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LUGAR DESCONOCIDO, A LA MISMA HORA

El aire era frío y olía a nieve.

Un cielo de color gris ceniza se extendía sobre aquel extenso valle flanqueado por unas pendientes empinadas. En lo alto se alzaban unas montañas imponentes cuyas altas cimas estaban rodeadas de nubes. Como era natural, en esa época del año el valle estaba cubierto de nieve; solo en algunos puntos se entreveían tonos ocres y terrosos, que permitían adivinar la inminente llegada de la primavera. En cambio, era inútil buscar árboles o flores. El paisaje era desolado. Aquí y allá se adivinaban rocas cubiertas de nieve y, por lo demás, el suelo era llano, como si el aire gélido que soplaba constantemente sobre él hubiera barrido tiempo atrás toda la vegetación. El viento sacudía las banderolas de colores que alguien había colgado para venerar a los dioses de la montaña y, aunque había pájaros que se elevaban chillando por las pendientes empinadas y aprovechaban el viento descendente para cazar presas, el lugar parecía desértico.

Así, imaginó Kamal, tenía que haber sido el aspecto de la tierra al principio del mundo, cuando no existía nada excepto el genio divino que creó la vida de la nada. Sin embargo, mientras en otros lugares habían surgido ciudades florecientes y paisajes frondosos, ese parecía olvidado por el tiempo. Tal vez, se dijo, por eso ahí se sentía como en casa.

De pie, junto a la ventana estrecha que se abría en un muro tosco en dirección sudeste, se sumió en sus pensamientos, como tantas veces desde que había despertado de su profundo sueño febril. Había muchas cosas que carecían de sentido. Sensaciones sin fundamento. Impresiones que no lograba definir.

¿Por qué había padecido esa extraña fiebre? ¿Por qué era incapaz de acordarse de nada de lo que había ocurrido con anterioridad? No recordaba su nombre, qué había hecho antes, ni quién había sido; dominaba tres idiomas y también parecía tener muchos conocimientos, lo que hacía pensar en un elevado nivel de educación y un origen adinerado. Pero no tenía ni idea de dónde, cuándo y de qué modo había adquirido esos conocimientos. Por lo que se refería a su identidad, sus recuerdos personales, sus sentimientos y emociones, en definitiva, por cuanto lo constituía como persona, estaba tan vacío como ese paisaje exterior. Era incapaz de recordar nada que hubiera ocurrido antes de los últimos cuatro meses. Aquellos ciento veinte días representaban, por lo tanto, toda su vida hasta el momento.

Una y otra vez intentaba concentrarse, y escarbaba entre los restos de su memoria en busca de respuestas. ¿Había vivido siempre en aquel lugar solitario? ¿De dónde procedía? ¿Qué había hecho hasta ese momento? ¿Había habido vida antes de esa fiebre?

Pero, por más que se esforzaba y buscaba con ansia algún indicio, no encontraba nada.

Solo cuando soñaba tenía la sensación de estar más cerca de su pasado. Entonces se deslizaban rápidamente ante él unas imágenes borrosas en las que le parecía distinguir algo conocido y oía voces que le resultaban familiares, como si tuviera que acordarse de ellas.

Pero no lo conseguía.

¿Esas impresiones eran reales? ¿Procedían del tiempo previo a la oscuridad? ¿Eran un eco de lo que él había visto y vivido antes de sufrir esa fiebre?

Kamal no lo sabía. Solo le alegraba ver que había alguien que le ayudaba a orientarse en aquel remolino de contradicciones y preguntas sin respuesta, alguien que era como un faro, que permitía a los barcos perdidos en una tormenta el regreso seguro a puerto.

Sarah.

Ya el mero sonido de su nombre hacía vibrar algo en su interior, igual que si alguien tocase la cuerda de un instrumento musical; sin embargo, la melodía le resultaba extraña. No podía recordar cómo la había conocido, ni tampoco decir cuánto tiempo llevaban juntos. En cualquier caso, debía a ella en especial que su memoria no estuviera del todo vacía y se llenara de nuevo poco a poco. Sarah había sido su fuente de vida en el desierto, su memoria fiable allí donde sus recuerdos lo habían abandonado.

De no haber sido por ella, posiblemente habría perdido el juicio. No obstante, con su amor y entrega, Sarah conseguía una y otra vez apartarlo de sus pensamientos lúgubres y le daba esperanzas de que en algún momento ese velo del olvido se retiraría y él recuperaría la memoria. Hasta entonces no le quedaba más remedio que confiar en su amada y dar las gracias a Alá por tener a su lado una compañera así.

Si Kamal asomaba la cabeza por la ventana, podía ver la torre del sur, desde la que los guardianes controlaban la entrada al valle. Sus enemigos, según le había explicado Sarah, les seguían la pista, a pesar de lo cual ella se resistía a decirle quiénes eran, ni lo que querían de ellos. Kamal suponía que, de ese modo, ella procuraba no inquietarlo hasta que estuviera totalmente repuesto de los estragos de la fiebre. Él la amaba también por eso, aunque en lo más profundo de su ser (y eso casi le avergonzaba) tenía la desagradable sensación de estar encerrado en aquella fortaleza que se elevaba orgullosa y desafiante en la cara norte del valle.

—Mi reino por tus pensamientos.

Sarah se había aproximado en silencio y lo abrazaba por la espalda. Notó su cuerpo delgado, apretándose contra el suyo. Como él, ella también se había envuelto en una manta de lana para resguardarse del frío de la mañana.

—Sarah.

Se volvió hacia ella y clavó la mirada en sus rasgos pálidos, que parecían de alabastro. Esos pómulos elevados, su boca pequeña y sus ojos de color verde esmeralda de mirada provocadora creaban una imagen que no era bella en el sentido clásico y que, no obstante, a él le quitaba la respiración. La cabellera de color rubio rojizo le caía suelta sobre los hombros blancos. Debajo de la manta no llevaba más que joyas, a las cuales ella parecía dar mucha importancia. Kamal no comprendía esa pasión por las baratijas terrenales, igual que muchas otras cosas que él no le decía. Sin embargo, amaba a esa mujer, no solo por agradecimiento, sino porque en su fuero interno era consciente de que lo unía a ella algo más antiguo y más sólido que lo que podría llegar a ser jamás la atracción física.

—¿Qué tal estás? —quiso saber ella. Una sonrisa le iluminó un poco sus facciones severas.

—Igual que ayer —respondió Kamal—. Y como el día anterior a ese.

—Todavía no te acuerdas de nada.

No era una pregunta, era la constatación de un hecho, y Sarah no se sorprendió al ver que él negaba con la cabeza.

—Ten paciencia —lo tranquilizó posando una mano cubierta de anillos de oro en su pecho—. Ya te acordarás.

—¿Cuándo? —quiso saber Kamal.

—Pronto —dijo ella, convencida.

—Cuando duermo tengo la sensación de estar a punto. Me parece como si solo tuviera que extender la mano y coger mis recuerdos. Pero cada vez que lo intento…

—… te despiertas. —Sarah concluyó la frase.

—Así es —admitió él—. De todos modos, últimamente ese sueño ha cambiado un poco.

—¿Y cómo es eso? —quiso saber. Él interpretó el sobresalto en los ojos verdes de ella como una señal de interés.

—Esas voces que oigo en sueños…

—¿Esas que te suenan y que no recuerdas de dónde?

—Tengo la sensación de que las oigo con más fuerza —dijo Kamal—. Son más claras…

—¿Puedes explicarte mejor, querido?

—La mayoría de las voces son poco nítidas, apenas murmullos. Pero hay una que suena con más fuerza que las otras y que no cesa de gritar mi nombre. Intento responderle pero no lo logro, y tengo la impresión de ver una figura solitaria que se encuentra sobre una montaña o un peñasco. Cuanto más intento responder a esa llamada, más se aleja.

—Entiendo —se limitó a decir Sarah mientras deslizaba las manos por su pecho y lo acariciaba—. Y esa voz que oyes ¿es de hombre o de mujer?

—No lo sé —respondió Kamal de un modo demasiado apresurado.

—¿No lo sabes? Pensaba que las voces eran cada vez más nítidas. No temas herir mis sentimientos, cariño. Cualquier cosa que te sirva para encontrarte de nuevo me parece bien.

—¡Qué buena eres! —exclamó él tomándole la mano y besándosela—. ¿Cómo puedo agradecértelo?

—Ya encontraremos un modo —le aseguró ella. De nuevo sus ojos centellearon—. Así pues, dime, ¿a quién pertenece esa voz que oyes en sueños y que te llama por tu nombre? ¿Es de un hombre o de una muchacha?

Kamal la miró con sorpresa.

—¿Cómo sabes…?

—Por dos motivos —le contó Sarah sonriendo—. Por una parte, nunca te harías de rogar si la voz hubiera sido de hombre.

—¿Y por otra?

—Por otra —contestó ella con una sonrisa enigmática—. Sé perfectamente quién es esa mujer que no deja de gritar tu nombre y que tú no logras alcanzar.

—¿Tú… lo sabes? —Su asombro era infinito—. Entonces, te lo ruego, por favor, dímelo.

—Se llama Sarah —dijo ella.

—¿Sarah? —La mueca de perplejidad de Kamal hizo que ella soltara una carcajada—. Deberías verte —dijo riéndose por lo bajo—. Como si yo fuera la esfinge proponiéndote un enigma irresoluble.

—¿La esfinge, dices? —Su asombro era todavía mayor—. Pero yo…

—¿Acaso no lo comprendes, querido? La voz que oyes en tus sueños no es otra que la mía.

—¿La tuya? Pero…

—Soy yo quien ha estado junto a tu lecho día y noche y ha pronunciado tu nombre en innumerables ocasiones —insistió—. Quería que despertaras de aquella fiebre, que volvieras a la vida y que encontraras a tu lado a la mujer que te ama.

Kamal deseaba replicar, pero le era imposible. Una parte de él ansiaba creerla y deseaba que ella estuviera en lo cierto. Pero otra parte tenía dudas al respecto. Había algo, alguna cosa que él no lograba expresar, pero que no encajaba. Era solo una sensación, una intuición fugaz, si bien suficiente para hacerlo vacilar unos instantes, algo que a Sarah no se le escapó.

—¿Lo dudas, querido? —preguntó ella con una mirada de reproche—. Yo era quien pronunciaba tu nombre, una y otra vez, y también la que al final te curó dándote el agua de la vida.

—Por supuesto, tienes razón —dijo Kamal asintiendo.

¡Qué necio era! ¿Cómo había sido capaz de dudar por un momento de la mujer que había arriesgado y había soportado tanto para salvarlo? Sarah había puesto en peligro su vida para salvar la de él. Y él se lo agradecía dudando de ella. Kamal fue presa del remordimiento, que se impuso como si de pronto se le hubiera abierto una vieja herida. El dolor era insoportable.

—Discúlpame —susurró él—. Debe de ser una secuela de la fiebre. Todavía me siento muy débil.

—Lo sé —respondió Sarah sin más. A continuación se puso de puntillas y le besó amorosamente los labios—. No le des más vueltas. Cuando llegue el momento, te acordarás de todo y verás cuánto he hecho por ti.

—Eso no me hace falta —repuso él en voz baja—, porque hace tiempo que lo sé.

—¿Qué es lo que sabes? —La voz de ella era apenas un susurro suave y adulador que se filtraba en su oído.

—Que te quiero —respondió él.

Sarah lo besó de nuevo, esa vez sin delicadeza ni cuidado, sino de forma sensual y apasionada. Kamal notó debajo de la manta las manos de ella que recorrían su cuerpo musculoso y, a su pesar, el deseo se le despertó.

La prenda de lana le resbaló y dejó al descubierto su cuerpo desnudo. Aunque estaba de espaldas frente a la ventana abierta, no sintió frío. Las manos y los labios de ella lo acariciaban con tanta habilidad que él no era capaz de pensar más que en la felicidad que podían tener estando juntos. No, en algún momento en un futuro lejano, o en un pasado del que él no se acordaba, sino aquí y ahora, se dijo.

Con manos temblorosas le recorrió la cabellera rojiza, haciendo que ella emitiera un gemido. Sarah también se había quitado la manta antes, de modo que Kamal pudo admirar toda su belleza al descubierto: el cuerpo blanco, que parecía de mármol, las caderas ligeramente oscilantes, el pecho inmaculado que subía y bajaba con la respiración.

—Es todo tuyo —le susurró ella, y él tuvo la sensación de que esas palabras retumbaran una y mil veces en su conciencia. Sin darle tiempo a él para objetar algo, o pensar con claridad, Sarah se le acercó y guio hasta el lecho que antes habían abandonado.

Sobrecogido por la pasión de ella y el poder del deseo, Kamal también se tumbó, mientras la feminidad embriagadora de Sarah hizo que todo lo demás resultara irrelevante y secundario. Erguida sobre él, como la vencedora en un combate, le enseñó el camino que conducía al dulce olvido. Sin embargo, ella no podía ahuyentar el vacío que dominaba a Kamal ni la nostalgia indefinida que sentía.

La duda persistía.