1
Tranquilidad.
Paz.
Sosiego.
Sarah Kincaid tenía la impresión de haberse fundido con el universo y haber dejado atrás todas las sensaciones humanas. Ya no había miedo ni horror, ni tampoco sufrimiento o inquietud. No sentía siquiera dolor en sus extremidades a causa del esfuerzo y el frío; era como si hubiera descansado durante muchísimo tiempo.
—¿Sarah?
Aquella voz le resultó muy familiar y abrió los ojos de inmediato.
Vio ante ella a Gardiner Kincaid, y no se sorprendió lo más mínimo. Ya se había encontrado con su padre no biológico en otras ocasiones en que había estado en el umbral entre la vida y la muerte, pero nunca antes lo había visto tan claramente como entonces. Se preguntó si acaso era porque ella había rebasado ya ese umbral.
—¿Qué pretendes conmigo?
Se asustó de sí misma al oírse pronunciar esas palabras. ¿Acaso el hombre que la había criado como a una hija no merecía un respeto?
—No sé qué quieres decir —respondió él.
Gardiner Kincaid tenía el aspecto que Sarah recordaba de él: el pelo cano, los rasgos marcados y unos ojos de color azul acero, como los suyos, algo que siempre le había hecho pensar que ella también tenía un pasado celta.
Craso error.
—¿No lo sabes? ¡Me mentiste! ¡Toda la vida! ¡Permitiste que creyera que yo era tu hija biológica!
—Tenía buenos motivos para ello —respondió Gardiner.
—¿Por qué no me contaste nunca la razón? ¿Por qué he tenido que descubrir todas esas cosas después de tu muerte? Me habrían venido muy bien tus consejos y tu ayuda.
—Tuviste quien te aconsejaba —afirmó Gardiner con convencimiento— y también tuviste ayuda.
—¿Ah, sí? ¿De quién? ¿De unos desconocidos?
—De las personas que te han acompañado. Hasta el final de tu viaje.
—¿El final de mi viaje? ¿Quieres decir que ya ha terminado?
—No del todo. Has tenido que asumir muchos riesgos y también has sufrido mucho. Pero aún no has resuelto el último enigma. Todavía queda un último secreto por averiguar.
—¿De qué secreto hablas?
—Del de tu origen —le reveló Gardiner de buena gana. Una sonrisa benevolente le recorrió la cara para luego desaparecer de inmediato—. El misterio de la época oscura, Sarah. La solución ya no anda muy lejos.
—¿La época oscura? —preguntó Sarah, perpleja—. Pero ¿cómo puedo solucionar ese misterio si ni siquiera estoy viva, si mi tiempo en la tierra ha terminado?
—En absoluto, mi niña. —Gardiner negó con la cabeza—. Sigue tu destino y no te enfrentes más a él, ¿entiendes? Y ahora, abre los ojos y date cuenta de quién eres. ¡Ahora, Sarah! ¡Ahora…!
Y, como si fuera aún la niña que hacía caso sin rechistar a las órdenes de su padre, abrió de nuevo los ojos. Esa vez ya no lo hizo en sueños, sino en la realidad.
Como antes, vio ante a ella un hombre. Pero no era Gardiner Kincaid.
Estaba sentado tranquilamente sobre un taburete sencillo con los brazos cruzados sobre el pecho. Vestía un bukoo tibetano de lana amarilla y llevaba la cabeza rasurada. Sus facciones diminutas se correspondían claramente a las de un montañés. Tenía la tez oscura y la miraba de forma penetrante con sus ojos pequeños y casi negros.
Aunque Sarah jamás había visto a ese hombre, no se asustó pues tanto su rostro como su postura corporal no eran amenazadores y desprendían justamente la paz interior que había sentido instantes atrás.
Antes de despertarse…
—¿Dónde…? —quiso preguntar Sarah. Sin embargo, no logró articular más que un ruido ronco.
—A salvo —le respondió aquel desconocido de edad indefinida en un buen inglés.
—¿Cómo…?
—La encontramos. Hace ocho días…
Sarah se asustó. ¡Ocho días!
Por eso, se dijo, se sentía tan recuperada y tranquila. ¡Había estado inconsciente durante ocho días! Y era evidente que aquel desconocido había cuidado de ella.
—¿Cómo se encuentra?
Sarah intentó asentir. Estaba tumbada en un catre de madera y sobre su cuerpo desnudo llevaba una túnica de lana áspera. Se cubría con una manta de piel lanuda, posiblemente de yak ya que olía como tal.
—Tuvo usted fiebre —le explicó el hombre—. Y habló en sueños…
Sarah se frotó las sienes doloridas. Por un instante se preguntó si había hablado en sueños con Gardiner Kincaid o si en realidad había sido con aquel desconocido. Pero eso eran tonterías; ella simplemente estaba aturdida después de permanecer inconsciente tanto tiempo.
—¿Quién…? —quiso saber ella.
—Me llamo Ston-Pa que, traducido a su idioma, significa «Maestro». Soy el abad del monasterio de Tirthapuri.
Monjes, pensó Sarah con alivio, seguidores de Buda…
Únicamente entonces reparó en el olor de las varitas de incienso que flotaba en aquel ambiente frío. Miró a su alrededor y constató que se encontraba en una habitación sencilla cuyo techo estaba sostenido por unas recias vigas de madera. En lugar de una ventana, había solo una apertura estrecha y sin cristal que estaba enrejada y por la cual se veía un cielo gris. La puerta era de madera oscura, y en la pared que ella tenía delante colgaba una pintura de tela en la que se apreciaba una caligrafía exótica.
—¿Dónde está… Tirthapuri? —preguntó Sarah—. Por lo que sé, en el paso de Shipki no hay ningún monasterio…
—En efecto —corroboró el abad—. Se encuentra usted a varios kilómetros al oeste, en las estribaciones del Kailash, el monte sagrado. La tempestad la trajo a usted desde muy lejos, justo desde el otro lado de las montañas que solo sobrevuela el pájaro.
—¿Qué? —Aquellas palabras resultaron familiares a Sarah e hicieron que se incorporara de su lecho—. ¿Qué ha dicho usted?
—Así es como acostumbramos llamar al Gharwal Himal —le explicó Ston-Pa—. ¿Por qué lo pregunta?
Sara no contestó. Sentía en la cabeza algo así como un zumbido de abejas que la hizo volver a tumbarse.
—Os… os doy las gracias —musitó mientras se frotaba de nuevo las sienes.
—Es nuestro deber servir a las personas. —Sarah vio por vez primera una sonrisa en el rostro ascético del monje—. De todos modos, le recomiendo que no vuelva a desafiar la naturaleza, lady Kincaid. Si la creación hubiera querido que volásemos, nos habría dotado de alas.
—¿Co… conocéis mi nombre?
—Por supuesto.
—¿De qué?
—Vuestro valeroso acompañante me ha hablado de ello.
—¿Mi acompañante? —Sarah se avergonzó por haber tardado tanto en pensar en sus compañeros—. ¿A quién os referís? ¿A Hingis?
—Mi lengua es incapaz de pronunciar su nombre —admitió el abad—. Pero en el habla de mi pueblo lo llamamos Mig-shár, que significa «el que solo tiene un ojo».
—Jerónimo… —Sarah sintió alivio. Así pues, no había sido la única en sobrevivir a la caída de la aeronave (o, mejor dicho, de lo que quedaba de ella)—. ¿Y cómo están los demás?
—Un hombre llamado Yngis sufrió una herida en la cabeza, pero él ayer ya despertó de la conmoción. También rescatamos a un muchacho.
—Ufuk. —Sarah asintió. Al parecer, el criado de Ammon y Friedrich Hingis seguían con vida, aunque al abad le costaba pronunciar el nombre del suizo—. ¿Y los otros?
—Hay también un ryga-ser-pa[38] que atenta contra todas las normas de la hospitalidad y que está poniendo a prueba la paciencia de mis hermanos.
Sarah sabía muy bien que aquel no podía ser otro más que Abramovich.
—¿Y los demás? —preguntó ella.
—Nadie.
—Pero había dos hombres más a bordo, un anciano y…
En vez de responder, el abad se limitó a sacudir la cabeza.
—Ammon —susurró ella.
Recordó al anciano ante ella, sentado en la proa de la góndola y riéndose tranquilamente, como si no hubiera peligro alguno. De todos los miembros de la expedición era el que más confiaba en el destino y en el poder de la providencia. ¿Y precisamente él era quien no había sobrevivido a la caída?
—Mis hermanos y yo tenemos la certeza —dijo el abad Ston-Pa en voz baja— de que el modo en que las personas mueren es un reflejo de su vida. Así, sin duda el otro hombre de ryga-ser-pa acarreaba muchas culpas en esta vida porque encontramos su cuerpo destrozado junto a una roca.
—Igor. —Sarah asintió. A pesar de que el brutal compinche de Abramovich no le había despertado suficiente simpatía para lamentar demasiado su muerte, tampoco le había deseado nunca un final como aquel.
—En cambio el anciano, externamente estaba intacto, como si su yidam[39] lo hubiera puesto directamente en el suelo. No obstante, su interior había sufrido tremendas heridas, tantas que ni siquiera mi medicina pudo salvarlo.
—¿Estaba consciente?
—Sí. —El abad Ston-Pa asintió—. Lo bastante para pedirme que la salvara y la ayudara en su empresa.
—¿Y luego… murió? —preguntó Sarah con un susurro.
—Sí, lady Kincaid. Hice todo lo posible por salvarlo, pero las lesiones que tenía…
Sarah no oyó nada más de lo que el monje decía.
Las lágrimas le ardían en los ojos y le nublaron la vista. La pérdida que sentía en ese momento era tan grande que superaba cualquier otra cosa. En la medida en que instantes atrás se había sentido muy contenta de seguir con vida, ahora lamentaba el hecho de que Ammon al-Hakim no lo hubiera logrado.
Aunque incluso antes de partir el sabio ya había dicho que aquel sería su último viaje y que lo conduciría hasta el final de su vida, ella no había querido creerle y se había empleado a fondo para protegerlo. Sin embargo, finalmente había ocurrido y Sarah fue presa del mismo dolor que había sentido en su momento por Gardiner Kincaid.
La desesperación se abatió sobre ella y la devolvió al cenagal sombrío del desvanecimiento. Como si su conciencia se negara a aceptar aquella verdad tremenda, de nuevo todo a su alrededor se tornó oscuro y al instante volvió a estar rodeada de silencio.
LUGAR DESCONOCIDO, A LA MISMA HORA
Sigilosamente avanzaba paso a paso deslizándose descalzo por el pasillo. Todo el cuerpo le temblaba y no era solo por el frío, del cual su fina vestimenta apenas le resguardaba, sino también porque tenía miedo.
Miedo de lo que era.
Miedo de lo que era ella…
Era evidente que se habían distanciado. Desde el momento en que ella le había anunciado su embarazo, algo había ocurrido entre ambos; algo le decía que su afecto hacia él ya no era el mismo de antes.
Al principio había intentado hacer caso omiso, convenciéndose de que ella actuaba así por amor a su futuro hijo, y diciéndose que él tenía que acostumbrarse a compartir el amor de ella con otra persona.
Pero no era solo eso.
Cuanto más avanzaba la gestación, más distanciados estaban; de hecho, él parecía causarle más indiferencia a ella. En los primeros meses después de la fiebre, ella había permanecido literalmente todos los minutos a su lado, cuidándolo y ayudándole a recuperar la memoria perdida. Se servía prácticamente a diario de su cuerpo perfecto para distraerlo de sus miedos y sus temores y para llenar su conciencia, tal como ella lo llamaba, de nuevos recuerdos agradables.
Sin embargo, desde el embarazo eso había cambiado por completo. No solo era que ella rechazaba cualquier forma de expresión corporal de afecto, lo cual habría sido algo comprensible para él, sino que esquivaba su compañía, cada vez en mayor medida.
Mientras al principio ella lo visitaba a diario en su habitación situada en la cara norte de la fortaleza, pronto sus visitas empezaron a escasear. Y, cuanto más avanzaba su estado y más se le transformaba el cuerpo, él más cuenta se daba. Antes comían juntos, pero ella dijo que también prefería comer tranquila. Él había fingido comprenderla, con la esperanza desesperada de que en algún momento ella cambiaría de opinión y volvería a ser la mujer que él había conocido y amado cuando despertó. Pero no se daba el caso.
Cuanto más tiempo pasaba, más inaccesible era ella. Y más se aborrecía él.
Era un hombre sin nombre.
Un desconocido sin pasado.
Lo único que de algún modo le había hecho más llevadera su situación había sido el amor de ella. Al perderlo, a él la vida le parecía inútil y malgastada, y se preguntaba por qué ella lo había despertado. La respuesta era evidente, y parecía tan asombrosa como absurda: porque ella había querido tener un hijo suyo.
Kamal había intentado rechazar esa idea y la había atribuido a los celos de un hombre que veía en su hijo no nacido un competidor indeseable por el amor de su mujer. Durante mucho tiempo el remordimiento que aquello le había hecho sentir le había impedido actuar o pedirle explicaciones por su extraña conducta.
Sin embargo, la llegada de aquella gente lo había cambiado todo.
Kamal no sabía quiénes eran.
Sarah solo le había dicho que esperaba visita y, dos días más tarde, los invitados habían llegado. Kamal los había visto desde la ventana de su habitación: era una caravana de yaks con palanquines, así como un gran número de ponis y de bestias de carga guiados por arrieros de la zona. Fueran quienes fuesen, los visitantes no solo parecían ser gente adinerada sino que además tenían cierta influencia. A él no se le escapó el nerviosismo de Sarah cuando le informó de la inminente visita.
No obstante, desde que los forasteros se alojaban en la fortaleza, Kamal no los había vuelto a ver. Sarah se encargaba, casi de un modo celoso, de que él no se los encontrara. Evidentemente, le había preguntado por qué, pero ella le había dicho que no era bueno para él saber demasiadas cosas. Poco a poco, sus sentimientos de culpabilidad se transformaron en otros de rabia e impotencia.
Si, como ella siempre decía, lo amaba sobre todas las cosas, ¿por qué lo excluía entonces de su vida? A pesar de la frialdad con que lo trataba en los últimos tiempos, y en la que no había nada del antiguo afecto, él seguía amándola y no estaba dispuesto a culparla por los recientes cambios. Los responsables no podían ser otros más que esos desconocidos, y él ardía en deseos de averiguar quiénes eran y qué se traían entre manos. ¿Por qué estaban allí? ¿Y por qué Sarah los recibía con tanta reverencia?
Como ella no le había dado ninguna respuesta a esas preguntas, él había decidido buscarla por su cuenta.
Había abierto cuidadosamente la puerta de su habitación, la había dejado entornada y había inspeccionado el pasillo. Para su alivio, no había visto a nadie allí fuera, así que había salido sigilosamente y lo había recorrido pasando por el salón en el que antes siempre comían. Desde que los visitantes residían en el lugar, Kamal tomaba la comida en su habitación, apartado de aquellos personajes misteriosos.
¿Qué diablos podían traerse entre manos para que él ni siquiera pudiera verlos de cerca? ¿O acaso era al revés? ¿Eran ellos quienes no podían saber de su presencia? ¿Y si eso tenía que ver con algo que había ocurrido en el pasado? ¿Con algo que él no recordaba?
Todos los pensamientos que se le cruzaban por la cabeza mientras se deslizaba por el pasillo iluminado con la luz de las antorchas no hacían sino espolear todavía más su curiosidad. Se había dado cuenta de que hacía tiempo que él no se sentía como un convaleciente retirado en un lugar solitario para recuperarse, sino como un prisionero.
El pulso se le aceleró cuando una luz titilante iluminó el pasillo principal procedente de otro transversal. Kamal se detuvo y se pegó con fuerza a la pared fría, hecha con burdos sillares de piedra natural.
Primero la sombra se alargó y luego se volvió más corta: ¡tenía que tratarse de un vigilante patrullando por el pasillo lateral!
Kamal renegó para sí. Consideró la posibilidad de regresar, pero no se decidía. Había llegado hasta allí para obtener respuestas, no estaba dispuesto a retroceder.
Pensó rápidamente cómo engañar al guardia y poder pasar ante él sin ser visto cuando sintió una sensación desagradable en la boca del estómago. Un escalofrío glacial lo recorrió y le erizó los pelos de la nuca. Kamal se volvió y se encontró entonces con una figura oscura y gigantesca que parecía haberlo seguido en silencio.
El desconocido era muy alto, medía casi dos metros y medio, e iba vestido con una capa amplia que le daba un aspecto todavía más impresionante. Llevaba la capucha muy calada, de forma que al principio no se le podía ver la cara. Sin embargo, cuando se inclinó la luz de la antorcha iluminó el rostro del gigante y ahuyentó la oscuridad de él.
Kamal dio un respingo. Un espanto tremendo le hizo tambalearse, como si acabara de recibir un puñetazo. Y es que en los rasgos desfigurados de aquel gigante había un único ojo…