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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
Desde Varna hicimos rumbo a Odesa, la antigua ciudad portuaria de la costa norte del mar Negro, donde fondeamos tres días y pasamos la Pascua. No he dicho nada a Friedrich ni a Al-Hakim sobre lo que vi esa noche de niebla, aunque supongo que lo que nos ha retenido en Odesa es que estábamos a la espera de recibir más mercancías de contrabando.
Esta mañana hemos tomado rumbo hacia Sebastopol, ciudad a la que llegaremos en dos días si el tiempo acompaña. El hecho de que Gardiner Kincaid hubiera estado aquí antes que yo y el de encontrarme de nuevo siguiéndole el rastro me causan una sensación extraña, sobre todo porque él nunca me contó nada de todo ello. Tal vez por esa razón me parece que recorro caminos prohibidos y me siento constantemente vigilada.
Los días que navegamos acostumbro a pasarlos sobre todo en mi camarote, estudiando algunos libros que compré en Estambul: documentos de segundo orden sobre los escitas y su imperio. Con todo, cuanto más aprendo acerca de ese pueblo de jinetes nómadas, más consciente soy de lo poco que sabemos de ellos. ¿Tuvieron de verdad los escitas contacto con los arimaspos? ¿Es cierto que los cíclopes custodiaban una montaña de oro? ¿Es esa montaña el monte Meru, el axis mundi, tal como Al-Hakim sospecha? ¿Y era realmente ese eje del mundo lo que Alejandro quería encontrar cuando inició su campaña militar hacia el este?
¡Cuántas preguntas! Al margen de cuanto llegue a saber, nunca encontraré las respuestas porque de nuevo hemos abandonado la doctrina de la ciencia pura y nos movemos en la frontera entre la historia y la mitología. ¿O acaso ya la hemos traspasado?
Me siento feliz y afortunada de tener conmigo a Al-Hakim, cuya templanza es como una roca firme en medio del embate de las olas. Cuando creo perder la visión de conjunto, o cuando la preocupación por mi querido Kamal amenaza con arrojarme a una profunda desesperación, voy a los aposentos del maestro y encuentro consuelo en sus palabras. El joven Ufuk, que no se aleja jamás del lado de Ammon, se ha convertido además en un acompañante fiel por el que siento ya un profundo aprecio, como si se tratase de mi hermano.
Durante las comidas que compartimos en el comedor del barco las discusiones políticas son cada vez más apasionadas. Sin embargo, a diferencia del comienzo de nuestro viaje, no me dejo provocar sin más por nuestro anfitrión; de hecho, me dedico a jugar un poco con él. Teniendo siempre en cuenta la extraordinaria escena que presencié esa noche en Varna, intento que Abramovich baje la guardia y haga algún comentario descuidado respecto a sus fines y sus motivos verdaderos. Aunque todavía no lo he conseguido, al menos puedo decir que ese juego intelectual me proporciona cierto entretenimiento…
ABORDO DEL STRELA, 10 DE ABRIL DE 1885
—¡No, no y otra vez no!
La mano derecha de Abramovich bajó como una guillotina repetidamente sobre la mesa, como si con ese gesto pudiera cercenar al instante cualquier opinión divergente.
—¡No puede usted comparar la situación de nuestros compañeros eslavos en los Balcanes con la de esos salvajes incultos que habitan en los rincones más negros de África!
—Las personas de esas regiones no son en absoluto incultas, herr Abramovich —repuso Sarah, que de nuevo estaba sentada frente al ruso al otro lado de la mesa. La cena había terminado y había empezado ya la disputa que prácticamente formaba parte de la rutina—. Lo único que ocurre es que nosotros tenemos un concepto de cultura distinto al de usted.
—Pero ¡vamos! —Abramovich gesticuló con el puro de modo que su extremo encendido trazó un dibujo en zigzag en el aire—. ¿Qué intenta demostrarnos, lady Kincaid? ¿Que usted siente compasión de esos salvajes? ¿O tal vez es comprensión?
—Comprensión —repuso Sarah—. La compasión solo es necesaria en los lugares donde los poderes coloniales han penetrado en la vida de esas personas para, supuestamente, mejorársela.
—¿Y eso? —El ruso frunció el ceño con un gesto crítico—. ¿Debo inferir de esto cierto arrepentimiento?
—Solo cabe lamentar las cosas por las que uno, como individuo, tiene que responder —se zafó Sarah—. Pero si lo que usted quiere saber es si lamento este comportamiento entonces tengo que contestar de forma afirmativa. Gracias a la actividad investigadora de Gardiner Kincaid he tenido el privilegio de viajar por el mundo desde que era muy jovencita y he podido ver muchas cosas que otros no verán en toda su vida. Y si algo he aprendido de esas experiencias es que no tiene ningún sentido querer imponer a otros pueblos la cultura propia.
—De acuerdo. —Abramovich sujetó el puro con los dientes y aplaudió—. En este caso estamos, por una vez, de acuerdo. Su gobierno debería haber renunciado a ampliar su ámbito de influencia hacia el sur y eso desde mucho tiempo atrás.
—Es posible —admitió Sarah con una sonrisa—. Pero a la vista de que usted parece comprender tan claramente el problema que entraña tal acción, no acabo de entender por qué el objetivo declarado de la política zarista es expandirse hacia el sur.
—Ya se lo he dicho —repuso Abramovich con una sonrisa irónica de lo más desagradable, que parecía caricaturizar la de Sarah—. La situación de nuestros hermanos en los Balcanes no puede compararse con la de África o la de otros territorios.
—¿Y por qué no? ¿Acaso porque en África se trata de un par de negros sin más y, en cambio, los pueblos balcánicos tienen una larga tradición histórica?
—Ese es un motivo —afirmó Abramovich sin pestañear siquiera—. Por otra parte, Rusia ha sido desde la Antigüedad el poder protector de todos los pueblos eslavos, y fueron ellos los que le pidieron ayuda. ¿Acaso va a decirme ahora que los hotentotes deseaban la ocupación británica?
—En absoluto —admitió Sarah—. Pero la verdad es que tampoco creo que en los Balcanes se conceda mucha importancia a tener la protección del zar. Esa gente acaba de librarse del yugo de la dominación extranjera. No creo que necesiten cambiarlo por otro.
—¡Que eso lo diga precisamente una británica! —bramó el comerciante, quien por primera vez parecía realmente enojado. Hasta entonces Abramovich se había comportado siempre de forma relajada y se había limitado a permitir con displicencia que su interlocutora participara en su sabiduría. Sin embargo, en esa ocasión Sarah había atacado frontalmente el alma del pueblo ruso y era evidente que con ello había tocado una fibra sensible de su anfitrión.
—¿Cómo he de interpretar eso? —preguntó ella.
—¿Cómo se puede estar tan ciego? —repuso el ruso—. ¿Acaso ustedes los británicos no ven que es precisamente el temor frente a la expansión de su nación lo que empuja hacia nosotros a nuestros hermanos eslavos?
—¿De verdad? —preguntó Sarah—. Pues yo solo veo una potencia que busca expandirse por Europa y que ansía hacerse con todos los fragmentos que pueda arrebatar al Imperio otomano.
—Los otomanos están acabados, su imperio está por los suelos —afirmó Abramovich con una franqueza asombrosa—. ¿Acaso va a decirme usted que su gobierno no estaría interesado en hacerse con una parte del territorio?
—En absoluto, al contrario —corroboró Sarah—. Sin duda usted recordará que tanto Inglaterra como Francia han hecho todos los esfuerzos necesarios para impedir que el Imperio otomano se derrumbe. Por eso en Crimea se pagó un precio muy alto en sangre…
—No me venga con sentimentalismos —resopló el ruso—. La única intención de su gobierno era oponerse a nuestros intereses e impedir que en el mar Negro se diera un desplazamiento de poder.
—¿Lo ve? —repuso Sarah—. Al final, el zar tiene intereses de poder. Yo pensaba que solo se trataba de proteger a sus hermanos eslavos…
Abramovich le dirigió una mirada incisiva y por un momento pareció que los ojos le brillaban tanto como el extremo de su puro. Dio una profunda calada para tranquilizarse, pero al parecer no lo consiguió. Finalmente, enojado, aplastó el puro en el cenicero.
Sarah no pudo dominar una sonrisa de satisfacción. Durante varios días había intentado en vano sacar a Abramovich de sus casillas y él, en cambio, lo había conseguido al primer día. El ruso era un buen estratega. No solo sabía cómo hacer reproches sin decirlos claramente sino que también, y en especial, sabía cómo mantenerse distante de todo cuanto decía; era un personaje desdibujado, que ni siquiera al cabo de diez días juntos a bordo Sarah era capaz de entender todavía: ¿era Abramovich simplemente un hombre de negocios de éxito o un vil contrabandista? ¿O tal vez era una mezcla astuta de ambas cosas?
Las disputas que acostumbraban sostener después de cenar, y que Friedrich Hingis y el capitán Terzov presenciaban como público en un partido de críquet, habían adquirido la naturaleza de un espectáculo. A fin de conocer cada vez más a su adversario, Sarah había avanzado poco a poco y había sacrificado valiosa información para obtener otra presuntamente más valiosa. Sin embargo, la habilidad de Abramovich había dejado la partida en suspenso, y el tiempo apremiaba. A primera hora de la mañana el Strela llegaría a Sebastopol, y si para entonces Sarah no había logrado averiguar nada sobre su anfitrión, nunca sabría qué había sido exactamente lo que había visto esa noche en Varna.
¿Quién, pues, era Víctor Abramovich? ¿Qué era? ¿Y si fuera un espía enemigo?
Con cautela pero también de forma insistente había llevado el tema de conversación en la dirección deseada y había puesto a Abramovich en un estado de ánimo que tal vez le haría abandonar su actitud precavida. Había llegado el momento de dar el paso siguiente.
—Herr Abramovich, ¿me permite una pregunta? —dijo con dulzura, casi con tono sumiso, sin dejar entrever un atisbo de triunfo en la voz.
—Por… por supuesto —contestó el ruso, que parecía no menos sorprendido que Hingis y Terzov.
—¿Qué opina usted sobre el paneslavismo? —preguntó Sarah en tono conspirativo—. ¿Qué le parece la idea de que todos los pueblos eslavos deberían estar bajo la bandera zarista? No le pregunto su opinión como ciudadano ruso, sino su opinión personal.
—¿Cómo tengo que entender eso?
—Bueno, usted es hijo leal del imperio del zar y, como no puede ser de otro modo, conoce su deber patriótico y seguramente estará a favor —explicó Sarah—. Sin embargo, al menos en mi país, a menudo la realidad y la ambición distan mucho entre sí, por lo que en ocasiones uno se ve obligado a, digamos, situar los dictámenes de la política por detrás de los de la propia supervivencia.
—Lo siento. —El ruso se encogió de hombros—. No veo adónde quiere llegar con esto.
—La idea del paneslavismo, según la proclaman los dirigentes de su país, propone someter por completo los Balcanes a la influencia rusa.
—¿Y…?
—Eso seguramente significaría que se abolirían las fronteras existentes, así como las tasas. Entonces los comerciantes de Bulgaria o de Valaquia, por ejemplo, podrían vender su mercancía directamente a Rusia sin tener que depender de intermediarios como usted. Por lo tanto, los intereses comerciales de usted resultarían afectados y usted tendría que dedicarse a otra actividad.
—¿Y esa sería…? —preguntó Abramovich, con rudeza.
—No sé. —Sarah sonrió—. Usted es el hombre de negocios, no yo.
Miró con atención al ruso, pero no pudo apreciar en él ni el más ligero cambio. O Abramovich no se sentía culpable o había aprendido a ocultar muy bien sus emociones.
—¿De qué me acusa exactamente usted? —inquirió él.
No solo Sarah se percató de que su voz había tomado un tono amenazador sino que también Friedrich Hingis le dirigió a ella una mirada de advertencia. Era evidente que había ido demasiado lejos. Era preciso proceder con cautela.
—Pero ¡herr Abramovich! —Sarah sonrió de nuevo—. ¿Acaso no es evidente? Como me parece que a sus negocios con el Imperio otomano les aguarda un futuro incierto, me pregunto si tal vez usted tiene intenciones en el lejano Oriente.
—Por supuesto. —El ruso asintió. Si se sentía aliviado, tampoco eso podía notarse. En cualquier caso no pareció haberse dado cuenta de la maniobra de distracción de Sarah; de hecho, antes se creería que estaba esperando hablar de ello—. Más pronto o más tarde teníamos que llegar a esta cuestión, ¿no? —gruñó—. ¿Cómo llama el ejército británico a eso? ¡Ah, sí! La Gran Partida…
—Yo siempre pensé que había sido la prensa la que acuñó esa expresión… —objetó Sarah.
—Esto demuestra lo poco que sabe usted de política.
—En cambio es evidente que usted sabe mucho más, herr Abramovich —replicó Sarah.
De pronto, la discusión había adquirido un cariz más personal. Hingis miró alarmado a Sarah y a Abramovich.
—Hasta ahora he obviado este tema para no disgustarla —anunció el ruso—. A fin de cuentas, usted no es responsable de los delitos que su nación comete en cualquier parte del planeta. Sin embargo, a la vista de su actitud, ya no me parece adecuado guardar esa contención por más tiempo.
—¿Mi actitud? —preguntó Sarah—. ¿A qué se refiere usted?
—Me refiero a que en mi país los pasajeros a los que se les ha concedido un favor no levantan la voz contra el propietario de un barco. Me refiero a que usted me ha acusado de actividades criminales. Me refiero a que…
—¿A que soy una mujer? —añadió Sarah con tono desafiante—. En el fondo se trata de eso, ¿verdad? Desde el principio mi presencia a bordo ha sido para usted como una piedra en el zapato.
—Eso no es cierto —se defendió Abramovich.
Hingis, que se removía nervioso en su asiento, vio que había llegado el momento de intervenir.
—Te lo ruego, querida —dijo él dirigiéndose a Sarah—. No creo que…
Pero esta no permitió que la detuviera.
—¿Ah, no? —replicó ante la afirmación de Abramovich—. ¿Por qué entonces lleva usted desde la primera noche intentando provocarme? ¿Por qué me ha supuesto proposiciones de boda con otomanos ricos y me ha negado cualquier competencia experta en arqueología? Solo puede haber un motivo: porque no soporta que su territorio, que usted considera tan masculino, se vea amenazado.
Enojada, se levantó de su asiento, con lo que Hingis y Terzov también se pusieron en pie. Abramovich, en cambio, permaneció sentado.
—De gente de su calaña, mister Abramovich —prosiguió Sarah no en alemán sino en su lengua materna, que ella estaba segura que él entendía—, he visto en todo el mundo… y me aburren. Si tiene usted que hacer un mal uso de su patriotismo para ocultar su temor por el llamado sexo débil, entonces no puedo más que sentir lástima por usted. Y si esta actitud es la misma en todos sus compatriotas, tendré que considerar la expansión colonial británica como algo beneficioso en la medida en que implica una contención de la influencia rusa. Buenas noches.
Sin esperar la réplica del ruso, Sarah se dio la vuelta y salió del comedor. A sus espaldas oyó a Hingis farfullando unas palabras de disculpa y luego los pasos enojados del suizo detrás de ella. No había llegado aún a la cubierta de paseo cuando Hingis la alcanzó para pedirle explicaciones. Estaba descompuesto y tenía la cara roja como un tomate. Desde Alejandría ella no lo había visto tan enfadado.
—¡Querida mía! ¡Permíteme que te lo diga! —exclamó, expresándole su desconcierto—. ¿Cómo has podido?
—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó Sarah con tranquilidad. La cólera que acababa de exhibir había desaparecido por completo.
—No te comprendo —le espetó furioso el suizo a pesar de su neutralidad—. ¿Cómo puedes defender esas opiniones? ¿Cómo puedes ofender de ese modo a nuestro anfitrión en lugar de mostrar agradecimiento por…?
—Mi agradecimiento es limitado —apuntó Sarah—. Abramovich es un hombre de negocios. Todos los favores que nos ha otorgado se los ha cobrado de forma contante y sonante.
—Sea como sea, nos ha ayudado mucho. Tú, en cambio, te has comportado como una furia con él. ¿Qué te ha pasado? Se diría casi que los acontecimientos de los últimos tiempos han sido demasiado para ti.
—Es posible —admitió Sarah, impasible.
—Cuando pedí ayuda a Víctor empeñé mi nombre en que tú no eras una británica al uso y le aseguré que no abogabas por el colonialismo. Y de pronto haces unas afirmaciones que incluso a mí me avergüenzan, y eso a pesar de que no consigo ver la gracia a vuestra Gran Partida, sea eso lo que sea.
—Tranquilízate, Friedrich…
—¿Que yo me tranquilice? ¿Y lo dices después de perder los papeles y ponernos en una posición muy delicada ante Víctor?
—¿Acaso te parece que he perdido los papeles? —replicó Sarah, impasible.
—Bueno… —respondió Hingis sin poder evitarlo—. Tengo que admitir que tu serenidad me sorprende.
—Es porque en realidad no estaba enfadada —explicó ella con un murmullo y una sonrisa que, por un breve instante, dejó entrever la antigua Sarah que el bueno de Hingis añoraba tremendamente.
—¿Tú… tú no estabas…? —El suizo la miró, atónito—. Pero ¿por qué…?
—Se trataba de distraer a Abramovich.
—¿Distraerlo de qué? —gimió Hingis.
—De las cosas que yo quería saber.
—¿Y ahora qué? ¿Ya las sabes?
—En parte. —Sarah se volvió hacia la barandilla y dejó vagar la vista por el mar en cuyas aguas oscuras brillaba la luz de la luna mientras las ruedas de palas del Strela seguían incansables con su tarea.
Hingis resopló como un toro salvaje, pero el rojo de su ira se difuminó de su rostro. La idea de que Sarah no hubiera actuado movida por el impulso sino con cierta intención parecía tranquilizarlo un poco, aunque no acertaba a comprender los motivos de ello.
—¿Y puede saberse qué es lo que has averiguado?
—Que Abramovich no ha sido sincero con nosotros —explicó Sarah—. Y que no es lo que dice ser.
—¿De verdad? —Hingis no demostró un gran entusiasmo—. Y entonces, ¿qué es? ¿Quizá un agente de la hermandad? ¿De nuevo empiezas a ver enemigos por todas partes? Al-Hakim dijo que el ojo no sabe dónde estamos…
—Sé lo que dijo —repuso Sarah—. Pero incluso un sabio puede equivocarse.
—De todos modos, Víctor no es uno de esos sectarios locos —afirmó el suizo con convencimiento—. Pondría la mano en el fuego.
—¿Cómo estás tan convencido? —preguntó Sarah—. ¿Acaso conoces tan bien a Abramovich? ¿O es porque te halaga, te mima con su buen tabaco y te permite dirigirte a él por su nombre de pila?
—¡Esto es inaudito! ¡Una cosa no tiene nada que ver con la otra!
—¿Ah, no? Entonces, mi querido Friedrich explícame por qué Abramovich, ese comerciante que dice ser, está tan asombrosamente bien informado sobre política internacional. ¿Por qué él, en principio un simple ciudadano, respalda a la nobleza y al zar? Y también explícame por qué tiene tan buena formación en el elevado arte de la diplomacia.
—Lo ignoro.
—¿Cómo ha conseguido su riqueza? —siguió preguntando Sarah—. ¿Qué tipo de negocios tiene? ¿Se limita a realizar transacciones legales? ¿O acaso Abramovich está dispuesto a asumir ciertos compromisos cuando se trata de aumentar su riqueza? Y ¿por qué motivo dice apoyar causas que se oponen en realidad a sus propios intereses?
—Eso también lo ignoro —tuvo que admitir el suizo.
—Yo tampoco lo sé —repuso Sarah—. Sin embargo, hay una cosa que he visto clara, y es que Víctor Abramovich es más de lo que a él le gusta decir. Cuando anclamos esa noche en Varna presencié por casualidad cómo se subían a bordo, de forma sigilosa y secreta, unas cajas de madera cuidadosamente cerradas. Y yo te pregunto, ¿por qué?
—Me figuro que tú tienes alguna sospecha.
—En efecto. Yo diría que Abramovich hace de contrabandista. Durante la guerra de Crimea los caballeros de fortuna rusos quebrantaron los bloqueos para abastecer con mercancías las ciudades portuarias cerradas por los turcos y los británicos. Esa gente se enriqueció sobremanera con ello y consiguió muchos contactos, de los cuales se aprovechan incluso en la actualidad. Posiblemente Abramovich es una de esas personas.
—Está bien —admitió Hingis—. Pero si Víctor, esto es, Abramovich, es un contrabandista, ¿por qué nos ha querido a bordo? Llevar pasajeros aumenta el riesgo de ser descubiertos, y más aún si se trata de una británica, algo que sin duda llamará la atención de las autoridades de Sebastopol.
—Eso es precisamente lo que llevo preguntándome todo este tiempo —corroboró Sarah—. Y solo hay una respuesta plausible. Él está interesado en nosotros: en ti y en mí.
—Sí, seguro que en ti. —Hingis apenas podía ocultar su sarcasmo—. ¿De verdad piensas eso, Sarah? ¿Estás diciendo que Víctor Abramovich está en la nómina de la hermandad?
—Es un contrabandista —repuso Sarah sin hacer caso de la burla—. Ese tipo de gente acostumbra a anteponer el bien personal a cualquier otra cosa.
—Pero ¡no Abramovich! —replicó Hingis esforzándose en no perder la calma—. ¡Si te oyeras…! Empiezas a ver conspiraciones detrás de todo el mundo. ¡Entra en razón, Sarah! ¡Te lo ruego!
Desde detrás de los cristales de sus gafas le dirigió una mirada tan suplicante que ella fue presa de las dudas. ¿Y si Friedrich tenía razón? ¿Y si la desconfianza que sentía se debía a todas las pérdidas y las derrotas que había sufrido? ¿Acaso volvía a confundir amigos con enemigos? ¿Y si tal vez había dejado de recorrer el camino de la luz que Al-Hakim le había mostrado y se encontraba en la senda de la desconfianza y del temor que, más pronto o más tarde, conducía a la locura?
Sarah había visto personas que habían pagado con su salud mental el enfrentamiento con el Uniojo. La francesa Francine Recassin, por ejemplo, había preferido la reclusión en la clínica Saint James a la vida en libertad por miedo a la hermandad; y, en cierto modo, también Mortimer Laydon, cuyo rencor y cuya maldad le habían consumido el entendimiento. Sarah no quería ser como ellos, pero ¿y si ya era demasiado tarde?
El convencimiento de Sarah empezó a desmoronarse. Sin duda, Abramovich parecía guardar algunos secretos. Pero ¿eso lo convertía automáticamente en un agente de la Hermandad del Uniojo?
Hingis, interpretando aquel silencio como obstinación, negó con la cabeza.
—De todos modos, no tiene sentido —dijo en voz baja—. Mañana llegaremos a Sebastopol. Entonces volveremos a seguir tu juego y con tus reglas. En ocasiones me da la impresión de que no quieres que las cosas sean de otro modo. Se ha convertido en una obsesión para ti, Sarah.
Hizo una pausa, esperando una respuesta, pero ella permaneció callada, más porque esas palabras la habían atravesado como flechas. Luego, él le dio las buenas noches, se volvió y se encaminó hacia su camarote.
Sarah contempló con pesar cómo se alejaba, pues tuvo la impresión de que en ese instante algo entre ellos se rompía. Hasta entonces su antiguo adversario se había mantenido leal e incondicional a su lado, pero ¿sería también así en el futuro?
Las lágrimas le asomaron a los ojos, y fue a llamarlo por su nombre, para detenerlo, darle la razón y admitir que ella se había comportado como una idiota.
Pero en ese momento no fue su boca la que emitió un grito agudo.
¡Fue la de Ufuk!
El joven criado de Ammon gritó con tanta fuerza que la voz se le quebró. Hingis, como sacudido por un rayo, se quedó quieto y se dio la vuelta. Miró a Sarah con actitud inquisidora.
—¿Qué…?
—Ha venido de la cubierta inferior —decidió.
Al instante siguiente los dos se dirigieron hacia la escalera que descendía desde la cubierta de paseo. El alojamiento de la tripulación se encontraba en el centro del barco, justo encima de la sala de máquinas, cuyos siseos y golpeteos los acunaban durante el descanso y los despertaban de nuevo. Ya de lejos, Sarah y Hingis vieron que la puerta que daba al cuarto que compartían Al-Hakim y el joven Ufuk estaba abierta de par en par. Ufuk estaba de pie junto a la puerta, con el rostro pálido y revolviéndose el pelo.
Sarah sintió un temor repentino.
¿Dónde estaba Al-Hakim? ¿Le había pasado algo al anciano?
Los recuerdos de otro trayecto en barco le vinieron a la mente. También entonces la acompañaba un querido amigo… y él lo había pagado con la vida.
—¡No! —gritó Sarah con espanto, corriendo tan rápido como su vestido estrecho y las botas de cuero de cordones le permitían.
Hingis le llevaba cierta ventaja y llegó al camarote antes que ella. Cuando miró en el interior, también su expresión fue la de haber visto un fantasma.
A Sarah le parecía que el corazón se le detendría. Llegó sin aliento junto a Hingis y Ufuk, bajó la cabeza para entrar en el camarote por aquella puerta baja…
… y se detuvo, asombrada.
Su alivio de encontrar al viejo Ammon con vida y en buen estado se transformó en rabia y horror cuando comprendió el alcance de la situación. Al-Hakim estaba sentado en el suelo en el centro del camarote, a los lados del cual había sendos pequeños catres. Los dos baúles que contenían el equipaje del anciano habían sido forzados, y sus pertenencias estaban desparramadas por el suelo. La mayoría de ellas habían sido destrozadas, por lo que el anciano se encontraba rodeado de un mar devastado: retazos de papiros y de pergaminos, fragmentos de cerámica y de vidrio, talismanes hechos con esteatita que habían sido aplastados por los tacones de unas botas…
Para quienes no conocían la importancia de esos objetos tal vez aquello no significara una gran pérdida. Sin embargo, en el instante en que Sarah vio la expresión de Al-Hakim, supo que para él aquellos no eran unos cuantos objetos sin valor.
Eran todo su mundo.
Con las manos el anciano tanteaba por esa confusión, pero no hallaba más que destrucción deliberada mientras los ciegos ojos se le anegaban en lágrimas.
—Limatha? —musitaba una y otra vez—. ¿Por qué…?
Sarah entró en la habitación y, sin preocuparse de su hermoso vestido de seda, se sentó junto al anciano en el suelo y le posó la mano en el hombro para consolarlo. Sabía que él se había dado cuenta, pero no demostró ninguna reacción.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Hingis a Ufuk.
—No lo sé. —El muchacho negó con la cabeza—. Estábamos delante, en proa, para la yatsɩ[18], como todos los días al atardecer. Al volver, nos hemos encontrado el camarote desvalijado.
—Como todos los días al atardecer —repitió Sarah—. Por lo tanto, alguien sabía que abandonaríais el camarote y se ha limitado a esperar.
—Pero ¿quién? —preguntó Ufuk, sin comprender nada—. ¿Quién obtiene algún beneficio destrozando todas las pertenencias del maestro Ammon?
—Fuera quien fuese —respondió Sarah señalando con la mano los objetos rotos y el revoltijo de prendas—, lo que más le interesaba no era destruir. Solo es lo que quiere que creamos.
—Evet? —preguntó el joven—. ¿Y cuál era el auténtico motivo de todo esto?
—El saber. La búsqueda del conocimiento.
No fue Sarah quien contestó, sino el anciano Ammon, que parecía recuperarse lentamente de su dolor. Las lágrimas rodaban por su piel arrugada, cuarteada. Todo indicaba que, a pesar de su ceguera, veía la verdad.
—Ammon Al-Hakim no posee riquezas —prosiguió el anciano con voz apagada—. Los tesoros que acumula son de otra naturaleza. Eso es lo que buscaba quien ha entrado.
—Yo también lo creo —corroboró Sarah—. Y como no ha encontrado lo que buscaba ha desvalijado el camarote.
—¿Y qué buscaba exactamente? —preguntó Hingis.
—Creo que quería averiguar qué objetivo exacto tiene nuestro viaje y qué papel desempeña Al-Hakim en él —conjeturó Sarah—. Es evidente que existen recelos sobre los motivos que hemos dado y que durante nuestra estancia a bordo hemos sido espiados, aunque ello no ha arrojado ningún resultado. Como mañana termina nuestro viaje seguramente se ha optado por tomar medidas más drásticas y registrar el camarote de Al-Hakim.
—Siempre y cuando nuestro viaje termine mañana —apuntó Ufuk con tono sombrío.
—Si quisieran atentar contra nuestras vidas, ya haría tiempo que no estaríamos a bordo —objetó Sarah.
—De todos modos, tenemos que ser precavidos —insistió Ammon—. Los enemigos están cerca. Presiento una traición.
Sarah notó que algo se removía en su interior. También en El Cairo el anciano había profetizado una traición… y había tenido razón. Tal vez, se dijo, debería contarle lo que había visto en Varna.
Evitó dirigir la vista hacia Hingis. El suizo seguía en la puerta y se mostraba claramente incómodo.
—Puede que Víctor no sepa nada de todo esto —musitó con torpeza, aunque sonó más a excusa que a suposición.
Sarah no replicó. Ayudada por Ufuk se dispuso a recoger los fragmentos esparcidos de lo que quedaba de las posesiones del viejo Ammon. Leyó los restos de unas tablillas de barro y ordenó los trozos de un pergamino escrito en árabe. Estaba segura de que quien fuera que había examinado el camarote ni sabía árabe ni dominaba la escritura cuneiforme de los sumerios, lo cual no le había impedido llevar a cabo semejante destrucción. Precisamente esa mezcla de ignorancia y de violencia era lo que la enfurecía, puesto que aquello era a lo que también había quedado expuesta Kincaid Manor y todos sus tesoros. A Sarah le bastaba mirar a los ojos de Ammon para saber que él había sufrido exactamente lo mismo que ella.
No era solo la pérdida material lo que lo atormentaba, sino sobre todo la certeza de que nada de lo que él había conservado durante todos esos años y que había guardado como un tesoro quedaría para la posteridad. Evidentemente había dejado cosas en su casa de Estambul, pero nada de aquello parecía importar tanto al anciano como los libros y los objetos que se había llevado consigo para el viaje.
—Lo siento, maestro —lo consoló Sarah.
—No lo sientas —dijo el anciano haciendo un gesto de rechazo e intentando dibujar una sonrisa que no acabó de dibujarse—. Es el último viaje que hago en mi vida. Desprenderme de todas mis posesiones mundanas forma parte de él… Pero no contaba con que ocurriera tan pronto.
—¿Qué es esto? —preguntó Ufuk de pronto, que trataba de ordenar en un rincón de la estancia las páginas sueltas de un libro destrozado.
—¿Has encontrado algo? —quiso saber Sarah.
—Es posible. —El joven se inclinó y se sirvió de una de las hojas del libro para recoger algo del suelo. Luego lo acercó cuidadosamente a Sarah y Al-Hakim.
—Es ceniza —constató Sarah tras mirar aquel polvillo blanco y grisáceo—. De puro.
—¿De verdad?
Hingis se acercó y se inclinó para olisquearlo.
—Tabaco afgano —constató con voz neutra—. El favorito de Abramovich.
—Abramovich ha estado toda la velada en el comedor; nosotros podemos dar fe de ello —reflexionó Sarah—. Pero su criado Igor se ha ausentado durante un buen rato.
—Y Abramovich le obsequia con algún puro de vez en cuando —añadió Hingis—. El misterio parece resuelto, ¿no?
Sarah asintió, pero no dijo nada. Habría sido fácil echarle en cara eso a su amigo, decirle que ella había estado en lo cierto desde buen comienzo y él no. Pero, por una parte, esa era una victoria insípida y, por otra, para admitir un error hacía falta grandeza humana, y Friedrich Hingis había hecho tantas veces gala de esa capacidad que no necesitaba demostrarla. El simple hecho de que permaneciera callado y confuso mirando el suelo de madera de la cubierta lo decía todo.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Ufuk rompiendo el silencio—. ¿Notifico el incidente al capitán Terzov?
—No —desestimó Sarah—. Terzov trabaja para Abramovich y, por lo tanto, seguramente hace causa común con él. Dejaremos pasar el asunto sin decir nada.
—De ningún modo —contradijo Hingis con decisión—. ¡Pediré explicaciones a Abramovich! ¡De inmediato! ¡Me debe una explicación!
—Créeme, nada me gustaría más que eso —le aseguró Sarah—. No obstante, me temo que eso es exactamente lo que quiere. Como no podemos demostrar nada, él lo negará todo pero sabrá que hemos extraído las conclusiones adecuadas y que estamos avisados. Sin embargo, si callamos y actuamos como si no hubiera ocurrido nada, entonces seguimos sin dejarle ver cuáles son nuestros planes.
—De acuerdo —dijo Hingis, que parecía convencido del argumento—. Si es eso lo que quieres…
—De todos modos, a partir de ahora estaremos más vigilantes —advirtió Sarah a él y al joven Ufuk—. Montaremos turnos de guardia para que Al-Hakim pueda descansar. Yo vigilaré en primer lugar, luego Ufuk y, finalmente, tú, Friedrich.
—Vale —aceptó el suizo y apretó los labios. A continuación preguntó—: ¿Sarah?
—¿Sí?
—¿Puedo pedirte una cosa?
—Por supuesto —contestó ella.
—En caso de que yo, tonto de mí, vuelva a querer poner la mano en el fuego por alguien que apenas conozco, te suplico que me adviertas de esa sandez —dijo Hingis con tristeza—. Cuando solo se tiene una mano, hay que ser más prudente.
—¿Y bien?
Víctor Abramovich estaba sentado detrás del escritorio del espacioso despacho que tenía a bordo del Strela y en el que a veces recibía incluso a clientes. Sin embargo, por lo general, allí era donde se retiraba para dedicarse a negocios que no debían salir a la luz pública.
Había apoyado las piernas sobre la mesa de madera nudosa pulida y tenía un puro entre los dientes mientras miraba ansioso a su criado.
—Nada —se limitó a decir Igor, que estaba frente al escritorio con la actitud de un soldado al dar el parte.
—¿No habéis encontrado nada?
—Nada —repitió el criado lacónicamente—. Ni sabemos quién es ese anciano ni qué relación tiene con ella. Exceptuando cachivaches viejos e inútiles, no hay nada en el camarote.
—¿Cachivaches? —Abramovich levantó las cejas.
—Libros —explicó Igor haciendo un gesto desdeñoso—. Rollos de pergamino, escritos con cosas raras. Baratijas inútiles.
—Entiendo. —El ruso asintió. Al parecer, Hingis había dicho la verdad. Pero ¿a qué venía tanto secretismo? ¿Qué tramaba Kincaid?
Abramovich estaba seguro de que el viejo era la clave de aquel misterio; aun así, para su desespero, el árabe había resultado ser un enigma andante, alguien de cuya identidad no podía averiguarse nada. Aunque las instrucciones en ese sentido habían sido claras.
—En cuanto hayamos amarrado en Sebastopol, desembarcarás y te encontrarás en el puerto con un nombre llamado Fiodorov. Le contarás lo que hemos descubierto y él te dará instrucciones.
—¿Cómo le reconoceré, señor? —preguntó Igor.
—Él te abordará —respondió Abramovich—. Te preguntará si ha llegado el momento de poner punto final a la partida.
—¿Y cuál es la respuesta?
—Le dirás que ha llegado el momento y que no ganará el león sino el oso…