6
MONTE INKERMAN, CRIMEA, NOCHE DEL 21 DE ABRIL DE 1885
Tuvieron que aguardar un momento a que la vista se les acostumbrara a la penumbra que había bajo tierra. Luego, Sarah y sus dos acompañantes empezaron a estudiar la cámara que habían encontrado los excavadores, alumbrando las sombras del pasado con sus antorchas.
La sala era un espacio subterráneo de unos siete metros de largo por otros tantos de ancho. La altura en el punto más bajo no alcanzaba los dos metros y había un pasaje con unos escalones que parecía conducir a otra cámara.
El suelo era de piedra desnuda, igual que las paredes. Solo en algunas partes del techo había sillares de piedra, los cuales presentaban fisuras en algunos puntos, consecuencia sin duda de las detonaciones que se habían producido hacía más de tres decenios en la superficie. Que el techo no se hubiera desplomado por completo se debía posiblemente a las columnas de piedra que sustentaban la bóveda. Sarah supuso que se trataba de unas grutas naturales que con el tiempo habían sido reforzadas, lo cual no era un hecho extraño, sobre todo entre los pueblos nómadas que no habían desarrollado una arquitectura propia.
—¡Sarah! —exclamó de pronto Hingis tras acercarse a una pared de piedra y contemplarla bajo la luz de la antorcha—. ¡Mira esto!
Ella supo de inmediato a qué se refería el suizo: en la piedra había unos dibujos grabados, así como símbolos y motivos decorativos.
—Son escitas —constató Sarah palpando algunas de las representaciones.
—Estos, sí —admitió Hingis y llevó la antorcha un poco más adelante—. Aquí, en cambio, no puede atribuirse con claridad la autoría. Ni tienen un origen escita, ni parecen griegos o macedonios.
—Es cierto —corroboró Sarah.
El estilo de aquellos elementos decorativos era muy sobrio; consistían en unas figuras geométricas sencillas, libres de cualquier otro tipo de adorno. Sarah repasó mentalmente los estilos orientales antiguos, pero no encontró ninguna correspondencia. Con todo, esas representaciones le recordaban algo; era como si hubiera visto imágenes parecidas.
—¿Egipcio, quizá? —preguntó Hingis.
—No creo. —Ella sacudió la cabeza—. Es más bien…
—¿Sí? —insistió el suizo.
—¡Pues claro! —Sarah rio con alivio—. ¡Cómo no se me había ocurrido! Estas imágenes se parecen a las del codicubus. El esquema del monte Meru…
—¡Dios mío! —exclamó Hingis sin pensar—. ¡Tienes razón! Son las mismas líneas, el mismo estilo.
—Salvo que estas son más toscas —apuntó Sarah—. Ese triángulo de ahí, por ejemplo. Quien fuera que lo grabó en la piedra no tenía ni idea de geometría. Es como…
—… como cuando un niño imita la escritura de un adulto. —Hingis atinó con la comparación—. ¿Es eso lo que querías decir?
—En cierto modo. —Sarah asintió—. En cualquier caso, esto demuestra de nuevo que estamos sobre la pista correcta y que posiblemente Gardiner también buscó el monte Meru.
—¡Era astuto como un zorro! —exclamó Hingis con aprecio—. Pero ¿por qué nunca lo hizo público? ¡Un hallazgo de esta importancia histórica debería haberse publicado!
—Sin duda, tenía sus motivos —aventuró Sarah—. Supongo que tiene que ver con la hermandad. Pero yo ya no puedo andarme con más contemplaciones.
A la luz de las antorchas recorrieron la pared hasta el lugar donde el techo se había desplomado y la sala estaba sepultada. Por doquier se veían otros dibujos que, sin embargo, no parecían guardar relación entre ellos, lo cual ni reforzaba ni echaba por tierra la teoría de Sarah. Ella se dijo que tal vez los constructores escitas del templo habían visto esos extraños símbolos en otro lugar y los habían copiado porque para ellos tenían una importancia especial. Quizá, pensó ahondando más en esa idea, esos signos tenían que ver también con el hecho de que la cultura escita jamás tuvo lenguaje escrito.
Atravesaron la apertura que conducía a la otra cámara a través de unos escalones planos. Era prácticamente tan grande como la primera; también allí se había derrumbado una parte del techo, y asimismo había un pasillo que parecía conducir hacia las profundidades. Sobre el dintel Sarah y Hingis hallaron una prueba más de que se encontraban en el lugar apropiado: en la piedra había inscritas cinco letras griegas:
Α Β Γ Δ Ε
—¡El sello de Alejandro! —susurró Hingis.
—Posiblemente estos fueron los signos que vio Gardiner —añadió Sarah al tiempo que recorría con la mirada el techo de piedra cubierto de resquebrajaduras y de raíces—. Tal vez entrara por este lugar.
—La letra alfa es de Alejandro —comentó Hingis recordando el significado del sello—. Beta es por basileus, esto es, rey. La letra gamma es de genos, que significa estirpe real, y la delta procede de la palabra griega theos, dios. Finalmente, la ípsilon significa ergon, que alude a…
—Seguramente en este caso quiere decir «el último» —reflexionó Sarah—. Alejandro estuvo en este templo y tomó simbólicamente posesión de él haciendo grabar su sello en él.
—Algo nada extraño tratándose de un conquistador —afirmó Hingis—. La cuestión es qué encontró de especial Alejandro en este templo para que hiciera colocar su sello en él.
—Sin duda, esa cuestión también preocupó a Gardiner, a tal punto que, al cabo de casi veinte años, regresó a este lugar. De todos modos, lo hizo en secreto y con mucha discreción… Cabe suponer que porque entretanto había averiguado algunas cosas.
—No puedo decir que esa idea me agrade especialmente —admitió Hingis.
—A mí tampoco —admitió Sarah—. Pero es el modo de llegar a Kamal.
Se agachó con decisión y rebasó el dintel inclinando la cabeza para pasar a la siguiente galería. Hingis y Yuri, quien se mantenía detrás en silencio sin apartar la mano del mosquetón, la siguieron.
La galería, que había sido abierta por la mano del hombre en la roca, descendía. Con la antorcha en alto, Sarah precedía la marcha con la mirada atenta clavada en la oscuridad que se erguía ante ella y se apartaba de mala gana con la luz. De nuevo encontraron dibujos grabados en la roca. Esa vez, no obstante, reproducían objetos de la naturaleza y eran claramente escitas.
Las primeras representaciones mostraban escenas que Sarah ya conocía de otras ocasiones: guerreros escitas montados a caballo y armados con los arcos cortos propios de ese pueblo. Eran escenas de caza y de guerra, que no dejaban de reflejar la vida cotidiana de aquellos jinetes nómadas. Sin embargo, al final, Sarah y sus acompañantes se toparon con una representación que, al menos a ella y a Hingis, los estremeció.
Grabadas en la piedra había la imagen de varios guerreros escitas —los cuales, por el dibujo detallado de sus armaduras y su rica decoración, tenían que ser cabecillas— arrodillados en el suelo con la cabeza inclinada. Tenían ante ellos sus arcos y sus flechas. Delante se veía una figura de un tamaño casi cuatro veces mayor que los escitas: un guerrero gigantesco, que sostenía una gran lanza con una enorme zarpa… En su frente solo tenía un único ojo.
—Los arimaspos —susurró Sarah—. Así que es cierto…
Su guía ruso se mostró mucho menos impresionado.
—¡Qué raro! —comentó sin más—. ¿Por qué el grande solo tiene uno ojo?
—Porque —le explicó Hingis solícito— es un cíclope. Y los cíclopes solo tienen un ojo.
—Es la prueba, Friedrich —musitó Sarah, totalmente fascinada por esa representación—. Herodoto tenía razón. Los escitas hablaban de los arimaspos porque los habían visto. Es así de simple.
—Evidente —corroboró el suizo—. No cabe duda de que hubo enfrentamientos armados entre los escitas y los cíclopes, y todo indica que al final estos últimos vencieron. En consecuencia, los jefes entregaron las armas y se rindieron.
—Entiendo —dijo Yuri, que tenía la cabeza ladeada y observaba con gran interés la escena—. ¿Y por qué tipos con gorrito son tan bajitos?
—Esos «gorritos» —explicó Hingis con cierta irritación— son unas capuchas hechas de cuero o de piel, muy habituales en los pueblos de jinetes nómadas de Oriente. Y el motivo por el que tienen un tamaño menor que el del cíclope es porque sin duda veían en él a un ser muy poderoso, tal vez incluso a una divinidad…
—¡Pues claro! —asintió Sarah—. Tienes razón. Este templo subterráneo estaba dedicado a honrar a los arimaspos. Sin duda para los escitas eran algo así como dioses, quizá a causa de su aspecto diferente…
—¡Momento! —objetó Yuri—. ¿Dice que existen de verdad tipos de uno solo ojo?
—¡Así lo espero! —corroboró Sarah—. Estamos aquí para encontrarlos.
—Niet! —espetó el ruso con una mueca de disgusto—. Esa idea mala. ¡Idea muy mala!
—No le pago para que me dé su opinión, Yuri —repuso Sarah—. Lo único que quiero de usted son sus conocimientos y su trabajo. Así pues, en marcha.
—¿Debemos entrar más en la montaña?
—¿Algo que objetar? —preguntó Hingis.
—Niet —repitió el ruso dejando caer el mosquetón por el brazo y sosteniéndolo en posición de tiro—. Quería estar preparado.
—Hace muchos años que nadie ha estado en estas cavernas —lo tranquilizó Sarah—. Seguro que aquí no encontraremos ningún enemigo.
Yuri le dirigió una mirada que era de reproche y de disculpa a la vez.
—Eso dijo general Pavlov entonces. Y diez horas más tarde, muertos todos.
Yuri se puso al frente, con una antorcha en una mano y el mosquetón en la otra. Sarah y Hingis lo siguieron mientras pasaban junto a otras escenas grabadas en la pared que reproducían arimaspos y que, de vez en cuando, presentaban también esos extraños ornamentos decorativos.
—¿Te gustaría, apreciada colega, que te diera a conocer mi teoría? —preguntó Hingis mientras seguían por aquella galería que transcurría en línea recta. Se dirigió a ella en alemán a fin de excluir a Yuri de la conversación; no tanto por recelos hacia él sino para evitar más comentarios descabellados por parte del ruso.
—Por supuesto. —Sarah asintió con la cabeza.
—Creo que estabas en lo cierto al observar que esas formas geométricas parecen haberse reproducido sin verdadera intención. Puede que fueran símbolos de los arimaspos que los escitas copiaron en su honor.
—Eso significaría que los arimaspos tenían una cultura propia. —Sarah prosiguió el razonamiento—. Y que antaño posiblemente existió todo un pueblo, tal y como afirmó Aristeas.
—Pero ¿qué fue de esta cultura? ¿Por qué nadie ha dado nunca noticias de ellos?
—Estoy convencida de que la Hermandad del Uniojo podría darte una respuesta —contestó Sarah—. Piensa en lo que descubrimos en Alejandría. Prácticamente todos los grandes incendios de bibliotecas de la Antigüedad son atribuibles a la hermandad. No quieren que el saber de los tiempos remotos perviviera hasta nuestros días.
—Pero ¿por qué no? ¿Qué tienen los arimaspos y el monte Meru para que la hermandad tenga tanto interés en…?
El suizo se interrumpió cuando dio con un obstáculo en la oscuridad. Eran las anchas espaldas de Yuri; como el ruso llevaba una chaqueta de piel de cabra, Hingis de pronto se notó la boca llena de pelos.
—¡Qué asco! —exclamó con repugnancia—. ¿Le importaría avisar la próxima vez que se detuviera sin más?
—Próxima vez lo haré, profesor —le prometió Yuri con voz angustiada—. Pero luego los dos muertos.
—Pero ¿qué dice usted ahora? ¿Qué…?
Entonces Hingis reparó en que Sarah también se había detenido de golpe. A poco más de un metro delante de ella el suelo parecía terminar de forma abrupta; más allá imperaba una oscuridad abismal.
—Un pozo. —Sarah intentó en vano, iluminar el fondo del mismo con la antorcha—. Si Yuri no lo hubiera visto, nos habríamos precipitado en él.
—¿De… de verdad?
Hingis se quitó las gafas para desempañárselas con la punta de la camisa. Luego se las volvió a colocar y comprobó que en medio de la galería, en efecto, había un pozo de casi metro y medio de ancho que caía en vertical hacia las profundidades. La honda garganta despedía un hedor tan intenso y desagradable que hizo retroceder al suizo.
—¿Qué significa…?
—El pozo continúa hacia arriba —constató Sarah iluminando hacia el techo con la antorcha—. También ahí había una abertura de aproximadamente metro y medio.
—¿Adónde conduce? —preguntó Hingis.
—Seguramente a otro acceso —supuso Sarah—. Gardiner no llegó aquí por el mismo camino que nosotros.
—¿Y hacia abajo?
—¡Quién sabe!
Sarah se encogió de hombros y propinó una patada a una piedra, que se deslizó y se precipitó hacia las profundidades. Durante un segundo no se oyó nada.
Finalmente percibieron el sonido sordo de un golpe.
—Suelo firme —constató Sarah y, a continuación lanzó su antorcha encendida.
La llama se precipitó hacia abajo con un leve silbido antes de alcanzar el suelo, a unos nueve metros de profundidad. Su luz centelleante bañó la pared del pozo con una luz débil.
—Muy bien —dijo Hingis—. ¿Crees de verdad que nuestros amigos escitas conocían también las ventajas del buen acero?
Sarah se abofeteó mentalmente por no haber caído en la cuenta de inmediato. En el supuesto pozo había unos escalones: una escalera estrecha y empinada de acero que, aunque oxidada, parecía demasiado firme para tener más de dos mil años de antigüedad.
—Tienes razón —afirmó Sarah arrodillándose y palpando la pared—. Por otra parte, esta piedra no ha sido trabajada a mano. Aquí se han utilizado herramientas.
—¿Y qué significa eso?
—Que Gardiner y nosotros no somos los únicos que conocemos la existencia de este lugar —concluyó Sarah con aprensión—. Y que ha habido alguien antes que nosotros que ha explorado este templo.
Aunque no dijo en quién pensaba, resultaba evidente. Hingis masculló en silencio una maldición. ¿Acaso la hermandad se les había vuelto a adelantar? ¿El codicubus de Polifemo les había proporcionado una información desfasada? ¿Y si la pista que seguían había dejado de ser fiable?
—¿Qué pretendes hacer? —preguntó el suizo cuando vio que Sarah se disponía a bajar por el pozo.
—¿Qué te parece? Quiero saber lo que hay ahí abajo.
—Nada bueno —aseveró Yuri con la nariz arrugada tras olisquear la corriente de aire que se elevaba desde las profundidades—. No hay duda.
—Da igual —insistió Sarah—. Quiero saber dónde estamos. Si de verdad la hermandad ha estado aquí antes que nosotros, habrá dejado algún rastro, una pista que podemos seguir.
Hingis estaba indeciso. Su parte racional le decía que aquello no era muy probable y le desaconsejaba lanzarse a ciegas a otra aventura de la que, con toda seguridad, no podrían salir más que con todos los huesos rotos. En cambio, como amigo leal que era, no quería negar la ayuda a Sarah en el preciso momento en que todas las esperanzas amenazaban con fracasar. Aunque eso significara poner en riesgo su integridad física.
—Aguarda un momento —le pidió cogiendo la soga que llevaba al hombro.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Qué, si no? Acompañarte.
—No. —Sarah se negó categóricamente—. Solo tienes una mano. Si mientras bajas la escalera pierdes pie…
—Sarah —repuso él con una sonrisa—. Soy suizo. En mi país los niños ya saben escalar cuando nacen.
—Pero no me gustaría que…
—Yuri me atará con esta cuerda —le dijo—. Si tropiezo, la caída será leve. ¿Estás más tranquila?
—Un poco —admitió ella.
—En tal caso, démonos prisa. No quiero permanecer en esta cripta siniestra más tiempo del necesario. Esta pestilencia me da muy mala espina.
Dejaron en la galería todo cuanto no les era absolutamente necesario; solo se llevaron las cuerdas, algo de agua y dos antorchas de recambio. Yuri insistió además en llevar consigo el mosquetón, a pesar de que Sarah intentó hacerle ver que durante el descenso aquella arma voluminosa solo sería un estorbo. Asumió la responsabilidad de bajar antes que ellos. Posó con cuidado un pie en el peldaño superior y comprobó su firmeza. Tras cerciorarse más o menos de que el acero sostendría su peso fue sumergiéndose en la profundidad, por la que circulaba una intensa corriente de aire, en dirección hacia la antorcha encendida.
Avanzaron lentamente. Dado que le faltaba una mano, Hingis iba con mucha cautela, y Yuri, en la retaguardia, cuidaba de que la cuerda de seguridad estuviera siempre tensa. Durante el descenso, Sarah buscó en vano otras representaciones en la pared. El pozo, no cabía duda, tenía un origen mucho más reciente que el resto del templo. Daba la impresión de que alguien hubiera adaptado las estancias antiguas para utilizarlas según su conveniencia. Era una ocurrencia absurda. Sin embargo, la Hermandad había hecho en el pasado tantas cosas que a primera vista parecían absurdas…
Sarah sintió alivio cuando por fin notó el suelo bajo los pies. Recogió la antorcha y miró a su alrededor. El pozo terminaba en una cámara que, de nuevo, parecía ser de origen natural y que además era mucho más antigua. Quizá, se dijo, se había construido a fin de llegar a niveles más profundos del templo cuyos accesos originarios hacía tiempo que habían sido sepultados o destrozados.
Por fin Hingis y Yuri alcanzaron sin ningún percance el fondo del pozo. Al suizo el pelo oscuro, empapado de sudor, se le había pegado a la cabeza, y la mano le temblaba a causa del esfuerzo realizado. Sin embargo, su semblante reflejaba una sonrisa de orgullo.
—Bien hecho —reconoció Sarah.
—No ha sido más que un juego de niños para un suizo —afirmó, si bien al decirlo inspiró profundamente el aire y se echó a toser.
—Cuidado —le advirtió Sarah—. El hedor aquí abajo es todavía mayor que en la galería superior.
—¿De dónde procede? —preguntó Hingis oliendo el aire.
—Precisamente para descubrirlo hemos bajado hasta aquí —dijo Sarah y, con decisión, entró en una de las galerías que partían de aquel lugar.
Iluminadas por la luz de las antorchas asomaron de nuevo representaciones murales de arimaspos. Se veía todo un ejército de cíclopes, armados con los puñales en forma de hoz que Sarah había visto también en manos de cíclopes. Entre los dibujos de los arimaspos aparecían una y otra vez motivos geométricos, los cuales posiblemente los artistas escitas habían considerado como elementos decorativos y que Sarah, en cambio, suponía que eran algo más. Tenía la sospecha de que cada uno de esos símbolos ocultaba un significado, incluso podía tratarse de una escritura y de una lengua que todavía no habían sido descubiertas.
—¿Qué puede significar todo esto? —preguntó Hingis, que parecía pensar lo mismo.
—Imposible saberlo. —Sarah se encogió de hombros—. Lo que nos falta es un punto de referencia del que partir. Aunque…
—¿Sí?
Sarah torció el gesto.
—A riesgo de que me adviertas que haga el favor de atenerme a aspectos científicamente comprobables…
—¿Sí? —insistió el suizo de nuevo.
—… he de admitir que tengo la sensación de que conozco estos signos. Me resultan familiares, aunque no sé si los he visto alguna vez. ¿No te parece de locos?
—Sí —reconoció Hingis—. Pero precisamente por eso lo que dices parece tener cierto sentido.
Sarah pensó entonces en la época oscura y en lo que AlHakim le había contado al respecto. ¿Podía ser que ella conociera esos símbolos extraños por la época anterior a la fiebre? ¿Y si en el pasado ella hubiera conocido incluso su significado?
La idea le parecía mortificante y tranquilizadora a la vez. Tranquilizadora porque confirmaba que Sarah se encontraba en el buen camino, y mortificante porque de nuevo tenía la sensación de no estar completa. En algún lugar en su interior ella albergaba el saber necesario para liberar a Kamal, pero esos conocimientos le resultaban remotos e inalcanzables…
—Vámonos —urgió Hingis—. Este hedor resulta difícil de soportar.
Sarah asintió. Empezaba a darse cuenta de que, de algún modo, el desagradable olor estaba empezando a nublar sus sentidos. De pronto se acordó de Grecia, de su descenso a los infiernos y de lo que había experimentado entonces. La mente humana no tenía nada que hacer ante el poder de las drogas alucinógenas, y Sarah no sentía ninguna necesidad de enfrentarse de nuevo a un can infernal, ni a ningún otro engendro de su propia fantasía siniestra.
Se deslizaron a toda prisa por la galería, pasando junto a imágenes de cíclopes que luchaban contra diversos seres mitológicos y, al final, incluso contra semejantes…
—Mira esto, Friedrich —susurró Sarah—. ¡Aquí los cíclopes luchan entre sí!
—Así es. ¿Qué puede significar?
—Encaja con lo que me contó Polifemo. Me dijo que los cíclopes se habían escindido y que habían luchado entre sí —explicó Sarah.
—Pero ¿por qué? —preguntó Hingis—. ¿Y por qué la hermandad se interesa por ello?
—Seguramente la respuesta se encuentra en esta oscuridad —aventuró Sarah—. Más allá de este hedor intenso.
Siguiendo la galería llegaron a una cámara espaciosa que, para sorpresa de Sarah y de sus acompañantes, estaba repleta hasta el techo de cajas de madera. Al otro lado había un pasadizo, pero estaba cerrado por una puerta de hierro oxidado.
—Miren eso —indicó Yuri—. ¿Qué es?
—Ciertamente, escita no es. No cabe duda —corroboró Hingis tras inspeccionar una de las cajas—. Conservas —informó tras levantar un poco la tapa e iluminar su interior—. Alubias.
—Aquí igual. —Sarah miró en otra caja—. Parece que alguien vive aquí abajo.
—Pues seguro que tiene gases. —Yuri soltó una risotada por su chiste—. Falta aire para encender fuego. Así que come de las latas y…
—En efecto —corroboró Sarah—. Es evidente que alguien ha pasado bastante tiempo aquí abajo.
—Ha pasado, no —la corrigió el ruso. Tendió entonces a Sarah un objeto que había recogido del suelo—. Sigue aquí.
Le mostró una lata de conservas vacía que alguien había arrojado con descuido al suelo. El interior no estaba reseco, como sería de esperar, sino que brillaba de humedad con la luz de las antorchas. El guía tenía razón: alguien había estado allí abajo hacía muy poco tiempo.
O tal vez seguía allí.
Sin apenas darse cuenta, Sarah deslizó la mano derecha hacia la cadera y la apoyó en la empuñadura del Colt Frontier. El nácar frío le proporcionó un poco de seguridad; sin embargo, el enemigo desconocido podía acechar en cualquier sitio, detrás de cualquier saliente de aquel nicho oscuro.
Registraron a toda prisa la cámara e iluminaron los huecos detrás de todas las cajas. Pero aparte de otras latas de conservas vacías, no encontraron nada. Al final decidieron proseguir.
La puerta de hierro estaba cerrada, y el candado era viejo y no se veía en mal estado. Para romperlo bastó un golpe con una piedra afilada. Yuri descorrió el pestillo de un tirón, y se abalanzó contra la puerta mientras Sarah lo cubría apuntando con el Colt.
Las bisagras oxidadas chirriaron en cuanto la puerta se abrió. De golpe el hedor penetrante se intensificó, y el brillo flameante de las antorchas mostró unas estanterías de madera que se perdían en la negra oscuridad. En aquella negrura, algo miró a los visitantes, algo tan atroz que hizo que Sarah Kincaid profiriera un grito.
Era una calavera blanca en cuya frente alta había una única órbita vacía…
—La! La! Tawaqqif…![22]
Ammon Al-Hakim se despertó a gritos del sueño en que había quedado sumido durante unos pocos segundos mientras permanecía sentado junto a la hoguera frente a las danzarinas llamas. Ufuk, que había salido para recoger leña, corrió al instante hacia él.
—¡Maestro! ¿Qué os ocurre?
La luz de las llamas se reflejaba en los ojos opacos del anciano y arrojaba sombras fantasmales sobre su rostro surcado de arrugas. A pesar de ser ciego, parecía que el anciano hubiera visto algo que lo había asustado profundamente.
—Ha pasado algo —musitó tanteando con sus manos nudosas para encontrar las del muchacho. Aunque se encontraba sentado junto al fuego, las manos del sabio estaban frías como las de un muerto—. ¡Algo terrible!
—¿De… de qué habláis, maestro? —preguntó Ufuk, confundido.
—¡Están aquí! Llevan aquí todo el rato… y no me he dado cuenta…
—¡Maestro!
Ufuk negó la cabeza, incapaz de comprender. Le asustaba ver al sabio de ese modo. Aunque muchas veces había temido por la salud del anciano, nunca tanto como en ese momento. La mirada vacía de Ammon seguía clavada en las llamas, y su cara estaba transida de espanto.
—Hijo —gimió él—. He sido un necio. Debería haber advertido a Sarah… Ahora ella corre un grave peligro.
—¿Qué puedo hacer? Maestro, os lo ruego, decidme cómo puedo ayudarla.
El anciano desvió el rostro del fuego; parecía como si las llamas ardientes le hubieran convertido los ojos en dos brasas encendidas.
—Tienes que ir con ella, muchacho —gimió—. Tienes que ir con ella y advertirla.
—¿De qué?
—De las sombras —respondió Ammon con una voz en la que asomaba cierto matiz de locura—. Ya están aquí. Por todas partes…
Volvió la cabeza, como si quisiera atisbar entre la maleza que los rodeaba; de no ser porque Ufuk sabía que eso era imposible, en ese instante habría creído que su maestro los había engañado a todos y que en realidad aún conservaba la vista.
—Tienes que partir de inmediato —ordenó al joven—. Ahora mismo, ¿entiendes?
—Pero yo tengo que permanecer junto a vos…
—¡No te preocupes por mí! —le espetó con acritud el anciano—. Ahora tienes que ocuparte de lady Kincaid. La misión que el destino le ha deparado es más importante que la mía. Así que: ¡márchate! ¡Ya!
—Sí… sí, maestro.
El muchacho consintió de mala gana. La cuestión no era la aprensión de entrar por aquel orificio oscuro en el que Sarah Kincaid y sus acompañantes habían desaparecido hacía más de cuatro horas; él no quería dejar solo al viejo Ammon. No cabía duda de que los excavadores rusos que se habían enrolado en Inkerman eran trabajadores y diligentes, pero ¿podía realmente dejarlos al cuidado del maestro? Algunos dormían, y el resto de los hombres estaban sentados junto a la otra hoguera y jugaban a los dados. Tal vez era preferible que pidiera a uno de los capataces que cuidara de Al-Hakim…
—¡Vete! ¿A qué esperas? —le apremió el anciano con una severidad a la que Ufuk no estaba acostumbrado—. Ve con ella y avísala. Dile que tiene que regresar a toda prisa. Nuestro plan está al descubierto, el enemigo se halla muy cerca.
El muchacho se levantó como mordido por una serpiente. Jamás había visto a su maestro tan alterado.
—Naram, ya hadjdji —farfulló.
A continuación, se dio la vuelta y se apresuró hacia la entrada. Sin embargo, no pudo llegar muy lejos.
Apenas se había vuelto cuando vio algo brillante sobre él. Por instinto levantó los brazos para protegerse, pero ya era demasiado tarde y la culata de un arma de repetición le golpeó en la sien.
Ufuk sintió un dolor tremendo que, por una décima de segundo, lo recorrió de la cabeza a los pies y lo hizo caer al suelo. Se desplomó aturdido sobre el lodo, mientras oía que el viejo Ammon gritaba:
—¡Ufuk! ¿Eres tú?
Quiso responder, pero no pudo. El dolor era demasiado abrumador, y el aturdimiento, demasiado intenso. Tras caer sobre aquel suelo húmedo, se dio la vuelta y vio unas grandes sombras oscuras que se cernían sobre él y lo miraban.
Bajo la luz titilante de la hoguera, un poco antes de perder la conciencia y de desplomarse por completo, el muchacho reconoció el rostro sonriente de Víctor Abramovich.