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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID

Aunque no me gusta admitirlo, la charla con Al-Hakim ha tenido sus consecuencias. Si antes mis dudas eran vagas e imprecisas, ahora soy consciente de ellas y me siento más perdida que nunca. No sé quién soy ni adónde me dirijo. Me siento como una hoja mecida por el viento y no logro librarme del temor que el tumulto del que el sabio ha hablado me atrape y me lleve lejos sin encontrar antes a mi querido Kamal.

A pesar de que agradezco las pistas que he obtenido, y estoy contenta porque apuntan en la misma dirección, me asusta el rumbo inevitable que parecen llevar. Kamal nunca ha dudado que nuestra vida está determinada por un destino superior, y he tenido experiencias así que me lo han confirmado. La cuestión es si estoy dispuesta a aceptar este hecho con todas sus consecuencias. ¿Acaso admitir que la historia ya está escrita no significa, en última instancia, que todos nosotros no somos más que meras comparsas, marionetas de una obra teatral cósmica? El científico que hay en mí se niega a aceptar esta idea, aunque, por otra parte, debo admitir que no tengo ninguna posibilidad de liberar a Kamal por iniciativa propia, y que me encuentro expuesta e indefensa ante el fatum. Pero todavía no estoy dispuesta a aceptar este fatalismo.

He puesto en antecedentes a Friedrich Hingis sobre los acontecimientos recientes; comparte mi opinión acerca de que la búsqueda de indicios en Crimea tiene mayores posibilidades de éxito. En cambio, él, como paladín de la ratio, no quiere ni oír hablar de la posibilidad de que el destino marque todos nuestros caminos. Yo casi envidio su convencimiento.

Mientras yo, ayudada por Ammon, intento averiguar más cosas sobre ese misterioso templo de los escitas al que fue a parar Gardiner Kincaid aquella noche de otoño del año 1854, Friedrich se encarga de organizar nuestra expedición y de reservar un pasaje en barco para Sebastopol. Una tarea que, considerando la situación política, resulta cualquier cosa menos sencilla…

PERA, ESTAMBUL, 24 DE MARZO DE 1885

—¿Mister Abramovich?

Al entrar en el amplio salón de la cuarta planta del hotel Ambassador, Friedrich Hingis notó de pronto un intenso olor a cera para suelos mezclado con un sutil aroma a menta.

Las paredes y los techos estaban recubiertos de madera y adornados con intarsias y arabescos de estilo oriental; el mobiliario era europeo, posiblemente de París. Delante de la chimenea enrejada, en la que crepitaba una pequeña lumbre y que, además de una lámpara de gas, era la única iluminación existente, había una amplia mesa de escritorio adornada con herrajes de latón detrás de la cual se encontraba una butaca orejera tapizada de terciopelo. Sentado en la butaca había un hombre, cuya complexión delgada y cuyas facciones casi de halcón le daban un aspecto que infundía mucho respeto; aunque su pelo era negro, en las sienes lo tenía gris y llevaba una barba primorosamente recortada. Sus ojos estrechos, de tipo caucásico, observaron al visitante con una franqueza que contrastaba mucho con el resto de su apariencia.

—Herr Abramovich —le corrigió él en alemán con un fuerte acento eslavo—. Me han dicho que usted es suizo.

—En efecto.

—En tal caso, será mejor que utilicemos una lengua civilizada y no la de un imperio cuyas aspiraciones arrogantes amenazan la hegemonía de la paz en el mundo.

—Como usted desee —dijo Hingis inclinándose—. Doctor Friedrich Hingis, de la Universidad de Ginebra.

—Víctor Abramovich —se presentó el ruso levantándose y apartándose del escritorio. Vestía una chaqueta negra sencilla, y su figura delgada se reflejó en el suelo de madera recién encerado—. Me alegro mucho de que nos conozcamos.

—El placer es mío —le aseguró Hingis, solícito, mientras se estrechaban las manos—. Lo cierto es nunca me había atrevido a esperar que un hombre tan ocupado como usted se tomara un tiempo para recibirme.

—¡Estimado doctor Hingis, faltaría más! —exclamó Abramovich mientras su risa jovial le recorría el rostro enjuto—. Nosotros los europeos, por lo menos la parte civilizada de nosotros, tenemos que hacer piña en esta zona del mundo. Cuando oí hablar de sus dificultades, decidí ayudarle de forma espontánea. Aunque no de un modo totalmente desinteresado.

—¿Cómo debo interpretar eso?

—Mi buen doctor, espero que no me tenga por una persona con afán de notoriedad. Sin embargo, cuando existe la oportunidad de tratar con alguien tan reconocido y sabio como usted hay que aprovecharla.

—Me adula —confesó Hingis toqueteándose las gafas con timidez, lo cual no impidió que se sonrojara.

—¡En absoluto! He leído su tratado sobre… ¿quiénes eran? ¿Los sumerios?

—Los hititas —corrigió Hingis, haciendo un gesto desdeñoso con la mano, como si la diferencia fuera algo realmente secundario—. Dediqué mi tesis doctoral al reinado del rey Hattusili.

—En efecto. —Abramovich asintió, como si lo recordara—. Verá usted, yo también me intereso por la historia, aunque de forma superficial. Por desgracia, mis negocios no me permiten dedicarle el tiempo que me gustaría.

—Entiendo.

—Pero tome usted asiento, doctor —le indicó Abramovich señalando unas butacas de cuero agrupadas en torno a una mesa baja de madera otomana sobre la cual había un cenicero de piedra volcánica artísticamente tallado—. Los negocios se hacen mejor sentados que de pie. Por cierto, ¿qué le parece mi hotel?

—¿Su hotel? —preguntó Hingis, impresionado.

—Bueno, de hecho, la mitad de este hotel me pertenece —puntualizó el ruso—. Hoy en día es el mejor hotel del lugar, y es algo que me enorgullece. Pero eso no será así por mucho tiempo.

—¿Y por qué no? —preguntó el suizo dejándose caer en una de las pesadas butacas de cuero.

Abramovich se sentó delante de él.

—Porque, querido doctor, se está trabajando con mucho ahínco para que el Orient-Express llegue hasta Caringrad[14]. Y cuando eso sea una realidad, esta ciudad, y en concreto, esta zona, va a experimentar un auténtico apogeo. Ya ahora está prevista la construcción de varios hoteles. Incluso se quiere hacer una nueva estación de tren, ¿lo sabía usted?

—No —tuvo que admitir Hingis—, no lo sabía.

—¿Ha viajado alguna vez en el Orient-Express?

—He tenido ese placer —afirmó el suizo.

—Es una experiencia extraordinaria, ¿a que sí? —comentó el ruso con entusiasmo—. En pocos años será posible ir de París al Bósforo en apenas tres días y, además, con una seguridad y una comodidad como nunca antes. Pero bueno, usted no ha venido aquí para filosofar conmigo sobre las bendiciones del progreso, ¿verdad?

—No —admitió el suizo con franqueza.

—Uno de mis representantes en la comandancia del puerto me ha informado de que usted precisa con urgencia un pasaje en barco hasta Sebastopol. ¿Es así?

—En efecto, herr Abramovich —corroboró Hingis con solicitud—. El problema es que las autoridades otomanas no me dejan marchar y la embajada rusa no me concede ningún permiso de entrada al país…

—… si no tiene un permiso de salida. —Abramovich terminó la frase e hizo un gesto de exasperación con los ojos—. Burócratas, ¿qué le voy a contar? Un hombre de negocios próspero como yo tiene que luchar constantemente con esos cretins. A veces se diría que todos juntos parecen haberse conjurado contra el buen juicio de las personas.

—Es cierto. —Hingis no pudo contener una risa. Las maneras campechanas del ruso le gustaban. Sin tener en cuenta además que Abramovich parecía admirar su labor.

—¿Me permite que le pregunte qué asunto le lleva a Crimea? —preguntó el ruso—. Por favor, no me malinterprete, pero, naturalmente, si tengo que ayudarle sus motivos son de cierto interés para mí.

—Lo comprendo perfectamente —le aseguró Hingis—. Es un proyecto de investigación, una excavación arqueológica planificada que requiere estudios sobre el terreno.

—¿Una excavación arqueológica? ¿De verdad? —Abramovich se mostró claramente sorprendido—. Tengo que admitir que no sabía que en esa zona hubiera tesoros antiguos que descubrir.

—Eso sería una exageración —rehusó el suizo—. De hecho, en su momento el territorio situado al norte del mar Negro fue la tierra de los escitas, los cuales, como no dejaron documentos escritos, son incluso en la actualidad uno de los pueblos más misteriosos de la Antigüedad. Sin embargo, es posible que en Crimea se encuentren algunos rastros de ellos, y eso es lo que pretendo investigar.

—Entiendo —convino Abramovich—. Así pues, lo que a usted le mueve es el interés científico.

—Única y exclusivamente —declaró Hingis. El ruso pareció no percatarse de que al decirlo las gafas del suizo se empañaban un poco.

—Muy bien —dijo Abramovich con voz solemne—. Como le tengo a usted, doctor, por un hombre de honor y además valoro mucho su labor científica, no veo ningún motivo para dudar de lo que dice. Por eso me gustaría hacerle una propuesta. —Rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó de ella un estuche metálico y lo abrió—. ¿Un puro?

—Encantado —dijo Hingis mientras lo cogía y lo olía—. ¿Es turco?

—Afgano —lo corrigió el ruso—. Por desgracia, nuestros amigos otomanos no valoran las bondades del tabaco aspirado. Prefieren el narguile, no sé si sabe a qué me refiero. Incluso ha habido sultanes que han prohibido fumar. ¿Puede imaginárselo?

—A duras penas.

Hingis aspiró el puro mientras Abramovich le daba fuego. A continuación, tuvo lugar una breve pausa en que los dos dieron una calada, soltaron al aire unos aros de humo y quedaron envueltos en una neblina azulada.

—Como le comentaba —dijo Abramovich, regresando por fin al tema principal—, tengo una propuesta que hacerle. El Strela, un barco mercante que navega para mí, parte esta misma semana. Pasaremos por Varna y Odesa, y finalmente llegaremos a Sebastopol, donde tengo que atender algunos asuntos comerciales.

—¿En serio? —Un anillo de humo se escapó de la boca de Hingis, que él había abierto con sorpresa.

—Así es. Me gustaría invitarlo a bordo para que me acompañase. Sus problemas con las autoridades otomanas no quedarían resueltos, pero al menos por el lado ruso usted no tendría ningún problema mientras yo responda por usted. En cuanto al precio del viaje, estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo.

—Eso… eso es muy amable por su parte —le agradeció Hingis—. Ni tan solo sé qué decirle.

—Limítese a aceptarlo. Eso basta —repuso el ruso entre dos bocanadas considerables de humo—. El barco partirá en cuatro días. Eso le dará tiempo a realizar todos los preparativos necesarios.

—Es realmente fantástico —aseguró Hingis—. Pero me temo que el asunto tiene otro inconveniente.

—¿Y cuál es? —quiso saber Abramovich.

—Bueno —declaró con cierta vacilación el suizo—, por sus comentarios me he percatado de que usted siente cierta animadversión por los británicos. Teniendo en cuenta la rivalidad política entre Rusia e Inglaterra, lo comprendo a la perfección y le aseguro que, como suizo, mi actitud es absolutamente neutral. Sin embargo, mi acompañante en este viaje de investigación es, y casi me avergüenzo de decirlo en voz alta, hija de san Jorge…

—¿Es británica?

—Por así decirlo. —Hingis dibujó una sonrisa de disculpa.

—¿Y quién es? —preguntó el ruso con una mirada inquisidora—. ¿Su esposa? ¿Su prometida? Le puedo asegurar que en ese caso…

—No —se apresuró a decir Hingis aunque sin saber si de alivio o de pesar—. En absoluto. Lady Kincaid solo es una buena amiga.

—¿Lady Kincaid? Entonces, ¿pertenece a la nobleza?

—Su padre fue nombrado barón por la reina Victoria por los servicios prestados al Imperio —explicó Hingis.

—¿Por los servicios prestados al Imperio? —Abramovich le dirigió una mirada desdeñosa—. Entonces, seguramente, fue un héroe de guerra. ¿Un matarife de éxito al servicio de la Corona?

—Para nada. Lord Kincaid nunca fue un hombre de guerra. En cualquier caso, le aseguro que sí fue un héroe, aunque sus armas fueron el saber; sus balas, la biblioteca y su campo de honor, la arqueología.

—Entiendo —Abramovich asintió—. Habla usted de él en pasado. Por consiguiente he de suponer…

—Lord Kincaid murió, en efecto —corroboró Hingis—. Falleció hace tres años, mientras estaba en Egipto. Me permito añadir que en esa expedición yo perdí la mano, y que habría podido perder mucho más de no haber sido por lord Kincaid y su hija.

—Por lo tanto, usted tiene una relación muy estrecha con lady Kincaid.

—Al principio rivalizamos entre nosotros —explicó el suizo ciñéndose a la verdad—, fuimos adversarios enconados. Pero con el tiempo hemos aprendido a valorar lo bueno del otro. El respeto mutuo es la base de nuestra amistad.

—En fin —dijo el ruso frunciendo el ceño hasta que las cejas dibujaron una sola línea—. He de admitir que realmente no siento mucho aprecio por los británicos. Su esnobismo y su modo arrogante de ser me irritan de un modo que no me parece bueno para mi salud. Pero si esa tal lady Kincaid es una amiga personal de usted y usted responde de ella con su buen nombre…

—Por supuesto —declaró Hingis sin vacilar.

—… entonces no veo ningún motivo para no hacer una excepción en su caso —prosiguió Abramovich con una sonrisa—. Espero no tener que lamentarlo.

—Seguro que no —afirmó Hingis con convencimiento—. Lady Kincaid es arqueóloga, como yo.

—¿De qué universidad?

—De ninguna, he de admitirlo. Pero eso no hay que interpretarlo como una falta de conocimientos ni de ganas. Lo único que pasa es que el mundo científico está dominado por congéneres nuestros que demuestran cierta incomprensión cuando una mujer joven se interesa por asuntos que no son el hogar ni la cocina.

—Es natural. —Una sonrisa enigmática recorrió el rostro de Abramovich—. Sin duda en este caso el machismo británico se ha vuelto en contra de sí mismo.

—Podría decirse así. De todos modos, en muchos sentidos lady Kincaid no es una británica típica, algo que sin duda usted ya comprobará. Aunque es patriota tiene una opinión contraria al colonialismo y cuestiona las pretensiones británicas de hegemonía. Como puede figurarse, en su país esto no le ha granjeado simpatías.

—¡Cómo no! —le aseguró el ruso—. Mi admiración por lady Kincaid crece minuto a minuto. Tiene que ser interesante conversar con ella.

—Desde luego —corroboró Hingis.

—Muy bien. —Abramovich se levantó, se quitó el puro de la boca y tendió la mano al suizo—. Quedamos así: ustedes dos serán mis invitados a bordo del Strela, y también evidentemente, todos los criados, porteadores y demás miembros de su personal que tengan previsto llevar consigo.

—Es usted muy amable. —Hingis se levantó también y le dio la mano—. De veras que no sé cómo agradecérselo.

—Dedíqueme su próximo trabajo —pidió Abramovich con una sonrisa y ambos sellaron el trato con un apretón de manos—. Ahora, doctor, le ruego que me disculpe: tengo que atender todavía algunos asuntos urgentes. Herr Ibrahim Koskov, el director de mi delegación comercial aquí, se ocupará de cualquier otra cosa que usted necesite.

—Le estoy muy agradecido —dijo Hingis, y se inclinó de nuevo.

—No hay de qué, querido doctor. Soy yo quien está agradecido. No veo el momento de poder conversar más a fondo con usted durante el viaje.

—Estoy a su disposición —respondió complacido el sabio disponiéndose para partir.

Víctor Abramovich se lo quedó mirando hasta que hubo abandonado la sala de la chimenea y cerrado la puerta. Luego volvió a sentarse y se puso a fumar tranquilamente el puro hasta el final. Friedrich Hingis había dejado el suyo en el cenicero. Seguramente el tabaco afgano le había parecido demasiado fuerte.

Abramovich sonreía con malicia mientras degustaba el puro hasta la última bocanada. Sin duda estaba sobre la pista correcta.

—Igor —dijo entonces.

De entre las sombras de la chimenea asomó una auténtica mole de músculos. Llevaba el cabello rapado, pero lucía bigote y perilla. Con su vestimenta oscura el hombre resultaba invisible en la semioscuridad del otro lado de la chimenea donde había permanecido quieto.

—¿Sí, señor? —preguntó con un tono de voz cortante que lo delataba como antiguo cosaco.

—¿Lo has oído todo?

—Sí, señor.

Una sonrisa despectiva recorrió el rostro de Abramovich.

—Ese simplón ha creído de verdad que me interesaba por él.

—Sí, señor.

—Escucha bien, Igor. —Abramovich se volvió hacia su ayudante y guardaespaldas—. Quiero que envíes un telegrama con las palabras siguientes: «Acción conforme al plan. Contacto realizado. Destino Sebastopol. Rogamos instrucciones».

—Sí, herr —repitió otra vez la mole de músculos. A continuación se marchó.

Abramovich aprovechó la calma para encender otro puro. Mientras disfrutaba del humo amargo en la boca, se dijo que ese juego lo ganaría él.

El siguiente juego en la gran partida del destino del mundo.

LUGAR DESCONOCIDO, A LA MISMA HORA

—¡No!

Kamal se despertó con un grito de espanto. Estaba sumido en la oscuridad de modo que por un instante no supo dónde se encontraba ni qué hora era. Angustiado miró a su alrededor hasta que poco a poco sus ojos distinguieron algunos objetos cuyo contorno familiar lo tranquilizó.

Un diván junto a la pared.

Un yakdan[15] que servía de armario.

La ventana tapada con una piel hirsuta.

Sin embargo, las imágenes atroces que había visto en su sueño se le quedaron grabadas. No es que se hubiera acordado de algún detalle. Todo era como siempre: desdibujado y gris, como oculto detrás de una cortina de niebla. No obstante, sus sentimientos habían sido más claros y seguía recordándolos.

Había habido dolor.

Luto.

Un temor infinito.

El corazón de Kamal palpitaba con fuerza, como si quisiera estallar en su pecho. Notó sudor frío en la frente mientras su mente intentaba ubicarse. Pero, no tenía donde asirse. Era como si se hubiera encaramado a una escalera, cada vez más y más arriba, mientras a sus pies los travesaños iban desvaneciéndose.

El recuerdo de que él era incapaz de acordarse de nada se abrió paso con una sonrisa burlona, y fue preso de una sensación de náuseas. Lo que quedó fue el temor, no por él, sino por la vida de alguien que él amaba realmente, con todo cuando conformaba su frágil persona, con todo su corazón.

Una caricia tierna le recordó que no estaba solo en su cama. Una mano le acarició la espalda hacia arriba, acariciándole luego el cuello y la barbilla.

—¿Qué te ocurre, cariño? —susurró una voz en su oído, que le pareció a la vez desconocida y familiar—. He oído que gritabas. ¿De nuevo una pesadilla?

Kamal asintió.

—¿La misma otra vez?

—Sí y no. —Él volvió la cabeza para mirarla. Ella estaba semiincorporada y había apartado la manta de piel. Su figura pálida apenas podía intuirse en aquella penumbra—. He soñado que… que…

—No te avergüences de decirlo en voz alta —lo animó ella—. Te ayudaré tanto como pueda.

—Lo sé —aseguró Kamal—. Solo es que ese sueño…

—¿Sí?

—… iba sobre ti —admitió él, vacilante.

—¿Sobre mí? —A Kamal le pareció que ella sonreía—. ¡Qué halagador!

—Para nada. —Negó con la cabeza—. Estabas en peligro. En un grave peligro…

—¿En peligro? ¿Yo? —Ella se echó a reír—. ¿Y qué te hace pensar eso?

—No lo sé. Solo ha sido una sensación, pero era tan intensa que me he despertado. Por un instante…

—Por un instante, ¿qué? —quiso saber ella—. ¡Habla!

—… he tenido la sensación de que no estabas aquí, sino en un lugar muy lejano —explicó él a disgusto. No quería ofenderla con sus palabras.

—Pero estoy aquí —objetó ella—. Aquí, a tu lado, en mi sitio.

Kamal asintió, pero su pensamiento aún seguía atrapado en el mundo de los sueños.

—Durante un momento he creído que todo se aclaraba —le contó—. Me parecía que el velo se retiraba y que por fin yo sabía lo ocurrido. Pero solo he sentido temor.

—Temor —repitió ella.

—Una inquietud tremenda —prosiguió él—, pero no por mí, sino por ti, Sarah, por tu salud. Parecías rodeada de traidores, de sombras oscuras que querían retirarte de la luz y arrojarte a la oscuridad.

—¿Oyes lo que dices, querido mío? —le susurró ella con una risita—. Eso es un sinsentido.

—Quizá lo sea para mi cabeza —admitió él—, sin embargo mi corazón parece comprenderlo incluso aunque yo no lo entienda.

—Ahora me das miedo, querido —confesó ella, tocándole la frente—. No volverás a tener fiebre, ¿verdad?

—No —la tranquilizó él—. Mi mente está despierta como no estaba desde hace mucho tiempo, pero me hallo rodeado de misterios. Por ejemplo, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué me trajiste a este lugar remoto?

—Pero si ya lo sabes —le dijo ella—. Los médicos creyeron que lo mejor para ti era empezar la vida que recuperaste en una soledad completa. Temían que perdieras el juicio si lo recordabas todo de golpe. Por eso te traje hasta aquí: para llenar lentamente tu memoria de nuevo y devolverte lo que perdiste. Pensaba que ya te lo había explicado con todo detalle.

—Y así es —afirmó él—. Pero…

—Pero ¿qué? ¿Acaso desconfías de mí?

La pregunta fue tan directa e inesperada que Kamal se asustó. No obstante, le repugnaba aún más ver que era incapaz de negarlo de forma espontánea. ¿Era ese el auténtico motivo de su malestar? ¿Albergaba tal vez dudas respecto a la mujer que amaba? ¿Después de todo lo que ella había hecho por él para librarle de las garras de la fiebre?

Sintió horror por sí mismo, mientras su mente buscaba una respuesta. No, admitió al fin para su propio alivio. No dudaba de Sarah, sino de sí mismo, del espacio vacío en el que había despertado. Y temía también lo que en su momento había podido ocupar ese hueco…

—No, querida —respondió al cabo de un momento que pareció infinito—. No desconfío de ti. Pero tengo miedo de todo lo que puedo haber sido.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Siento que hay algo ahí —dijo Kamal intentando expresar sus sensaciones—. Algo que tiene que ver con mi pasado y de lo que tú no sabes nada. Se trata de algo peligroso y temo que también te podría amenazar a ti.

—Pero no es así —repuso ella para tranquilizarlo. Lo besó dulcemente en el hombro—. No te inquietes, querido. No hay motivo para ello.

—¿No?

—No —insistió Sarah. Luego le rodeó el cuello con los brazos y apretó el pecho desnudo en la espalda de él; Kamal, sin embargo, no reaccionó. El desasosiego de su mente era demasiado grande.

—Perdona —susurró—, yo…

—¿Quieres algo que te dé seguridad? —le musitó ella al oído—. ¿Algo que te diga quién eres y adónde vas?

—Sí —respondió él—. Más que cualquier otra cosa.

—Entonces escúchame bien, querido —murmuró—: quiero que sepas que no tienes nada de que preocuparte, ni por ti ni por mí. Y debes saber que no estoy amenazada de ningún modo, sino que he recibido el máximo don que la vida puede dar.

—¿Qué significa eso? —preguntó Kamal.

Se soltó del abrazo y se volvió hacia Sarah. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad por lo que en ese momento podía verle la cara y su sonrisa feliz.

—Estoy embarazada —anunció ella—. Espero un hijo… Un hijo tuyo.

—¿Es… es eso cierto, Sarah?

—¿Acaso yo te mentiría? —exclamó.

—No —dijo él, convencido—. ¿Estás completamente segura?

—Tan segura como puedo estarlo. Vamos a tener un hijo, querido. Y ese hijo será nuestro futuro.

Kamal se la quedó mirando por un instante que le pareció infinito mientras lo invadía una miríada de sentimientos positivos: sorpresa y agradecimiento; afecto y esperanza. Sobre todo, él sintió entonces una alegría desbordante por la buena noticia, que atravesó la triste oscuridad de sus miedos y pesares como un rayo intenso de sol.

Y con esa oleada de felicidad no solo desaparecieron sus temores sino también todas sus dudas.