillas.

—¿Qué ha sido del resto de mis compañeros de viaje? —quiso saber—. ¿Cuándo podré verlos?

—Cuando usted se sienta lo bastante fuerte para eso, lady Kincaid —contestó el abad—. Luego nos reuniremos en el gran salón para honrar a los dioses y darles las gracias por su rescate. Y hablaremos de lo que hay que hacer a continuación. Tenemos que hablar de muchas cosas.

—¿A qué os referís?

—Sarah —dijo Ufuk con aquella voz sonora que no parecía ser suya—, no hace falta que ocultes el auténtico motivo de nuestro viaje. Aquí estamos entre amigos. Se acabaron los secretos, ¿entiendes?

Sarah miró al joven y comprendió.

Al transferir la sabiduría del viejo Ammon a Ufuk, los monjes de Tirthapuri habían sabido todo cuanto albergaba la mente del anciano. Sabían de su búsqueda de los arimaspos, de los acontecimientos dramáticos vividos en Crimea y en el principado de Rampur, y de la peligrosa odisea por los aires.

Y, por descontado, añadió Sarah mentalmente, también sabían de Kamal y de la amenaza del Uniojo.

—Tal como hemos dicho —repitió el abad mientras Sarah le dirigía una mirada llena de asombro—, tenemos que hablar de muchas cosas.