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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID
Es espantoso. Aunque han pasado ya treinta años del final de la guerra de Crimea, la península sigue todavía marcada por las batallas sangrientas que aquí se libraron. El fuego de la artillería y los obuses no solo destrozaron Sebastopol, sino que asolaron también todos sus alrededores tanto que, sin proponérmelo, me viene a la cabeza lo que dijo en una ocasión mi apreciado Mark Twain acerca de esta región: «Se mire desde donde se mire, aquí los ojos no encuentran otra cosa más que destrucción, destrucción y más destrucción. ¡Ruinas, muros derrumbados, colinas desgarradas con cráteres abiertos en ellas! ¡Desolación por doquier!». Con su estilo inigualable el escritor añadía que, comparada con Sebastopol, la antigua Pompeya parecía estar en buen estado.
Sin duda, al cabo de dos decenios tras la visita de Mark Twain muchas cosas se han reconstruido, y la naturaleza ha ayudado también a cubrir con musgo y maleza el paisaje lleno de cráteres: con todo, debajo, incluso después de todo este tiempo, aún se aprecia el rastro de la guerra. En nuestras excavaciones encontramos casquillos de bala y cañones de fusil por todas partes, y de vez en cuando incluso restos de esqueletos humanos destrozados. Los huesos no tienen ni color ni uniforme. La humedad de la tierra no solo ha descompuesto la carne, sino también toda señal que indica el bando por el que lucharon en su momento. Al morir, todos fueron iguales. Se impone entonces la pregunta de por qué el hombre se deja arrastrar una y otra vez por esta que es la mayor de las necedades en lugar de luchar contra los auténticos enemigos que amenazan al mundo.
Encontrar pistas de los arimaspos en esa tierra de nadie habitada por la muerte es mucho más difícil de lo que creíamos, pues el Quersoneso es una extensión muy agreste e intrincada, y está atravesada por cordilleras empinadas y gargantas pronunciadas. Los dos únicos puntos de referencia que tenemos son los relatos orales de Gardiner Kincaid, según los recuerda Al-Hakim, y la memoria de nuestro guía, que vivió los horrores de la guerra cuando era un muchacho y que desde entonces sufre su acoso.
En Inglaterra, la batalla de Crimea aún se celebra como una victoria dura pero contundente. Sin embargo aquí, en el lugar donde tuvo lugar esa carnicería, no dejo de tener la sensación de que en ella no hubo más que perdedores.
MONTE INKERMAN, CRIMEA, 16 DE ABRIL DE 1885
El primer día de excavaciones en las cordilleras escabrosas que se extendían al sudeste de Sebastopol no arrojó más que nuevos indicios de la masacre que había tenido lugar allí treinta años atrás.
Como los acontecimientos de aquel aciago día de noviembre del año 1854 parecían estar grabados para siempre en la memoria de Yuri, este, a pesar de los recelos iniciales, resultó ser de gran ayuda. Después de más de tres decenios aún era capaz de decir el nombre exacto de todas y cada una de las colinas y hondonadas, y a veces parecía como si las sombras del pasado volvieran a cobrar vida para él. Al haber servido como soldado raso en el ejército de Pavlov, su punto de vista respecto a lo ocurrido durante la batalla era bastante limitado, y resultaba difícil, y en ocasiones casi imposible, casar sus observaciones con el relato de Gardiner Kincaid.
Desde el valle pantanoso que atraviesa el río Chernaya la expedición avanzó en dirección oeste; tras rebasar la cresta de la colina en la que en su tiempo habían estado apostadas las baterías británicas superaron a continuación la cuesta en la que las tropas de infantería británicas, las Grenadier Guards, habían atacado el regimiento de Selenguinsk, lo cual provocó un tremendo baño de sangre. Según había descubierto Sarah, el 55.º Regimiento Westmorland al que pertenecía Gardiner Kincaid estaba apostado un poco más al oeste, en la cordillera que los militares habían dado en llamar monte Inkerman a pesar de que la aldea en sí se encontraba bastante más al este.
Al noroeste del monte Inkerman se extendía un valle a través del cual pasaba un antiguo camino de postas; al otro lado había una colina conocida como Shell Hill, en la que antaño estaban las posiciones rusas. Por lo tanto, si en la noche del 5 de noviembre la misión de Gardiner había sido espiar al enemigo, era de suponer que el punto donde la tierra se lo había tragado tenía que estar exactamente entre el monte Inkerman y Shell Hill, esto es, en una zona escabrosa de unos quinientos metros cuadrados y cubierta de vegetación silvestre.
El terreno era tan caótico e irregular como la batalla que se había desarrollado allí. En su parte más angosta, entre riscos y quebradas, se enfrentaron cuerpo a cuerpo unos 56.000 hombres. Como en el momento del ataque ruso, a primera hora de la mañana, reinaba una niebla espesa sobre el terreno que dificultaba la visión y al principio ello había perjudicado mucho la artillería de ambos bandos, al poco de iniciarse la batalla tuvo lugar un enfrentamiento violento en el que, según decía Yuri, había pesado más la acción individual de cada hombre que la habilidad estratégica de los generales. El terreno agreste impidió a los rusos desplegar su táctica de hileras de soldados, de modo que, al final, unos 16.000 británicos y franceses lograron defender el territorio ante una fuerza de ataque rusa de 40.000 hombres. Una victoria militar sin igual que fue muy celebrada por la prensa británica; sin embargo, el terreno de Inkerman, impregnado de sangre y repleto de cráteres causados por los obuses, decía algo muy distinto.
A Sarah le disgustaba examinar ese suelo en busca de pistas, y lo habría dejado muy gustosa para no molestar el descanso de los caídos. Pero la arqueóloga que había en ella la exhortaba a no dejarse llevar por sus sentimientos.
Hingis y Sarah se pusieron a trabajar con meticulosidad científica. Gracias al teodolito que el suizo había adquirido por si acaso en Constantinopla, midieron el terreno desigual y lo dividieron en cuadrículas numeradas de forma consecutiva de norte a sur y de este a oeste. Los dos equipos de excavación, uno encabezado por Sarah y el otro por Hingis, avanzarían siguiendo el esquema de forma sistemática. Para acelerar el progreso, Sarah encargó a Yuri que reclutara en el pueblo algunos hombres fuertes, aunque evidentemente guardando una estricta discreción sobre la verdadera identidad de ella.
A poca distancia hacia el este del antiguo camino de postas, no muy lejos del lugar donde también en su momento había acampado el 55.º Regimiento, establecieron el campamento: cuatro tiendas grandes, en una de las cuales se almacenaban las provisiones y el equipo. A pesar de que durante el día el sol había brillado en un cielo gris mortecino, y aunque la temperatura había sido agradablemente cálida, con la llegada de la oscuridad se extendió un frío intenso sobre el Quersoneso. Encendieron una hoguera y se dividieron en turnos de vigilancia, en los que de nuevo Sarah no eludió su participación.
Permaneció sentada con el Colt Frontier cargado encima de las rodillas. Había cambiado su vestimenta femenina por unos pantalones de montar y unas botas; llevaba además una blusa y un chaleco, y el obligado cinturón Sam Browne con la funda del revólver y el cuchillo colgados. Asimismo se había puesto por encima el abrigo de cuero forrado de piel que tan útil le había sido en Grecia, con el que se había arropado los hombros para resguardarse del frío de la noche.
No estaba sola junto a la hoguera.
Hingis y Yuri ya se habían retirado para descansar porque se encargarían de las guardias siguientes; en cambio, el viejo Ammon sí hacía compañía a Sarah, y Ufuk, un poco apartado, estaba sentado tallando un trozo de madera. La cena había sido un tanto insípida pero saciante; Yuri la había preparado con alubias y pescado, y su olor aún se notaba en el aire. Un frío viento del norte soplaba constantemente por la hondonada y sacudía de forma ruidosa los toldos de las tiendas; a lo lejos se oían los aullidos de los lobos.
—¿Oís eso, maestro?
De nuevo el sabio estaba ocupado en ordenar los pedazos de una tablilla de barro cuyos lados y caracteres palpaba una y otra vez con sus viejos dedos. Daba la impresión de que incluso podía leerlos.
—Sí, mi niña. Los cazadores de la noche merodean por ahí. Pero no temas: la luz y el fuego los espantan.
—Lo sé. —Sarah negó con la cabeza—. No son los lobos lo que me asusta; es este lugar. —Miró atentamente a su alrededor—. Me parece inquietante.
—No te falta razón. Ningún lugar puede ser testigo de tantas muertes sin quedar impregnado por ellas. El suelo está empapado de sangre y los espíritus de quienes cayeron aquí aún siguen presentes en muchos sentidos.
—No creo en espíritus —afirmó Sarah—, pero no dejo de pensar en lo que ocurrió aquí. Tuvo que ser una masacre espantosa.
—Como siempre que el hombre se lanza a la guerra y mata a sus semejantes —corroboró Al-Hakim.
—¿Alguna vez terminará eso? —preguntó Sarah.
—Es posible —le aseguró el anciano—. Pero hay muchas cosas que necesitan tiempo, mi niña, tiempo… Y en estos casos no podemos hacer más que tener paciencia, igual que tú en tu búsqueda de Kamal.
—Paciencia. —Sarah resopló—. Disculpad, maestro, pero no soporto más oír eso. Llevo practicando la paciencia desde Alejandría. Me mantengo a la espera, y reacciono, pero siempre tengo la impresión de que el bando contrario va por delante. Estoy harta de esperar.
—Es normal —admitió Ammon—. Pero tienes que aprender que hay cosas que no están en tus manos. Confía en el orden, Sarah, así no temerás el caos. ¿Sabes qué te diría Kamal en un momento así?
—¡Y tanto! —asintió Sarah. A pesar de la sorda desesperación que había hecho mella en ella, una sonrisa le recorrió la cara, y murmuró—: Inshalá, si Dios quiere.
El viejo asintió.
—Al menos eso no lo has olvidado.
—¿Hasta qué punto conocéis a Kamal? —preguntó Sarah. Ella había evitado hablar de su amado hasta entonces, porque le resultaba demasiado doloroso. Pero en ese momento sintió muchas ganas—. En una ocasión me dijo que os había conocido…
—Maraka al-haq[20] —afirmó Ammon—. Hace mucho tiempo…
—¿Y cómo fue eso?
—Me lo presentó su padre. Nara Ben Haqaiq era el jefe de la tribu tuareg que había sido elegida para guardar el Libro de Thot y, aunque entonces Kamal era solo un adolescente, se había decidido ya que algún día él se encargaría de esa tarea.
—¿Todavía era un adolescente? —Sarah sonrió de nuevo. Imaginarse a Kamal como un muchacho joven con el pelo y los ojos negros como el carbón la conmovió de forma agradable—. ¿Y cómo era? ¡Habladme de él!
—Despierto y atento —respondió el viejo—. Ya entonces se le notaba algo especial.
—¿Qué queréis decir con eso?
El anciano le dirigió una mirada de complicidad.
—¿Pretendes decirme que no te has dado cuenta, mi niña? ¿De verdad no has notado que tiene algo que lo hace distinto? ¿Como si el destino lo hubiera escogido para algo que se encuentra más allá de nuestra comprensión?
Sarah estaba atónita. Nunca había dicho aquello en voz alta, y en el momento en que el sabio lo dijo, no tuvo ni siquiera la certeza de haber sido consciente alguna vez de aquel pensamiento, pero lo cierto es que también ella se había percatado de que Kamal no era un hombre como los demás. Parecía envuelto en algo difícilmente explicable, un aura de excepcionalidad que había llamado la atención de Sarah de inmediato, a pesar del caftán desgastado y la barba descuidada que él llevaba la primera vez que se encontraron. Incluso es posible que fuera esa aura, esa sospecha de grandeza lo que lo había atraído hacia ella.
—¿Creéis que hay personas que están predestinadas a ser el uno para el otro? —quiso saber ella.
—¿A quién te refieres? ¿A ti y a Kamal?
Ella asintió, vacilante.
—Como sabes, mi niña, creo en el poder de la providencia —contestó el anciano—, pero en vuestro caso ni siquiera hace falta creer en ella para verlo. Y es que en ti, Sarah Kincaid, reside la misma fuerza misteriosa que en Kamal. La percibí también cuando nos conocimos.
—Bromeáis, maestro.
—Ahyanan[21] —admitió el sabio—, pero no en este caso. Así pues, ¿nunca lo has notado? ¿No te has dado cuenta de que a ambos os une algo más que la mera atracción que puede existir entre un hombre y una mujer? Vuestras almas están unidas, Sarah, como si ya se hubieran encontrado en otra ocasión.
—¿Queréis decir… en una vida anterior?
A Sarah le costó mucho plantear esa pregunta ya que, a diferencia de Maurice du Gard, no creía en cosas tales como la reencarnación y el renacimiento. Ya la mera idea de un destino determinante era para ella todo un reto, y no estaba dispuesta a hacer más concesiones a aquello que Friedrich Hingis llamaba el «dominio de la irrealidad».
—La —negó Ammon—. Me refiero a lo que llevas dentro a pesar de no recordarlo…
—¿La época oscura? —preguntó Sarah. Solo entonces cayó en la cuenta de lo que decía el anciano—. ¿Suponéis que Kamal y yo ya nos conocíamos entonces…?
Ammon hizo un gesto vago con la mano.
—Es un poco como esta tablilla de barro —explicó él señalando los pedazos que tenía dispuestos ante él—. La respuesta se encuentra aquí, pero para entenderla hay que unir todas las piezas. De no ser así, solo podremos hacer lo que hacen todos los ignorantes: suponer y sospechar.
—¿Y qué suponéis exactamente, maestro? —quiso saber Sarah.
Los ojos ciegos del sabio parecían mirarla fijamente, aunque era imposible adivinar lo que pensaba.
—Es tarde —dijo entonces—. Con el alba la búsqueda se reanudará y necesitarás mi ayuda. Voy a retirarme a descansar.
Recogió los pedazos de la tablilla e hizo el ademán de ponerse de pie. Ufuk abandonó la talla de madera y se apresuró a ayudarlo.
—¡Maestro! —protestó Sarah—. No podéis dejarme así. ¿Qué sabéis sobre Kamal? ¿Qué es exactamente lo que nos une?
Mientras Ufuk lo acompañaba ya hacia su tienda, AlHakim se volvió una vez más.
—Los pedazos del pasado, Sarah —le recordó—, únelos y resolverás el enigma. Buenas noches.
Ella se quedó entonces sola junto a la hoguera y, aunque el sabio una vez más había logrado iluminar su interior con algo de consuelo y confianza, Sarah tuvo la impresión de que había algo que él no le contaba.
Algo referido a Kamal…
… y a ella misma.
El día 21 de abril, al cabo de un mes exactamente de haber encontrado los primeros indicios de los arimaspos en la biblioteca estatal otomana, Sarah y sus acompañantes dieron también con algo en el suelo fangoso del Quersoneso.
El éxito estuvo precedido de cuatro días de excavaciones intensas en los que la expedición había avanzado cuadrícula a cuadrícula, de forma transversal a la cordillera donde se habían producido las luchas más enconadas y sangrientas de la batalla de Inkerman. Lo que entretanto habían encontrado en aquella tierra húmeda y fría era ya de por sí bastante espantoso. Sin embargo, el quinto día y, por lo tanto, de forma inesperadamente temprana, uno de los excavadores rusos halló algo que por primera vez fue motivo de esperanza.
El grupo de Sarah se disponía a peinar la cuadrícula 16-b, situada precisamente junto al antiguo camino de postas, cuando se oyeron unos gritos procedentes del grupo de Hingis, a unos noventa metros en dirección oeste, un poco más arriba en la colina. Cuando Sarah levantó la vista, vio a Yuri de pie en la cima, sacudiendo como un loco una bandera improvisada de lona.
—¡Venir! —gritaba—. ¡Venir rápido!
Sarah no vaciló ni un solo instante y echó a correr. Aunque la tarde tocaba casi a su fin, el sol estaba bastante alto en el cielo, de modo que aún hacía un poco de calor. Con la pala todavía en una mano y las mangas de la blusa arremangadas como un carbonero se lanzó a subir por la colina. Dos excavadores fueron detrás de ella, y también, aunque a un paso mucho más lento, Ammon y el joven Ufuk.
Ya desde lejos oyó la risa argentina de Friedrich Hingis: una señal segura de que el suizo y su gente habían dado realmente con algo. Sarah apresuró el paso. Las botas se le hundían en el barro hasta los tobillos y le costaba avanzar en aquel terreno tan empinado y repleto de arbustos y matorrales. Naturalmente, habría podido tomar el sendero que se separaba del camino de postas y que sorteaba la ascensión por medio de lo que se conocía como el Wellway, pero su impaciencia era demasiado grande.
Cuando alcanzó la excavación, varias manos atentas se apresuraron a izarla. Sarah reparó de inmediato en que Hingis y sus ayudantes tenían la tarea muy avanzada: habían despejado la vegetación de una superficie de unos veinte metros cuadrados y habían dejado el terreno al descubierto. También habían colocado miras en varios puntos, y habían realizado catas en otros distintos. Sin embargo, en ese instante todos estaban arremolinados en torno a uno en concreto que se encontraba debajo de un desprendimiento de tierras de apenas dos metros. ¿Sería aquel el lugar por el que había entrado su padre? El pulso de Sarah, ya rápido a causa de la carrera, se aceleró aún más.
—¡Venir, venir, milady! —le pidió Yuri sonriendo de oreja a oreja, mientras avanzaba delante de ella para abrirle paso entre el cordón de los excavadores.
El lugar en torno al que se arremolinaban los hombres medía unos dos metros cuadrados y medio, y estaba marcado por cuatro estacas de madera clavadas en el suelo. En el centro se veía un trozo de roca que sobresalía del terreno. Friedrich Hingis estaba arrodillado al lado, con una sonrisa triunfante en la cara. Llevaba los pantalones y la camisa sucios, igual que las gafas, por las que apenas podía ver nada, máxime porque además las tenía empañadas por la emoción.
—¡Ven, Sarah! —dijo Hingis con un gesto de excitación—. ¡Mira esto!
Ella se aproximó. La experiencia le decía que aquella superficie de piedra no era de origen natural, sino que había sido labrada por manos humanas.
—Podría ser algo —corroboró Sarah mientras cogía una pala y retiraba aún más tierra y barro.
En otras ocasiones se habían topado ya con restos de muro en el suelo, pero luego habían resultado no ser más que ruinas de antiguos baluartes y defensas de artillería. Sarah quería estar segura antes de dejarse llevar por la euforia de los demás.
—¿«Podría ser algo»? —repitió Hingis dibujando en su cara sucia una mueca irónica—. Querida mía, la verdad es que no lo aprecias en su dimensión justa. Te agradecería que ajustaras convenientemente tu entusiasmo.
Dicho esto, se levantó y volvió la mirada a otro bloque de piedra que había ocultado con el cuerpo hasta entonces. También estaba limpio y trabajado por la mano humana, pero delante Sarah vio algo que disipó todas sus dudas. En él había grabadas dos letras griegas: alfa y beta.
¡Las primeras letras del sello de Alejandro!
Estremecida, Sarah extendió la mano y palpó con incredulidad los surcos, como si quisiera cerciorarse de que sus ojos no la traicionaban. No había duda. Las letras eran tan reales como la piedra en la que estaban escritas.
Habían encontrado lo que buscaban.
Sarah se quedó paralizada. Llevaba esperando ese momento desde el día en que había iniciado la búsqueda de los arimaspos, y ahora que había llegado, la embargaba un cúmulo de emociones. Sentía satisfacción y agradecimiento pero también una nueva esperanza.
—¿Y bien? —preguntó Hingis con tono solemne—. ¿Qué me dices ahora?
Sarah reaccionó a su modo: dándole un beso en su sucia barbilla.
—¡Buen trabajo, colega! —afirmó.
—No puedo más que devolverte el elogio. Si alguna vez dudé de tus capacidades científicas, fui un solemne mentecato.
—No —lo contradijo ella riéndose—. Solo un buen amigo.
Ufuk y el viejo Ammon se acercaron también. Cuando el sabio palpó el signo del Conquistador murmuró unas palabras incomprensibles, pero no demostró estar especialmente asombrado, como si no contase con que ocurriera otra cosa.
Sarah no estaba dispuesta a perder más tiempo. Llamó a los hombres de su excavación y juntos se dedicaron a dejar al descubierto el resto de las piedras que Hingis y su gente habían encontrado en el barro. Resultaron no ser más que escombros. En su día tuvieron que haber sido unos sillares enormes, pero algo los había descompuesto y, por los cortes limpios que se apreciaban de los bordes de rotura, seguramente se produjeron a causa de una fuerza tremenda.
—Proyectiles —afirmó Yuri con convencimiento—. Balas de cañones británicos… Bombardearon colinas, no dejaron piedra sobre piedra.
Sarah se quedó pensando. Según el relato de Ammon, el espacio subterráneo tenía que estar parcialmente destrozado por el fuego de artillería cuando Gardiner recuperó la conciencia. La posibilidad de haber descubierto tan solo los restos de un templo antiguo hizo que la esperanza de Sarah se desvaneciera.
—Haremos algunas perforaciones de prueba —ordenó—. Si hay algún hueco en este sitio, lo encontraremos.
—De acuerdo —corroboró Hingis, en cuyo rostro se reflejaba el orgullo del descubridor. En su momento, él no había participado en la búsqueda de Troya por parte de Schliemann, por temor a lo que le aguardaba más allá de las bibliotecas y las aulas; sin embargo, en esa ocasión sí estaba presente y su alegría era semejante a la de un muchacho jugando a descubrir tesoros.
A partir de las indicaciones de Sarah, hicieron marcas en el suelo y luego se aplicaron las barrenas. No hubo que esperar mucho tiempo para que el hierro encontrara un espacio hueco. De nuevo los excavadores se pusieron manos a la obra, y esa vez lo que hallaron no solo fue un fragmento de piedra. Se trataba de varios sillares planos dispuestos en una pila. Uno de ellos estaba hundido, y debajo de él estaba el espacio hueco que ya había revelado la cata previa.
Sarah tomó una varilla y la introdujo a fin de calcular el tamaño del espacio. Cuando comprobó que no topaba con ninguna resistencia, se le aceleró de nuevo el pulso. Era evidente que debajo de esos sillares había un espacio subterráneo de un tamaño considerable.
Arrojaron varias antorchas por la apertura, que era lo bastante grande para que pudiera pasar por ella una persona delgada; sin embargo, esa luz no bastó para iluminar por completo la cámara. Tan solo se veía un suelo de piedra, en el cual posiblemente hacía mucho que nadie había puesto un pie.
—Tiene que serlo —afirmó Sarah, convencida—. Posiblemente mi padre entró por otro punto. Pero parece ser el mismo lugar.
No se dio cuenta de que, a pesar de que hacía cierto tiempo que se esforzaba por evitarlo, con la emoción había llamado padre a Gardiner Kincaid. En cambio, al viejo Ammon no se le pasó por alto.
—Estoy de acuerdo, pequeña —dijo él—. Ahí abajo está el enigma que Gardiner intentaba desentrañar.
—¿Qué hacemos? —preguntó Hingis mirando el cielo con preocupación—. No falta mucho para que oscurezca.
—Amigo mío, ahí abajo —repuso Sarah mientras preparaba su equipo— siempre estará oscuro. Por lo tanto, no tiene ninguna importancia si aquí fuera es de día o de noche.
El suizo no pudo rebatir la lógica de aquel argumento, pero se le leía en la cara que habría preferido iniciar la exploración de las profundidades a plena luz del sol.
Sarah no podía reprochárselo.
También ella se había percatado de que algo había cambiado a partir del momento en que habían encontrado el acceso a la cámara. En un instante, todo parecía más oscuro y frío. Claro que, por supuesto, eso no eran más que imaginaciones suyas: tanto la bajada de la temperatura como la falta de luz solo eran debidas a que se acercaba el final del día. ¿Por qué, sin embargo, Sarah sentía entonces una extraña aprensión cada vez que dirigía la mirada hacia aquel foso?
Se guardó mucho de compartir con Hingis esos reparos. En vez de ello, metió antorchas y cerillas en una bolsa de lona y se hizo traer una cuerda y una cantimplora. No se quitó la Colt Frontier del cinturón, aunque intuía que ningún arma podría protegerla de los peligros que la acechaban allí abajo.
Hingis se preparó también para el descenso. A pesar de sus objeciones, el suizo jamás se haría de rogar para acompañar a su amiga en una expedición arriesgada. Sarah escogió como tercer acompañante a Yuri, y, en su ausencia, cedió a Al-Hakim el mando sobre el campamento y los ayudantes.
Los participantes en la exploración se descolgaron por una cuerda. El primero en hacerlo fue Yuri, con su pesado mosquetón a la espalda, el cual, según afirmaba, le había rendido muy buenos servicios en Inkerman. Sarah lo siguió, y el último en bajar fue Hingis. Al instante aquella sima oscura los engulló a los tres.
—Ojalá encuentren lo que buscan —dijo Ufuk en turco para que los excavadores rusos no pudieran entenderlo.
—Inshalá —respondió Al-Hakim.