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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
¡Por fin una pista!
Después de un período interminable en el que no podía hacer más que esperar y lamerme las heridas que mi enemigo me había infligido, por fin tengo la sensación de volver a tomar las riendas de la acción. Y, aunque quizá me engaño y los indicios que creo haber encontrado pueden estar equivocados, prefiero esta situación a la de no hacer nada.
No soy capaz de decir de dónde saco las fuerzas para esto. A diferencia de antes, ahora no me mueven solo las ganas de investigar. Mi fiel Friedrich tiene razón cuando me advierte que no debo perder de vista las virtudes de la arqueología. Pero ¿puede la ciencia, la razón pura, conducirnos hasta el final de esta búsqueda? En este caso la arqueología parece llegar a sus límites, y estoy contenta de contar con el apoyo de la sabiduría de Al-Hakim, la cual me hace sentir que, a pesar de todas las dudas y los temores, no estoy perdida.
Desde que llegamos a su hogar, por primera vez experimento de nuevo un poco de confianza, y eso sin duda se debe a la presencia de este viejo amigo. Cuando me siento en su sala y escucho su voz tranquila todo parece como antes, cuando el joven Kesh y yo nos acomodábamos en el cuarto de arriba del viejo observatorio astronómico del Yébel Mokattam para escuchar, en las cálidas noches del desierto, las historias que Al-Hakim nos contaba mejor que cualquier meddah y en las que su sabiduría se reflejaba como la luz de la luna en las aguas del Nilo.
Mientras Friedrich, con la ayuda de Ufuk, intenta sacar billetes para atravesar en barco el mar Negro y conseguir los permisos necesarios de las autoridades competentes, yo sigo estudiando. Seguramente para evitar que esa «extraña mujer» que soy para ellos ponga más a menudo los pies en el umbral de la Kutuphanei Osmaniye, los responsables de la biblioteca han tenido la generosidad de permitirme tomar en préstamo algunos libros a fin de que pueda proseguir con mi tarea en la casa de Ammon. Mientras analizo las fuentes y la bibliografía secundaria, no solo albergo la esperanza de encontrar más referencias a los arimaspos y a su extraño modo de hacer, sino de que, además, la sabiduría y los conocimientos de mi viejo amigo me iluminen…
BARRIO DEL GRAN BAZAR, CONSTANTINOPLA, 21 DE MARZO DE 1885
—¿Qué tal, mi niña? ¿Avanzas en tus estudios?
Sarah levantó la vista del libro que leía. El viejo Ammon estaba sentado delante de ella, rodeado de sus tesoros, sus rollos de escritura, sus talismanes y los modelos en cobre de estrellas y planetas que colgaban del techo bajo. Aunque sus ojos estaban tan ciegos como siempre, Sarah tenía la sensación de que clavaba en ella la mirada.
—Creo que sí, maestro —respondió, agradecida por la interrupción—. Leo un libro sobre los escitas que escribió un estudioso alemán llamado Karl Johann Heinrich.
—Tu padre hizo bien al enseñarte lenguas distintas —dijo con convencimiento el sabio.
—Sí —admitió Sarah mientras sentía el impulso repentino de preguntar a Al-Hakim sobre su origen. ¿Era hija de Gardiner Kincaid o no? ¿Mortimer Laydon había contado la verdad?
Con un estremecimiento, Sarah recordó su último encuentro con Laydon en la institución cerrada para enfermos mentales de Bedlam. ¿Era posible que aquella persona desquiciada y tan impregnada de maldad fuera en verdad su padre? Al principio Sarah había desechado la idea, pero entretanto había escrutado en su interior y había visto abismos insospechados para ella. ¿Y si aquello fuera el legado siniestro de Laydon?
—¿Qué escribe ese alemán? —quiso saber Al-Hakim sacándola de sus pensamientos.
Sarah necesitó un momento para recomponer las anotaciones que había tomado.
—Bueno —respondió luego—, Heinrich sospecha que posiblemente los arimaspos no solo eran vecinos de los escitas, como sostiene Herodoto, sino que en realidad en este caso podría tratarse de una tribu de escitas…
—Lo cual no hace más que reforzarte en tu empeño por explorar el territorio más allá del Bósforo —supuso el anciano.
—Es cierto —admitió Sarah—, en este sentido la tesis de Heinrich no cambia nada. Lo interesante es cómo llegó a la misma: para ello comparó las fuentes griegas y las helenísticas, y encontró coincidencias entre ellas.
—¿Coincidencias en qué? —preguntó Ammon.
—En un mito que parecen compartir todas esas culturas: el mito de un guardián que, con ciertas variaciones, consiste en un guerrero poderoso de un pueblo que guarda un tesoro de valor legendario.
—Como los arimaspos —concluyó el anciano—. Tu padre estaría orgulloso de ti, mi niña. ¿No era eso precisamente lo que siempre intentó demostrar? ¿Que detrás de cada mito se oculta un poso de verdad?
—Así es —corroboró Sarah. Volvió a sentir la urgencia de preguntar a Ammon por su origen, pero se contuvo.
—¿Por dónde piensas iniciar la búsqueda? —quiso saber Al-Hakim.
—Todavía no lo sé. —Sarah negó con la cabeza—. Aristeas dice en su poema que la búsqueda de los arimaspos lo condujo hacia el norte, de lo que se deduce que se trata de la península de Crimea. La leyenda de los grifos y el ave Roc, en cambio, apunta hacia el Cáucaso. O más hacia el este. —Gimió de forma audible—. De hecho, esperaba que los trabajos de Heinrich me dieran nuevas explicaciones, pero por desgracia en este sentido me siento decepcionada. De todos modos tengo la impresión…
—¿Sí? —la interrumpió el erudito, al notar que ella de pronto vacilaba.
—No sé. —Sarah se encogió de hombros mientras cerraba el libro y acariciaba su cubierta de tela—. Este libro me parecía prometedor. Me resulta extrañamente familiar, es como si ya lo hubiera tenido antes en mis manos. Pero no logro acordarme.
—¿Tal vez lo viste en casa de tu padre? —insistió AlHakim.
—No creo. Su especialidad era la asiriología. ¿Por qué razón se interesaría él por los escitas?
—Naram —repitió el anciano—. ¿Por qué? —Reflexionó un momento y luego dijo—: Tú lo que necesitas es otro indicio, ¿verdad?
—Sí, maestro.
—¿Y el sello del Conquistador podría ser una señal?
Sarah miró a Ammon con asombro. En todo el territorio sometido a la influencia persa, Alejandro Magno no gozaba precisamente de una buena reputación, ni siquiera en esos tiempos. Se evitaba llamarlo por su nombre y era objeto de críticas feroces. Por lo tanto, cuando el sabio dijo «Conquistador» sin más a ella le resultó evidente a quién se refería.
—Por supuesto —afirmó Sarah—. De hecho, en el curso de nuestros viajes nos hemos topado muy a menudo con el sello de Alejandro y sabemos que el Conquistador también estuvo sometido a la influencia del Uniojo. De todos modos, en este aspecto es tremendamente improbable que demos con su rastro.
—¿Por qué?
—Porque —prosiguió Sarah— la vida de Alejandro está extremadamente bien documentada gracias a Flavio Arriano, que escribió sobre sus conquistas. Y por bien que Arriano en su obra afirma que Alejandro planeaba una guerra contra los escitas para conquistar los territorios al norte del mar Negro, no tengo constancia de que él hubiera puesto jamás los pies allí a pesar de que en la zona había varias colonias griegas.
—Entonces, ¿puedes descartarlo por completo? —El tono de voz del anciano se volvió enérgico e inquisidor, algo a lo que Sarah no estaba acostumbrada.
—Bueno…, no —admitió ella—. Está claro que después de tanto tiempo no puede descartarse nada por completo. De todos modos, supongo que los cronistas de Alejandro habrían informado de ese viaje si lo hubiera hecho.
—¿Y si les hubiera prohibido escribir al respecto?
—Entonces en su cronología tendría que haber un período en que él… —A Sarah se le ocurrió algo e interrumpió la frase.
—¿Sí, mi niña?
—Al parecer —siguió ella con voz queda—, al principio de su campaña en Persia, Alejandro permaneció varias semanas en la costa occidental del mar Negro, esperando los barcos que debían llevar a su ejército hacia el este. Podría ser que él hubiera empleado esa pausa para…
—… ir en busca de algo que él conocía por las antiguas leyendas —concluyó Al-Hakim.
—¿Realmente pensáis eso, maestro? ¿Creéis que Alejandro buscó a los arimaspos?
—No, mi niña —la corrigió el anciano—. Buscó el monte Meru. Los arimaspos solo le servían como indicadores del camino.
—Pero… ¿cómo habéis llegado a esa conclusión? —inquirió Sarah, asombrada—. ¿Sabéis algo que yo no sé?
—Es posible. —Al-Hakim afirmó con la cabeza y señaló los cojines que tenía delante en el suelo—. Por favor, siéntate a mi lado. Me gustaría contarte una historia.
—¿Ahora? —preguntó Sarah dirigiendo una mirada vaga a los libros que le quedaban por revisar.
—Ahora —insistió con decisión el sabio. Sarah intuyó que, a diferencia de cuando ella era pequeña, lo que él iba a contarle no sería un cuento de Las mil y una noches—. ¿Quieres dedicar un poco de tu tiempo a ello?
—Por supuesto —afirmó ella mientras se levantaba para sentarse junto a Al-Hakim. El pasado le había enseñado que siempre merecía la pena escuchar al sabio, independientemente de lo que él tuviera que decir.
—Entonces escúchame bien —empezó por fin Ammon—. Hace muchos años, mucho antes de que tú nacieras, estalló entre las potencias de este mundo un conflicto sangriento. Ambos bandos llamaron a las armas a sus hombres jóvenes y los mandaron a un lugar remoto para que lucharan y murieran allí. La guerra se prolongó durante mucho tiempo, más del que los generales habían previsto, y cuanto más se prolongaba, más encarnizada era en ambos bandos. Se emplearon las armas más modernas y se desataron unas fuerzas destructoras que convirtieron la tierra por la que luchaban en un campo de muerte. Las víctimas de todo aquello fueron los soldados de ambos bandos, que fueron quienes tuvieron que soportar lo que sus gobernantes habían decidido.
—Igual que en todas las guerras —musitó Sarah.
—Entre ellos —prosiguió Al-Hakim asintiendo— había un hombre que se había unido al ejército por un único motivo: quería conocer mundo. Su sed de aventuras lo había impulsado a partir, pero cuando contempló la muerte a su alrededor deseó regresar de nuevo. Sus superiores lo sabían y por eso le hacían la vida imposible a la menor ocasión, destinándolo con más frecuencia que a cualquier otro a espiar al enemigo. Sin embargo, en una de esas expediciones él cayó en una emboscada.
—¿Quién era ese soldado? —quiso saber Sarah de repente.
—Tranquila —la reprendió el anciano Ammon—. Escúchame, mi niña…
MONTE DE INKERMAN, NOCHE DEL 5 DE NOVIEMBRE DE 1854
El estruendo de los proyectiles con que los turcos bombardeaban la fortaleza de Sebastopol se oía a lo lejos, ronco y ensordecedor, incesante, mientras el brillo deslumbrante de las explosiones iluminaba las colinas como un fuego fatuo.
El sargento soltó una maldición. La luna brillaba en el cielo sin nubes, y la noche no era tan oscura como le habría gustado. Además, el fuego de la artillería iluminaba la escena como si fuera de día, de forma que el peligro de ser descubierto se acrecentaba. Tan solo la niebla que se había formado en las depresiones húmedas del terreno y que se alzaba lentamente por las pendientes escarpadas proporcionaba cierta protección.
El sargento escupió con un gesto de desprecio. Si Casaubon Shaw, el jefe de la compañía, fuera solo la mitad de valiente que de bocazas, habría sacado el culo de su tienda y habría ido en persona al puesto de avanzada para hacerse una idea de la situación. Pero él se contentaba con dar coba al general Pennefather, a cuya hija, generosamente dotada de encantos materiales, él pretendía en matrimonio. Si para lograrlo era preciso que hubiera víctimas, Shaw las facilitaría sin vacilar: a fin de cuentas no era él quien arriesgaba el pellejo noche tras noche en tierra de nadie entre las líneas enemigas.
El sargento rio con amargura para sus adentros. Hubo un tiempo en que él había sido una persona alegre, un hombre abierto al mundo y a sus aventuras. Pero los últimos meses lo habían vuelto un cínico. Nunca antes había encontrado reunidos tanta cobardía, tanto afán de protagonismo y tanta hipocresía como en aquel lugar. Evidentemente había también valentía y valor, esas virtudes que tanto se relacionaban con la guerra. Pero a menudo estas se encontraban donde nadie las esperaba…
—¡Sargento!
Milton Pitt, un soldado raso muy joven, de diecisiete años tal vez, se acercó arrastrándose sobre el vientre por el barro. Lo seguían otras dos figuras, Falsworth y Webber, que también pertenecían a su destacamento. Las casacas rojas de sus uniformes, que no los resguardaban lo bastante del frío de aquel noviembre, estaban totalmente cubiertas de barro. La ventaja era que así resultaba más difícil que los descubrieran.
—Informe de la situación —ordenó el sargento en un tono de voz seco, después de que ellos hubieran alcanzado a rastras la posición, que estaba reforzada al noroeste con tablones de madera y sacos de arena.
—Los muchachos apostados en los otros puestos tampoco han visto nada —informó Pitt.
—¡Menuda cosa! —gruñó Webber, un tipo grosero de Anglia Oriental con un fuerte acento de Suffolk—. ¡Con esta niebla solo veremos a los rusos si los tenemos justo delante!
El sargento se rascó la barbilla, que no se había afeitado. Webber tenía razón. Aquella niebla espesa hacía imposible ver más allá de unos cuarenta y cinco metros. Sin embargo, se oía que al otro lado de la fortaleza…
—Ya se oye otra vez —susurró él.
—Yo también lo he oído —corroboró Falsworth. Tenía una voz aguda, casi femenina, y por eso Shaw lo llamaba «Falsetto» y, siempre que era posible, lo convertía en blanco de las burlas de toda la compañía.
—Son caballos —constató Pitt—. Sin duda, eso ha sido un relincho.
—¿Y por qué no se oyen los cascos? —preguntó Webber.
—Porque se los cubren con tela para amortiguar el ruido —explicó el sargento—. Ahí está ocurriendo algo.
—Con esta maldita niebla es imposible decir qué. El ruido podría proceder de cualquier parte.
—Ha venido del otro lado, de Shell Hill —afirmó el sargento con convicción—. Tenemos que averiguar qué ocurre allí.
—¿Para qué? —preguntó Webber, apático—. ¿Para que Shaw se haga el héroe frente a Pennefather?
—No, idiota. Para que los rusos no nos ataquen y acaben con nosotros antes de que nos demos cuenta. Hay un motivo por el que montamos guardia todas las noches. Se dice que los rusos preparan un ataque.
—¡Mierda! —espetó Webber—. ¿Y dónde están los turcos? A fin de cuentas, esta es su guerra, ¿no?
—En lugar de dar tantas vueltas a estas cosas, es mejor que intentes salvar el pellejo —le aconsejó el sargento—. Esto también va para vosotros dos —dijo volviéndose hacia los demás—. Mantened la boca cerrada y las cabezas gachas, ¿entendido?
—Sí, sargento.
—Muy bien. —Él asintió con el ceño fruncido—. Falsworth, te quedarás aquí y guardarás el puesto. Si oyes disparos, o no hemos regresado en quince minutos, da la alarma.
—Entendido.
—¿Por qué él? —protestó Webber—. ¿Por qué tenemos que salir nosotros mientras Falsetto puede calentarse el culo en el puesto?
El sargento lo fulminó con la mirada.
—Porque lo digo yo, Webber. Y si vuelves a llamarle así, entonces serán tus posaderas las que se calentarán y durante tanto tiempo que notarás el vapor en los oídos. ¿Lo has entendido?
—Sí… Está claro.
La cuestión se zanjó de ese modo. En otros tiempos, el sargento había procurado explicar a sus subordinados por qué uno u otro debía hacer tal o cual cosa. Pero luego se había dado cuenta de que no era necesario. Esos jóvenes, procedentes de todas partes de Inglaterra, la mayoría de los cuales tenía una formación escasa, no querían explicaciones, sino alguien que les diera órdenes claras y en el que pudieran confiar cuando los proyectiles caían a izquierda y derecha, y el aire se llenaba del plomo enemigo. En la batalla de Balaclava el sargento no había perdido ni un solo soldado de su grupo: eso era suficiente para ganarse el respeto de sus hombres.
Con una mirada de advertencia, indicó a Falsworth que se mantuviera alerta; luego se arrastró el primero fuera de la posición. El 55.º Regimiento Westmorland, al cual pertenecía también la compañía de Shaw, formaba parte de la Segunda División, la cual, de hecho, se encontraba bajo el mando del general De Lacy Evans. Sin embargo, como Evans había sufrido recientemente un accidente mientras montaba a caballo, el mando había pasado a Pennefather, su sustituto, lo cual a su vez había permitido a Shaw aspirar al favor de su futuro suegro en cada ocasión que se le brindaba. Mientras los demás jefes de compañía hacían todo lo posible para que sus hombres no se vieran expuestos a las inclemencias del viento y de la meteorología y, de este modo, no perdieran fuerzas para luchar, Shaw se había prestado voluntario a llevar a su destacamento a los puestos de avanzada, situados directamente frente al territorio enemigo. Para los hombres aquello no solo significaba quedar expuestos al viento y a las inclemencias del tiempo en extenuantes turnos de veinticuatro horas sin disponer de la vestimenta ni del equipo necesarios, sino que además suponía mantener una lucha constante contra el propio agotamiento. Si Shaw o sus oficiales sorprendían a alguien durmiendo lo fustigaban; sin embargo, poco a poco el miedo al castigo ya no era suficiente para que aquellos hombres consumidos, ateridos y, a menudo, enfermos se mantuvieran despiertos. Y aquel invierno atroz que iba a azotar Crimea en las próximas semanas solo acababa de empezar.
El sargento intentó no pensar en esas cosas mientras se deslizaba al frente de sus hombres. Una hilera de arbustos pelados y unas rocas aisladas bordeaban la cresta plana que el material cartográfico británico denominaba Inkerman Ridge, la cresta de Inkerman, y que se extendía en dirección noroeste describiendo un amplio arco. Por encima de ella estaba la colina, Shell Hill; al otro lado, al norte, el puerto de Sebastopol, donde estaban anclados los buques de guerra rusos y el bombardeo de proyectiles turcos iluminaba la niebla y la teñía de color rojo anaranjado. Cuando aquel estruendo sordo cesaba, se oían de nuevo relinchos de caballos, aunque en ese preciso momento iban acompañados de un leve tintineo.
—Carros —susurró Pitt—. Casi me temo que usted, sargento, tenía razón. Los del otro lado traman algo.
El sargento asintió con expresión de gravedad. Dirigió una mirada de advertencia a sus subordinados para que permanecieran alerta; luego siguieron subiendo por la ladera aunque las condiciones de visibilidad apenas alcanzaban para deslizarse de una roca a otra. Por fin la forma abrupta de Shell Hill se levantó borrosa ante ellos. El sargento se acercó el dedo a los labios. A partir de ahí cualquier palabra que dijeran podía ser la última.
Concentrados en no hacer ningún ruido innecesario, se acercaron sigilosamente un trecho más, con el novedoso fusil Minié en posición de tiro, un arma más precisa y, por lo tanto, más eficaz que los anticuados mosquetones 1842. En cualquier caso, los soldados habrían preferido que sus superiores hubieran dado tanta importancia a la vestimenta de la tropa como a su armamento.
De pronto oyeron unas voces.
Unas voces amortiguadas que hablaban en un idioma extraño.
Ruso.
El sargento se arrojó al suelo boca abajo. Webber y Pitt hicieron lo mismo. Justo delante de ellos, a apenas a cuatro o cinco metros, había un puesto enemigo.
Los soldados conversaban en voz baja entre sí y, de no ser por la espesa niebla, posiblemente ya se habría producido un tiroteo. Sin embargo, todo permaneció en silencio, sumido en una calma fantasmal.
El sargento consultó la hora en el reloj que llevaba en el bolsillo de la casaca de su uniforme. Dieciocho minutos para las seis. Pronto empezaría a amanecer.
Hizo una señal a sus subordinados para que permanecieran en su posición, mientras que él prosiguió a rastras todavía un poco más. Tenía que averiguar si se trataba solo de un puesto de avanzada del enemigo o si era la vanguardia de un ejército más poderoso. Era muy posible que los rusos se hubieran servido del amparo de la oscuridad y de la niebla especialmente espesa de esa noche para…
Una ráfaga glacial de viento barrió de pronto la ladera de la colina, apartando el velo de niebla; por un breve instante, el sargento pudo ver al enemigo.
Avistó un gran número de hombres, vestidos con ropa de color beige y gorras rojinegras, así como algunos carromatos que estaban claramente cargados de munición. Antes incluso de que la niebla volviera a dejar caer su velo ante aquel escenario fantasmagórico, el sargento se dio cuenta de que aquello solo podía significar una cosa: el temido contraataque del enemigo, con el que los rusos pretendían detener el avance de los aliados sobre Sebastopol, estaba a punto de producirse.
Ahora ya sabía lo que quería.
Dio la vuelta rápidamente y reptó hacia los demás, que lo esperaban escondidos debajo del saliente de una roca. Cuando Pitt vio el semblante grave de su superior no pudo evitar romper el silencio.
—Maldita sea, sargento —siseó—. Parece como si usted…
No dijo nada más.
Un tiro desgarró el silencio de la noche y, al instante siguiente, en la frente del joven soldado, justo debajo de su gorra, se abrió un orificio temible. Él permaneció erguido un instante aún, y luego se desplomó sin vida.
—¡Mierda! —siseó Webber—. ¡Un tiro de alta precisión!
Como para confirmar esa sospecha, se oyó otro tiro. Tanto el sargento como su subordinado se pusieron a cubierto y esquivaron por muy poco el plomo letal. La bala impactó en la roca, rebotó y dejó una señal negruzca. Si bien no sabían desde dónde les disparaban exactamente, los tiradores enemigos parecían encontrarse en algún sitio detrás de ellos.
—¡Largo de aquí! —ordenó el sargento a Webber mientras se ponía una mano sobre un hombro y lo obligaba a dar media vuelta. Ambos se pusieron en pie de un salto y bajaron a toda prisa la ladera que habían subido. A fin de cuentas ya habían sido descubiertos, y solo era cuestión de ser más rápidos que las balas enemigas.
Con el cuerpo encogido y la cabeza escondida entre los hombros, los dos se apresuraron entre los arbustos espinosos y las rocas diseminadas. Una y otra vez se oían disparos y a través de la niebla se veía, a uno y otro lado, el destello borroso de los fogonazos, aunque resultaba imposible saber qué bando disparaba.
El disparo que le había costado la vida a Pitt había alarmado al ejército británico y desde los puestos de los regimientos 41.º y 47.º también se había respondido con fuego. Al sargento y a Webber les era totalmente indiferente de dónde procedían las balas con tal de que no les dieran.
Apresurándose a la estampida por la tierra de nadie entre las líneas enemigas, mantuvieron la posición cuando de pronto oyeron un estruendo sordo, mucho más cerca que antes. Con terror, el sargento reconoció el sonido característico de un cañón de 18 libras ruso, y al instante se oyó el silbido atroz que precedía al impacto del proyectil.
—¡A cubierto! —bramó mientras le pareció ver por el rabillo del ojo que Webber se echaba al suelo.
A continuación, el pesado proyectil impactó y soltó su carga letal. La metralla salió disparada por todas partes, enterrándose en el suelo húmedo o rebotando en las piedras.
El sargento necesitó un momento para ver que el proyectil había caído a bastante distancia cuesta abajo, por lo que ni Webber ni él habían sufrido daño alguno. Rápidamente los dos hombres se levantaron y siguieron corriendo por la niebla iluminada de fogonazos centelleantes. Los disparos se sucedían rápidamente ya, y se oían gritos amortiguados. Entonces se oyó de nuevo el desagradable chasquido del obús de dieciocho libras, y el sargento supo que en esa ocasión no saldrían tan bien parados.
El silbido fue más fuerte y pareció sonar justo por encima de sus cabezas. Tras dar un grito de advertencia quiso arrojarse al suelo, pero era demasiado tarde. El proyectil impactó, y lo último que el sargento vio de Webber fueron las piernas de este, que huían de su torso con pasos obscenos, como si alguien las hubiera desechado por inútiles.
El sargento estaba demasiado ocupado en sobrevivir para sentirse horrorizado. Se puso a cuatro patas y escarbó el suelo semihelado para intentar librarse de la metralla cuando de pronto cayó hacia delante. Por un momento pensó que había sido alcanzado, pero entonces se dio cuenta de que no le fallaban los brazos sino que lo que ocurría era que el suelo cedía.
Desesperado, intentó agarrarse a algo. Sus manos solo encontraron una roca cubierta de barro en la que no pudieron asirse y resbalaron. Se precipitó hacia abajo sin poder evitarlo y con la sensación de ser engullido por la tierra.
Un grito ahogado brotó de su garganta mientras caía. Una décima de segundo más tarde dio bruscamente contra el suelo, se golpeó con algo y cayó hacia atrás dando con la nuca en la piedra desnuda.
El dolor fue tan intenso que perdió la conciencia. Antes de desmayarse, de nuevo le pareció ver un fuego deslumbrante en la oscuridad que lo rodeaba.
Cuando recuperó el sentido no habría sabido decir cuánto tiempo había transcurrido. Le dolía la cabeza y, al tocársela, se vio sangre seca en los dedos.
Se recostó sobre un costado soltando una maldición y luego se incorporó un poco. La oscuridad que lo rodeaba era más intensa y negra que la de la noche. Solo un estruendo lejano y sordo le recordaba dónde se encontraba y qué había ocurrido.
Entre gemidos de dolor del sargento se puso de pie y se sorprendió al descubrir que, por lo que veía, tan solo había sufrido un par de heridas. Encontró cerillas en uno de sus bolsillos. Si no se habían mojado con tanto arrastre por el barro…
Tuvo suerte.
La tercera cerilla que intentó encender prendió y alejó de él la oscuridad.
Por lo que le permitía ver la escasa luz de la llama, se encontraba en una especie de galería. Las paredes eran de roca, y el techo parecía estar derruido. ¡Pues claro, se dijo, había sido el impacto del proyectil!
Era evidente que la detonación había hecho que la tierra se abriera y que esta se lo tragara. El sargento no se detuvo a pensar a qué extraño capricho del destino le debía esa suerte; solo se sintió contento de haber escapado por el momento del peligro letal.
Pero ¿dónde estaba?
Utilizó la cerilla para encender otra. Luego hurgó en su mochila hasta que encontró un trozo de vela de sebo. De inmediato lo encendió y se hizo con una, aunque escasa, fuente de luz. Rápidamente sacó el reloj para comprobar si había resistido la caída. Tenía el cristal roto, y el mecanismo estaba destrozado. Renegó, volvió a meterse en el bolsillo los restos del reloj y se dedicó a observar lo que lo rodeaba.
La galería era lo bastante alta para permanecer de pie, y también parecía haber aire suficiente. Era imposible abrirse un camino de regreso a la superficie escarbando, pues en cuanto apoyaba una mano caía más tierra desde arriba, de modo que corría el peligro de que el techo de la galería cediera por completo. Para encontrar una salida, tenía que probar suerte de otro modo.
Se deslizó cuidadosamente hacia abajo por la galería. Sostenía con una mano la vela y con la otra el fusil Minié, como si aún temiera ser cazado por los artilleros de precisión rusos.
Pero allí abajo no había nadie.
Nadie más que él…
Alcanzó el final de la galería y llegó a una sala de paredes lisas; evidentemente, no eran de origen natural. Más aún, en la pared opuesta al final de la galería, encontró representaciones grabadas en la roca. Imágenes de tiempos muy remotos.
El sargento conocía la historia de la península que se disputaban la Rusia zarista y los aliados lo bastante bien para saber que en su tiempo había sido habitada por los escitas. Posiblemente, aquello había sido uno de sus templos.
Él no sabía a qué dioses adoraba ese pueblo, ni en qué habían creído, pero esas imágenes permitían deducir que también en su época había habido guerras encarnizadas por aquel pedazo árido de tierra. Se imponía la desagradable pregunta de por qué en todos esos miles de años no se había sacado ninguna lección de ello.
Le resultó difícil apartarse de las imágenes de las paredes, que ejercían una extraña fascinación en él. Mientras arriba, en la superficie, se libraba una batalla y tenía lugar una contienda sin duda sangrienta cuyo desenlace era poco menos que incierto, él estaba allí abajo, apartado tanto del tiempo como de su mundo y experimentaba una paz interior como hacía tiempo que no sentía.
Con la luz trémula de la vela fue recorriendo las imágenes de las paredes que, por una parte, representaban escenas de la vida cotidiana de una civilización ya perdida y, por otra parte, mostraban unos decorativos símbolos geométricos que él no sabía interpretar. Finalmente llegó a la boca de otra galería, que parecía conducir a la siguiente cámara del templo. Dispuesto a seguirla, se inclinó para atravesar el dintel bajo de la entrada, pero se detuvo de forma repentina.
Descubrió, grabados en la piedra, unos símbolos que él sabía leer porque estaban en griego, y el griego clásico era una asignatura que el preceptor que había tenido de niño en Escocia consideró muy importante.
Eran solo cinco letras, las primeras del alfabeto griego, pero el sargento sospechó desde el principio que no habían sido grabadas en la roca de forma casual, y que tenía que haber una explicación para ellas.
Α Β Γ Δ Ε
BARRIO DEL GRAN BAZAR, CONSTANTINOPLA, 31 AÑOS DESPUÉS
En cuanto Al-Hakim terminó su narración un silencio opresivo se adueñó de la planta superior del konak.
—Maestro —dijo Sarah rompiendo al fin el silencio—. Ese hombre, ese sargento británico del que me habéis hablado, ¿quién era?
—¿Acaso tu corazón no te lo dice?
—Si —admitió ella—. Pero no puedo, ni quiero, creérmelo.
—Sin embargo, así es. Gardiner Kincaid participó en su día en la guerra de Crimea, Sarah, igual que tantos otros.
—Pero… ¡él odiaba todo lo militar más incluso que yo!
—Así es —admitió el anciano en cuyos ojos ciegos parecía reflejarse el dolor y el temor que los soldados debieron de padecer entonces—. Y ahora ya sabes por qué. Fue en la noche de la batalla de Inkerman, en la que hallaron la muerte miles de hombres. Tal vez Gardiner se habría encontrado también entre ellos de no ser porque la providencia divina le tenía reservada otra misión.
—¿La providencia divina? —inquirió Sarah.
El viejo se echó a reír.
—¿Acaso se te ocurre otro nombre para lo que ocurrió entonces?
—No lo sé —admitió Sarah, a quien aún le costaba ordenar de forma coherente esas nuevas informaciones, más cuando sus intereses y sus emociones se encontraban en un intenso conflicto.
—Aquella noche —explicó Ammon—, Gardiner Kincaid supo cuál era su destino auténtico. Hasta entonces había sido un aventurero, un caminante inquieto, un buscador. En cambio, a partir de entonces, nunca dejó de estudiar el pasado. Empleó muchas horas para dar con el modo de salir de aquel templo subterráneo. Cuando lo logró, estaba prácticamente muerto de sed. Como la salida se hallaba muy alejada del lugar donde por la mañana las líneas enemigas discurrían, se dio por supuesto que sus hombres y él habrían realizado un avance valeroso en territorio enemigo, y él no se opuso a esa idea ya que, de lo contrario, posiblemente habría sido sometido a un consejo de guerra. Sin embargo, lo que descubrió allí abajo no lo abandonó jamás. Tras la guerra regresó a Inglaterra y se dedicó a partir de entonces a la incipiente ciencia de la arqueología. Puede que por agradecimiento, pero tal vez también porque se había dado cuenta de que aquella era su vocación.
—Pero ¿por qué nunca me contó esas cosas? —preguntó Sarah—. Quiero decir que yo sabía que él había estudiado arqueología de mayor, y también lo mucho que significaba para él. Pero jamás me explicó cuáles habían sido sus motivos. Yo ni siquiera sospeché jamás que él había participado en la guerra de Crimea.
—Eso no tiene importancia —la tranquilizó el anciano—. Los hombres que han estado en la guerra a menudo no hablan de lo que vivieron en ella. Tienen demasiado miedo a que los terrores del pasado vuelvan a atraparlos.
—Lo entiendo —afirmó Sarah—. Pero, en cambio, él rompió su silencio con vos, ¿verdad?
—Sí —admitió Ammon—. Sin embargo, es ahora, después de tanto tiempo, cuando me doy cuenta de por qué lo hizo.
—¿Qué queréis decir, maestro?
—¿No te parece evidente? Gardiner dio entonces con algo que llamó su atención y que también debería llamar la tuya… ya que es la pista que buscas.
Sarah lo miró con asombro. Tanto la había impresionado conocer un nuevo detalle sobre la vida de Gardiner Kincaid que no había sospechado en todos esos años, que había olvidado el resto. No obstante, Al-Hakim tenía razón, por supuesto. Si en aquel templo subterráneo en Crimea se encontraba el sello de Alejandro Magno, entonces eso significaba que el Conquistador había estado allí. Y como sus cronistas no habían mencionado nada al respecto, era de suponer que lo había hecho en secreto, por encargo de la Hermandad del Uniojo, que pretendía utilizarlo para someter al mundo.
De nuevo Sarah volvía a estar sobre la pista de Alejandro.
—Todo esto empezó hace mucho tiempo —murmuró Ammon—. Ya te dije que hay algo amenazante, algo temible. Pero es en este momento cuando empiezo a darme cuenta de lo tremendas que son las repercusiones.
—Ahora os entiendo, maestro —susurró Sarah—. Por eso creéis que Alejandro también buscó el monte Meru.
—Igual que tantos otros después de él —añadió el sabio—. Sin embargo, ninguno logró desentrañar el secreto. Todos removieron en vano las cenizas del pasado, como tu padre haría más tarde.
Sarah se sobresaltó.
—¿Creéis que Gardiner también sabía de la existencia del monte Meru?
—¡Por supuesto! De lo contrario no habría regresado años después a Crimea.
—¿Estuvo otra vez allí?
—Naram —confirmó el sabio—. Para entonces, la mirada del Uniojo se había posado en él y, a cambio del conocimiento verdadero, estableció una alianza con la hermandad. Incluso después de que se percatara de los auténticos planes de la organización y se hubiera desentendido de ella, no dejó de investigar. La búsqueda de la verdad le ocupó toda la vida, hasta que encontró un triste final en Alejandría.
—Así es —afirmó Sarah con amargura—, y yo ni siquiera llegué a sospecharlo. ¿Cómo sabéis que estuvo otra vez en Crimea?
—Porque poco antes de ir me visitó.
—¿Cuándo fue eso?
—En el mes rabi al-Akhir del año mil doscientos ochenta y nueve —respondió el anciano, como si acabara de ocurrir.
Sarah calculó rápidamente esa fecha en el calendario cristiano.
—Era el verano de mil ochocientos setenta y dos —concluyó—. Entonces yo estaba en un internado para chicas en Londres. No quería ir, pero Gardiner insistió. Ahora empiezo a entender por qué.
—Tenía buenos motivos —opinó Ammon, convencido—. Ese verano él vino a visitarme a El Cairo. Me dijo que había encontrado unos aliados poderosos que lo ayudarían a resolver las últimas grandes cuestiones de la historia de la humanidad. Yo le advertí que para alcanzar ese tipo de conocimientos hay que pagar un precio muy alto, pero no quiso escucharme. En vez de eso, me contó lo que le había ocurrido en la guerra de Crimea, y me preguntó cosas sobre el Conquistador y su campaña militar en el este.
—¿Y qué pasó entonces? —quiso saber Sarah.
—Como mis fuentes no podían ayudarle más, al cabo de unos días partió de nuevo y tomó un barco hacia la ciudad de Constantino. Entonces yo no conocía sus intenciones. ¡No tenía ni idea!
—¿Y encontró algo?
—No lo sé, porque nunca volvió a hablar de ello —contestó el anciano—, ni a mí, ni a ti.
—Es posible que eso no tenga gran importancia —rezongó Sarah sintiéndose tan enfadada como desanimada—. Gardiner ya me ocultaba cosas antes. De hecho, durante mucho tiempo ni siquiera supe que había pertenecido a la Hermandad del Uniojo.
—Es evidente por qué te las ocultó: quería protegerte.
—¿A mí? —preguntó Sarah con un deje burlón—. ¿De qué? ¿De la hermandad?
—La —desestimó Ammon negando con la cabeza—. De ti misma. Gardiner no deseaba que tú sucumbieras al Uniojo como él. Conocía muy bien su poder de atracción.
—¿Y por eso me trató siempre como si fuera una niña pequeña? —Sarah era incapaz de disimular por más tiempo su rabia—. Podría haberme confiado el secreto, haberme hablado de sus experiencias y temores. En cambio, tengo que averiguarlo todo después de su muerte.
—Estás ofendida —constató el anciano.
—¿A causa de qué? —Ella se rio con amargura—. Y ¿por qué debería estarlo? ¿Porque poco a poco me percato de que el hombre al que yo llamaba padre en realidad no sé quién era? ¿Porque los conocimientos que él me ocultó me habrían sido de gran utilidad? ¡No, no! Estoy muy contenta de tener que descubrirlo todo por mi cuenta y, con ello, estar siempre un paso por detrás de mis enemigos. Claro que mi alegría sería mucho mayor si eso no hubiera costado la vida a ciertas personas que yo amaba.
—¿Crees que habrías podido evitar la muerte de Gardiner? ¿O la de Maurice du Gard?
Sarah se mordió el labio inferior.
—Si Gardiner no me hubiera ocultado todas estas cosas, tal vez sí —afirmó al fin, vacilante—. El saber es la más poderosa de las armas. Eso es algo que él mismo me enseñó. ¿Por qué entonces dejó que yo librara esa batalla sin armas?
—No creo que él quisiera que lucharas.
—¿Acaso me queda otra elección? —Habló más fuerte de lo que el respeto al anciano exigía, así que bajó la mirada, avergonzada—. Disculpad, maestro. Es que… yo ya he pasado por todo esto. Es como entonces, en Alejandría. Ahora temo perder de nuevo a una persona amada. E, igual que entonces, ahora descubro que Gardiner sabía mucho más de lo que me había dicho. Y eso me da miedo.
—Lo comprendo. —Ammon asintió—. ¿Qué te habría aconsejado Gardiner en esta situación?
—Seguramente, que abandonara la búsqueda.
—Seguramente —convino el anciano.
—Pero eso es algo que no puedo hacer —repuso Sarah con voz temblorosa.
Tenía los puños cerrados, y el pecho le subía y le bajaba al respirar. La rabia le recorría las venas, una rabia que no solo dirigía a la Hermandad del Uniojo sino también a Gardiner Kincaid. Si su intención había sido protegerla, ¿por qué no le había revelado sus conocimientos, ni la había advertido? La había entretenido con cuatro verdades a medias y la había envuelto en una red de mentiras que la hacían dudar de él e incluso de ella misma.
Sin embargo, igual que los legados de la historia eran el objeto de la arqueología y estos eran engullidos por la tierra hasta que en algún momento volvían a salir a la luz, la verdad tampoco podía permanecer oculta mucho tiempo, y Sarah sentía cierta complacencia por el hecho de que, a la postre, había sido precisamente Gardiner Kincaid quien le había proporcionado la clave decisiva para continuar con su búsqueda.
—Nuestro objetivo es Crimea —dijo Sarah anunciando su decisión definitiva—. Informaré a Hingis al respecto.
—Mi niña —susurró Ammon.
—¿Qué? —preguntó ella, con una aspereza impropia.
—Siento tu rabia —musitó el anciano. No se trataba de un reproche, sino de la mera constatación de un hecho.
—Lo sé.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué te ha pasado para que veas adversarios incluso entre tus semejantes?
—Ya os lo dije, maestro —murmuró Sarah mientras se levantaba y se disponía a marcharse—. Se me cayó el velo de los ojos.
Hizo una reverencia respetuosa, como siempre que se despedía de Al-Hakim, y abandonó su habitación.
Mientras salía, se apresuró a secarse las lágrimas de los ojos.