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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR

Por lo menos Víctor Abramovich cumplió su palabra en un sentido: ese mismo día nos llevaron hasta Sebastopol, y allí nos desataron y nos devolvieron nuestras pertenencias. Con todo, se nos prohibió abandonar el puerto militar, el cual estaba estrictamente vigilado.

Ya ahora es más que evidente que la colaboración con los rusos no va a ser buena, pero sigo creyendo que no tuve más opción. La situación es confusa, y no solo a mí me cuesta mantener la visión de conjunto. Está claro que Hingis y Jerónimo tampoco saben cómo tratar a nuestros aliados rusos. La desconfianza impera en ambos lados.

Además, no logro olvidarme de las palabras de Al-Hakim. Aunque quiero frustrar los planes de la hermandad, para mí encontrar a Kamal tiene la máxima prioridad. Hasta este momento siempre he supuesto que ambos objetivos se complementan entre ellos, o que por lo menos no se contraponen; sin embargo, la advertencia de Ammon me ha hecho dudar por primera vez. Al-Hakim parece muy preocupado acerca del rescate de Kamal. Cuando le pregunto al respecto, él se retrae y se niega a proporcionarme información alguna, de modo que no me queda más remedio que hacer presunciones inquietantes.

Entretanto, realizamos los preparativos para un viaje como ninguno de nosotros ha hecho jamás y que nos conducirá más lejos que nunca.

PUERTO DE SEBASTOPOL, CRIMEA, NOCHE DEL 30 DE ABRIL DE 1885

Tuvo que pasar más de una semana para que la expedición estuviera lista para el viaje. Los almacenes y los depósitos de Sebastopol estaban a rebosar, y Víctor Abramovich tenía una autorización general que le permitía abastecerse en ellos a voluntad; sin embargo, resultó que una operación como aquella, que nunca antes se había realizado, exigía unos preparativos especiales.

A causa del frío que cabía esperar a grandes alturas, al principio se consideró la posibilidad de emplear la ropa de abrigo forrada de piel del ejército, pero esta resultó ser demasiado pesada para poder transportarla en la góndola. Ante la disyuntiva, se optó por usar ropa impermeable como la que llevaban los marineros cuando hacía mal tiempo; debajo de ella los viajeros se pondrían ropa interior cálida de lana. Por lo demás, unos guantes forrados de piel, unas botas y unos gorros que podían bajarse hasta tapar toda la cara resguardarían a los pasajeros de la aeronave de la climatología adversa.

A bordo no habría mucha comida ni reservas de agua. Según Abramovich, la aeronave era capaz de recorrer a diario alrededor de doscientos kilómetros, y al caer la noche tendría que aterrizar. Por una parte, esto se debía a que la navegación nocturna entrañaba unos riesgos excesivos y, por otra, a que los novedosos acumuladores que proporcionaban electricidad al sistema de propulsión debían recargarse. Aprovecharía esa circunstancia para abastecerse con nuevas provisiones.

Tampoco en lo referente al equipo para la expedición aquel medio de transporte permitía grandes concesiones. Aparte de la caja de herramientas que había a bordo, solo se llevaron mantas, una cacerola, vajilla y cubiertos esmaltados, así como dos lonas enceradas para levantar un refugio provisional. Para la investigación a Sarah se le permitió subir a bordo un telescopio, un teodolito, dos miras y algunas cuerdas; por lo demás, cada miembro de la tripulación estaba autorizado a llevar un par de objetos personales que, de todos modos, fueron escrupulosamente supervisados por Abramovich y su gente.

A pesar de que sobre el papel Sarah estaba al frente de la expedición, el agente de la Ojrana dejó muy claro quién era el que de verdad llevaba las riendas. Como no podía ser de otro modo, todas las armas que tenían —en total, dos revólveres (entre ellos, el Colt Frontier de Sarah), cuatro Berdan II en su versión más moderna y dos cargadores rápidos Krnka— se guardaron bajo llave y su uso se restringió a los miembros del ejército ruso. Con esa medida posiblemente se pretendía evitar que durante el vuelo se produjera un amotinamiento, y que Sarah y su equipo se hicieran con el control de la nave: una idea ridícula puesto que ni ella ni ninguno de sus compañeros tenían la más remota idea de cómo pilotar una aeronave.

El hombre capaz de hacerlo se llamaba Sergei Balakov, y llegó a Sebastopol a última hora del día 28 de abril. Era oficial del ejército ruso y piloto de globos aerostáticos: era uno de esos valientes cuya tarea no solo consistía en exponerse a los caprichos del viento y la climatología, sino también a la lluvia de plomo enemiga mientras se desplazaba en una diminuta cesta por encima de las líneas enemigas para averiguar sus movimientos.

Si Sarah pensó alguna vez que la talla de Balakov se correspondería con el riesgo de su oficio, seguramente tuvo una decepción, pues el ruso, que aún no había cumplido los treinta años y era originario de Smolensk, tenía una altura normal y era apocado y retraído. Era pálido, tenía los ojos pequeños y de color gris, y a pesar de su edad su pelo rubio era fino y raleaba. Hablaba muy poco, y cuando lo hacía normalmente era para dar instrucciones. Sin embargo, por el modo en que sus hombres lo trataban, Sarah observó que le tenían respeto y confianza. Ella solo podía esperar que esa confianza estuviera justificada.

La composición de la tripulación que efectuaría el viaje a las órdenes de Balakov fue pura formalidad. Además del comandante, la tripulación constaba de dos militares de rango inferior que llegaron a Sebastopol con él, así como de Abramovich y de Igor. A Sarah se le permitió asignar a discreción las cinco plazas que quedaban, pero resultó que ninguno de quienes la acompañaban quería quedarse en tierra. Jerónimo ya había dicho que iría con ella en su viaje hacia Oriente, y además era el único que ya había estado antes en el Tíbet; la participación de Ammon Al-Hakim en la expedición era algo que Sarah había deseado en su fuero interno, si bien la refrenaba que los sufrimientos y las penalidades que el viaje les depararía resultaban imprevisibles; Ufuk se mostró dispuesto sin vacilar a seguir a su maestro en aquella misión peligrosa y, finalmente, Friedrich Hingis también se decidió. Aunque al suizo la idea de separarse de tierra firme no le resultaba nada agradable y estaba convencido de que volar no le haría ninguna gracia, después de todo lo que habían pasado juntos no quería dejar de acompañar a Sarah también en aquel último viaje.

Mientras Balakov asimiló con preocupación la elección de Sarah preguntándose cómo meter un coloso de la talla de Jerónimo en la góndola de la aeronave sin poner en peligro su estabilidad (a fin de cuentas, eso era posible porque Hingis, Ufuk y Al-Hakim estaban muy por debajo del peso máximo admisible), Abramovich se limitó a sacudir la cabeza, resignado. Sarah sabía lo que pensaba el agente. Sin duda se preguntaba cómo un chico joven, un viejo, un erudito y un monstruo podían ser de utilidad en el viaje y seguramente contaba con que, en caso de enfrentamiento, él y sus soldados se impondrían. Sarah le dejó hacer y no se molestó en intentar que cambiara de opinión. Ser subestimado proporcionaba una ventaja estratégica clara.

Todos los miembros de la tripulación eran conscientes de que se habían embarcado en una empresa arriesgada, en un viaje que ninguno de ellos había hecho y que les conduciría a regiones desconocidas. Sin embargo, Sarah y sus compañeros contemplaron la dimensión auténtica de esa decisión cuando se irguió ante ellos por vez primera el vehículo que les conduciría por las nubes.

Después de que Balakov supervisara la apertura de las cajas de Varna, la aeronave se montó en un área que se encontraba al sur de la zona portuaria y que estaba rodeada de una elevada valla de protección, vigilada día y noche por infantes de marina.

Lo primero fue la góndola que, tal como Sarah ya había advertido al ver los planos, se parecía a un carruaje descubierto sin ruedas; tenía una proa, que estaba algo enarcada hacia arriba y que se estrechaba un poco hacia delante, y una popa amplia, la cual albergaba a la vez los sistemas de propulsión y de dirección de la nave. La longitud de la góndola era de unos cuatro metros y medio, lo cual permitía adivinar que la tripulación no tendría una gran libertad de movimientos. Todos tenían asignado un lugar en el que debían permanecer durante el viaje. Por otra parte, tal como Hingis constató con un gemido, la estructura, hecha de metal ligero recubierto con lona resistente a la intemperie, no inspiraba mucha confianza. Incluso Sarah tuvo que admitir que la idea de elevarse en esa jaula a varios cientos de metros del suelo no resultaba especialmente agradable, pero se cuidó mucho de demostrarlo. No estaba dispuesta a conceder ese triunfo a Abramovich.

El sistema de propulsión de la aeronave, o aerostat, que era como Balakov la llamaba, estaba formado por un motor novedoso, cuyo diseño y montaje posiblemente eran tan franceses como el propio medio de transporte. A diferencia de las aeronaves de las que Sarah había oído hablar y sobre las que había leído, esta no se impulsaba con vapor, sino con la electricidad que generaban unas baterías recargables. De todos modos, el aerostat disponía también de una máquina de vapor, pero esta solo servía para recargar los acumuladores durante las interrupciones nocturnas del viaje, lo cual se hacía por medio de energía cinética que era transformada en electricidad. Aunque Sarah no podía afirmar que entendía todos los detalles del funcionamiento, se daba cuenta de que habría sido imposible llevar a bordo durante el vuelo la cantidad suficiente de combustible y de agua que habría requerido el dispositivo de vapor; los acumuladores, en cambio, habían resuelto el problema y eran una solución.

Con todo, el elemento más impresionante era el cuerpo de suspensión de la aeronave, cuyo armazón semirrígido habían montado Balakov y su gente la noche anterior al despegue: era una estructura gigantesca, de más de setenta metros de longitud, cuya forma alargada, redonda y estrecha por los extremos recordaba la de un pez inmenso. Igual que los globos aerostáticos, se llenaba con aire que se calentaba con el quemador de petróleo montado en lo alto de la góndola. Cuando el cuerpo de suspensión estuvo medio lleno, la góndola empezó a elevarse del suelo, de forma que tuvo que ser asegurada con cabos y lastres. Esa «sardina voladora», tal como llamaba despectivamente Hingis a la aeronave, estaba envuelta por una red que a su vez estaba atada con las cuerdas que sostenían la góndola.

Como en un velero, a ambos costados de la nave había unos obenques que permitían encaramarse hacia lo alto para manejar el quemador y, dado el caso, realizar tareas de reparación en el cuerpo de suspensión. Según había afirmado Abramovich en un extraño acceso de honestidad, ese era el talón de Aquiles de la aeronave: un escape de aire por un orificio grande podía provocar una caída del aparato, y, sin duda, obligaría a hacer un aterrizaje de emergencia. No hacía falta decir lo que algo así podía significar en un territorio inhóspito y enemigo. De todos modos, afirmó el ruso con orgullo, un ingeniero compatriota suyo, de nombre Tsiolkovski, trabajaba en la construcción de un cuerpo de suspensión hecho de metal ligero, lo cual redundaría en un aparato mucho menos expuesto.

Las limitaciones que imponían el recorrido diario de la nave y la altura de vuelo, que era, como máximo, de 15.000 pies según el clima y la presión del aire, exigían una planificación esmerada de la ruta.

Con la ayuda del material cartográfico del archivo de la comandancia del puerto, Balakov marcó una ruta que esquivaba las cumbres elevadas y, en su lugar, intentaría llegar al techo del mundo sobrevolando pasos y collados. Sin embargo, cuanto más hacia el este, menos material cartográfico había. Del remoto destino de su viaje no existía ningún mapa fiable: apenas unos esquemas que procedían sin duda de fuentes del servicio secreto y que Abramovich guardaba celosamente. Sarah apuntó con pedantería que a la Ojrana le vendría bien la ayuda del servicio de espionaje británico, pero el ruso replicó que un mayor de su ejército, un tal Nikolai Mijáilovich Przhevalski, había llevado a cabo quince años atrás una expedición a Mongolia desde Irkutsk que lo condujo finalmente también hasta el Tíbet. Con todo, apuntó, esa exploración era válida para la parte oriental del territorio, mientras que el oeste aún era poco menos que ignoto, también para los británicos.

Sarah no lo contradijo; por un lado, carecía de conocimientos al respecto y, por otro, no quería exponerse a ninguna disputa por minucias con el ruso. Había motivos para reservarse las fuerzas. Con el amanecer empezaría el viaje, la aventura más arriesgada que Sarah había emprendido jamás. Un viaje hacia nuevos horizontes y también hacia su propio pasado.

Jerónimo ya se había retirado a descansar, al igual que el joven Ufuk, que había estado ocupado durante todo el día haciendo recados y quien estuvo a punto de quedarse dormido durante la cena. Solo Sarah, Hingis y Al-Hakim permanecían despiertos aún y, como tan a menudo en aquellas últimas horas, se encontraban en el lugar donde estaba amarrada la aeronave con la mirada levantada hacia ella. Abramovich, que de nuevo se había marchado a la comandancia para telegrafiar a San Petersburgo y —según suponía Sarah— para recibir las últimas órdenes, había doblado la vigilancia y había dispuesto que Igor y los cosacos montaran guardia junto con los infantes de marina. Se encontraban agrupados en torno al aerostat con las espadas desenvainadas, y sus rostros de hierro no dejaban duda alguna de que despedazarían a cualquiera que osase acercarse sin permiso.

—¿Estás segura de que este trasto soportará nuestro peso? —preguntó con recelo Hingis.

—Pues no —admitió Sarah. Al darse cuenta de que el suizo le dirigía una mirada de soslayo llena de reproche, añadió—: Pero la verdad es que eso espero.

—¡Qué tranquilizador! —Hingis se aclaró la garganta—. ¿Sabes, querida amiga? Me recuerda un poco a otro medio de transporte que utilizamos en una ocasión y que era tan poco convencional como este. De todos modos, no conservo ningún buen recuerdo de aquel viaje.

Sarah, naturalmente, sabía a qué se refería su amigo. Fue cuando abandonaron Marsella para dirigirse a Alejandría. Utilizaron entonces un submarino, que conducía el genial y, a la vez, maniático capitán Hulot, y con él pasaron por debajo de los buques de guerra británicos que bloqueaban la ciudad. Al recordarlo, a Sarah le pareció ver aún delante de ella a Hingis, con el rostro lívido y una expresión de inquietud.

—Tened confianza, hijos míos —dijo Al-Hakim para darles ánimos. Sarah se lo tradujo de inmediato a Hingis.

—¿Ah, sí? —El suizo no estaba muy convencido—. ¿Y por qué? Si se me permite la pregunta. La verdad es que confío en este artilugio dudoso tan poco como si lo hubiera diseñado yo mismo.

—Quien avanza por la ruta de su destino no tiene nada que temer —aseveró el sabio después de que Sarah le hubiera traducido las dudas de Hingis.

—¿Y qué significa eso, maestro? —preguntó Sarah.

—Que todo esto tenía que suceder —afirmó el viejo Ammon con convencimiento—. Que ya estaba escrito en el libro de la historia.

—¿Decís que tenía que suceder? Pero, maestro, ¿no dijisteis vos mismo que fue un error aliarse con Abramovich? Que yo nunca…

—Soy anciano, mi niña —explicó Al-Hakim—. Y he visto muchas cosas. Sin embargo, eso no me libra de cometer errores. Ahora sé que, en realidad, no teníamos otra elección más que seguir el camino que el destino ha dispuesto para nosotros. Ni tú, ni desde luego yo.

—¿A qué viene ese cambio de opinión? —quiso saber Sarah—. ¿Cuándo os habéis dado cuenta de ello, maestro?

—Cuando supe de esta máquina maravillosa —respondió el anciano, señalando la aeronave.

—Pero, maestro, esto no es una máquina maravillosa: es un aparato que se sirve de las reglas de la física para…

Al-Hakim se echó a reír suavemente.

—¿Qué sucede, maestro?

—¿De verdad me tienes por tan tonto, mi niña? Por supuesto que sé que esto es obra de la mano humana. La maravilla a la que aludo es de otro tipo.

—¿En serio?

En lugar de explicarle directamente a qué se refería, el sabio respondió con una cita:

Y es que al otro lado de las montañas, las elevadas,

que solo sobrevuela el vuelo del pájaro

viven los guerreros, los arimaspos,

que guardan el secreto.

—¿Comprendes lo que quiero decir, mi niña? —añadió a continuación.

—Creo que sí, maestro —afirmó Sarah con asombro. Había leído muchas veces el poema de Aristeas, pero jamás había caído en la cuenta de que en él se hablaba de montañas elevadas que solo podían rebasarse volando.

—Los caminos de Dios son inescrutables —repuso el viejo—. Pero de un modo u otro parece que se cumple lo que se escribió hace tantos siglos. Esto —dijo señalando la aeronave— es el modo indicado para proseguir el viaje y cumplir con el destino. Estoy convencido de ello.

Sarah se quedó mirando a Al-Hakim con una mezcla de asombro y de completa gratitud. Cuando era una niña, él ya sabía cómo infundirle valor con unas pocas palabras, pero nunca lo había logrado de un modo tan efectivo como en ese momento. Tradujo para Hingis la conversación, y también el suizo pareció relajarse un poco.

Permanecieron todavía un rato en silencio delante de la aeronave, cuya silueta imponente se recortaba a la luz de la puesta de sol. La brisa procedente del mar sacudió el cuerpo de suspensión. Los amarres crujieron, como si aquella estructura gigantesca apenas pudiera esperar a oponerse a la gravedad de la tierra y oscilar en el aire.

Todavía faltan unas horas, pensó Sarah.

Unas pocas horas…

BOMBAY, INDIA BRITÁNICA, A LA MISMA HORA

—¿Ha tenido un buen viaje, sahib?

El babu[23] que había subido a bordo para saludar a los cinco europeos hizo una profunda reverencia, algo que complació mucho a Lemont. Seguía sorprendiéndole aún el enorme grado de lealtad que podía comprarse con dinero.

El Liberté había anclado en el puerto de Bombay al final de la tarde, en medio de los incontables barcos británicos que circulaban bajo el estandarte de la Peninsular and Oriental Steam Navigation Company. La extensión del mar Arábigo se abría a sus espaldas, como una superficie negra brillante en la que se reflejaba halagüeña la luz de las estrellas; delante de ellos tenían la ciudad que los ingleses gustaban de llamar: la entrada a la India The Gateway to India. Al este de la zona portuaria se extendía un mar, aparentemente infinito, de tejados inclinados, de los cuales se elevaba un humo gris y entre los que destacaban aquí y allá los edificios de piedra de los señores coloniales británicos; la intensa pestilencia que el viento traía olía un poco a vino de Marsala, pero sobre todo a excrementos e inmundicia, lo cual hizo que Lemont frunciera la nariz. Odiaba lugares como aquellos, donde la vida proliferaba de forma incontrolada y provocaba úlceras purulentas que bajo el calor del sol apestaban y supuraban.

Asqueado volvió la vista hacia las casuchas que se extendían a lo largo del muro del muelle y donde incluso a horas avanzadas reinaba una gran actividad. Las antorchas iluminaban los puestos y los tenderetes ante los que ejercían a gritos su actividad un número incontable de vendedores de agua, fruta, dulces y kunjiris[24]. La clientela estaba formada por marineros cuyos barcos habían amarrado durante el día y que tenían permiso para ir a tierra, y también por miembros de la Administración británica, claramente identificables por sus uniformes, de color blanco inmaculado, que ejercían un contraste intenso con la piel oscura y sudorosa de los culíes que arrastraban tras de sí carros a menudo improvisados.

A pesar de los esfuerzos de Lemont por no demostrar demasiado su repugnancia, no lo consiguió por completo. Bombay nunca le había gustado. Para los europeos, esa ciudad, que debía su nombre al culto local a la diosa Mumba, era un mal necesario para acceder al interior de Asia, pero Lemont no veía el encanto a esa monstruosidad gigantesca, húmeda y sofocante en la que indios, británicos, chinos, judíos, árabes y persas se congregaban de un modo tan colorido como ruidoso. Tal vez era porque le recordaba Nueva Orleans.

—Gracias, el trayecto ha sido muy agradable —contestó él, respondiendo al gesto sumiso del babu con un asentimiento benévolo—. ¿Está todo dispuesto?

—Por supuesto, sahib —respondió solícito el sirviente, que iba ataviado con el turbante y la vestimenta blanca propia de la Administración colonial—. Tal como usted pidió, están reservadas cinco habitaciones en el hotel Bengala. Hay una ticca ghari[25] que espera en el muelle y que les llevará hasta allí, a usted y a sus acompañantes, para que puedan recuperarse del viaje.

—¿Y la siguiente etapa? —quiso saber Lemont, que no tenía ningunas ganas de pasar más tiempo del necesario en Bombay.

—Todo va tal como lo pidió, sahib —le aseguró el babu inclinándose de nuevo—. Pasado mañana parte de Victoria Station un tren de la compañía india que lo conducirá a Delhi vía Agra.

—Bien, muy bien —respondió Lemont en voz baja.

Todo marchaba exactamente según el plan previsto.