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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID

El maestro Ammon tiene razón.

Ya no soy la muchacha que olía a flor de lavanda, ni tampoco la que lo visitó hace casi dos años en el Yébel Mokattam; las cosas que he visto y vivido desde entonces me han convertido en una persona distinta, menos inocente y que no confía tanto en la bondad. Me han arrebatado mis posesiones, mis convicciones y las personas que amaba. Y eso aún no ha terminado, porque la lucha continúa y cuando más sé de mi pasado y del de Gardiner Kincaid mayores son mi desesperación y mi incertidumbre.

Con más frecuencia me pregunto quién soy. Me desconcierta ver que no puedo responder a esa pregunta de forma concluyente. De no ser por Al-Hakim, cuya sabiduría para mí es un apoyo en estas tribulaciones, seguramente ya no me quedarían ánimos. Sin embargo, aunque el sabio es un fiel amigo mío y, en muchos aspectos, ha sustituido a mi padre, al cual ya no puedo pedir consejo, hasta el momento no me he atrevido a plantearle la cuestión que más me preocupa y que es la causa de toda esta incertidumbre.

Es posible que ello se deba a que íntimamente me avergüenzo de mi egoísmo y me repito una y otra vez que mi máxima preocupación es el bienestar de Kamal; pero quizá también sea simplemente porque temo tanto la respuesta como un niño pequeño la llegada de la noche…

Se sentía joven.

Libre y despreocupada.

Todavía era una muchacha…

Se deslizó descalza por los pasillos conocidos de Kincaid Manor, en una época en que todo iba bien; cuando en aquel mundo protegido aún no había penetrado ningún poder desconocido, ni se había desatado todavía el incendio provocado por una mano misteriosa que acabaría con todo. La antigua mansión ofrecía protección y refugio, y Sarah era incapaz de imaginar ningún otro lugar en el mundo en el que pudiera sentirse más a salvo.

Notó un poco de frío vestida en camisón mientras recorría los largos pasillos repletos de cuadros y de armaduras, iluminados por la luz débil de las lámparas de gas que Trevor, el fiel maior domus, había encendido como todas las noches. Sarah, sin embargo, no tenía miedo, porque a menudo se imaginaba que era una princesa, que todas esas armaduras huecas eran sus paladines, y que con una sola palabra suya los caballeros alzarían sus espadas oxidadas y la protegerían con sus vidas de hierro.

Cruzó el vestíbulo de la entrada y se encaminó hacia la biblioteca, donde suponía que encontraría a su padre. Cuando Gardiner Kincaid se enfrascaba en la lectura de textos antiguos e iba tras la pista de los secretos del pasado, a veces ella no lo veía en dos o tres días. No obstante, al cabo de ese tiempo, él emergía del mar de libros y de documentos antiguos en el que había estado totalmente sumergido y anunciaba con alegría adónde se iba a dirigir la próxima expedición. A Sarah le encantaba acompañarlo en esos viajes y, aunque a pesar de que tenía doce años, ya empezaba a compartir con su padre la pasión por el pasado. Mientras otras muchachas a su edad disfrutaban probándose los vestidos de su madre y de sus hermanas mayores, y aprendiéndose todas las normas estrictas que tenían que observar las jóvenes damas de buena familia si querían hacerse con un buen partido, Sarah prefería leer libros de historia. Para ella las clases de latín que Gardiner le daba personalmente no eran una tortura innecesaria, sino que eran como una puerta abierta a un mundo distinto y remoto.

Recorrió descalza el pasillo que llevaba a la biblioteca. Estaba cerrada, pero la claridad que se veía por encima de la puerta indicaba que la luz estaba encendida. Cuando su padre seguía la pista de un nuevo secreto acostumbraba a trabajar hasta bien entrada la noche; de hecho, Sarah tenía prohibido molestarle, pero estaba segura de que esa vez él haría una excepción.

Una pesadilla la había desvelado.

De nuevo había visto ante ella esas sombras oscuras cuyo origen Sarah no podía explicarse porque estaba oculto en algún lugar de su «época oscura»…

Sarah apretó el picaporte, entreabrió la puerta y echó un vistazo al interior.

La luz cálida de una linterna de gas iluminaba las estanterías, que estaban atestadas de libros: la mayoría de ellos eran obras científicas, pero había asimismo numerosos originales. También se hallaban ahí manuscritos que Gardiner había comprado. En el centro de la biblioteca había una gran mesa de lectura con una cómoda butaca delante cuyo respaldo estaba vuelto hacia Sarah, por lo que ella no podía ver si alguien estaba sentado ahí.

—¿Padre? —preguntó suavemente.

No obtuvo ninguna respuesta, así que se avanzó sigilosamente. No habría sido la primera vez que Gardiner Kincaid se había quedado dormido estudiando textos antiguos durante mucho tiempo.

Sarah rodeó la butaca y se sorprendió al descubrir que su padre no estaba sentado allí. Bajo la luz de la lámpara de mesa había un libro abierto y unas cuantas hojas de papel, al lado estaban las gafas de Gardiner y su pipa, que descansaba bocabajo en un cenicero. Era evidente que había abandonado la tarea momentáneamente, tal vez para tomar un poco el aire o porque la naturaleza lo había urgido a ello. Seguramente regresaría en cualquier momento.

La curiosidad hizo que Sarah se acercara al escritorio. Cualquier tipo de obra escrita parecía ejercer en ella una atracción mágica; era incapaz de imaginar algo más emocionante que buscar enigmas en el legado procedente de tiempos remotos. En especial, le gustaban los infolios antiguos, con sus gruesas tapas de cuero y sus páginas de pergamino.

El libro que leía su padre no se veía muy vetusto. Sin embargo, llamó la atención de Sarah porque sus páginas estaban impresas en una caligrafía antigua y poco habitual que no había visto nunca antes. Aunque podía descifrar algunas letras, no entendía las palabras, seguramente porque estaban en otro idioma.

Sarah cogió el libro, metió el dedo índice entre las hojas abiertas y lo hojeó hasta el principio para leer el título. Si bien estaba escrito en la caligrafía habitual, Sarah no lo entendió porque no conocía el idioma:

DIE HELLENE IN SKYTHENLAND

von

Karl Johann Heinrich

Berlin, 1855[16]

Sarah sabía que Berlín era la capital del recientemente fundado Imperio alemán. Había oído a su padre hablar de ello. Supuso que el libro estaba escrito con la caligrafía y en el idioma alemanes, los cuales, al parecer, su padre dominaba. Sarah decidió que le pediría que le enseñara un poco. Luego volvió a abrir el libro por la página adecuada y lo colocó de nuevo sobre la mesa.

Al hacerlo reparó en las anotaciones que su padre había tomado y una de las hojas cayó al suelo. Con el corazón acelerado Sarah se inclinó para recogerlo. Gardiner Kincaid era un hombre bueno y un padre cariñoso, pero cuando se trataba de su trabajo no estaba para bromas. Sarah todavía se acordaba del día en que por descuido ella había vertido el té en un dibujo que Gardiner había hecho de un sarcófago asirio…

De pronto se detuvo.

Había querido volver a colocar con disimulo la hoja caída sobre la mesa cuando su mirada se posó en unos signos que su padre había anotado.

Como desde principio de año Sarah tomaba lecciones de griego clásico, reconoció enseguida que se trataba de letras griegas. No obstante, no tenían ningún significado, parecían ser la abreviatura de otra cosa…

Α Β Γ Δ Ε

Mientras Sarah pensaba qué podía significar aquello tuvo de pronto la sensación de estar haciendo algo prohibido. Con el corazón encogido colocó la hoja de nuevo en su sitio, e iba a volverse cuando alguien le tocó el hombro.

—¿Sarah…?

Dio un respingo, pero no se encontró con el rostro severo de Gardiner Kincaid, sino con el rostro de Ammon AlHakim iluminado por la luna.

A Sarah se le aceleró la respiración, y el corazón empezó a latirle con fuerza, consciente otra vez de dónde se encontraba. Ya no era una niña, hacía mucho tiempo que no estaba ya en Kincaid Manor, en el lejano Yorkshire, sino que se encontraba en su dormitorio en el konak del sabio.

A diferencia de Friedrich Hingis, que había preferido permanecer en el hotel de Pera, Sarah había aceptado la invitación de Ammon y se había mudado a su casa, pues la cercanía del anciano le resultaba a la vez inspiradora y tranquilizadora. Sin embargo, no había contado con una visita nocturna.

—Perdóname si te he asustado, mi niña —susurró Ammon, que estaba sentado a un lado de su lecho y vestido con su chilaba de rayas. Por la luz de la luna, que caía en un ángulo inclinado por el enrejado de la ventana, tenía que ser bien entrada la noche. No había más luz; el anciano estaba acostumbrado a desplazarse en la oscuridad más completa—. No era esa mi intención.

—No pasa nada —lo tranquilizó Sarah al tiempo que se incorporaba. Si Al-Hakim acudía a ella a altas horas de la noche, tenía que haber un motivo especial para ello.

—Has soñado. —No era una pregunta, sino una afirmación, y Sarah no se atrevió a contradecirlo.

—Sí, maestro.

—¿Quieres contármelo?

Sarah asintió. Sentía la necesidad de contar al anciano Ammon aquel sueño extraño, pues, en realidad, había sido algo más que un simple sueño.

—¿Os acordáis del libro del que os hablé? —preguntó ella—. ¿Aquel que había escrito un historiador alemán y que desde el principio me parecía conocido?

—Por supuesto.

—Ahora ya sé por qué —le explicó Sarah—. Estabais en lo cierto, maestro. De hecho yo ya había visto ese libro antes, hace muchos años, en la biblioteca de Kincaid Manor, y sé que ejerció una extraña fascinación en mí. Me sentí muy decepcionada al no ser capaz de leerlo, así que le pedí a Gardiner que me enseñara alemán. —Sonrió débilmente—. Lo había olvidado por completo, pero este sueño me lo ha recordado.

—Porque era ya el momento adecuado para ello —dijo el viejo—. A veces las respuestas surgen por sí mismas cuando se espera lo suficiente.

—¿Eso os parece? —Sarah se encogió de hombros—. Sin embargo, en mi sueño hay algo que es distinto a lo que recuerdo: junto al libro había una hoja de papel con el sello de Alejandro.

—Otra señal del destino —declaró Ammon, convencido.

—O simplemente un reflejo de mis propios deseos —repuso Sarah.

—Dudas —constató Al-Hakim—. Te opones a la idea de que tu camino está marcado, porque crees que con eso perderías toda posibilidad de ayudar a Kamal. Pero no es así.

—¿No? —preguntó Sarah—. Kamal siempre ha creído en el destino. «Inshalá» decía a menudo, «si Dios quiere». ¿Y de qué le sirvió eso? Lo secuestraron y sufrió la fiebre oscura.

—De todos modos, todavía hay esperanza —insistió el sabio—. Todos somos herramientas de la luz, Sarah. Confía en la luz; ella te llevará a tu destino.

Sarah se sorprendió.

—¿Qué acabáis de decir, maestro?

—Digo que tienes que confiar en la luz y que esta te guiará a tu destino.

—Maurice du Gard también dijo eso —recordó Sarah, atónita—. Poco después fue asesinado a bordo del Egypt Star.

—¿Y aun así dudas? Conozco los conflictos que has tenido, mi niña. Como hija de científico te sientes comprometida con la razón, pero has podido ver que con la razón no termina la sabiduría. Ha llegado el momento de creer, Sarah Kincaid.

—Es posible. —Ella asintió con la sensación de que sobre su corazón se cernía una sombra oscura—. Ojalá fuera tan simple.

—Es simple —objetó con convicción el anciano—. ¿Qué impide que me sigas por el camino de la sabiduría? ¿El suizo?

—No. —Sarah negó con la cabeza. Al-Hakim acostumbraba a llamar swisri a Hingis, no como señal de desprecio sino porque el sabio de Ginebra era el único suizo que Ammon había conocido en toda su dilatada vida—. Hay otra cosa. Algo que procede de mi corazón. De mi pasado…

—¿Quieres hablar de ello?

Sarah miró al anciano Ammon. Su rostro surcado de arrugas desprendía tanta humanidad y bondad que sintió la urgencia de abrirle su corazón. Pero ¿podía hacerlo? ¿O tal vez con ello se arriesgaba a perderlo todo, incluso lo último que le quedaba? Quizá él la expulsara de su casa cuando supiera de sus lúgubres temores…

Decidió hacerlo de todos modos.

—Sabéis que no recuerdo mi infancia —dijo Sarah en voz baja—. A los ocho años tomé el agua de la vida y por eso no sé nada de lo ocurrido antes de ese momento. Todo cuanto tengo son los recuerdos que Gardiner Kincaid me fue proporcionando: de mi infancia en Inglaterra; de mi madre, a quien nunca conocí…

—¿Y…? —preguntó el viejo Ammon.

—Maestro —preguntó Sarah, haciendo acopio de valor para decir las palabras siguientes—, ¿habéis pensado alguna vez que también en este aspecto Gardiner podría haber dicho algo incierto o callado cosas importantes?

—¿Qué es lo que te hace creer eso, niña? —preguntó con preocupación el anciano.

—No digo que lo hiciera con mala intención —apuntó Sarah—. Tal vez fuera solo para protegerme, igual que en los demás casos en que él deformó la verdad a favor de sus intenciones. Quizá —añadió en una voz tan baja que sus palabras apenas resultaban audibles— tampoco dijo la verdad al afirmar que era mi padre.

Ya lo había dicho.

Sarah se mordió la lengua como para castigarse por eso. Con todo, también sintió alivio de haber expresado con franqueza esa sospecha atroz.

El sabio no la reprendió, ni se rio de sus temores, ni los rechazó como si estuvieran fuera de lugar.

—¿Quién —se limitó a preguntar— ha sembrado esa duda en tu corazón? Aunque la luz ha abandonado mis ojos, veo con claridad que ese pensamiento no es tuyo. Durante todos estos años fuiste leal a Gardiner, lo amaste como padre…

—Y sigo haciéndolo —le aseguró ella.

—Pero ya no lo llamas padre —repuso él—. Me he dado cuenta de que te refieres a él por su nombre, como si fuera un extraño. Así que te pregunto, Sarah: ¿quién expresó una sospecha tan terrible?

—Laydon —contestó Sarah sin más.

—El asesino de Gardiner. —Al-Hakim asintió como si no hubiera esperado otra cosa.

—Cuando fui a visitar a Kamal en la prisión de Newgate me encontré allí también a Laydon —explicó Sarah—. Creí que tal vez podría proporcionarme información sobre la Hermandad del Uniojo, así que hablé con él.

—¿Y él dijo que Gardiner Kincaid no era tu padre?

—No solo eso. También afirmó que yo, en realidad… —Se interrumpió. Pensar en el final de la frase era bastante duro, pero decirlo en voz alta resultaba casi imposible—. Afirmó que yo, en realidad, era su hija —dijo al fin, cediendo a todas sus resistencias y con lágrimas en los ojos.

—¿Y tú lo creíste?

—Por supuesto que no. Al principio, no. Pensé que no eran más que delirios de una persona enferma y me fui de la prisión.

—Pero entonces el veneno de esa pérfida serpiente empezó a surtir efecto…

Sarah asintió.

—Al principio me dije que Laydon no quería más que destruirme, igual que había destruido a mi padre, e intenté olvidar sus palabras. Sin embargo, no lo conseguí puesto que tuvo razón en mucho de cuanto me reveló. Es verdad que Gardiner calló muchas cosas. Incluso en la actualidad me encuentro con secretos que él podría haberme explicado si hubiera querido, por ejemplo, sus vivencias en la guerra. ¿Por qué no iba a mentirme también respecto a mi infancia?

—¿Es tu mente la que plantea esta pregunta —quiso saber Ammon— o tu orgullo herido?

—No lo sé. —Sarah sacudió la cabeza, malhumorada—. Puede que ambos. Pero no es solo eso. Fue al cabo de cierto tiempo cuando me di cuenta de que Laydon simplemente había expresado en voz alta algo que yo llevaba sintiendo hacía mucho tiempo en mi interior. Algo que había ido creciendo con los años, como si yo hubiera sospechado la verdad durante todo el tiempo y no hubiera querido verla.

—¿Qué verdad?

—Que Gardiner Kincaid no era mi padre.

—¿Y Laydon lo es?

—No lo sé. La idea de ser hija de ese monstruo me parece insufrible —musitó Sarah secándose las lágrimas de los ojos—. Pero una y otra vez descubro en mí cosas en las que me parece reconocer a Laydon, y eso me irrita profundamente.

—¿Por ejemplo?

—Cuando él vino a visitarme a Kincaid Manor, yo era la que creía en el destino y él era, el racionalista frío. Pero desde entonces han ocurrido muchas cosas, y cuando ahora vos me animáis a creer en la providencia veo que he adoptado exactamente la posición que en su momento defendió Laydon. Puede que sea por eso, porque no puedo hacer otra cosa, porque llevo en mí su herencia. Porque yo en realidad soy su hija…

No pudo reprimir el llanto por más tiempo. Con la cara escondida entre las manos, se desplomó hacia delante y dejó salir el dolor que había contenido durante tanto tiempo. El anciano tendió la mano y palpó el aire buscándole la cabeza, luego se la acarició con dulzura detrás, como si fuera una niña pequeña.

—No, Sarah —dijo finalmente.

Ella lo miró a través de sus ojos enrojecidos por las lágrimas.

—¿No? —preguntó Sarah entre sollozos—. ¿Qué queréis decir?

—Ese asesino no es tu padre —afirmó Al-Hakim—. Solo dijo eso para confundir tu mente, y es evidente que lo logró.

—Pero… ¿cómo sabéis…?

—Lo sé —contestó el anciano con un tono de voz que no admitía réplicas—. No puedo explicarte más porque prometí a Gardiner no decir nunca nada.

—¿De qué? —quiso saber Sarah, que se secaba rápidamente las lágrimas.

—De tu origen. De lo que tú eres.

—Y ¿qué soy?

—¿Para qué quieres saberlo? Sigues el camino que el destino te ha marcado. Eso basta.

—Tal vez a vos os baste, maestro, pero a mí no —objetó Sarah—. He perdido prácticamente todo lo que en algún momento fue importante para mí. Lo único que me queda es mi identidad, y ahora también esta se me escurre entre los dedos. Así pues, si sabéis algo, os ruego que me lo digáis. ¿Gardiner Kincaid era o no mi padre?

—Eso no importa —replicó el anciano.

—A mí sí —insistió Sarah—. Por favor, maestro, tengo que saberlo.

Ammon Al-Hakim inspiró profundamente. Luego cerró los ojos, como queriendo examinar en su interior para encontrar la verdad.

Ana muwafiq[17] —murmuró entonces—. Tal vez sea el momento para ello.

—¿El momento de qué, maestro?

—De decirte lo que tu corazón sabe desde hace tiempo: que Gardiner Kincaid no era tu padre biológico.

Sarah había dado vueltas a esa cuestión innumerables noches, e innumerables veces había sopesado planteársela a Ammon. Cuando al fin oyó la respuesta de sus finos labios, sonó tan lapidaria e incidental que casi pareció ofensiva.

—¿Él… él no lo era? —balbuceó Sarah.

—No —corroboró el anciano—. Pero Mortimer Laydon tampoco.

—Entonces… ¿de dónde vengo?

—Eso no lo sé, mi niña, y Gardiner tampoco lo sabía. De todos modos él te adoptó, y te ofreció refugio y hogar. Deberías estarle agradecida por ello y no guardarle rencor, porque siempre quiso lo mejor para ti.

Sarah asintió. Era cierto; por fin sabía con certeza lo que había sospechado hasta esa fecha: el hombre que ella adoraba y amaba como padre en realidad era un extraño que la había criado como a su propia hija. Desconocía el motivo que lo había movido a ello, pero sospechaba que había sido exactamente lo que su padre había querido decirle con su último aliento en las catacumbas de Alejandría.

Aquella revelación la afectó algo menos de lo que había temido. De hecho fue al contrario: sintió alivio de saber la verdad, y notó que se desvanecía buena parte de la rabia por la impotencia y el desamparo que había sentido y que incluso había dirigido contra sus propios amigos. A la vez, afloró una miríada de nuevas preguntas. Si ni Gardiner Kincaid, ni Mortimer Laydon habían sido su padre, ¿quién lo había sido? ¿Cuáles eran sus auténticas raíces? ¿Quién había sido ella en otros tiempos para que la rodeara semejante misterio?

—Como es natural —siguió diciendo Al-Hakim, quien pareció leerle el pensamiento—, te gustaría saber cuál es tu auténtico origen. Pero tu rastro, mi niña, se pierde en la época oscura, en la que ni siquiera yo puedo indagar. Sin embargo, presiento que pronto el velo del olvido se alzará, y que juntos averiguaremos lo que ocurrió entonces.

—¿Juntos? —preguntó Sarah—. ¿Qué queréis decir con ello?

—Por tal motivo he venido a verte en esta hora tan tardía —le contó el sabio con una sonrisa juvenil que borró por un instante las arrugas de su rostro—. Quería decirte que voy a acompañarte en tu viaje. Siempre y cuando, se entiende, tú me lo permitas.

—¿Cómo decís? —Sarah creyó no haber oído bien.

—He decidido abandonar de nuevo mi hogar y vagar de un lugar a otro, como ya hice en mi juventud —afirmó el anciano—. Entonces empezó el viaje de mi vida, y sé que pronto terminará. Pero noto que todavía soy útil, que aún tengo una misión que cumplir…

—Pero… maestro —objetó Sarah, asustada—. No debéis hablar así.

—¿Por qué no? —Al-Hakim volvió a sonreír con picardía—. ¿Acaso sabes detener el paso del tiempo, mi niña? Yo no. Y muchos otros, más sabios y expertos que yo tampoco lo lograron. Solo nos queda aprovechar nuestro tiempo en la tierra del modo más razonable posible, y eso precisamente es lo que quiero. Por eso, mi niña, te ruego que me permitas participar en tu exploración.

—Eso… eso es… —balbuceó Sarah.

—¿Es pedir demasiado? —preguntó él—. El joven Ufuk me acompañará como criado, y prometo no ser una carga para ti.

—… es más de lo que podía pedir —acabó de decir Sarah—. Con vuestros consejos y vuestra sabiduría a nuestro lado, todavía tengo más esperanzas de que lograremos encontrar el monte Meru y también a mi querido Kamal. Aun así no sé si puedo asumir tal responsabilidad. El viaje será largo y duro, y posiblemente tropezaremos con peligros en el camino que…

—No te preocupes por mí, mi niña. Antes de que tú nacieras, yo ya había visto la muerte de frente. Te acompaño en este viaje por propia voluntad y deseo expreso. ¿Me lo permites?

—Por supuesto que os lo permito, maestro —respondió Sarah. Tomó las manos del anciano y se las besó. La embargó una sensación de profunda confianza, algo que hacía tiempo que no sentía y que atravesó sus inseguridades y sus miedos como un rayo de sol en un día nublado—. ¿Cómo podré agradecéroslo?

—No, Sarah Kincaid —repuso Ammon con humildad—. Yo soy quien tiene que estarte agradecido.

LUGAR DESCONOCIDO, A LA MISMA HORA

La mano que sujetaba el telegrama y en la que brillaba un anillo de sello dorado con el emblema de un obelisco temblaba ligeramente. Una y otra vez su propietario releía las líneas intentando aprehender por completo el significado de esas palabras.

Tras decenios de espera preparando planes con meticulosidad y juntando todas y cada una de las pequeñas teselas que componían aquel gran mosaico por fin podía hablarse de éxito. No era una victoria parcial, ni un leve triunfo, ni un fuego de paja que se consumía en un instante y se apagaba de nuevo. ¡Era la consumación definitiva!

De ese modo lograría lo que muchos antes de él habían intentado sin éxito y por lo que incluso conquistadores de la talla de Alejandro Magno o de Napoleón se habían esforzado en vano: el dominio absoluto, el máximo poder sobre la tierra…

Por fin había llegado el momento, y ya no había nada que pudiera detenerlo. Todos los esfuerzos, todos los sacrificios que él había tenido que hacer le serían recompensados conduciéndolo hasta el objetivo de sus anhelos y sus sueños, y se cumpliría el destino cuyo origen se remontaba a miles de años atrás.

Bon! —dijo en voz alta doblando el telegrama y metiéndoselo en el bolsillo interior de su chaqueta—. Ha llegado la hora de partir. N’est-ce pas…?