8
El camino que tomó el cíclope para salir a la superficie fue distinto al que ellos habían empleado para entrar. La montaña parecía atravesada por un sinfín desconcertante de cavidades y galerías, de las cuales muchas estaban ocultas tras nichos y fisuras de rocas que solo conocían las personas familiarizadas con el terreno. Jerónimo no parecía tener ninguna dificultad para orientarse en aquel laberinto oscuro en el que las antorchas de Sarah y de Hingis arrojaban una luz errante, y avanzaba con paso decidido.
Al principio de la marcha nadie dijo palabra. Tanto Sarah como su acompañante estaban aturdidos por la impresión. En su memoria seguía muy viva aquella exposición horripilante de muerte; el encuentro con el cíclope había sido repentino, y lo que él les había comunicado, demasiado abrumador. Poco a poco la mente de Sarah se fue recuperando del letargo y empezó a hacer preguntas. Y, como ella carecía de respuestas, rompió el silencio y dijo en voz alta:
—¿Nos esperabas? —preguntó al cíclope, el cual encabezaba la marcha por las galerías con su enorme cuerpo inclinado.
—En efecto. Yo sabía que vendría, lady Kincaid.
—¿Y cómo lo sabías?
—Porque tanto Polifemo como yo nunca dudamos de que usted lograría interpretar las pistas que le dimos.
—¿Pistas? —rezongó Hingis—. Yo no llamaría a eso pistas. ¡Faltó poco para que no diésemos con el texto que estaba escondido en el codicubus!
—Pero lo lograron, ¿verdad? —repuso el cíclope, que siguió avanzando, impasible—. En todo lo que hicimos, tuvimos que ser muy precavidos. Nos aseguramos de que la información del codicubus no pudiera ser comprendida por nadie más que por usted, lady Kincaid. Si su contenido hubiera llegado a manos equivocadas, el secreto seguiría oculto. Tal como han ido las cosas, parece que esta medida de precaución era más que necesaria.
Sarah sabía muy bien a qué se refería el cíclope: Víctor Abramovich…
—¿Acaso los rusos están de parte de la hermandad? —quiso saber ella.
—¡Quién sabe! —Jerónimo encogió sus anchos hombros con un gesto de ignorancia—. Los tentáculos de la hermandad son como los de un pulpo y alcanzan muchos países. Por otra parte, también el ignorante es enemigo del sabio.
Sarah apretaba los labios dibujando con ellos una línea fina. Tras abandonar el Strela había deseado en su fuero interno no volver a encontrarse nunca más con ese ruso tan dudoso, pero era evidente que la esperanza había sido en vano. Abramovich era más obstinado de lo que ella había previsto y parecía perseguir unos planes muy definidos.
—¡Qué idiota he sido! —se lamentó Friedrich Hingis—. ¿Cómo he podido ser tan crédulo?
—Tu intención era ayudarme —dijo Sarah para tranquilizarlo—. No te hagas reproches por ello.
—Eso es fácil de decir. —Replicó él sonriendo sin ganas—. A fin de cuentas, no has sido tú quien ha puesto al enemigo sobre nuestra pista. Al contrario: desde el principio me previniste contra Abramovich. Y ahora Al-Hakim y el joven Ufuk están en su poder. Yo debería…
—Por si le sirve de consuelo, doctor, le diré que ahora mismo el ruso es el menor de nuestros problemas —afirmó Jerónimo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—¿Tienen idea de qué sitio es este? —preguntó el cíclope.
Sarah y Hingis cruzaron una mirada. Al parecer, había llegado el momento de oír algunas respuestas.
—Es un templo —replicó Sarah—, un lugar de culto de los escitas, claramente dedicado a honrar a los arimaspos. Y sabemos asimismo que Alejandro Magno estuvo también en este lugar.
—Muy bien —admitió el cíclope—. Pero ¿sabe usted el motivo de su visita?
—Bueno… nosotros suponíamos que tenía que ver con la hermandad, con el Uniojo…
—Lady Kincaid… —Jerónimo se quedó quieto de pie y aprovechó un lugar más ancho de la galería para volverse y dirigirle una mirada sombría con su único ojo—. Lo que ustedes ven aquí son las raíces de mi pueblo.
—¿Las raíces de tu pueblo? —Sarah no podía dejar de pensar en aquella galería de los horrores—. ¿Acaso este templo es vuestro origen? ¿Sois fruto de… de…?
—No —repuso Jerónimo para alivio inmenso de ella mientras reemprendía la marcha—. Lo que ustedes han visto solo era una sombra, milady. Un intento espeluznante de imitar la creación.
—¿La creación? —repitió Hingis—. ¿Significa eso que el ojo único tiene un origen natural?
—¿Acaso su única mano es de causa natural? —replicó el cíclope—. El ojo único es un distintivo, igual que la mano que a usted le queda.
—Me parece que esa comparación es un tanto simple. Creo que perder una mano no es tanto un distintivo como un revés del destino.
—Eso es precisamente lo que quería decir, doctor. Los arimaspos fueron elegidos. Elegidos por el destino.
—¿Los arimaspos? —preguntó Sarah—. ¿También vosotros os llamáis así?
—Es solo otro de los nombres que los hombres nos dieron. Hubo quienes nos llamaron cíclopes y nos consideraron poco más que monstruos. Otros, como los constructores de este templo, malentendieron nuestra misión y nos adoraron casi como si fuésemos dioses. Pero nosotros estábamos llamados a ser simplemente intermediarios entre el cielo y la tierra.
—Polifemo también me contó eso —corroboró Sarah—. Me dijo que hace mucho tiempo vinieron tres dioses a la tierra que convirtieron a los cíclopes en sus sirvientes.
—Así es. Hasta entonces, éramos humanos normales que habitábamos en los valles y cultivábamos nuestros campos. Pero en la noche en la que los Primeros descendieron pendidos en hilos de luz resplandeciente mi pueblo sufrió una transformación y pasamos a ostentar el ojo único, el distintivo de los Primeros.
—Los puranas indios dicen que en su tiempo los dioses bajaron por los rayos del sol —comentó Sarah recordando lo que Al-Hakim le había contado.
—Muchos pueblos tienen una versión de esta historia, lady Kincaid —dijo el cíclope—. Así usted puede darse cuenta de que se trata de la verdad oculta en los mitos del mundo.
—¿Y qué más pasó? —quiso saber Hingis—. Polifemo dijo que los cíclopes se dividieron en dos grupos, y en el templo hemos visto representaciones en la pared que parecen confirmarlo.
—Es cierto —confirmó Jerónimo—. Mientras la unidad reinó entre los Primeros, los humanos vivieron felices y satisfechos. No se produjeron guerras y, mediante los sirvientes del Uniojo, los dioses y los mortales vivían en armonía.
—En la Antigüedad, a esta situación idílica se la conoce como época dorada —apuntó Hingis.
—Así es. Pero entonces uno de los Primeros conspiró contra sus semejantes y reveló a los humanos dos de los secretos que los dioses habían llevado a la tierra: el fuego de Ra, que les daría un poder ilimitado, y el agua de la vida, que les proporcionaría la inmortalidad. A consecuencia de ello estalló una guerra entre los Primeros, en la cual mi pueblo también se enzarzó. Nos dividimos entre quienes seguían siendo fieles a sus señores y quienes pretendían conseguir el poder de los Primeros y se aliaron con el traidor.
—¿Por qué los llamas los Primeros? —quiso saber Sarah.
—Porque eran exactamente eso —respondió el cíclope—. Fueron los primeros en llevar sabiduría y verdad al mundo. No merecían lo que obtuvieron a cambio. El traidor se impuso y arrojó a sus semejantes de su fortaleza, que se encontraba en las cumbres del mundo. Los Primeros se vieron obligados a subsistir entre los humanos, quedaron condenados a habitar en cuerpos mortales y, por lo tanto, se vieron destinados a experimentar una y otra vez el ciclo eterno del devenir y la muerte. Sin embargo, antes lograron encriptar los secretos que habían llevado consigo a la tierra y que eran la base de su poder.
—Eso que cuenta usted —opinó Hingis— suena como una leyenda.
—También lo es. A partir de estos hechos numerosas culturas elaboraron la historia de su surgimiento. Es el origen de un sinfín de mitos.
—Es increíble. —El suizo negó con la cabeza—. Si no supiera que el fuego de Ra y el agua de la vida existen de verdad…
—También existe el tercer secreto, doctor —le aseguró Jerónimo—, aunque es el único que no se ha descifrado.
—¿En qué consiste? —quiso saber Sarah—. ¿Es otra arma terrible?
Recordó con desazón la advertencia de Ammon sobre la amenaza terrible que se cernía sobre la humanidad.
—Lady Kincaid, el tercer secreto no es un arma —explicó el cíclope—. Es el propio mundo.
—¿Qué significa eso?
—No lo sé exactamente —admitió Jerónimo—. Pero se dice que quien conozca el tercer secreto tendrá en sus manos el destino del mundo.
—Así que eso es lo que pretende la hermandad —concluyó Hingis.
—En efecto, doctor. La Hermandad del Uniojo proviene de la alianza que en su día hicieron los humanos con el traidor. Al haber sido desposeído de los secretos, él quiso gobernar sobre el destino de la humanidad ejerciendo influencia en sus líderes y prometiéndoles poder y autoridad. El asirio Sargón fue el primero en caer en las tentaciones de la hermandad; luego vino Alejandro, con cuya ayuda casi logró su objetivo, hasta que un sabio llamado Aristóteles le abrió los ojos e hizo que se apartara de aquella doctrina equivocada. Julio César allanó el camino de la dominación para la hermandad hasta que fue asesinado en los idus de marzo; también algunos emperadores romanos, que cayeron en delirios de grandeza y, por lo tanto, fueron víctimas fáciles, contribuyeron a aumentar la influencia de la organización. En la confusión generada por la invasión de los bárbaros, la Hermandad del Uniojo fijó su atención en los godos; en la Edad Media, en los mongoles y, finalmente, en los otomanos. Cuando, con el infructuoso sitio de Viena, el Uniojo fracasó en su intento de expandirse hacia Occidente, volvió su mirada de nuevo hacia Europa. En Francia la hermandad descubrió a una persona con unas ansias de poder y un carácter infame sin igual.
—Napoleón —adivinó Sarah.
—En la medida en que le fue posible, la hermandad contribuyó a la llegada al poder del emperador de los franceses —prosiguió Jerónimo—. Y fueron también sus agentes quienes lo animaron a intervenir en Egipto, naturalmente con el único objetivo de apoderarse del fuego de Ra. Sin embargo, esa pretensión fracasó gracias a la actuación valiente de los fieles sirvientes que los Primeros tenían entre los mortales, y Bonaparte recibió una lección de la historia. Con la confusión que se produjo después de su derrocamiento y aprovechando que el momento era favorable, los pocos miembros que quedábamos del orgulloso pueblo de los cíclopes nos dedicamos a socavar la hermandad.
—¿Y por qué erais muy pocos?
—En parte porque la guerra fratricida nos había mermado en número. Pero también porque, para asegurar nuestra supervivencia, nos vimos obligados a mezclarnos durante siglos con humanos normales. Eso diluyó nuestro legado, y los que llevaban el distintivo del Uniojo fuimos cada vez menos. Con todo, no hemos abandonado jamás la lucha contra los traidores y al final llegamos a creer que los habíamos vencido.
—Pero fue un error, ¿verdad? —apuntó Hingis.
—Sí y no. De hecho, la hermandad en sí fue destruida, pero la semilla de su traición no y siguió activa.
—¿Qué ocurrió exactamente? —preguntó Sarah, ansiosa por conocer al fin qué tenía todo eso que ver con sus misteriosos oponentes.
—En su lecho de muerte, Napoleón confió el conocimiento secreto de la Hermandad del Uniojo, encerrado en un codicubus, a uno de sus partidarios, un oficial de la guardia que le fue fiel hasta el último momento. Este, a su vez, se lo entregó a su hijo, el cual se empleó a fondo para abrir el recipiente… y lo logró. Así, él supo de la alianza del Uniojo y de todo lo ocurrido hasta entonces, y dio un nuevo ímpetu a la hermandad. Sin embargo, en esa ocasión no solo hizo uso de personas relevantes concretas para alcanzar sus objetivos sino que se sirvió de los recursos de los nuevos tiempos. Se creó una red de alianzas, se urdieron intrigas, y varias personas fueron utilizadas y manipuladas sin que lo supieran.
—Como Gardiner Kincaid —musitó Sarah.
—Sí —le confirmó Jerónimo—, pero esa hermandad refundada no se quedó ahí. Los arimaspos fueron objeto de acoso y de persecuciones. Quien no se rendía ante la hermandad y no se ponía a su servicio era asesinado. A primera vista, al final los últimos de nosotros se dieron por vencidos, pero lo cierto es que, en realidad, nuestra resistencia prosiguió y aún hoy seguimos luchando contra la hermandad.
—Igual que los cíclopes que me socorrieron —acabó de decir Sarah, pensativa.
En el pasado, había tenido una y otra vez encuentros con cíclopes que siempre la habían ayudado, a pesar de que al principio había desconfiado de ellos: desde el misterioso personaje que encontró en las catacumbas de Alejandría hasta Polifemo, su fiel protector, al cual la condesa de Czerny había ordenado matar.
—Mis hermanos murieron por sus convicciones —prosiguió Jerónimo en voz baja—. Soy el único que queda con vida. El último de los cíclopes, el último de mi especie.
—¿Y los demás? —preguntó Sarah—. ¿Qué pasa con los que se encuentran al servicio de la hermandad?
—No son de nuestra sangre. Hace tiempo que no existen los traidores del pasado. Todos los guardianes de la hermandad son, sin excepción, el resultado de las horrendas manipulaciones cuya evidencia han visto ustedes antes.
—Desde luego —admitió Sarah, quien aún sentía repugnancia al pensar en esa exposición macabra—. Pero ¿por qué la hermandad hace algo tan deleznable?
—Los falsos herederos saben lo que ocurrió en su día, y quieren tomar posesión de la herencia de los Primeros. Esto implica que tienen que rodearse de sirvientes con el distintivo del Uniojo… aunque solo sean una copia de la creación, seres deformes tanto física como psíquicamente. La mayoría de ellos ni tan solo saben qué fueron antes y han perdido el juicio a causa de todo lo que se les ha hecho. Sea como sea, prestaron juramento de fidelidad a la hermandad y harán cualquier cosa por contribuir a su triunfo.
Sarah asintió. Después de todo cuanto había visto y vivido, no podía más que estar de acuerdo.
—Con lo mucho que llegó a sufrir tu pueblo en el pasado, Jerónimo —dijo en voz baja—, ¿cómo se entiende que no hayáis abandonado jamás la lucha y sigáis fieles a los Primeros?
Jerónimo se detuvo. De nuevo se volvió hacia ella y le dirigió una mirada tan profunda e insondable como el propio océano.
—Lady Kincaid, el ojo único que llevamos en la frente nos recuerda siempre para lo que fuimos escogidos. Y nuestra fe ha sido lo bastante fuerte para resistir en el tiempo.
—¿Vuestra fe? ¿En qué?
—En que los herederos legítimos algún día regresarán —respondió el cíclope mientras se volvía y seguía avanzando—, castigarán a los traidores, y serán los sucesores de los Primeros, tal como predijeron nuestros antepasados.
—¿Ha dicho «predijeron»? —preguntó Hingis, que lo seguía a paso rápido—. ¿Acaso hubo una profecía?
—En efecto, doctor. La formularon los Primeros antes de abandonar la fortaleza de las cumbres y ser arrojados al mundo de los mortales.
—La fortaleza de las cumbres —repitió Sarah, reflexiva. Aquellas palabras despertaron algunas asociaciones en ella: por una parte con el sueño que había tenido hacía algún tiempo y en el que por un breve instante le había parecido que el velo del olvido se desvanecía. Pero, por otra, también con el contenido del codicubus. El dibujo misterioso apareció en su recuerdo: una montaña estilizada en una figura geométrica con una torre encima y el agua de la vida…
Iba a hacer una pregunta, pero no llegó a formularla porque al instante siguiente terminó su recorrido a través de la montaña. De pronto, la galería fue a parar a una cámara de tamaño circular, con un techo en forma de cúpula y en cuyo extremo superior había una apertura enrejada. Encima se veía un cielo nocturno cubierto de nubes grises.
—La salida —anunció Jerónimo, aunque no era necesario—. Se encuentra al otro lado de la montaña, no muy lejos del camino que lleva a Sebastopol. Los lugareños piensan que es un viejo pozo de agua.
—Gracias, Jerónimo —dijo Sarah—. Nos has salvado la vida.
—Solo he cumplido con mi deber.
—¿Y ahora?
—Si usted ha interpretado bien las indicaciones, hace tiempo que sabe lo que hay que hacer.
—Tengo que encontrar el secreto y descifrarlo antes que la hermandad —dijo Sarah en voz baja—. Pero ¿dónde lo encontraré? Y ¿adónde me llevará esta búsqueda?
—Eso usted ya lo sabe. Confíe solo en su intuición.
—El monte Meru —susurró Sarah recordando lo que Al-Hakim le había contado—. Allí está el tercer secreto, ¿verdad?
—En efecto —confirmó el cíclope.
—¿Y esa es la montaña que busca la hermandad?
—No. —Jerónimo negó con la cabeza—. Ya hace tiempo que la ha encontrado.
—¿Cómo? —Sarah sintió un espanto tremendo.
—Lograron que algunos de mis hermanos desvelaran el secreto sometiéndolos a tortura —prosiguió el cíclope—. Sin embargo, saber dónde se halla el tercer secreto no significa, ni de lejos, poseerlo. Eso los esbirros del Uniojo todavía no lo han conseguido.
—Entonces ¿tú sabes dónde se encuentra el monte Meru?
El cíclope asintió.
—Todos los miembros de mi pueblo lo sabían en su tiempo, pues fue allí donde todo empezó. En el Lejano Oriente, más allá de las grandes montañas, en el techo del mundo.
—¿El techo del mundo? —repitió Hingis, que los miraba bajo la luz flameante de su antorcha—. ¿Se refiere usted al Himalaya? ¿Al Tíbet…?
—Allí empezó todo —volvió a decir el cíclope.
—¿Y conoces el camino exacto? —inquirió Sarah—. ¿Me lo podrías describir?
—Sí, milady. Incluso estuve una vez allí, hace muchos años.
—¡Esto es una solemne tontería! —exclamó Hingis, acalorado—. El Tíbet se encuentra a miles de kilómetros de distancia y no por casualidad es conocido como el «Reino Prohibido». Sus habitantes se protegen desde hace siglos del mundo exterior, y se dice que a los forasteros que entran en el país de forma no autorizada se les echa sin contemplaciones.
—También yo he oído decirlo —corroboró Sarah—. Sin embargo, parece que es el único camino posible: el que lleva al monte Meru y, por lo tanto, a Kamal.
—¡Majaderías! —objetó el suizo—. Ni siquiera sabemos si está allí.
—Está allí —afirmó Jerónimo con contundencia—. Esa condesa traidora le ha confundido la mente y le ha conquistado el corazón.
Sarah sintió una punzada de dolor en el pecho.
—Tengo que encontrarlo —afirmó con voz temblorosa—. ¿Me llevarás hasta allí, Jerónimo?
—Sí, milady.
—En tal caso, prepararemos de inmediato una expedición hacia Oriente. Pero antes tenemos que liberar a nuestros compañeros de las garras de esos rusos traidores. ¿Nos podrás ayudar?
—Milady… —Una sonrisa recorrió el rostro de un solo ojo de Jerónimo, algo que, de por sí, ya era una visión remarcable—. Por supuesto que la ayudaré. Además, estoy obligado por el juramento que una vez le hice a usted.
—¿Qué juramento? —Sarah enarcó las cejas.
El cíclope irguió el pecho.
—Soy el último de los arimaspos —manifestó con orgullo—. Y en su momento le juré a usted lealtad… aunque no lo pueda recordar.
Sarah lo miró asustada.
—¿Acaso esto significa que…? ¿Me estás diciendo que nos conocíamos de antes?
—Hace mucho tiempo —corroboró él—. Usted todavía era una niña.
—¿Todavía era una niña? —Sarah se estremeció—. Eso quiere decir que fue durante la época oscura, durante los años que no recuerdo.
—Sí, milady. Hace mucho tiempo.
Sarah no pudo evitar extender la mano hacia el cíclope. Ahora que tenía por fin un indicio de su pasado perdido, no quería sino retenerlo y no soltarlo nunca más. En el instante en que posó la mano en el pecho amplio del cíclope se sintió turbada por una avalancha de impresiones, emociones y recuerdos que la sacudieron como un rayo.
Un cielo pálido.
Unas pendientes nevadas.
Unos rostros conocidos.
Pero también confusión y miedo…
Al cabo de un instante aquello desapareció y las imágenes se desvanecieron. Solo quedaron los extraños rasgos del cíclope, que la miraba con un gesto alentador.
—Y ahora… —dijo Jerónimo rebuscando en su ropaje. Sacó entonces el puñal en forma de hoz propio de sus semejantes cuyo filo desnudo brilló bajo la luz de la luna—. Ha llegado el momento de cumplir esa promesa.