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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID

Llevamos cuatro días navegando; tras dejar atrás Estambul y el Bósforo hemos llegado a Varna, el primer puerto de nuestra ruta, donde hemos pasado la noche amarrados.

El Strela es un barco de vapor fiable que se desliza con rapidez por las olas y cuya tripulación rusa conoce bien su oficio. Sin embargo, no puedo decir que me sienta especialmente cómoda a bordo.

A diferencia de Friedrich, quien se entiende a las mil maravillas con Víctor Abramovich, a mí me cuesta mucho confiar en nuestro anfitrión, a pesar de su notoria jovialidad. Como suizo neutral que es, Hingis lo achaca al resentimiento que existe entre la patria de Abramovich y la mía, pero yo no comparto esa opinión. Desde que estoy a bordo siento una inquietud extraña, un temor que se nutre de la sensación de no estar nunca sola y de estar siempre vigilada. Ni siquiera la presencia del viejo Ammon consigue cambiar eso, por más que el hecho de que me acompañe en este viaje en realidad debería tranquilizarme.

Presenté Al-Hakim y al joven Ufuk como guías a Abramovich y a su capitán; fue evidente que les costaba imaginar de qué podían servirnos un anciano débil y un muchacho imberbe en una expedición arqueológica, pero no hicieron preguntas y yo no les di ninguna explicación. Como consideraron que eran nuestros criados, el maestro Ammon y el joven Ufuk fueron alojados bajo cubierta, junto con la tripulación. Ni que decir tiene que lamento profundamente esa circunstancia y que yo habría ofrecido a Ammon la comodidad de la cabina espaciosa donde me alojo; pero hay que guardar las apariencias de modo que es imposible; además, el anciano no parece nada afligido por no poder participar en las comidas que se sirven por la mañana, al mediodía y por la tarde en la sala de oficiales.

Un privilegio este que, a la vista de los compañeros de mesa que tengo, le envidio…

BARCO MERCANTE STRELA, PUERTO DE VARNA, PRINCIPADO DE BULGARIA, 2 DE ABRIL DE 1885

Era Jueves Santo y se sirvió para cenar bortsch ruso.

Sarah no podía quejarse de la comida. El cocinero ucraniano del Strela sabía sacar de sus diminutos fogones unas comidas deliciosas, que no tenían nada que envidiar a los de tantos otros barcos de vapor para pasajeros.

Después de las comidas, Víctor Abramovich acostumbraba a hacer lo que también hacían los gentlemen ingleses después de comer: soltar peroratas sobre la esencia del mundo envuelto en una nube de humo azulado. No obstante, mientras que a un británico jamás en la vida se le ocurriría hacerlo en presencia de una dama, Abramovich y sus oficiales no demostraban ningún comedimiento, e incluso Hingis fumaba un puro de vez en cuando.

En principio eso no era un problema para Sarah: en Inglaterra se había lamentado con frecuencia de que los hombres tratasen a las mujeres como plantas decorativas y que no las considerasen personas adultas. Abramovich sin embargo no solo era descortés sino que encima era machista.

—Dígame, lady Kincaid —inquirió soltando una bocanada de humo—. ¿Le ha gustado Estambul? ¿No le parece una ciudad asombrosa? Sobre todo para una mujer joven…

Sarah levantó la vista de la taza de café. Como todas las noches, a los lados de la mesa estaban sentados Friedrich Hingis así como el capitán Terzov y sus dos oficiales. Abramovich ocupaba uno de los extremos de la misma, delante de Sarah. Su criado silencioso, que respondía al nombre de Igor y que acostumbraba seguirlo como una sombra, estaba de pie a pocos pasos detrás de él.

—¿Cómo tengo que entender esa pregunta, estimado señor Abramovich? —quiso saber Sarah. Como el ruso se negaba en redondo a utilizar el inglés aunque, sin duda él lo dominaba, a ella no le quedaba más opción que sacar provecho de sus estudios de alemán.

—Bueno, por lo que sé, entre los otomanos es bastante habitual recibir en sus harenes también a mujeres de círculos culturales occidentales —respondió el ruso—, sobre todo cuando la naturaleza las ha dotado tan bien, y además tienen un bagaje cultural tan amplio, como es su caso.

—Le agradezco el cumplido —repuso Sarah con frialdad—. Sin embargo, en lo que se refiere a su concepto sobre los otomanos tengo que corregirle. A pesar de lo que se diga en Europa, la poligamia entre los turcos es más una excepción que la regla. Tal vez en sus viajes usted debería dejar de vez en cuando sus negocios de lado y observar con más atención a la gente a la que vende sus mercancías.

Touché. —Abramovich se echó a reír de buena gana—. Tengo que admitir que hace honor al retrato que Friedrich hizo de usted.

—¿De verdad? —Sarah miró de reojo a Hingis. No sabía que él y su anfitrión se tratasen ya por el nombre de pila—. ¿Y qué le contó él sobre mí?

—Que usted es una persona extraordinaria. Y que nada ni nadie es capaz de apartarla de sus objetivos.

—Eso es cierto —admitió Sarah.

—Y también dijo que usted es una patriota y que es leal a su país.

—¿Acaso no lo es todo el mundo?

—Por supuesto, por supuesto —afirmó el ruso soltando complacido el humo azul por la nariz—. Pero en su caso esto me resulta especialmente remarcable.

—¿En qué sentido?

—Su título nobiliario procede de su padre, ¿no es cierto? —preguntó Abramovich—. Se lo concedió la reina Victoria por servicios especiales prestados al imperio.

—Servicios científicos —especificó Sarah—. Gardiner Kincaid no fue ningún general, por si usted tal vez se lo había imaginado.

—Para nada. Sé que su padre era arqueólogo y que sus méritos fueron solo de naturaleza científica. Los privilegios que le fueron concedidos por ello, sin embargo, son los mismos que los de un héroe de guerra. Y están limitados en el tiempo.

—Como la mayoría de los títulos nobiliarios —admitió Sarah—. Dado que no soy un heredero masculino y que Gardiner Kincaid no dejó ningún hijo barón, el título está extinguido, no sé si me entiende. En cierto modo yo lo uso solo a modo honorífico.

—Claro que lo entiendo. —El ruso asintió—. Así, el círculo de privilegiados es corto, como es debido. Pero naturalmente a usted le gustaría conservar el título para su familia.

—Francamente —repuso Sarah—, me es indiferente tener o no título. He conocido gente de la nobleza con unas cualidades tan pobres como su educación, personas que se creían capaces de sustituir la inteligencia por el dinero. Y he conocido a otros —añadió pensando en Al-Hakim, quien en ese momento se encontraba dos cubiertas por debajo de ellos mordisqueando un trozo de pan tostado— cuya nobleza no se destaca con títulos ni privilegios y que, no obstante, es incuestionable.

—Un hermoso pensamiento —admitió Abramovich—. Con todo, el poder del Estado tiene que mantenerse en posesión de unos pocos, de lo contrario gobernaría la plebe de las calles.

—A eso se lo llama democracia —repuso Sarah.

—A eso se lo llama caos —replicó el ruso—. Ustedes los británicos se llenan la boca con palabras como «igualdad» y «democracia», pero basta con mirar de cerca su país para ver lo mucho que distan las pretensiones de la realidad. Mientras que en la parte oeste de Londres se encuentran las personas elegantes y ricas, en el East End, al este de la ciudad, la gente vive hacinada, como las ratas. ¿Pretende usted negarlo?

—En absoluto.

—¿Y acaso no es cierto que también en su país no se quiere otorgar el poder del Estado al ejército de los desesperados?

—Lo admito —respondió Sarah—. Y no puedo decir que eso me enorgullezca. De todos modos, la pobreza es una cosa mientras que la esclavitud es algo totalmente distinto.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que alguien cuyo país ha abolido hace muy poco la servidumbre no debería darnos lecciones a los británicos en cuestiones de humanidad —contestó Sarah—. Se sabe que el zar Alejandro no es amigo del pueblo llano y que anulará muchas de las reformas que su padre puso en marcha.

—Bueno —Friedrich Hingis, con las gafas nuevamente empañadas, la interrumpió con brusquedad—. Creo que por esta noche ya he tenido suficiente conversación. Sin duda, querida amiga, estás de acuerdo conmigo, ¿verdad?

Sarah dirigió una mirada enojada al suizo. Al momento se dio cuenta de que él tenía razón. No llevaba a nada discutir con Abramovich. Al ser propietario del barco, su opinión a bordo del Strela era la ley. Además, los había ayudado a sortear los complicados procedimientos de entrada en el país necesarios cuando una británica pretendía pisar el imperio del AAR, y por ello Sarah y Hingis estaban obligados a mostrarse agradecidos, aunque el favor lo habían tenido que pagar de forma generosa y en dinero contante y sonante.

—Por supuesto, querido Hingis —dijo entonces ella dibujando la sonrisa más encantadora de que fue capaz—. Como siempre, tienes razón.

—En ese caso, nos retiraremos ahora mismo a nuestros camarotes —propuso el suizo de forma diplomática—. Ha sido un día muy largo.

—En efecto. —Sarah se levantó, y al hacerlo, tanto Hingis como los oficiales se levantaron también. Tan solo Abramovich permaneció en su asiento, con una amplia sonrisa en su rostro barbudo.

—Le deseo buenas noches, lady Kincaid —dijo—. Me complace pensar en todas las comidas que todavía vamos a poder disfrutar juntos.

—También nos complace a nosotros —se apresuró a asegurar Hingis antes de que Sarah replicara—. ¿No es así, querida amiga?

—Por supuesto —corroboró ella.

Sarah se despidió de los presentes con una leve inclinación y abandonó el comedor.

Sentía una necesidad apremiante de respirar aire puro.

Aquella noche Sarah no halló reposo.

La discusión acalorada con Abramovich no se le iba de la cabeza y se sentía estúpida por haber perdido la compostura ante el ruso. No le hacía falta pensar mucho para encontrar los motivos de ello. Su temor por Kamal le consumía los nervios, y tenía la sensación de no poder confiar en nadie.

Todos la habían engañado, tanto amigos como enemigos. Primero su padre, que durante todos aquellos años había permitido que Sarah creyera que era su hija biológica. Luego, Mortimer Laydon, que se había ganado su afecto como padrino, aunque en realidad había obrado por encargo de la Hermandad del Uniojo y había asesinado a Gardiner Kincaid. Después estaba Maurice du Gard, al cual ella había amado por completo y que, a pesar de toda la confianza que había entre ellos, al parecer no le había contado todo lo que sabía sobre ella. Luego la había traicionado la condesa de Czerny, quien había fingido amistad por ella y se había proclamado su hermana del alma hasta que había mostrado su auténtico rostro y dejado claras sus verdaderas intenciones.

Y finalmente estaba Al-Hakim, quien durante todos esos años había sabido que Gardiner Kincaid no era su padre biológico, pero que no le había parecido necesario decírselo a ella.

Sarah no guardaba rencor al anciano Ammon. Había dado su palabra a Gardiner y estaba obligado por su promesa. Con todo, él había contribuido a reforzar todavía más la desconfianza de Sarah. Solo le faltaba un ruso arrogante provocándola con sus opiniones machistas y ofendiendo a su patria. ¿Acaso ella no tenía que reaccionar en consecuencia?

No.

Cuanto más pensaba Sarah en ello, más claramente veía que se había equivocado en su actitud. Con independencia de la decepción que la embargaba y de cuáles fueran sus sentimientos más profundos, no podía permitirse desconfiar de quienes la rodeaban. Necesitaba aliados, necesitaba amigos para tener éxito en la búsqueda de Kamal. Incluso le parecía que se distanciaba de Hingis, que siempre había sido un acompañante leal.

¡Eso no podía ser!

Sarah no podía permitir que el caos que reinaba en su interior le hiciera ver enemigos en todas partes. Si desconfiaba de todo el mundo, pronto estaría sola y aislada por completo, y entonces la hermandad habría triunfado. Tal vez, pensó Sarah, estremecida, eso era en realidad lo que sus adversarios habían pretendido en secreto. Como Sarah sabía, los partidarios del Uniojo estaban consumidos por la desconfianza y la suspicacia. En cuanto uno tomaba ese camino, no había vuelta atrás; Sarah empezaba a comprender lo que Du Gard y el viejo Ammon habían querido decir al afirmar que ella tenía que avanzar por el camino de la luz.

La luz significaba amor…

Afecto.

Confianza.

Quien optaba por ese camino no se buscaba enemigos sino que se rodeaba de aliados…

En un rapto súbito, Sarah salió de la cama, se puso un abrigo encima del camisón y se calzó las botas. A riesgo de que resultara indecoroso que una mujer soltera visitara de noche la habitación de un hombre, sentía la necesidad imperiosa de pedir disculpas a Friedrich Hingis. Solo gracias a la habilidad diplomática del suizo y a su compromiso personal habían logrado con tanta rapidez un pasaje a Crimea. ¿Y ella? ¿Cómo se lo había agradecido? Atacando verbalmente a su anfitrión, ante el cual Hingis la había avalado con su buen nombre. Le dolía su actitud y quería disculparse ante él. Siempre y cuando él aún estuviera dispuesto a escucharla.

Cogió un chal y se cubrió el cabello con él. Luego abrió la puerta del camarote y salió.

Era una noche de abril fría y nebulosa.

Al anochecer la lluvia, que llevaba cayendo desde la mañana, por fin había cesado, pero la humedad fría aún pendía en el aire y parecía colarse por todas las hendiduras. El aliento de Sarah se convirtió en vapor blanco. Sintió frío y se levantó el cuello del abrigo antes de bajar al pasillo central. El camarote de Hingis se encontraba en el otro costado del buque, el que daba al puerto.

Los pasos de Sarah resonaron sordos sobre los tablones de madera y oyó el chapoteo de las olas al romper suavemente contra el casco del barco. Escuchó además otro ruido en aquella noche oscura y nebulosa: unas voces que hablaban en voz muy baja.

De forma automática, procuró no hacer ruido al andar y aguzó el oído. Se trataba de dos hombres. Como hablaban en ruso, Sarah no entendía lo que decían; no obstante, reconoció las voces. Una era la del capitán Terzov y la otra la de Igor, el inquietante criado de Abramovich.

Sarah intuyó que era preferible que ninguno de los dos la viera. Se deslizó en silencio y alcanzó el final del pasillo central. El barco estaba sumido en la oscuridad del costado de babor. Las casas y las torres de Varna apenas se esbozaban en la orilla, y las farolas de gas que había a lo largo del muelle no eran más que unas manchas borrosas y amarillentas que arrojaban una luz mortecina. Por otra parte, las luces de cubierta del Strela estaban apagadas. ¿Había acaso un motivo para ello?

Sarah se dispuso a deslizarse rápidamente hacia la puerta del camarote de Hingis cuando vio dos sombras que bajaban a la cubierta de paseo.

Terzov e Igor.

Seguían hablando entre ellos, y ella continuaba sin entender una sola palabra. Sin embargo, el modo quedo en que hablaban, con la cabeza gacha, no le gustó nada. Los rusos se traían algo entre manos, no cabía duda… ¿O acaso veía enemigos allí donde no los había?

Desde donde estaba, al final del pasillo central, Sarah no podía ser vista. Se apretó contra una columna, mientras aguardaba y observaba a los dos hombres. El criado de Abramovich parecía estar enojado por alguna cosa, y daba la impresión de que el capitán intentaba tranquilizarlo. Sarah no podía ni siquiera sospechar de qué se trataba todo aquello. No obstante, al instante siguiente tuvo una pista.

Desde la orilla se oyó un grito contenido que hizo que ambos se apresuraran hacia la barandilla. También Sarah se asomó un poco desde su escondite para mirar. Un hombre solo, vestido con un abrigo y un sombrero de copa gastado, estaba abajo, en el muelle, con una lámpara en la mano. El capitán Terzov gritó algo que sonó como una pregunta, a lo que el del sombrero de copa respondió como si le hubieran disparado.

Un santo y seña, supuso Sarah. Una consigna para identificarse.

Sus sospechas se confirmaron cuando Terzov hizo una señal al hombre y este, a su vez, hizo oscilar la lámpara. Al instante se oyó un traqueteo sigiloso, y de la cortina de niebla que se alzaba al otro lado del muro del muelle surgieron las siluetas de dos carros pesados cargados con unas grandes cajas de madera. Igor asintió y dejó oír un gruñido de satisfacción, de lo cual Sarah dedujo que la disputa entre los rusos había hecho referencia a esos carros. Era evidente que la entrega se había retrasado y que los hombres de Abramovich se habían puesto nerviosos.

Pero ¿qué había en las cajas?

Las luces de los carros estaban tan apagadas como las del Strela, y los caballos llevaban cubiertos los cascos con unas protecciones para amortiguar su ruido en el adoquinado. Los hombres que ocupaban los pescantes llevaban las gorras y los sombreros muy calados, y tenían la mirada clavada al frente como si no quisieran ser reconocidos.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué el Strela recibía mercancía a bordo en plena noche? ¿A qué tanto misterio?

La respuesta era evidente, y a Sarah le gustó tan poco como el propio Abramovich: aquel comerciante, en apariencia tan honesto y, por el cual Friedrich Hingis sentía tanto aprecio era, en realidad, un contrabandista.

Sarah no pudo reprimir una sonrisa irónica.

Así que ese era el secreto de los éxitos comerciales de los cuales tanto se jactaba el ruso. Traficaba con mercancías que sacaba del país ante las mismas narices de las autoridades y las vendía a buen precio al mejor postor; seguramente se trataba de armas, alcohol y otros artículos con los que se podía ganar mucho dinero en el mercado mundial.

De no ser porque el aprecio que Sarah sentía por Abramovich ya estaba en el nivel más bajo posible, en ese momento se lo habría ganado a pulso. La última pizca de simpatía que ella había sentido por su anfitrión se desvaneció como un suave soplo de brisa.

Aunque tenía muchas ganas de pedir explicaciones al ruso, evidentemente optó por no hacerlo. Abramovich y su gente lo negarían todo, y era posible que ni siquiera Hingis la creyera: supondría que ella solo quería vengarse por la derrota dialéctica durante la cena. De hecho, aunque Hingis la creyera, no lograría nada; si Abramovich era tan granuja como Sarah sospechaba —y en ese instante todo parecía indicarlo—, él no dudaría en arrojar por la borda a cuantos lo supieran. Como Sarah y Hingis habían rehuido el control de salida de las autoridades otomanas, no existía ninguna prueba oficial de que ellos habían abandonado Constantinopla, de forma que a nadie se le ocurriría sospechar del ruso.

Abramovich parecía saber muy bien lo que se traía entre manos, así que a Sarah no le quedaba más remedio que guardar para sí lo que había visto esa noche. Se deslizó en silencio por el pasillo central y regresó a su camarote. A fin de cuentas, ya había abandonado su intención primera de disculparse ante Friedrich Hingis.

Tal como se había demostrado, su desconfianza hacia Víctor Abramovich estaba justificada.