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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID
Hasta ahora yo solo conocía Sebastopol por las ilustraciones de Illustrated News y por los relatos de los veteranos de guerra que de vez en cuando se publican en la prensa. Estos días puedo contemplar la ciudad con mis propios ojos, pero la impresión que me da es más la de una fortaleza que la de un núcleo de población.
Sebastopol se encuentra en la orilla oeste de la península de Crimea, en un brazo de mar que penetra profundamente hacia el interior de la Península y tiene en su orilla sur una elevación del terreno que constituye un puerto natural. Dos monumentos al poder militar hechos en piedra destacan por encima del mar de casas bajas que se extiende por la bahía: al sur está el fuerte Constantino, con sus poderosas murallas y sus fortificaciones; al norte, la batería de la Cuarentena, un enorme bastión de artillería que vigila la entrada al puerto.
El puerto de uso civil se encuentra en el norte de la bahía, y el puerto del sur está reservado a los militares; Sebastopol es el puerto por antonomasia de la flota rusa en el mar Negro, y demostró ser de muy poca utilidad durante la guerra de Crimea. El rearme y la modernización de la flota que ha tenido lugar desde entonces se advierte ya de lejos. Me estremezco al pensar lo que ocurrirá el día que se encuentren esos buques de guerra acorazados y repletos de cañones frente a frente en una guerra; al fin y al cabo, la historia nos enseña que, más pronto o más tarde, el hombre tiene la tentación infantil de someter a prueba todo cuanto él diseña y construye.
A pesar de las rivalidades que desde el final de la guerra de Crimea definen la relación de nuestros dos países, por parte de las autoridades rusas me he encontrado una resistencia notablemente baja. Nuestra petición para llevar a cabo exploraciones arqueológicas al este de la ciudad fue aceptada sin vacilación. Incluso el maestro Ammon y Ufuk han obtenido pases y un permiso de residencia, eso a pesar de que entre Rusia y el Imperio otomano existen constantes rencillas. La causa de ello está en el favor que el zar dispensa a los territorios balcánicos que desean independizarse del vínculo imperial turco. Hace unos pocos años que Dobrucha, Montenegro, Bulgaria y algunas partes de Rumelia se escindieron del Imperio otomano. En un contexto tan delicado todavía me asombra más que nuestras pretensiones hayan encontrado un apoyo tan incondicional.
Incluso el tiempo parece estar de nuestro lado ya que, aunque según se dice que hay años en que la primavera de Crimea no tiene nada que envidiar a un invierno inglés, las temperaturas en este momento son suaves y se mantienen estables. La nieve de las elevaciones escarpadas que se extienden al este y al sur de la ciudad se encuentra fundida en gran parte, y la plaga de mosquitos, que a menudo en verano es una tortura, todavía no ha empezado.
Entretanto, Friedrich se encuentra ocupado con los preparativos de la expedición. Hemos hecho una lista que comprende, además de caballos de silla y de tiro, un buen número de útiles, así como las provisiones necesarias para una expedición de varias semanas en la región inhabitada interior de Sebastopol. En estas tareas, el joven Ufuk es de gran ayuda para Friedrich. Como ninguno de nosotros domina el ruso, y muchos de los comerciantes de la ciudad hablan turco, el criado de Ammon nos hace de intérprete. Dado que el avituallamiento va a buen ritmo, seguramente abandonaremos la ciudad en pocos días. Y es de agradecer que así sea. Por una parte, tengo ganas de aproximarme un poco más a Kamal y, por otra, no logro librarme de la sensación de estar vigilada.
Por precaución no nos hemos alojado en ninguno de los hoteles que Sebastopol ofrece, que son escasos y por demás no muy atractivos, sino en una fonda que se encuentra bastante alejada del puerto, al otro lado de la bahía y en la que disponemos de toda una planta, con sala de estar y tres dormitorios. A pesar de que, por motivos de discreción, utilizo lo que Maurice llamaría un nom de voyage, dudo que tal medida pueda desviar de manera eficaz la mirada del Uniojo.
SEBASTOPOL, CRIMEA, 13 DE ABRIL DE 1885
—¿Escribes, mi niña?
La pregunta de Ammon sacó a Sarah de sus pensamientos. Levantó la vista del pequeño libro encuadernado en lino encerado y necesitó un momento para volver al presente.
—Sí, maestro —afirmó a continuación.
Aunque Al-Hakim siempre decía que los demás sentidos «seguirían el mismo camino que sus ojos», su oído parecía funcionar a la perfección. A buen seguro había oído el ruido de la pluma al rasgar lentamente el papel, y eso a pesar de que se encontraba en el otro extremo de la larga mesa de la sala de estar del hostal. Sarah prosiguió:
—Acostumbro hacer un resumen de los acontecimientos del día anterior y a añadirles mis reflexiones.
—Eso ya lo hacías antes —dijo el anciano.
—Así es.
El sabio sonrió. Tenía ante él los pedazos diseminados de una tablilla de barro grabada con caracteres de una caligrafía desconocida para Sarah. Él intentaba hacer encajar de nuevo las distintas piezas palpando con sus dedos enjutos los bordes de las mismas, algo que hacía con una habilidad asombrosa. Luego Ufuk se encargaba de pegarlas con cola de hueso.
—Eso es lo que diferencia la juventud de la vejez —sentenció él—. El joven cree poder incorporar al mundo sus propios pensamientos. El anciano, en cambio, se contenta con escoger los pedazos del pasado. Y es que apenas existe un pensamiento que no se haya tenido en otros tiempos ni una palabra que no haya sido pronunciada en el curso de la larga historia de la humanidad.
—Disculpadme, pero no estoy de acuerdo, maestro —repuso Sarah—. Yo no escribo mis pensamientos para la posteridad, sino para ordenarlos un poco. No creo que nadie lea jamás estas anotaciones o que se interese por ellas.
—Eso nunca se sabe, mi niña —dijo el anciano con cierta nostalgia—. Esa decisión la tomarán otros, no… ¡Sarah!
El aviso del anciano se produjo una décima de segundo antes de que ella reparara en la sombra de la puerta. Empuñó el arma que tenía consigo sobre la mesa con unos reflejos tales que incluso ella se asustó. El hombre de espaldas anchas que siguió a la sombra y que se detuvo bajo el umbral se quedó mirando el cañón del arma cargada.
—Stoi![19] —gritó Sarah. Esa era una de las pocas cosas que sabía en ruso.
El desconocido parecía haberse quedado clavado en el suelo y puso las manos en alto. Vestía un pantalón de color gris oscuro, que llevaba metido en unas botas sucias, y una camisa ancha, como las que usaban los campesinos, que mantenía en su sitio porque estaba sujeta con una cuerda en torno a la cadera. Sobre la cabeza llevaba una gorra amorfa de piel.
—Niet! ¡No disparar! —gritó él en un inglés de acento marcado—. ¡Compañero Yuri no hace daño!
—¿Y por qué el compañero Yuri sube a hurtadillas como un ladrón por la escalera en lugar de anunciarse al posadero? —preguntó Sarah con desconfianza.
Una sonrisa cautivadora asomó en aquel rostro enrojecido por el viento y el vodka al que resultaba difícil calcularle la edad. Debajo de la gorra se le veían mechones de pelo rubio e hirsuto, y en el labio superior asomaba una barba semejante. Tenía los ojos pequeños y grises, y en ellos se adivinaba cierta picardía; de todos modos, su rostro, marcado por las inclemencias del tiempo y con una nariz de patata, parecía tenso ante el arma que lo apuntaba.
—Porque yo amigo —explicó con torpeza—. Yo guía, contratado… Tengo que presentarme.
—¿Quién ha dicho eso? —quiso saber Sarah.
—Hombre bajo con gafas… Dice llamar Jéctor.
—¿Y cómo puedo saber que usted dice la verdad?
—Me dice una cosa. Tengo que dicir santo y seña. Guerra de Trosia.
—Guerra de Troya —corrigió Sarah con un suspiro bajando el arma.
La tendencia de Hingis a la erudición a veces complicaba un poco las cosas. Había comentado que le habían recomendado un guía, y que lo enviaría en el curso de la tarde. De todos modos, la idea que Sarah se había formado del hombre que debía conducirlos por el paisaje agreste del Quersoneso era un poco diferente.
—Y usted es lady Casandra, ¿verdad? —El ruso bajó los brazos, unas zarpas enormes con callos a causa del trabajo duro, y dejó ver una boca amarillenta y llena de caries.
—Para usted sí —confirmó Sarah.
Había sido ocurrencia de Hingis emplear como nombres ficticios los de la Ilíada de Homero. Ella era Casandra; Ufuk, Paris; el maestro Ammon, el viejo Príamo, y Hingis, con toda su modestia, había adoptado el nombre del mayor de los héroes de la guerra de Troya…
—Jéctor dice que usted contrata. —El ruso soltó una carcajada.
—¿Qué es lo que le hace tanta gracia?
—Usted es mujer —constató él con poca chispa—. Nueva moda en Inglaterra, ¿no? —Otra vez se echó a reír.
—No solo en Inglaterra. —Sarah le dirigió una mirada de reprensión—. Será mejor que se vaya usted acostumbrando a ello. ¿Tiene experiencia como guía? —dijo, cambiando de tema.
—Niet. —Yuri negó con la cabeza—. Solo soy simple campesino.
—¿Y por qué habla usted nuestro idioma?
—Yuri prisionero en la guerra —explicó él y, tras señalarse las orejas a través de la gorra, añadió—: Y Yuri escucha muy bien, siempre.
—Entiendo —contestó Sarah, incapaz de afirmar que esa virtud que acababa de oír le gustara de verdad—. ¿Conoce usted la zona de Inkerman?
—Da! —Él se golpeó el pecho con el puño—. Yo estoy cuando tantos muertos. Regimiento de Selenguinsk, Primera Brigada, Once División a órdenes de general Pavlov. Tres mil chicos… Mayoría no disparado antes nunca… Un tiro en cabeza… En pecho y desangrados… Destrozados por las bombas. Final solo quedan par docenas. Yo entre ellos.
—Tuvo usted suerte —comentó Sarah, sobrecogida.
—Si hubiera visto, lady Casandra, no diría.
El ruso le dirigió una mirada impenetrable. Después de más de treinta años, los horrores que había presenciado todavía parecían reflejársele en los ojos; sin apenas darse cuenta, Sarah se preguntó por qué eso nunca le había llamado la atención en Gardiner Kincaid. Posiblemente se debiera a que ella no lo había conocido de otro modo. Sin embargo, con el tiempo, entendía por qué a veces él se quedaba tan pensativo y de dónde procedía su rechazo por todo lo militar.
—Lo lamento mucho, Yuri —dijo disculpándose por su candidez—. Me resulta imposible hacerme una idea de lo que usted y sus camaradas sufrieron entonces. Pero le estoy muy agradecida por querer compartir con nosotros sus conocimientos.
—No lo lamente. No hay nada que agradecer. —De nuevo él dejó ver su boca desdentada—. Usted paga, eso suficiente. Eso si usted acepta.
Sarah no necesitó pensarlo mucho.
—Acepto —afirmó—. En las condiciones acordadas: usted recibirá la mitad antes de iniciar el viaje y el resto, a la vuelta.
—Da. —Yuri amplió su sonrisa—. Ya entiendo por qué Jéctor deja tratos a usted. Usted mujer lista.
—Muchas gracias.
—Pero tiene razón. Hay que ser prudente. Zona no segura. Bandidos en todos lados —añadió el guía bajando la voz hasta convertirla en un murmullo, y mirando de reojo y con nerviosismo a la puerta.
—¿Qué bandidos?
—Ladrones. Hombres sin conciencia. —Se echó a reír y señaló el Colt que Sarah tenía en la mano—. Pero usted saber cómo actuar.
—En efecto —corroboró ella.
—Yo guío. Ningún problema. Pero estar alerta. La muerte vaga por Inkerman…
Su carcajada se convirtió en una risa histérica y, por vez primera, Sarah se preguntó si acaso el ruso no había perdido algo más que su juventud bajo el fuego continuo de la artillería británica.
—Partiremos mañana al alba —le comunicó ella—. Espero que sea usted puntual. Y que esté sobrio.
—Por supuesto —asintió Yuri—. Británicos siempre puntuales. Incluso cuando matar. A las cinco nunca. Entonces toman té.
De nuevo él se echó a reír, de tanta gracia como le hacía su chiste, y luego se volvió para marcharse. Sarah lo miró y aguardó a que sus pasos descendieran por la escalera y se perdieran en el bar.
—¿Qué os parece, maestro? —preguntó entonces.
—No me gusta. —Al-Hakim dijo lo que ella también pensaba—. Tiene tanta inteligencia como agua en un desierto de arena.
—¿No confiáis en él?
—Lo peor es que él no confía ni en sí mismo —la corrigió el sabio mientras colocaba el último trozo que faltaba en la tablilla de barro.
—Sin embargo, no tenemos alternativa. Ya ha sido muy complicado dar con alguien que hubiera estado en Inkerman y que además quisiera compartir sus conocimientos con una ciudadana británica. Yuri no solo es nuestra mejor elección… Es la única que tenemos.
—Por lo que todavía deberemos ser más precavidos.
—Vigilaré de cerca a nuestro guía —anunció Sarah.
—Hazlo —respondió el anciano—. Yo rezaré para que tus ojos sean los únicos que lo vigilen.
CANAL DE SUEZ, EGIPTO, A LA MISMA HORA
El barco se llamaba Liberté y navegaba bajo bandera francesa.
A Lemont le parecía lógico que un barco llamado Libertad lo llevara hacia el cumplimiento de todos sus deseos y sus sueños pues nunca antes en la historia de la humanidad había habido alguien más libre de lo que él iba a ser. En todas las épocas los filósofos y los pensadores habían intentado averiguar el significado de la libertad, habían ponderado su valor y habían razonado sobre su importancia. Pero a nadie se le había ocurrido la más simple de las respuestas.
¡La libertad era poder!
Mientras el ser débil estaba expuesto a fuerzas ajenas a él y tenía que suplicar por cualquier migaja de libertad, al poderoso esta se le presentaba en toda su opulencia. Quien no tenía que temer limitación alguna, ni adversario, ni ley podía nutrirse de ella como de una fuente inagotable, y esa era precisamente el tipo de libertad a la que Lemont aspiraba.
El poder.
El poder infinito sobre la tierra.
En el curso de los milenios, muchas personas, tanto hombres como mujeres, lo habían pretendido. Por su causa se habían disputado guerras y urdido intrigas; se habían hecho y deshecho alianzas, se habían perpetrado traiciones y muertes… Pero todos los intentos habían fracasado. Él, en cambio, terminaría lo que ni Alejandro Magno, ni Julio César, ni Suleimán el Magnífico ni siquiera Napoleón Bonaparte habían conseguido…
—Impresionante —comentó el hombre que estaba sentado junto a él en la cubierta de popa contemplando el desierto que se deslizaba a ambos lados del Canal con una gran lentitud—. Realmente impresionante.
—Oui, monsieur l’Angleterre —corroboró Lemont poniéndose bien las gafas de cristales oscuros con las que se protegía del sol egipcio que, aunque era ya la última hora de la tarde, seguía siendo intenso y deslumbrante—. El recorrido a través del canal de Suez es siempre un espectáculo impresionante. Sobre todo cuando se hace por primera vez.
El otro hombre, un británico de tez pálida y rostro vulgar rematado con un salacot, negó con la cabeza.
—No me refería al Canal —musitó—. Hablaba de su portentosa labor. La verdad es que nunca creí que llegaría el día en que haríamos este viaje. Al fin entiendo por qué utiliza usted el título de gran maestre.
—Finalement —dijo Lemont henchido de satisfacción—. Ya se lo dije, ¿no? Se lo dije a todos ustedes cuando entraron en mi alianza, n’est-ce pas? —añadió dirigiéndose a otros tres hombres que estaban sentados junto a ellos bajo unos toldos tendidos sobre la cubierta de popa, que por lo demás estaba vacía. Ni en la cubierta de paseo, ni tampoco en los dos salones de aquel buque de vapor había ningún otro pasajero, ya que Lemont y sus cuatro acompañantes eran los únicos viajeros a bordo del Liberté.
—Así es —afirmó el británico—. Pero si se considera que nuestros encuentros anteriores siempre tuvieron lugar en una habitación sin ventanas en un lugar clandestino de Londres, mis dudas iniciales resultan comprensibles.
—Es posible —admitió Lemont con una sonrisa—. De todos modos, yo nunca pretendí que usted creyera en la hermandad, mon ami, sino que invirtiera en ella. Ni le he prometido la salvación de su alma ni tampoco un mundo más justo. Pero le dije que apoyar a la Hermandad del Uniojo les saldría a cuenta, y ha llegado ese momento. Hasta ahora usted solo hacía negocios en la Bolsa de Londres, monsieur l’Angleterre. En el futuro, será suya. Y con ella también toda esa maldita Compañía de las Indias Orientales.
El británico sonrió suavemente mientras contemplaba el anillo de sello de su mano que mostraba un pequeño obelisco.
—La primera vez que usted me habló de esto —admitió en voz queda—, pensé que había perdido el juicio. Creí que era uno de esos locos de las esquinas que desvarían acerca de un futuro mejor. Pero con el tiempo…
—… su opinión ha cambiado, n’est-ce pas? —preguntó Lemont—. Les he prometido a todos ustedes muchas cosas y también les he pedido mucho a cambio. Ahora ha llegado el momento de recoger el fruto de nuestro trabajo.
—Esto usted ya nos lo prometió una vez —dijo uno de los otros hombres, un tipo obeso de apariencia mediterránea y pelo engominado.
—¿Qué quiere decir con ello, monsieur l’Italie? —quiso saber Lemont. Su sonrisa de satisfacción de repente se le había borrado del rostro—. ¿Se refiere tal vez al fuego del Ra que se nos escapó?
—Kincaid demostró ser un obstáculo mayor del que usted había creído —comentó entonces el italiano.
—Pero fue también una gran oportunidad —insistió Lemont—. Y, sin ella, jamás habríamos dado con él. Y sin él no habría una nueva heredera. Puede que el secreto de Thot se nos escapara, pero ahora tendremos en las manos la fuente original del poder, y eso es mil veces más valioso que cualquier otra arma, monsieur l’Italie. También usted ha invertido en mí y recibirá lo que ha pedido.
—¿Y qué es lo que ha pedido? —quiso saber otro hombre que también parecía de origen sureño si bien su complexión era más delgada, casi atlética.
—Lo mismo que usted: la vuelta a los viejos tiempos, monsieur l’Espagne —comunicó Lemont con una sonrisa—. Aquí nuestro mercader de Venecia sueña con tener, como sus antepasados, la hegemonía en el mar Mediterráneo y en todos los países que lo bañan, así como todos los privilegios comerciales correspondientes, igual que usted sueña con emular a sus antepasados y regresar al Nuevo Mundo como un gran conquistador. Los tesoros de Sudamérica le esperan.
—En ese caso, esperemos que haya suficiente para el resto de nosotros —dijo con voz avinagrada el cuarto hombre, cuyo pelo corto y bigote tieso enmarcaba un rostro rollizo.
—¡No se preocupe, monsieur l’Allemande! —lo tranquilizó Lemont—. Usted también, ¿cómo decirlo?, usted también tendrá su lugar bajo el sol. Considere África como su propiedad privada y, con ella, todas las riquezas naturales que encontrará allí. Es lo que usted ha pedido y lo que usted obtendrá.
—Pero entonces yo no sabía que en nuestro acuerdo había también otras partes, gran maestre —arguyó el alemán. Pronunció el título con un deje inequívoco de burla, pero eso no pareció molestar a Lemont.
—Eso no tiene nada que ver, monsieur —le aseguró—. Nuestro trato sigue en pie, con independencia de lo que yo he acordado con los otros caballeros. Si mal no recuerdo, usted no expresó interés por el mar Mediterráneo, ni por Gran Bretaña ni por las posesiones de ultramar. Cada uno de ustedes recibirá exactamente lo que se ha acordado por contrato. La repartición de poder y de dinero tiene una larga e insigne tradición. Basta con pensar en el primer triunvirato, gracias al cual Julio César logró el dominio del mundo romano. Con la diferencia de que en nuestro caso se tratará de un quintorum. Por eso ninguno de ustedes deberá renunciar a nada.
—De todos modos, me pregunto por qué nos ocultó la existencia de los demás.
—Por dos motivos, mon ami. Primero, para protegernos. Si un brazo de nuestra organización hubiera sido cercenado por un guardián celoso de la ley, los demás habrían podido seguir actuando de forma independiente. Y segundo, porque no quería que ustedes, como dirigentes de las distintas secciones del territorio, tuvieran la impresión de estar en deuda con nadie más que con el gran maestre en persona. Como ve, he actuado siempre en su favor. En mis planes no entra engañarlos.
—Pero podría haberlo hecho —insistió el alemán—. Es una cuestión de principios. Me pregunto si podemos confiar en un hombre que se ha reservado información importante de forma intencionada durante años.
Lemont frunció los labios con desdén. Esas bravuconerías del teutón no le interesaban.
—¿Es de verdad su preocupación por los principios lo que le incomoda tanto, mon ami? —preguntó—. ¿O tal vez es el temor a que otro habría podido obtener una mejor tajada en el negocio? Por lo que veo, usted es el único que se siente molesto por esta pequeña maniobra de engaño mía. ¿Cómo lo ven ustedes, messieurs?
Escrutó a su alrededor con sus ojos protegidos por las gafas de cristales oscuros y no encontró más que vivo asentimiento.
—Todos han puesto de su parte para que hoy estemos aquí, monsieur l’Allemagne —declaró Lemont—, y todos seremos recompensados de forma adecuada por ello. Sin embargo, si usted cree que ha sido tratado de forma injusta, o incluso que ha sido engañado, es mejor que lo aclaremos ahora. Alors?
Lemont había adoptado un tono de voz tajante que caló hasta los huesos en los presentes. Además se quitó las gafas y dirigió una mirada al sublevado tan fría que incluso parecía poder oponerse al abrasador sol del desierto. Durante un momento, que pareció infinito, el alemán sopesó sus opciones y sus posibilidades. Y llegó a una conclusión clara.
—Por supuesto que no —le aseguró. Igual que un perro reprendido por algo se rasca la oreja para despistar la atención sobre su conducta, el alemán comenzó a retorcerse el bigote—. Tan solo pretendía asegurarme de que todos queremos lo mismo.
—Eso no era necesario —dijo Lemont mientras su voz iba perdiendo lentamente acritud—. Todos sabemos exactamente en lo que nos hemos metido, n’est-ce pas? Igual que sabemos lo que podemos ganar.
—Por supuesto. —El alemán bajó la mirada.
Por primera vez, aunque fue solo por un instante, sintió en sus carnes lo que era el poder absoluto. Aunque aquello fuera solo una pequeña muestra.
—¿Y usted, gran maestre? —preguntó l’Italie.
—¿A qué se refiere?
—¿Qué se reserva usted? ¿Qué le queda si nosotros nos dividimos el mundo?
La sonrisa de la victoria regresó de nuevo a las facciones de Lemont mientras volvía a ponerse las gafas, se reclinaba en su asiento y se relajaba de forma evidente.
—No se preocupe por mí, mon ami —contestó con una sonrisa—. A mí todavía me queda el resto del mundo, con todo cuanto esa parte atesora.