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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
Aunque me sentía muy agitada y ardía en deseos de conocer el secreto del que Jerónimo nos había hablado, primero teníamos que ocuparnos de nuestros compañeros, que habían caído en manos del enemigo.
Todavía no sabíamos qué papel desempeñaba Víctor Abramovich en todo aquello: ¿era un agente de la orden? ¿O acaso un cómplice, como Mortimer Laydon y la traicionera condesa de Czerny? ¿Y si actuaba por cuenta propia y solo se olía un buen negocio? En cualquier caso, fuera lo que fuese, Abramovich había demostrado ser peligroso. ¡Cuanto antes lográsemos liberar a Al-Hakim y al joven Ufuk de sus garras, mejor!
CAMPAMENTO DE LA EXCAVACIÓN, MONTE INKERMAN, CRIMEA,
PRIMERA HORA DE LA MAÑANA DEL 22 DE ABRIL DE 1885
La luz del alba era cada vez más intensa y ya había desterrado las sombras de la noche. Unos rayos de sol pálidos se colaban entre las nubes grises de la mañana, bañando las colinas escarpadas con una luz fría y creando unas sombras alargadas en los árboles y los arbustos. Solo las hondonadas seguían sumidas en la oscuridad.
En una situación normal, después de una noche como aquella, Sarah Kincaid habría saludado contenta la aparición del nuevo día, pero esa vez el amanecer llegaba con dos horas de adelanto para lo que ella y sus acompañantes pretendían.
Desde su escondite, que se encontraba entre dos peñascos pelados de la pendiente sur de la montaña, Sarah podía contemplar el campamento, al menos la parte situada al otro lado de la antigua carretera de postas. Además de las cuatro tiendas del campo de excavación había ahora otras dos, que parecían pertenecer al ejército ruso. Sarah veía también a los cosacos: dos estaban sentados junto a la hoguera y otros cinco permanecían algo apartados, junto a los caballos. Los ocho hombres restantes, que llevaban abrigos de montar grises y las gorras de piel que les eran propias, vigilaban a dos figuras de porte abatido que estaban atadas, espalda contra espalda, a un árbol muerto.
Al-Hakim y Ufuk.
Sarah y sus compañeros habían urdido a toda prisa un plan: Sarah era la encargada de deslizarse con sigilo en el campamento y liberar a los presos después de que Hingis y el cíclope, situados en el otro lado, hubieran logrado generar confusión.
Sarah notó en la mano la empuñadura de nácar del Colt Frontier. Aunque valoraba mucho la seguridad que le proporcionaba el hecho de disponer de un arma en zonas no civilizadas, odiaba la idea de tener que apuntar con ella a un ser humano. Lo había hecho en el pasado, cuando había sido necesario para proteger su vida y la de sus compañeros, y no dudaría en volver a hacerlo. Pero eso no le proporcionaba ni la menor sensación de triunfo.
Sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. No era solo por el helor de la mañana. En cualquier momento podía darse la señal, y eso significaría entrar en acción…
De los ayudantes rusos que había reclutado en Inkerman no había ni rastro. Posiblemente los soldados los habían enviado a sus casas. No se advertía tampoco la presencia de Víctor Abramovich; tal vez estaba durmiendo en su tienda. A Sarah le habría gustado mucho saber lo que el ruso se traía entre manos y de qué parte estaba. Sin embargo, Yuri, que entretanto había salido de su estado inconsciente y había rogado clemencia entre lágrimas, no había podido responderle esa pregunta. Solo una cosa había sido evidente: el pavor que asomó en los ojos del veterano en el momento en que Sarah hubo pronunciado el nombre de Abramovich. De todos modos, como su terror por Jerónimo parecía ser incluso mayor, al final Yuri se había mostrado dispuesto a compensar su traición haciendo de señuelo para colaborar en la liberación de los presos. Sarah tenía dudas acerca de su lealtad, pero, a la vista de la superioridad numérica del enemigo, no podía permitirse ser quisquillosa. Jerónimo, además, había anunciado que vigilaría de cerca al veterano de guerra ruso.
Sarah miró con nerviosismo la esfera de su reloj de bolsillo.
Habían pasado casi quince minutos.
Los otros tenían que haber tomado ya sus posiciones en el otro lado del campamento. ¿Por qué no habían empezado? ¿Había dificultades?
La inquietud de Sarah fue en aumento. Se arrastró sobre el musgo sobre el que estaba tumbada bocabajo para no ser vista desde el campamento.
¡Por fin había un poco de movimiento!
Los matorrales del otro lado se abrieron y pudo ver aparecer a Yuri. Su caminar inseguro y tambaleante se debía, por una parte, al largo rato que había permanecido sin sentido y, por otra, a que era amargamente consciente de que el cañón de su propio mosquetón Littikhsky lo apuntaba…
Sarah vio que se acercaba a los cosacos y les decía algo en ruso. Se oyó el nombre de Abramovich, y uno de los soldados se dio la vuelta y entró en una de las tiendas de campaña militares que se habían levantado en el campamento. Al poco tiempo regresó, no solo seguido por Abramovich, sino también por Igor, su guardaespaldas, quien ya a bordo del Strela había sido una sombra de su amo. Sarah asintió con el ceño fruncido. Hasta entonces, Yuri estaba desempeñando muy bien su cometido. Si conseguía llevar a Abramovich y a su gente hasta la ventana del pozo de salida, que se encontraba al otro lado de la montaña, Sarah y sus compañeros tendrían vía libre.
El veterano sacudía las manos y subrayaba sus palabras con una profusión de gestos. Era evidente que estaba muy interesado en compensar su traición y, por un momento, pareció que Abramovich se tragaba el anzuelo.
Pero entonces los acontecimientos se precipitaron.
Un disparo tremendo quebró la calma de la mañana. ¡Y Yuri cayó muerto al suelo!
Sarah dio un respingo. Primero pensó que Jerónimo había disparado, pero enseguida advirtió el desagradable orificio rojo de la frente de Yuri y vio que del cañón del revólver del ejército que Igor tenía en la mano se alzaba un humo azul. El escolta de Abramovich había matado al veterano de forma automática y sin pestañear.
Antes de que Sarah pudiera salir de su horror, se produjo un nuevo tumulto al otro lado del campamento. Se oyeron varios disparos, y entre ellos reconoció con espanto el ruido sordo de un Littikhsky. Sarah apretó los dientes y asió con fuerza la empuñadura de su Colt Frontier, pero vaciló. Si salía a toda prisa al claro, lograría con suerte dejar fuera de combate a tres o cuatro guardias antes de que alguien le diera a ella; sin embargo, no tendría ni la menor oportunidad de llegar con vida junto a Al-Hakim y Ufuk.
Al instante siguiente, esas consideraciones estaban ya de más. Los matorrales de la parte posterior del campamento se abrieron y asomaron más soldados: infantes de la marina de Sebastopol que, sin duda, habían permanecido ocultos en la oscuridad de la hondonada. Con los cañones de sus armas levantados en actitud amenazante y enarbolando sus bayonetas, hacían avanzar frente a ellos a dos presos. A Sarah se le encogió el corazón cuando reconoció en ellos a Friedrich Hingis y a Jerónimo.
Una conclusión atroz le vino a la cabeza: Abramovich había contado con que irían. Les había tendido una trampa, y ellos habían caído en ella ciegamente. Esa vez no podía disponer de la ayuda de Jerónimo, pues los soldados lo vigilaban con un celo especial.
—¡Lady Kincaid! —gritó Abramovich a voces girando sobre sus talones para hacerse oír por todas partes. No habló en alemán, como en el Strela, sino inglés—. ¿Dónde se esconde usted? Le ruego que nos ahorre a mí y a mis hombres la molestia de salir a buscarla por la zona. Sin duda hay argumentos que la convencerán para que se entregue de inmediato.
A una inclinación de su cabeza, Igor levantó de nuevo el arma y apuntó a Hingis. Con actitud amenazadora posó el cañón del revólver, que todavía humeaba, en la sien del suizo, quien cerró los ojos con desesperación. Era evidente que el secuaz de Abramovich no vacilaría en cometer otro crimen a sangre fría.
Sarah reaccionó al instante.
El ruso tenía todas las de ganar. Proseguir con ese juego del escondite era totalmente inútil.
—¡Estoy aquí! —exclamó, levantándose y bajando a la vez el Colt Frontier.
Abramovich volvió la vista hacia ella. A continuación dio una orden seca y, para asombro de Sarah, otras dos docenas de soldados de la marina aparecieron en un abrir y cerrar de ojos de entre la espesura. El lugar estaba prácticamente repleto de ellos.
Los hombres desarmaron a Sarah y la hicieron bajar hasta donde se hallaban los demás apuntándola con sus armas. Al ver la sonrisa maliciosa con que Abramovich le dio la bienvenida, sintió ganas de abofetearlo. A diferencia de los soldados que estaban a sus órdenes, él no llevaba uniforme sino que iba vestido con una gabardina gris cuyo corte amplio le confería, a los ojos de Sarah, un aspecto demoníaco.
—¿Quién habría dicho que volveríamos a encontrarnos tan pronto? —exclamó él sonriendo con sarcasmo.
—Es usted un asesino sin escrúpulos —masculló Sarah con rabia, señalando el cuerpo sin vida del que había sido su guía—. Yuri no le había hecho nada.
—Yo no lo veo así —objetó Abramovich—. A fin de cuentas, me traicionó y volvió a ponerse de su parte. Siempre supe que eso ocurriría. Algo en ese carácter simplón y demasiado transparente que tenía lo hacía inevitable. No se preocupe por él, lady Kincaid. Era prescindible.
—Por supuesto —admitió Sarah con amargura—. Como tantos otros a quienes usted ha eliminado, ¿verdad?
—Si es preciso… —El ruso se encogió de hombros.
—Aguarde, Abramovich. Llegará el día en que la hermandad considere que usted ya ha cumplido con su misión y que también resulta prescindible.
—Otra vez con esa hermandad siniestra. —Abramovich frunció los labios—. Tengo que admitir que he dedicado largos ratos a reflexionar sobre el extraño monólogo de despedida con que usted abandonó el Strela, y debo reconocer que no tengo ni la menor idea de a qué se refería usted.
—¡Mentiroso! —siseó ella—. He visto el terror en los ojos de Yuri cuando hablaba de usted, un miedo que solo…
—¿Qué? —insistió Abramovich al ver que ella de pronto se callaba.
—Usted no trabaja para la hermandad —susurró Sarah, cayendo entonces en la cuenta de a qué se había referido Jerónimo al hablar del «ignorante».
—Por supuesto que no. Yo estoy al servicio de Su Majestad el zar.
—Usted es un espía —masculló Sarah con desdén.
—Si no le importa, yo prefiero usar la palabra «agente» —la corrigió el ruso y, tras erguir el cuerpo, dijo—: Capitán Víctor Abramovich, de la policía secreta de Su Majestad.
—La Ojrana —susurró Sarah.
Ella había oído hablar del temible servicio secreto que el zar Alejandro III había creado pocos años atrás, básicamente con la intención de espiar a sus propios súbditos y evitar así que tramaran revueltas, aunque seguramente también para realizar espionaje internacional.
—Es evidente —dijo Abramovich— que nuestra fama nos precede.
—Si por fama entiende usted lo que yo he oído, esto es, que su país encarcela a inocentes y muele a palos a los campesinos indefensos, entonces tiene usted razón —espetó Sarah con un bufido.
—Usted… usted es un espía al servicio del zar —farfulló Friedrich Hingis, atónito.
—¡En efecto, doctor!
—En tal caso elevo mi más enérgica protesta por nuestra detención —dijo el suizo con acaloramiento—. Lo que usted ha hecho vulnera todos los derechos.
—¿Y cree usted que eso me inquieta lo más mínimo? —repuso Abramovich—. Se encuentra usted en territorio ruso, doctor. No lo olvide.
—No lo olvido. Pero como ciudadano europeo me asisten ciertos derechos que usted sin más no puede…
Dejó de hablar cuando el agente de la Ojrana profirió una sonora carcajada.
—Con su permiso, querido doctor Hingis, ¿quién me lo impide? Sobre todo considerando que ustedes no han sido deportados aquí sino que han entrado en nuestro país por voluntad propia.
—Por mediación suya —gruñó Hingis, que empezaba a darse cuenta del alcance real del engaño.
—¿Por qué lo ha hecho? —quiso saber Sarah—. ¿Por qué nos ha ayudado a llegar a Crimea?
—Porque quería averiguar sus intenciones. Hace cierto tiempo que tenemos noticia de una organización criminal que comete excesos en Oriente y que claramente tiene su cuartel general en una capital de Europa occidental. Hemos descubierto que usted, lady Kincaid, mantuvo en el pasado reiteradas relaciones con esa organización.
—¿Reiteradas relaciones? —Sarah rio sin ganas—. Podría decirse así… Sobre todo si uno tiene la imaginación desbordada de un gran inquisidor del zar.
—A mucha honra. —Abramovich sonrió, impertérrito—. Yo no soy más que un humilde siervo del Imperio.
—Entonces escúcheme atentamente —dijo Sarah—. La organización de la que ha oído hablar se llama la Hermandad del Uniojo. Es una alianza de sectarios que pretende sacar provecho de los secretos del pasado para dominar el futuro.
—¿No le parece que eso es un poco desmedido?
—Es posible, pero es la verdad.
—La verdad… —Abramovich mascó la palabra como si fuera tabaco—. Le diré algo sobre la verdad, lady Kincaid. La verdad es que desde hace tiempo el Imperio británico lleva a cabo una expansión despiadada por el continente asiático. La India, Pakistán, China, Mongolia… La lista da para mucho. El Imperio asoma por todas partes, y sus intereses comerciales y de poder se hacen notar.
—¿Y…? —preguntó Sarah.
—¿Por qué el Imperio británico no colaboraría con una organización cuyo objetivo es evidentemente la creación de nuevas estructuras jerárquicas en Oriente? —Abramovich prosiguió con su razonamiento—. Es más, ¿por qué no crearía una organización de ese tipo si le permite perjudicar a sus competidores y reforzar su supremacía?
—¿Habla usted en serio? —Sarah dirigió una mirada vacilante al ruso—. ¿Supone usted que existe una relación entre la hermandad y la política colonial británica?
—¿Le extraña? ¿Ahora que el poder de su imperio aumenta cada día que pasa? Su gobierno demostró ya en el pasado que es capaz de emplear cualquier medio para reforzar su influencia en Oriente.
—Es posible —admitió Sarah—, pero no colaboraría con unos criminales despiadados. De hecho, en este sentido el zar ha demostrado tener muchos menos remilgos.
—¡Acabáramos! —Abramovich torció el gesto—. Le agradecería que dejara de lado esos intentos evidentes de provocarme.
Sarah se irguió, tensa.
—Muy bien —replicó—, entonces explíqueme qué significa todo esto. ¿Por qué nos ha atacado usted por la espalda y ha ordenado que nos detengan?
—Muy fácil: porque ustedes son espías británicos.
—¿De verdad lo cree?
—Pero ¡por favor! —exclamó Hingis—. Soy suizo, y soy neutral por convencimiento. Acusarme a mí de espionaje es… ridículo.
—En su caso, haré una excepción, doctor —admitió Abramovich—. Creo que lady Kincaid se limitó a no informarle de los auténticos motivos de sus acciones. La función de usted era, de hecho, servir de tapadera a la empresa, la cual, bajo la apariencia de una expedición arqueológica, consistía en realidad en crear una base secreta en Crimea al servicio del espionaje.
—¿Qué? —Sarah negó con la cabeza—. Usted se ha vuelto loco.
—A la vista de lo que mis hombres han encontrado ahí abajo, lady Kincaid, la verdad es que soy yo quien teme más por su salud mental que por la mía. ¿Qué hace usted ahí abajo? ¿Qué traman los británicos para inclinar la Gran Partida a su favor? —Y, tras señalar a Jerónimo, añadió, claramente asqueado—: ¿Qué tiene que ver con todo ello esta criatura deforme?
—La Gran Partida… —rezongó Sarah—. ¿Es que no sabe pensar en otra cosa?
—No fuimos nosotros quienes acuñamos esa expresión —le recordó el ruso—. Fueron ustedes los que lo hicieron después de coronar como emperatriz de la India a su jefe de Estado…
—… mientras su querido zar soñaba con un gran imperio ruso —apuntó Sarah—. ¿O no es así? Pero aquí no se trata de perder, ni de recuperar tierras e influencia. Mientras usted no lo comprenda, Abramovich, no estará en posición de hacer nada contra la Hermandad del Uniojo. Sin embargo, lo más probable es que esto a usted le traiga sin cuidado porque no le interesa la verdad: solo quiere complacer a su zar.
—Lo ha vuelto a hacer, lady Kincaid —dijo el ruso, imperturbable—. Me subestima.
—¿En serio?
—Dígame lo que sabe sobre esa misteriosa hermandad y ya veremos.
—No me creerá.
—Inténtelo.
—Muy bien. —Sarah asintió—. Las raíces de esa organización se hunden en el pasado remoto, en los inicios de la civilización. Una y otra vez en el curso de la historia ha intentado hacerse con el dominio sobre la humanidad…
—… pero no lo ha logrado —terminó de decir con aburrimiento el agente de la Ojrana—. Hasta hoy.
—Ya le he dicho que no me creería.
—Para convencerme tendrá que darme algo más que cuatro detalles efectistas, lady Kincaid.
—Entonces le diré que en este preciso momento la hermandad está buscando un arma cuyo poder de destrucción es mil veces superior al de todas las conocidas.
—¿Armas? ¿Poder de destrucción? —Al ver el brillo de anhelo en los ojos de Abramovich, Sarah supo que acababa de cometer un error. Tenía que ser prudente.
—En efecto —le confirmó—. Se trata de un secreto antiguo de la época prehistórica, y la hermandad está dispuesta a descifrarlo.
—Eso no suena muy creíble —constató el ruso.
—Lo siento si eso le contraría —repuso Sarah encogiéndose de hombros—. Pero es la verdad. La amenaza es real, Abramovich, le guste o no, y pone en peligro tanto a su país como al mío.
—¿Espera usted que me crea todo esto?
—La hermandad no conoce naciones. Solo se mueve por su propio interés —insistió Sarah—. En vez de apresarnos a mí y a mis amigos, y de hacer acusaciones descabelladas sobre nosotros, debería dejarnos ir…
—¿Adónde? —preguntó el ruso en tono cortante, y Sarah se dio cuenta que tenía que vigilar cada palabra que dijera.
—A donde sea que nos conduzca la pista de la hermandad —contestó de forma esquiva.
—Eso no me basta. —El agente de la Ojrana soltó un bufido—. Para que yo la crea, tendrá de contarme más cosas. Muchas más…
Sarah bajó la mirada.
Aquello era como tener que elegir entre la peste o el cólera.
Si no decía nada, Abramovich los detendría sin más contemplaciones, los entregaría a un tribunal militar de Sebastopol y los haría encarcelar; si, por el contrario, hablaba al ruso de la hermandad y de aquel siniestro misterio que esperaba ser descubierto en el Tíbet, corría el peligro de poner una fuente de poder de dimensiones posiblemente apocalípticas en manos de un único país, con el que además el Imperio británico estaba enemistado.
Tenía que intentar encontrar un término medio. Lo que le contara a Abramovich tenía que bastar para despertar su curiosidad y, por lo menos, hacer que se cuestionara sus sospechas. Pero él no podía saberlo todo.
—¡No lo hagas, Sarah! —le aconsejó en aquel instante Ammon Al-Hakim, que de nuevo parecía saber leer sus pensamientos—. ¡Es como jugar con fuego!
—¿Qué dice el viejo? —quiso saber Abramovich, quien al parecer no entendía el árabe.
—Duda que usted sea sincero —dijo Sarah haciendo una traducción libre.
—Así que duda… —El agente de la policía secreta asintió y pareció reflexionar durante un instante. Luego dio a Igor una orden seca, tras lo cual este, acompañado por dos cosacos, se acercó a Al-Hakim y al joven.
—¿Qué pretende usted? —preguntó Sarah.
—Espere.
Abramovich aguardó a que sus esbirros soltaran a los presos. Les quitaron las ataduras en torno a los pies para que ambos pudieran andar, si bien les dejaron las cuerdas de las manos. Como Al-Hakim no se levantó de inmediato, Igor lo asió bruscamente por el cuello de la chilaba y lo alzó; pero las piernas del anciano, que habían permanecido un buen rato dobladas de un modo poco natural, le fallaron y cayó al suelo. Ufuk, solícito, fue a ayudarlo, pero la culata del Berdan II que lo golpeó en el costado también lo hizo caer al suelo.
—¡Basta! —ordenó Sarah a Abramovich—. ¡Pare esto de inmediato!
—¿Qué es lo que hay que parar? —El agente de la Ojrana fingió ignorancia—. Si ni siquiera hemos empezado…
Ella le dirigió una mirada fulminante; luego se volvió, ajena a los cañones de las armas dispuestas para disparar, y se acercó a Al-Hakim y a su criado. Entretanto Ufuk había logrado, con la cara contrita de dolor, ponerse de rodillas; el sabio, en cambio, seguía en el suelo e intentaba en vano ponerse de pie.
—Aquí, maestro. —Sin hacer caso al esbirro de Abramovich, Sarah se agachó junto al anciano y le ofreció la mano.
—Alf shukr —le agradeció Ammon con la voz rota mientras ella lo ayudaba con delicadeza a ponerse de pie. Con un susurro añadió—: Ándate con cuidado, Sarah… Él utilizará ese saber solo para la guerra, y todo irá de mal en peor.
De nuevo Abramovich dio una orden y Sarah, Al-Hakim y Ufuk fueron tomados del brazo y conducidos ante él. Dispuestos los tres en una fila, permanecieron delante del ruso como si fueran criminales ante un juez; el hombre de la Ojrana parecía disfrutar mucho con ese papel.
—¡Bueno! —constató con satisfacción—. Parece que ya hemos encontrado su punto débil, lady Kincaid. La verdad es que no entiendo qué le ve usted a ese viejo loco, pero parece que es un excelente medio para presionarla. ¡Igor!
Sin vacilar, el esbirro de Abramovich asió el revólver de cañón corto que llevaba prendido a su cinturón con una cadena. ¡Y, para espanto de Sarah, apuntó con el cañón hacia la frente de anciano Ammon!
—¡No! —gritó ella.
—Protesto enérgicamente —añadió Hingis.
Abramovich se echó a reír.
—Puede protestar tanto como quiera. Aquí y ahora, mi palabra es la ley. Y esta ley dice que el viejo morirá si ustedes no me cuentan de inmediato la verdad. ¿Dónde se encuentra el secreto que la hermandad pretende? ¿Dónde está escondido?
Sarah guardó silencio mientras miraba fijamente a Abramovich. Por el rabillo del ojo vio que Al-Hakim tensaba su cuerpo enclenque. Aunque el anciano no podía ver el cañón del revólver delante de su cara, parecía percibir la muerte cerniéndose sobre él.
—Tengo la impresión —dijo Abramovich— de que no le he dejado suficientemente claro que hablo en serio. Pero esto puede cambiar, lady Kincaid.
El ruso hizo una señal con la cabeza a Igor, y Sarah vio que su dedo se doblaba sobre el gatillo. Se mordió los labios hasta hacerse sangre. Todo en su interior clamaba por romper el silencio y contar al ruso todo cuanto él quería saber, pero la advertencia de Ammon todavía le retumbaba en los oídos.
«Él utilizará ese saber solo para la guerra, y todo irá de mal en peor».
Su vacilación se prolongó un instante más. Para entonces, el ayudante de Abramovich ya había apretado el gatillo.
—¡No! —gritó Sarah con espanto.
Demasiado tarde.
El disparador del arma se activó, y Sarah esperó ver a AlHakim cayendo al suelo bañado en sangre…
Pero no fue así.
En lugar del disparo esperado, el revólver solo dejó oír un chasquido metálico.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Hingis mientras Ufuk musitaba una alabanza a Alá—. ¿Cómo se entiende…?
—En mi división —explicó Abramovich— nos hemos inventado un juego divertido que resulta muy adecuado para aflojar las lenguas. Algunas recámaras del tambor contienen balas y otras no. Nunca se sabe lo que va a ocurrir, solo hay una cosa cierta: que las oportunidades de salir con vida disminuyen con cada intento.
—Usted es… es un monstruo —masculló Sarah.
—Esta vez el viejo ha tenido suerte —prosiguió el ruso, impertérrito—. No permita que pase por otro intento.
Sarah se secó la sangre de los labios. Su rostro había adquirido una expresión glacial.
—Pagará usted por ello —profetizó ella—. Un día tendrá que pagar por todo esto.
—Lo dudo. Es mejor que emplee usted sus fuerzas en contarme la verdad en lugar de hacer amenazas que no podrá cumplir.
Sarah apartó la vista de él. Vio que Al-Hakim negaba con la cabeza, como si supiera que ella lo miraba y quisiera darle a entender que debía mantenerse firme.
Pero eso era imposible para Sarah.
El conato de asesinato sufrido por el sabio le había hecho ver que no estaba dispuesta a sacrificar la vida de él, por muy alto que fuera el precio exigido. En los últimos años había perdido a tantas personas queridas que no podría soportar esa muerte.
Así que rompió su silencio.
Explicó entonces lo que Jerónimo les había contado sobre los orígenes de la Hermandad del Uniojo, y habló de los Primeros y del pueblo escogido de los cíclopes, de la guerra que había habido entre estos y también de los tres secretos. Contó cómo ella había sido manipulada y engañada por la hermandad, y narró su búsqueda del fuego de Ra y del agua de la vida mientras se encontraba involuntariamente al servicio de la organización. También se refirió al tercer secreto que quedaba por descubrir en el lejano techo del mundo. Lo único que no mencionó fue a Kamal. Abramovich no debía contar con más modos para presionarla.
En cuanto terminó el relato, el silencio regresó al campamento. Como Sarah había hablado en inglés, posiblemente ninguno de los soldados presentes había entendido lo que había contado. Su jefe, en cambio, la había escuchado con atención y no la había interrumpido ni por un momento. Solo entonces reveló lo que él pensaba de aquella historia.
—Todo lo que me ha contado —dijo él en voz baja— no es más que una sarta de cuentos antiguos, insinuaciones y especulaciones. Si espera que me crea todo eso, es que me ha tomado por un idiota redomado. ¿Por qué no admite de una vez que su gobierno intenta expandir su influencia en el territorio que se extiende más allá del Himalaya y que, además de la India y Pakistán, el Imperio británico aspira a apropiarse del Tíbet?
—Yo no sé nada de esas cosas —declaró Sarah—. Le he dicho cuanto sé, así que ahora cumpla usted su parte del trato y deje al sabio en libertad.
—¡No tiene nada! ¡Nada de nada! —Por primera vez el ruso perdió los nervios—. Admito que su historia no carece de cierto encanto exótico, pero no me ha proporcionado usted ni una sola prueba, ni un solo indicio que…
—¿Y qué me dice de él? —preguntó Sarah, señalando a Jerónimo—. ¿Es que su existencia no demuestra la verdad de mis palabras? ¿Y qué me dice del templo subterráneo? Lo ha visto con sus propios ojos.
—¿Y qué? Si no puede ofrecerme más cosas, tendré que suponer que usted es una espía.
—¿Cómo son sus conocimientos de historia? —preguntó Sarah de repente.
—Suficientes —le aseguró él—. ¿Por qué los británicos creen siempre que son el único pueblo en la tierra con cultura y formación?
—Entonces plantéese esta pregunta —lo conminó Sarah—: ¿qué movió a Alejandro Magno a ponerse al frente de su ejército y someter al Imperio persa? ¿Qué lo llevó a unirse a una princesa de nombre Roxana y proseguir siempre hacia Oriente, más allá de las fronteras del mundo conocido hasta entonces, en dirección a las estribaciones del Himalaya?
La mirada de Abramovich mostró una sorpresa genuina.
—¿Usted cree que iba en busca de…?
—Si tiene una respuesta concluyente a estas preguntas, entonces puede considerarnos espías a mí y a mis compañeros. Pero si alberga la más mínima duda, entonces por lo menos tiene que considerar que le he contado la verdad.
Sarah calló mientras el hombre de la Ojrana los miraba inquisitivamente, primero a ella y luego a cada uno de sus acompañantes. Acto seguido, se dio la vuelta y regresó a su tienda. Al pasar ordenó a Igor bajar el arma.
En el rostro del cosaco se advirtió cierta decepción, pero obedeció a su amo sin vacilar. Ufuk y Sarah se apresuraron a ayudar a Al-Hakim.
—¿Cómo estáis, maestro? —preguntó Sarah, preocupada.
—No me preguntes eso, mi niña —gimió el viejo—. ¿Qué has hecho? ¡Jamás deberías haberle hablado de los secretos!
—No tenía otra opción, maestro.
—Soy viejo, Sarah, y de todos modos pronto moriré. Es mi destino.
—Es posible, maestro —repuso Sarah con obstinación—, pero todavía no ha llegado la hora.
Era ya mediodía cuando Abramovich regresó.
El agente de la Ojrana entró con su leal Igor en la tienda donde Sarah y sus acompañantes estaban sentados en el suelo atados de pies y manos y vigilados por cosacos armados hasta los dientes.
—¿Y bien? —preguntó con sarcasmo Sarah, a pesar de la desagradable situación en que se encontraba—. ¿Qué ha aconsejado el zar a su fiel siervo?
—He recibido el encargo de someter una propuesta a su consideración —repuso el ruso envarado, con una actitud que no permitía adivinar si apoyaba o no esa resolución—. Antes me gustaría hacer notar que el zar es un hombre de acción y que normalmente no cree en absoluto en fantasías como las que usted nos ha contado.
—¿Pero…? —insistió Sarah.
—En vista de que usted fundamenta su descabellada historia con pruebas… —Al decirlo miró con repugnancia en dirección a Jerónimo y añadió—: Si bien esas pruebas son ciertamente cuestionables, Su Majestad se muestra inclinada a prestar atención a su relato. Aunque, claro, con algunas restricciones.
—¡Ajá! —soltó Hingis, que estaba sentado junto a Sarah en el suelo húmedo—. ¿Y cuáles son esas «restricciones»?
—Vamos a ponerles en libertad —explicó Abramovich sin rodeos—, y ustedes podrán proseguir con su expedición, aunque deberá ser bajo mi supervisión.
—¿Por qué será que esto no me sorprende en absoluto? —En la voz de Sarah rezumaba la burla—. ¿Acaso pensaba usted que no me daría cuenta de las intenciones del zar? A él solo le mueve la perspectiva de hacerse con una fuente de poder de dimensiones inimaginables.
—¿Y por qué no? ¿Es que el gobierno de su país dejaría pasar sin más una ocasión como esta?
—No —admitió Sarah—. No lo haría. Y por eso no he informado de este asunto al gobierno de mi país. Independientemente de cuál sea el secreto, este no debería estar nunca en posesión de un solo país. Eso solo tendría como consecuencia la guerra y la destrucción.
—¿Y usted confía en que me creeré eso? ¿Después de todo lo que dijo a bordo del Strela?
—Mi única intención fue provocarle —le aseguró Sarah— porque desde el principio vi claro que usted no jugaba limpio.
—En tal caso, tengo que felicitarle por su conocimiento de las personas —se mofó Abramovich—. Aunque, de todos modos, no le ha resultado de gran ayuda a la hora de escoger a sus aliados, ya que ni aquí nuestro amigo suizo, ni el viejo árabe, ni tampoco ese monstruo de un solo ojo pueden brindarle lo que Su Majestad el zar de Rusia le ofrece.
—¿Y qué es? —preguntó Sarah en tono arisco—. ¿Una estancia obligada en Siberia para toda la vida?
—No. Un medio de transporte con el que en pocos días podrá salvar distancias que usted tardaría días, cuando no meses en recorrer.
Sarah se mostró impasible.
—¡No me diga! ¿Y cómo pretende conseguirlo? ¿Es que ahora el zar hace magia?
—En absoluto —la contradijo el agente con una sonrisa mientras rebuscaba en su abrigo de campo. Sacó entonces un trozo de papel que desplegó rápidamente.
Sarah constató, con asombro creciente, que se trataba de un plano, de un dibujo técnico.
—No obstante —siguió diciendo Abramovich en un tono de voz triunfante—, Su Majestad está en posesión de un método de transporte novedoso con cuya ayuda resulta muy fácil recorrer los miles de kilómetros que separan el mar Negro del Himalaya.
Sin más explicaciones se inclinó y mostró el plano a sus prisioneros. Lo que Sarah y sus compañeros vieron los dejó atónitos.
Se trataba de un artefacto de forma alargada, como de puro, con los extremos en punta y envuelto en una especie de red, y que aparecía dibujado tanto de lado como de frente. Debajo de él, colgada por unas cuerdas, pendía una especie de góndola, semejante a un faetón pero sin ruedas. En la popa se veía un objeto semejante a la hélice de un barco, así como un timón parecido igualmente a los empleados en la navegación marítima.
—¿Qué es eso? —preguntó Sarah, incapaz de saber si Abramovich se estaba mofando de ellos. Había visto dibujos parecidos en Illustrated News, pero jamás había pensado que…
—¿Qué le dicen sus ojos? —El ruso contestó con otra pregunta.
—Que es algo que, teniendo en cuenta la lógica de la física, no puede existir de verdad —respondió Friedrich Hingis.
—¿Es eso lo que piensa, doctor? Pues entonces es una suerte que usted se haya dedicado a la arqueología y no a la física. Este aparato, esta aeronave, existe de verdad. Y vuela como un pájaro.
—¿Lo ha visto alguna vez? —preguntó Sarah.
—Por supuesto.
—¿Y ha viajado en él alguna vez?
—Aún no. El aeronauta que sabe conducirlo llegará a Sebastopol en unos días. De todos modos, estoy convencido de que la aeronave funciona. Es una obra maestra de la ingeniería rusa.
—Salta a la vista —se mofó Hingis—. A fin de cuentas, todos los nombres están en francés…
—El trabajo de mi división ha permitido que nuestros ingenieros tomasen algunos préstamos de nuestros competidores franceses —explicó Abramovich encogiéndose de hombros—. Un hombre llamado Charles Renard hizo unos planos muy útiles para construir una aeronave capaz de funcionar y nuestro personal completó y mejoró estos planos de forma decisiva, de modo que ahora Su Majestad el zar de Rusia puede afirmar con toda rotundidad que posee la única aeronave de largas distancias del mundo.
—¿Y por qué está aquí, en Sebastopol? —inquirió Sarah.
—Nuestros informantes en la zona llevan tiempo advirtiendo de un incremento de los movimientos de la tropa británica en la frontera noroccidental —explicó el ruso de buena gana—. El servicio secreto tiene órdenes de aclarar la situación en el sitio, lo cual, a causa de la orografía y la vegetación, ha resultado ser muy dificultoso. Y, como a causa de las condiciones extremas de viento, nuestros globos han resultado inútiles…
—… ahora quieren intentarlo con una aeronave dirigible y no tan expuesta a los caprichos del viento —concluyó Sarah.
—Eso es —corroboró Abramovich—. Los componentes de la aeronave se embarcaron con discreción en el Strela en el curso de nuestra parada en Varna y fueron transportados a Sebastopol.
—Entiendo. —Sarah asintió, recriminándose por haber sido tan necia. Eso era lo que había visto que embarcaban en secreto aquella noche. Contaba que podían ser muchas cosas, pero no aquella, desde luego.
—El plan original consistía en efectuar un vuelo de prueba por las estribaciones del Cáucaso, de Sochi a Bakú, antes de transportar la aeronave al lugar al que estaba destinada para su empleo. Pero estaríamos dispuestos a cambiar de planes y a ponerlo al servicio de sus objetivos… Siempre y cuando ustedes accedan a cooperar.
—De sus palabras deduzco que piensa que yo estaría loca si desaprovechara semejante ocasión —replicó Sarah, que no estaba dispuesta a dejarse engañar por el despliegue de amabilidad del ruso. Cuando un miembro del servicio secreto daba a conocer información que hasta hacía unos días permanecía oculta bajo el más estricto de los secretos, la prudencia se imponía.
—En efecto —dijo él con convencimiento—. No tendrá otra oportunidad como esta.
—¿Y si desestimo su generosa oferta? ¿Qué pasará si me niego a aceptarla?
—No lo hará. —De nuevo Abramovich mostró su sonrisa de superioridad—. Si todo lo que usted afirma es cierto y esa hermandad realmente está empeñada en hacerse con una fuente de poder de dimensiones insospechadas, usted hará todo cuanto esté en su mano por llegar lo antes posible al Tíbet. En caso contrario, nosotros nos veríamos obligados a suponer que nos ha mentido… y actuaríamos en consecuencia.
—Canalla —gruñó Sarah.
—Esto es coacción pura y dura —se lamentó Hingis.
—Yo lo llamaría más bien una oferta irresistible —lo corrigió el ruso—. ¿Y bien? ¿Cuál es su respuesta? Tengo que telegrafiar a San Petersburgo.
Sarah se lo quedó mirando, presa de la rabia. Las palabras sombrías de Ammon seguían resonándole en los oídos, y todo en su interior se oponía a llevar a un esbirro del zar justo al lugar de origen del tercer secreto. Pero ¿acaso tenía elección?
—De acuerdo —dijo a regañadientes—. Usted gana.
—No me sorprende.
—Pero cedo a condición de que yo conserve el mando de la expedición —declaró Sarah—, y he de elegir a los miembros de la misma.
—Por mí… Piense de todos modos que la aeronave solo puede llevar a diez personas y que, además del comandante y su tripulación, yo e Igor también participaremos en el viaje. Con las otras cinco plazas puede hacer lo que le plazca.
—De acuerdo —dijo Sarah apretando los dientes.
—Muy bien. —Abramovich asintió—. Informaré de inmediato a San Petersburgo. Estoy seguro de que desde allí se nos facilitará cualquier cosa que necesitemos. Tal vez —añadió, aunque sin dejar entrever si hablaba en serio o solo bromeaba— incluso podamos zanjar nuestras diferencias de opinión en el curso de la expedición.
—Lo dudo, capitán —repuso Sarah, inflexible—. Lo que nos separa es algo más que esas divergencias. Nuestros objetivos no pueden ser más opuestos. Sin duda, tiene usted orden de averiguar la naturaleza de esa misteriosa fuente de poder, evaluar su utilidad y, dado el caso, tomar posesión de ella en nombre del zar. Yo, en cambio, ya se lo advierto ahora, haré todo lo posible por impedir que el tercer secreto caiga en manos equivocadas.
—Está usted en su derecho —repuso Abramovich con una sonrisa que no gustó nada a Sarah—. Igual que el mío será impedírselo. Tal vez nuestros objetivos son distintos, lady Kincaid, pero la situación nos obliga a colaborar. En este caso, se impone la comparación del ciego y el cojo, ¿no le parece? Uno sabe adónde tiene que dirigirse y el otro tiene los medios para ello. Dependemos el uno del otro, le guste a usted o no.
—Esto no me gusta en absoluto —afirmó Sarah—. Pero no tiene que gustarme necesariamente, ¿verdad?
El ruso se la quedó mirando a los ojos durante un largo instante.
—No —admitió al fin y se dispuso a marcharse.
—¿Qué hay de nuestras ataduras? —le espetó Hingis—. Creía que nos iban a liberar.
Abramovich sonrió débilmente.
—En cuanto lleguemos a Sebastopol, doctor. A fin de cuentas no queremos que nuestra cooperación termine antes de empezar, ¿no es así?
Dicho esto, abandonó la tienda. Hizo una señal a los cosacos para que lo siguieran y dejaran solos a los prisioneros. Sarah supuso que aquello tenía que interpretarse como un gesto de buena voluntad, pero era incapaz de ver en él nada conciliador. El agente de la Ojrana la había embaucado, manipulado y presionado, y a ella no le quedaba otro remedio que doblegarse ante sus planes.
¿O no?
Mientras Friedrich Hingis tenía los labios fruncidos y guardaba silencio presa del enfado, el semblante de Jerónimo había adquirido una expresión sombría tal que su único ojo había pasado a ser una ranura estrecha. Era evidente que el cíclope estaba preocupado, pero, al parecer, prefería guardar silencio. No así Al-Hakim…
—Eso no es bueno, Sarah —murmuró el anciano en árabe—. No está bien…
—No he tenido otra opción, maestro.
—No deberías haberle hablado de esas cosas.
—Y ahora vos estaríais muerto.
Los ojos ciegos del sabio se clavaron directamente en ella.
—En ocasiones, mi niña, la muerte es un castigo menor que la propia vida. Sobre todo, en personas de mi edad.
—No podía hacer otra cosa, maestro. Disculpadme —se justificó Sarah—. Por otra parte, si queremos llegar a nuestro destino solo tenemos una opción.
—Que consiste en ir acompañados de una serpiente que no espera otra cosa más que hundir sus dientes ponzoñosos en nuestras carnes —añadió Ammon con tono reprobador—. ¿De verdad has considerado mi bienestar, mi niña? ¿O has tenido en cuenta a Kamal?
Sarah no replicó. La pregunta era hiriente, y la respuesta, complicada. Por supuesto, ella quería salvar la vida del sabio, pero los motivos que la habían llevado a ceder habían sido egoístas.
—Tienes que ser prudente, Sarah —susurró el anciano antes de que ella tuviera ocasión de objetar—. No permitas que tu pasión se imponga a tu convencimiento. ¿Me lo prometes?
—¿Qué queréis decir con ello, maestro?
—Puede que llegue un momento —profetizó Al-Hakim con voz sombría— en que tendrás que decidir entre tu amor por Kamal y el deber que el destino te ha impuesto.