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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID

Bibliotecas…

Ya durante mi juventud las adoraba. En una edad en que otras mujeres se interesaban por los vestidos bonitos y las joyas y esperaban con impaciencia asistir a una reunión social o un baile, como si fuera la máxima felicidad sobre la tierra, yo prefería meter la nariz en los libros antiguos. Al poco me di cuenta de que estos no están solo para guardar el saber del pasado, sino también para construir puentes hacia el futuro. Por lo tanto, siempre me he sentido muy a gusto en lugares con muchos libros; es como si tuviera a mi disposición toda la sabiduría del mundo. A pesar de que en los últimos tiempos he comprobado que los abismos del pasado albergan asimismo secretos mortales, esto no ha socavado mi amor por la palabra escrita, tal vez porque me he dado cuenta de que el conocimiento también puede ser un arma.

En las ruinas de la Biblioteca de Alejandría alguien me dijo que la Hermandad del Uniojo temía las bibliotecas, que se oponía a ellas con el poder destructor del fuego porque proporcionaban al hombre unos conocimientos que no eran adecuados para él.

Desde entonces tengo otro motivo para visitar las bibliotecas y buscar la verdad en los libros antiguos…

BIBLIOTECA NACIONAL OTOMANA, BAYAZIT, CONSTANTINOPLA, 20 DE MARZO DE 1885

La Kutuphanei Osmaniye, tal como se llamaba la gran biblioteca del distrito de Bayazit, era la primera biblioteca nacional del Imperio otomano y había abierto sus puertas el año anterior a pesar de que la existencia de bibliotecas en el Bósforo tenía ya una tradición de más de ochocientos años.

Antiguamente las mezquitas eran sobre todo las que conservaban los manuscritos y los preservaban para la posteridad; más tarde, gracias al patrocinio de gobernantes y religiosos, fue posible construir bibliotecas propiamente dichas. Así, colecciones como la de Suleimán el Magnífico, que se hallaba en la mezquita que llevaba su nombre, la de la biblioteca del palacio de Topkapi de Ahmed III o la biblioteca fundada por Mahmud I en 1739 en Aya Sofya albergaban un número de manuscritos islámicos como no había igual: literalmente cientos de miles de obras se acumulaban en sus estanterías, y una sola vida no era suficiente para entregarla al estudio de todos ellas. Sarah había decidido probar suerte en la biblioteca más reciente de la ciudad: no solo porque su catálogo abarcaba también bibliografía occidental, así como libros en griego y latín, sino porque además Friedrich Hingis, al buscar un experto, había contactado con uno de los encargados de la Kutuphanei Osmaniye.

El nombre del encargado era doctor Yussuf Galib, y era un otomano abierto al mundo occidental; de hecho, pertenecía a esa joven generación de otomanos que consideraba su propia cultura retrógrada y poco avanzada en relación con la occidental. Sarah tenía sus reservas al respecto, pero se guardó mucho de decírselo al doctor Galib. Lo que ella necesitaba sobre todo era información acerca de los arimaspos, y enzarzarse en una discusión sobre las supuestas bendiciones de la civilización occidental no sería de utilidad para su objetivo.

A Galib le llevó todo un día convencer a sus superiores de que concedieran a Sarah un permiso de investigación para así tener acceso a la biblioteca. El hecho de que fuera extranjera tenía poca importancia; lo que más pesaba era su condición de mujer. Al parecer, al menos en su opinión sobre el sexo femenino, había un acuerdo tácito, un gentlemen agreement, entre los eruditos occidentales y los orientales. Al final, los responsables de la biblioteca permitieron que esa «inglesa excéntrica», tal como llamaron a Sarah, tuviera acceso por lo menos a la colección antigua, si bien a condición de que el doctor Hingis la acompañara y vigilara escrupulosamente todos y cada uno de sus pasos, a modo, por así decirlo, de chaperone[13] científico. Otra persona acompañó también a Sarah a la biblioteca.

El joven Ufuk.

Al-Hakim había insistido en que Sarah se llevara a su joven sirviente y le enseñara los principios fundamentales de la investigación científica. Ammon, en su sabiduría, decía que Ufuk crecería en un tiempo en el que las fronteras entre Oriente y Occidente se desdibujarían de forma clara, y las antiguas tradiciones dejarían de tener peso; por eso era importante que el joven, por el cual el anciano sentía una gran estima, aprendiera a manejarse en ambos mundos. Además, había añadido con la pasión que le era propia, el nombre de Ufuk significaba «horizonte» en lengua otomana; en su opinión, había llegado el momento de ampliar un poco ese horizonte.

Cuando por fin las puertas de la biblioteca se abrieron para ellos, Sarah y Hingis no pudieron evitar sentirse profundamente impresionados, ya que las amplias salas de lectura y las estanterías ordenadas con pulcritud no tenían nada que envidiar a las de Ginebra, Oxford o La Sorbona. Después de que Galib los guiara en una visita general por la biblioteca los acompañó a la sección de historiadores y geógrafos de la Antigüedad. Allí se hicieron con obras de Herodoto, Estrabón, Diodoro, Megástenes, Plinio y otros autores que se habían dedicado a la descripción del mundo conocido hasta su respectivo tiempo y el de sus pueblos. Para sorpresa de Sarah y Hingis la mayoría de las obras no solo estaban en el original en griego o latín sino que, por lo general, estaban también traducidas al alemán: una consecuencia del intenso intercambio que había entre los centros intelectuales del Imperio otomano y el alemán, algo que el Imperio británico contemplaba con suspicacia.

Sarah se centró en los griegos Herodoto y Megástenes, en cuyas obras habían intentado describir los pueblos y la geografía de su época; Hingis, por su parte, se dedicó a Plinio el Viejo y a Estrabón, que estaba en la edición crítica de Kramer de 1852. Ufuk, que para asombro de Sarah dominaba el griego clásico de forma oral y escrita, examinó la obra de Diodoro y la Indica del griego Megástenes, de la que solo se conservaban algunos fragmentos.

El objetivo de la búsqueda estaba claramente definido: averiguar alguna cosa sobre los legendarios arimaspoi a los que aludía el misterioso poema que el fuego había revelado en el pergamino.

Una empresa difícil.

La tendencia de Herodoto a adornar con un número ingente de anécdotas e interpretaciones personales sus Historias, que relataban las disputas entre griegos y persas en el siglo V antes de Cristo y se detenían también en sus extensos antecedentes, hacía que no resultara sencillo cribar los datos científicamente valiosos. Sin embargo, sus descripciones de los pueblos extranjeros y sus costumbres eran tan profusas en detalles que incluso el romano Cicerón había otorgado a Herodoto el título honorífico de «padre de la historiografía». Sarah confiaba en que aquel inmenso pozo de conocimientos sobre el mundo antiguo que Herodoto había creado no solo a partir de sus largos viajes sino también de un gran número de fuentes escritas y, en parte, perdidas le fuera útil a ella respecto a los arimaspos.

Y no se equivocó.

Cuando, en el tercer libro de las Historias de Herodoto, dio por primera vez con la palabra arimaspoi dejó escapar un grito de triunfo que sobresaltó a Ufuk y Hingis. Entre los montones de libros abiertos y superpuestos le dirigieron miradas esperanzadas.

—¿Y bien? —preguntó el suizo.

—Tercer Libro, párrafo CXVI —respondió Sarah con voz temblorosa de excitación—: «Por el lado del norte parece que se halla en Europa copiosísima abundancia de oro, pero tampoco sabré decir dónde se halla, ni de dónde se extrae. Cuéntase que lo roban a los grifos los monóculos arimaspos».

Su voz se interrumpió y el silencio más absoluto regresó a la pequeña sala de lectura que, por lo demás, estaba vacía de gente. Era viernes, y la mayoría de los otomanos que trabajaban en la biblioteca se congregaban en la mezquita para participar en la oración del mediodía. Las paredes de la sala estaban revestidas con madera de teca, y el olor a barniz y a cuero viejo impregnaba el aire.

—Al parecer —dijo Hingis, que fue el primero en recuperar el habla—, estamos siguiendo la pista correcta.

A Sarah le costaba contener su excitación.

—Si Herodoto menciona los arimaspos, posiblemente encontraremos más referencias a ellos.

—Y en tal caso, ¿qué, lady Kincaid? —quiso saber Ufuk con su modo franco de hablar—. Disculpe mi curiosidad, pero no veo cómo unas palabras escritas hace tanto tiempo pueden darnos pistas sobre un pueblo desaparecido.

Sarah forzó una sonrisa. El viejo Ammon había demostrado tener un gran conocimiento de las personas cuando eligió su sirviente. Kesh, el antecesor de Ufuk, era muy distinto en muchas cosas, tenía una constitución física más fuerte y carecía de una inteligencia tan despierta; sin embargo, ambos tenían en común la lealtad con que servían a su maestro, un «corazón noble», como diría Ammon. De todos modos, Ufuk era mucho más que un mero criado: Al-Hakim lo había convertido además en su alumno y había empezado a introducirlo en los secretos antiguos, posiblemente también porque el sabio de Mokattam sabía que sus días en la tierra no eran eternos.

—Estos libros, Ufuk —le explicó Sarah mirando los numerosos ejemplares que cubrían la mesa—, compilan todo el saber del mundo antiguo. Si los arimaspos existieron de verdad, más pronto o más tarde daremos con otros indicios de ellos en alguna de estas páginas. Llevan esperándonos miles de años, solo tenemos que reunirlos.

—¿Y a qué nos llevará todo eso? —preguntó el muchacho.

A Kamal, pensó Sarah.

—A nuevas respuestas —dijo, en cambio.

La localización de otros fragmentos del texto que hacían referencia a los arimaspos resultó ser una tarea laboriosa. Hasta bien entrada la tarde ninguno de los tres dio con otro dato. Friedrich Hingis encontró en la Historia natural de Plinio una nueva referencia.

—¡Es increíble! —exclamó dando un palmetazo sobre la mesa—. ¡También Plinio habla de los arimaspos!

—Cuéntanos —le pidió Sarah, que no esperaba menos.

Hingis leyó un párrafo que hablaba de unos guerreros de un solo ojo y de las disputas que tenían con unas misteriosas criaturas celestiales que el historiador romano llamaba con una palabra tomada del griego: grifos.

—Los grifos —comentó Sarah—. Herodoto también los ha mencionado. Me pregunto a qué se referirán.

—Desde luego no a esa criatura que es medio león y medio águila y que conocemos por la Edad Media europea —reflexionó Hingis—. Seguramente este término describe simplemente un pájaro de gran tamaño cuya existencia las gentes de su tiempo no entendían y que pasó a ser un mito de un ser sobrenatural.

—¿Un pájaro grande? —preguntó Ufuk. El joven había analizado la descripción de Megástenes de la India, pero no había encontrado hasta el momento ninguna referencia a los arimaspos—. El maestro Ammon me ha hablado de un animal así.

—¿De verdad? —preguntó Sarah.

—Sí —confirmó Ufuk, decidido—. Los antiguos persas tenían esa figura legendaria, era un pájaro de origen no terrenal llamado simurgh. También los hindúes y los budistas lo conocen y lo llaman garudá.

—Ya me acuerdo —corroboró Sarah—. Al-Hakim también me habló de él. Me contó además que el simurgh o el garudá en los cuentos orientales de las Mil y una noches tomó la forma del pájaro Roc.

—¿El pájaro Roc? —Hingis resopló con desdén—. Por favor…

—Según cuenta la leyenda —prosiguió el muchacho, imperturbable—, el pájaro Roc habita en las escarpadas pendientes de los montes orientales. Se dice que es capaz de atrapar un elefante y elevarlo por los aires…

—… y también que sus huevos tienen el peso y el tamaño de ciento cincuenta huevos de gallina —añadió Hingis con tono burlón—. Ya lo sé, hijo mío. También yo en mi juventud leí esos cuentos. Solo que dudo que esto contribuya de algún modo a nuestra búsqueda.

—¡Quién sabe! —reflexionó Sarah—. Si tanto las fuentes griegas como las persas mencionan de forma parecida seres alados sobrenaturales, esto podría significar que nuestra búsqueda de los arimaspos debe orientarse hacia Oriente.

—Una conclusión osada —opinó Hingis.

—Desde luego —concedió Sarah—, pero no es descabellada. Si no recuerdo mal, incluso Marco Polo en las descripciones de sus viajes habla del pájaro Roc. Además, una expedición que partió hace unos años en busca de esa criatura, según dijeron, parece ser que encontró un esqueleto que medía más de dieciocho metros de anchura.

—Eso se dijo —respondió Hingis con un bufido de desdén—. Ocurrió en mil ochocientos sesenta y seis. Sin embargo, esos caballeros jamás pudieron aportar una prueba documentada de la existencia de semejante criatura.

—De todos modos —insistió Sarah—, si los arimaspos existen posiblemente, esos contrincantes suyos tampoco son un producto de la fantasía. Tiene que haber algo que haya inspirado la leyenda de los grifos, algo que los hombres de la Antigüedad no pudieran explicarse a menos que fuera por medio de un mito.

—¿Y qué, exactamente, podría ser eso? —preguntó Hingis.

—No lo sé, querido colega, todavía no —repuso Sarah con una sonrisa tímida—. Las pistas señalan hacia Oriente, pero necesitamos más pruebas.

Se concentraron de nuevo en sus libros y, tal como comprobaron en el curso de las horas siguientes, lo que habían descubierto hasta el momento sobre los cíclopes y sus misteriosos adversarios alados era solo el extremo de un hilo de una madeja enmarañada.

También la obra del geógrafo clásico Estrabón contenía una referencia a los arimaspos y a los legendarios tesoros de oro por los que se peleaban con los grifos; al final Ufuk descubrió que también Megástenes hablaba de un pueblo de cíclopes que vivía en el lejano Oriente, al otro lado de las grandes montañas. Sin embargo, la descripción más completa de los arimaspos se encontraba en la obra de Herodoto, tal como Sarah constató al leer el cuarto libro de las Historias.

—Escuchad esto —dijo llamando la atención de sus compañeros y leyendo con voz temblorosa de emoción—: «Aristeas, natural de Proconeso, hijo de Caistrobio y poeta de profesión, decía que por inspiración de Febo había ido hasta la tierra de los isedones, más allá de los cuales añadía que habitaban los arimaspos, hombres de un solo ojo en la cara, y que más allá de estos estaban los grifos que guardaban el oro del país, y que más lejos que todos habitaban hasta las costas del mar los hiperbóreos…».

—¿Qué significan todos esos nombres? —quiso saber el joven Ufuk.

—Son nombres de pueblos antiguos —explicó Sarah—. Por fin obtenemos datos geográficos.

—¿Datos geográficos? —repitió Hingis con actitud crítica—. ¡En absoluto! Del pueblo de los isedones apenas se sabe nada y, en cuanto a los hiperbóreos, resultan apenas tan desconocidos como los arimaspos. Hay muchos investigadores que sostienen que nunca existieron, y otros ven en ellos algo así como la raza legendaria original de la humanidad. Es como intentar solucionar una ecuación matemática introduciendo otra incógnita. O, por quedarnos en el mundo de la fantasía, como intentar encontrar el bosque de los siete enanitos preguntando el camino a Caperucita Roja.

—Eso no es exactamente así —objetó Sarah, y dirigió a su amigo una mirada reprobadora por la comparación contundente que había hecho—. Más adelante en el texto, Herodoto menciona un pueblo con el que sí podemos trabajar: los escitas.

—¿Los escitas? —Hingis hizo una mueca de sorpresa.

—En efecto —le confirmó Sara, y tradujo de nuevo—: «De la región que está sobre los isedones dicen estos que es habitada por hombres monóculos, y que en ella se hallan los grifos guardianes del oro. Esta fábula la toman de los isedones los escitas que la cuentan, y de estos la hemos aprendido nosotros, usando de una palabra escítica al nombrarlos, arimaspos, pues los escitas por “uno” dicen arima, y por “ojo” dicen spu». Bueno, querido Friedrich —añadió ella con una sonrisa—, ¿qué tienes que decir al respecto?

—Los escitas eran un pueblo nómada guerrero que habitaba en el este de Europa y al sur de Rusia —replicó Hingis—. ¿Acaso ellos son el vínculo entre el mito de los arimaspos y la historia real?

—Sería posible, ¿no te parece?

—Bueno —advirtió el suizo—, deberíamos ser prudentes. Como los escitas no conocían la escritura se sabe relativamente poco sobre ellos, lo cual a su vez significa que es difícil discernir con claridad el mito de la historia. Por otra parte, todas estas fuentes ofrecen descripciones del entorno más apartado del mundo antiguo. Muy pocos de estos autores pudieron haber viajado a esos lugares en persona, ni verlos siquiera de lejos con sus propios ojos. Ni tan solo el bueno de Herodoto.

—Es verdad —admitió Sarah clavando la mirada en el texto que había leído—. Herodoto dice que obtuvo esa información del tal Aristeas de Proconeso, el cual había compuesto un poema sobre los arimaspos.

—La antigua isla de Proconeso es la actual Marmara Adasi —explicó entonces Ufuk—. Se la conoce como la isla de Mármara y no está muy lejos de aquí. Es curioso, ¿verdad?

—Desde luego —admitió Sarah—. Demasiado curioso para mi gusto.

—Por lo demás, ¿qué sabemos del tal Aristeas? —quiso saber Hingis—. ¿Acaso Herodoto cuenta algo más de él?

—Un momento —contestó Sarah. Tras ojear en las líneas siguientes lanzó de nuevo un grito de sorpresa.

—Espero de veras —dijo Hingis con tono seco— que tengas un buen motivo para este nuevo arrebato. Este pobre muchacho y yo mismo nos hemos dado un susto de muerte.

—Disculpad —balbuceó Sarah, incapaz de apartar la mirada de las líneas impresas en letra gótica alemana—. Es que… Lo que he leído es tan increíble que… —Negó con la cabeza y levantó la mirada con lágrimas de profunda emoción en los ojos—. Herodoto menciona un acontecimiento que, al parecer, tuvo lugar en Proconeso —explicó con voz temblorosa—. Según dice, Aristeas entró un día en un batán y murió allí. Sin embargo, cuando fueron a recoger su cadáver para enterrarlo este había desaparecido.

—¿Y…? —preguntó Hingis, incapaz de encontrar emoción alguna en esa anécdota mórbida.

—Según parece, siete años después —continuó Sarah en voz baja— Aristeas apareció otra vez en la isla, vivito y coleando, y explicando un sinfín de anécdotas que decía haber vivido mientras buscaba el legendario pueblo de los hiperbóreos. Se sintió tan inspirado que escribió una oda sobre los cíclopes que tituló Arimaspea. Luego desapareció de nuevo.

—Increíble —dijo el suizo sin pensar. Aquel comentario, considerando su carácter tan comedido y contenido, era un auténtico arrebato en él—. ¿Sospechamos lo mismo?

—Creo que sí —afirmó Sarah—. Si las cosas en el Proconeso ocurrieron tal como las cuenta Herodoto, podría ser que Aristeas hubiera tomado el agua de la vida. Sus contemporáneos entonces lo dieron por muerto a pesar de que no lo estaba; de nuevo le fue administrada el aqua vitae y él emprendió su viaje hacia Oriente.

—Una suposición bastante aventurada —comentó Hingis— que no podemos demostrar porque la obra de Aristeas ha desaparecido. De todos modos, aunque no fuera ese el caso, su texto no resistiría un análisis científico puesto que, como dice Herodoto tan bellamente, Aristeas había partido de viaje «por inspiración de Apolo», lo cual, en otras palabras, significa que estaba loco.

—O presa del delirio que provoca la fiebre. —Sarah apuntó otra interpretación.

—Eso no me convence mucho.

—¿Por qué no?

—Porque tú, de nuevo, solo ves lo que quieres ver —replicó el suizo con una franqueza un tanto cruel.

—¿De nuevo? —preguntó Sarah.

Hingis suspiró. Era evidente que no se sentía orgulloso de sus palabras, pero tampoco estaba dispuesto a retirarlas.

—Tienes que ser prudente, Sarah —dijo con voz queda—. Vas camino de obsesionarte. Igual que en Grecia.

—Para nada —replicó Sarah con vehemencia, esforzándose por no demostrar cuánto le afectaba el reproche de su amigo—. Solo veo lo que me resulta evidente.

—¿De verdad? —Friedrich Hingis tenía las gafas empañadas, como siempre que se acaloraba por algo—. ¿Qué tenemos hasta ahora que no sean indicios y suposiciones? ¡Nada, Sarah! ¡Nada capaz de resistir a una observación objetiva!

—¿Ah, no? —Ella señaló los libros abiertos que tenían delante—. ¿Y qué me dices de las referencias que hemos encontrado?

—Con todos los respetos, estimada amiga, los caballeros cuyas obras hemos leído posiblemente se copiaron entre sí. A diferencia de nuestros días, en la Antigüedad esto estaba tremendamente bien visto, y apropiarse de la obra intelectual de otros era signo de cultura.

—De acuerdo —admitió Sarah—, pero tiene que haber un motivo por el cual la información sobre los arimaspos se transmitiera durante siglos. Una verdad más profunda que…

—Como arqueólogos, Sarah, no debe guiarnos tanto la búsqueda de la verdad como de aquello que cabe demostrarse de forma científica —dijo el suizo recordándole algo que cualquier estudiante universitario de primer semestre sabía—. Considerando el magnífico maestro que tuviste, ya lo deberías saber.

—Y, considerando todo lo que hemos experimentado, tú deberías saber que los hechos científicos no lo son todo —replicó Sarah con enojo—. ¿Por qué te resistes tanto a ello?

—Porque, querida mía —repuso Hingis—, la ciencia es lo único que me queda. He perdido una mano y buena parte de mi buen nombre y, bien pensado, me quedan muy pocas de mis antiguas convicciones. Sin embargo, conservo aún mi buen juicio y no pienso desprenderme de él precisamente ahora, de él cuando estamos… —calló y se mordió los labios, mirando en silencio la superficie de la mesa.

—Cuando estamos… ¿qué? —inquirió Sarah—. Explícate tranquilamente, amigo mío.

Hingis tomó aire y continuó hablando, con un tono más contenido, casi apocado:

—… cuando estamos a punto de volver a meternos de lleno en una aventura cuyo desenlace es completamente imprevisible —concluyó.

—Jamás te he obligado a seguirme —apuntó Sarah—. Siempre me has acompañado voluntariamente.

—Y no lamento mi decisión. Pero creo que deberíamos mantener un mayor distanciamiento científico.

—¿Distanciamiento científico? —Sarah creyó que no había oído bien—. ¿Has olvidado de qué va esto?

—En absoluto. —Hingis negó con la cabeza—. Pero creo también que tu preocupación por Kamal altera tu capacidad de discernimiento y que ahora mismo no estás en condiciones de diferenciar entre los hechos reales y la ficción. Como confidente y amigo lo entiendo perfectamente, pero como colega no puedo más que advertirte.

Sarah cogió aire, dispuesta a rebatir a Hingis de forma enérgica y a decirle que podía coger sus consejos inteligentes y marcharse con ellos a donde quisiera si no estaba dispuesto a ayudarla en su búsqueda.

Pero no lo hizo.

En ese instante, le vino una idea a la cabeza que le pareció más importante que cualquier otra discusión; una suposición que tenía que ser confirmada de inmediato.

De pronto, volvió su atención a las notas que había tomado mientras leía y las repasó.

—¿Se puede saber qué lees ahora? —quiso saber Hingis con cierta indignación.

Sarah no contestó hasta que encontró la anotación que buscaba.

—¡Aquí está! —exclamó sacando con gesto triunfante una hoja escrita—. La transcripción del poema que el fuego reveló en el pergamino.

—¿Y bien? —preguntó el suizo.

—¿Recuerdas el comienzo? «Y así seguí viajando hacia el norte, y vi lo que jamás había visto ojo humano, acompañado del Febo veloz, que me abrió los ojos a la verdad».

—Sí, claro, pero no veo qué…

—Esta idea se me ha ocurrido cuando me reprochabas que no soy capaz de distinguir los hechos de la ficción —explicó Sarah, en cuyos ojos por primera vez en mucho tiempo volvía a brillar la pasión del descubridor—. Febo es el apodo de Apolo, ¿verdad?, el dios griego de la luz y el orden racional.

—Así es —confirmó Hingis—. Pero no veo adónde… —De pronto enmudeció y palideció—. ¿Crees que…?

—Eso mismo —confirmó Sarah—. Herodoto dice que Aristeas estaba inspirado por Apolo, y el poema alude a la compañía del «Febo veloz». ¿Y si se refieren a lo mismo? ¿Y si el texto del codicubus es la Arimaspea, el poema perdido de Aristeas al que Herodoto alude en sus Historias?

—Eso… eso sería un auténtico descubrimiento científico —balbuceó Hingis, impresionado.

—Desde que estuvimos en Alejandría sabemos que por lo menos algunas partes de su biblioteca legendaria se conservaron durante mucho más tiempo del que sostiene la ciencia —comentó Sarah—. En consecuencia, podría ser que la obra de Aristeas hubiera perdurado en el tiempo. A fin de cuentas, no sería la primera ocasión en que se utiliza un codicubus para guardar un texto durante siglos.

—Al menos, eso sería lógico —tuvo que admitir el suizo.

—Si Polifemo dio tanta importancia al poema que no solo lo confió a la seguridad de un codicubus sino que además lo ocultó a la vista de cualquier observador indeseado, entonces hemos de suponer que se trata de algo que es mucho más que la ambición literaria de un loco.

—¿Y sería…? —quiso saber Hingis.

—Como ha dicho Ufuk, la isla de Proconeso se encuentra en el mar de Mármara, que ya en la Antigüedad era parada intermedia de un número ingente de barcos que navegaban de Europa a Asia, y viceversa. —Sarah siguió ahondando en su idea—. Es posible que Aristeas oyera a los marineros hablar de sus viajes y de las maravillas que habían vivido en el lejano Oriente.

—¿Te refieres a esos relatos fantasiosos de marineros?

—Sí, pero seguramente con un núcleo de verdad. Es posible que de este modo Aristeas oyera hablar por primera vez de los arimaspos, los grifos y los hiperbóreos, y al final partiera para buscarlos.

—Es posible, sí —admitió Hingis, y se recolocó las gafas, que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz—. Pero ¿de qué nos sirve esto? Aun suponiendo que el poema es auténtico y que realmente es de Aristeas, no contiene ni datos geográficos, ni descripción alguna que permitan deducir dónde estaba el lugar de asentamiento de los arimaspos.

—Es verdad. —Sarah le dio la razón—. Aun así, si mis sospechas son ciertas y Aristeas se inspiró en los relatos de la gente del mar, entonces el territorio en cuestión queda delimitado, en concreto a las regiones costeras nororientales del mar Negro, lo cual coincide además con la leyenda del pájaro Roc.

—Entonces, miel sobre hojuelas —gimió el suizo—. Basta con buscar en una línea de costa de varios miles de kilómetros, y eso sin contar el interior.

—No es así —repuso Sarah—. No olvidemos que Herodoto menciona también a los escitas. Por lo tanto, si centramos nuestra búsqueda en las regiones en torno al mar Negro que en su tiempo fueron habitadas por los escitas, de nuevo reduciremos el territorio que debemos tener en cuenta.

—Muy bien. Pero ¿sabes qué significa esto? —gruñó Hingis. Cogió uno de los atlas y lo abrió al instante—. Según sabemos, el territorio de los escitas se extendía desde la planicie húngara hasta el río Yeniséi, en Siberia. En otras palabras, ocupaba toda la costa norte del mar Negro. Aunque solo tomemos en consideración la parte oriental, esto es, de la península de Crimea a las estribaciones del Cáucaso, hablamos de un territorio de varios cientos de kilómetros cuadrados. Y eso sin tener en cuenta que buena parte de la zona es territorio ruso y que tú, como británica, no serías precisamente bienvenida allí.

—No importa —insistió Sarah—. Estoy segura de que estamos siguiendo la pista correcta.

—¿Por qué? —replicó el suizo—. ¿Acaso tu instinto te lo dice?

—No —contestó ella negando con la cabeza—. Porque las fuentes así me lo dan a entender. Tal vez los indicios son muy flojos, y las conclusiones que sacamos se asientan sobre bases poco firmes, pero son legítimas y estoy dispuesta a correr este riesgo. También en una ocasión se reprochó a Schliemann que andaba a la caza de quimeras, pero Troya se convirtió en un hecho histórico en el instante en que él desenterró de la arena las murallas de la ciudad. Y eso precisamente es lo que pienso hacer.

—¿Cavar en la arena?

—Sacar a la luz los hechos —lo corrigió ella—. Los arimaspos y el monte Meru son el único vínculo que me queda de Kamal, así que pienso poner todo de mi parte para encontrarlos. No puedo ni quiero obligarte a acompañarme en este camino, pero estoy dispuesta a recorrerlo, te guste o no.

Friedrich Hingis no respondió de inmediato.

—Fuera o no Gardiner Kincaid tu padre —dijo al fin—, es evidente que has heredado de él su carácter implacable.

—Disculpa.

—No hay nada que disculpar. —Hingis negó con la cabeza.

—Así pues ¿es aquí donde se separan nuestros caminos? —preguntó Sarah mirándolo fijamente. En su rostro pálido ligeramente pecoso no se adivinaba ninguna emoción, pues no quería influir en su decisión.

—¿A qué viene esto? —preguntó el suizo, indignado—. ¿Quieres librarte de mí? ¿Así es como muestras tu agradecimiento a un colega que ha pasado tantas cosas contigo? ¿Quieres para ti sola todos los honores y la fama científica?

—¿Me… me acompañarías?

—Hasta el fin del mundo, si fuera preciso. Empezamos juntos este asunto y, con la ayuda de Dios, juntos lo terminaremos.

—Pero… ¿no has dicho tú mismo que mis conclusiones eran precipitadas e irreflexivas?

—Tus tesis son, ciertamente, aventuradas, pero por lo menos no me parece que carezcan de fundamento —repuso el suizo—. Solo pretendía evitar que tu preocupación por Kamal te llevara a tomar decisiones que carecieran de base racional. Por eso me he permitido recordarte las virtudes de nuestra ciencia.

—Algo que te agradezco mucho —repuso Sarah—. De todos modos, años atrás un consejo como este te habría valido un bofetón sonoro por mi parte.

—Querida mía —dijo Hingis sonriendo—, años atrás yo no te habría dado ningún consejo.