7

—¡Por todos los espíritus de la ciencia…!

Friedrich Hingis estaba junto a Sarah. Igual que ella, contemplaba atónito el espectáculo atroz que las antorchas habían sacado a la luz.

La estancia tenía el techo lo bastante elevado para poder permanecer de pie en ella, aunque parecía estrecharse según penetraba en la montaña. Las paredes estaban repletas de estanterías de madera oscura, y en el centro había unas cuantas mesas largas. Las correas de cuero y los conductos para retirar la sangre que tenían a los lados hacían suponer que se trataba de mesas de operaciones: el mobiliario era burdo, del tipo empleado por los médicos de campaña y, de hecho, su aspecto era más parecido al de unas mesas de matarife. Sin embargo, más que las mesas y el hedor intenso que impregnaba aquel aire frío y húmedo, lo más estremecedor para los visitantes era el contenido de las estanterías. Lo que se veía en ella iba más allá de todo cuanto habían visto hasta entonces.

Era el súmmum del horror.

Alineados, muy juntos entre ellos, había un número incontable de frascos de cristal transparente de distintos tamaños, que contenían diversas partes de cuerpos humanos. Había allí tanto extremidades amputadas como órganos internos; en uno de los contenedores cilíndricos, Sarah vio la calavera que la había mirado en la oscuridad.

La cabeza decapitada de un cíclope…

—¡Dios mío! —murmuró, horrorizada—. ¿Qué es esto?

Tuvo que forzar las piernas para dar un paso adelante y entrar en aquella cámara de los horrores. Tuvo la impresión de que la luz de la antorcha la seguía de mala gana, colándose trémula entre las espeluznantes muestras expuestas que nadaban en un líquido de color amarillo reluciente.

—Formaldehido —constató Hingis, impresionado—. De ahí el hedor. Seguramente algunos recipientes no están herméticos y…

El mal estado de algunas piezas de aquella exposición macabra confirmó su sospecha. Muchas muestras estaban ya totalmente descompuestas y otras se encontraban en proceso de desintegración. Mientras Sarah intentaba comprender qué podía llevar a alguien a crear un lugar como aquel, iba encontrando más recipientes cuyo contenido resultaba demasiado atroz para poder mirarlo.

De pronto fue presa de las náuseas, se volvió y vomitó. Hingis se apresuró hacia ella y la sostuvo, no menos impresionado que Sarah.

—No mires —le aconsejó—. ¡No mires!

Ella sacudió la cabeza y sollozó, incapaz de reprimir las lágrimas.

—Dime que no es verdad —le imploró—. Dime que en realidad no están aquí…

Notó que Hingis también estaba muy tenso. Su amigo parecía sostener un combate con su razón.

—Es verdad —gimió él con la voz rota, apartando la mirada e incapaz de soportar la visión de aquellos cuerpos diminutos y deformados.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —susurró Sarah—. ¿Qué han hecho esos locos?

—No lo sé —admitió Hingis—. Y creo que prefiero no saberlo. Vámonos, pronto…

—¡No! —Sarah negó con la cabeza—. Antes tengo que saber qué ocurre aquí.

Se soltó de Hingis y se tambaleó hasta sostenerse en una de las mesas de operaciones. Al hacerlo dio con algo que colgaba del techo bajo y que emitió un sonido metálico. Sarah, con unos ojos abiertos como platos, contempló horrorizada todo un arsenal de sierras y de leznas semejantes a las de los artesanos; no eran, desde luego, las propias de ningún discípulo de Hipócrates.

Se apartó asustada y dio contra la estantería que había al otro lado de la sala. Hingis y Yuri miraban con espanto, no a Sarah, sino a algo que había detrás de ella.

—Eso —gimió Hingis— sin duda es la respuesta que querías…

Sarah notó que se le erizaban los pelos de la nuca. Se volvió lentamente y se preparó para afrontar un nuevo espanto.

Eran calaveras.

Eran dieciocho calaveras que, alineadas unas junto a las otras, mostraban una tremenda metamorfosis.

La primera calavera era de un ser humano normal, con dos órbitas oculares y una cavidad nasal triangular. Los ejemplares siguientes presentaban unas deformaciones espeluznantes, obtenidas, sin duda, por estrechamientos y actuaciones quirúrgicas deleznables. En ellas podía apreciarse que la posición de los ojos se desplazaba de una calavera a la otra, mientras que la parte frontal era cada vez más alta; la raíz nasal, más estrecha; y las órbitas se acercaban cada vez más hasta que, finalmente, en la octava calavera ambas se fundían en una sola.

Los siguientes ejemplares eran el testimonio elocuente de lo que ocurría cuando no se producía esa temible transformación; solo pensar en el padecimiento que habían sufrido los torturados propietarios de esas cabezas provocaba en Sarah un dolor incontenible. La última calavera, en cambio, estaba perfectamente formada y presentaba una frente alta, unos pómulos anchos y un único ojo.

Era la cabeza de un cíclope.

—Vaya —masculló Hingis con amargura—. Es evidente que hemos descubierto el secreto de los arimaspos. Son el resultado de una manipulación repugnante, una violación aborrecible de la naturaleza de una dimensión inimaginable.

Sarah asintió. Su compañero había expresado en voz alta exactamente lo que ella sentía. Pero ¿cómo casaba ese descubrimiento atroz con los relatos existentes acerca de una tribu legendaria de cíclopes? ¿Acaso habían sido siempre el producto de un fraude criminal?

De pronto sintió que algo metálico y alargado rozaba su espalda, interrumpiendo sus reflexiones.

—¿Qué…?

—Manos arriba y fuera arma —ordenó una voz penetrante.

Yuri…

Sarah se volvió con el Colt Frontier todavía en la mano. Sin embargo, después de la tremenda impresión, no estaba en situación de oponer resistencia.

—Revólver —le recordó el ruso, que la apuntaba con el mosquetón—. No quiero disparar, pero haré si hay tontería…

—Está bien —le aseguró Sarah dejando el arma en el suelo.

Mentalmente le costaba mantenerse a la par de los acontecimientos, algo que podía deberse también al intenso hedor del formaldehido. Hingis fue más rápido a la hora de calibrar la situación.

—¡Yuri! —exclamó con gran indignación—. ¿Qué diablos le pasa a usted?

—Necesidad, simple necesidad —explicó el guía con una sonrisa de disculpa mientras seguía apuntándoles—. Tengo cinco hijos que alimentar. Y los otros pagan mejor.

—¿Los otros? —espetó Hingis—. ¿Trabaja usted para la hermandad?

—No sé nada de hermandad, querido Jéctor. No sé qué buscan aquí todos ustedes. Yuri es solo un hijo fiel de madre Rusia y hace lo que…

No pudo decir nada más.

De las sombras que había detrás de él surgió, amenazante como una tormenta, un puño poderoso que se abatió como un rayo sobre él y le dio en la cabeza. La gorra de piel de Yuri amortiguó un poco el impacto, pero, de todos modos, fue tan intenso que el ruso cayó desplomado y se quedó inmóvil en el suelo.

La figura oscura que aún permanecía detrás de él dio una zancada por encima de aquel hombre inconsciente y penetró en el halo de luz de las antorchas. Sarah y Hingis dieron un respingo al ver la cara, con un único ojo, de un cíclope.

—Buenas tardes, milady —saludó entonces con una voz grave y con una leve reverencia.

—¿Polifemo? —Sarah estaba pasmada.

—Polifemo murió —explicó el cíclope, cuyo cuerpo medía casi dos metros de altura—. Usted lo vio morir. Me llamo Jerónimo.

—Jerónimo. —Sarah estaba temblando. Por oportuna que hubiera sido la intervención de aquel cíclope, ella nunca lograría asumir por completo su existencia—. ¿Cómo…?

—Ahora no —la interrumpió él con un tono que no admitía réplica—. Tenemos que abandonar rápidamente este lugar siniestro. Los enemigos están muy cerca.

—¿Qué enemigos?

—¿Acaso importa? El sabio tiene muchos adversarios, lady Kincaid. Si quiere salvar la vida, sígame.

Sarah y Hingis cruzaron una mirada. Ambos estaban demasiado impresionados por todo lo ocurrido para replicar.

—¿Qué hacemos con él? —quiso saber Jerónimo, al tiempo que señalaba el cuerpo de Yuri—. ¿Debe morir o vivir?

—¿Ha intervenido de forma activa o solo ha actuado como una herramienta, ajeno a lo que hacía en realidad?

—Ha sido lo último —informó el cíclope.

—En ese caso es mi deseo que siga vivo —dijo Sarah.

El gigante entonces se inclinó sin rechistar, tomó el cuerpo inconsciente del suelo y se lo cargó a las espaldas como si de un madero se tratase. Parecía indiferente a esa carga adicional.

—Vengan conmigo —ordenó a Sarah y a Hingis—. Los llevaré afuera.

—¿Y eso? —preguntó Hingis con cierta insolencia—. ¿Por qué deberíamos confiar en usted?

—Tal vez porque acabo de salvarles la vida, doctor.

—Con permiso, pero eso también podría ser una artimaña. De hecho, hemos tenido que vérnoslas con otros descendientes de su especie que no nos trataron precisamente con afecto.

—No en este caso —le aseguró Jerónimo—. Yo estoy de su parte. Si quieren salvar la vida, síganme. Usted, doctor, si quiere morir, quédese. Decídase.

Hingis soltó un bufido, dejando claro así que ninguna de las dos opciones le convencía especialmente. Sarah, que entretanto se había recuperado de la impresión y había recogido el revólver del suelo, era de otra opinión.

—Confiemos en él, Friedrich —dijo dando la razón al cíclope—. Si hubiera querido hacernos daño, ya lo habría hecho hace rato. Y además no nos permitiría llevar nuestras armas.

—De acuerdo —admitió Hingis de mala gana mientras contemplaba al gigante con recelo—. Pero si está de nuestra parte ¿por qué está aquí? Y ¿por qué no nos dice qué lugar infernal es este?

—Porque no hay tiempo para ello, doctor —replicó Jerónimo sin más—. Mientras ustedes estaban aquí abajo, un destacamento de militares rusos ha caído sobre su campamento y ha apresado a sus amigos.

—¿Qué? —Sarah, horrorizada, dio un respingo.

—En este momento seguramente hay un pelotón de asalto dirigiéndose hacia aquí abajo —insistió el cíclope—. Está claro que podemos enfrentarnos a ellos, pero no creo que logremos resistir mucho tiempo contra una docena de cosacos.

—Cosacos, militares rusos… —repitió Sarah.

Al cabo de un instante, no tenía ni la menor duda sobre a quién se debía aquel ataque nocturno.

Abramovich.