3

Salam aleikum, Sarah —dijo el viejo Ammon alzando la cabeza como si pudiera verla, si bien hacía tiempo que la luz de su vista se había apagado, cegada por el brillo de las estrellas.

Aleikum salam —se oyó responder Sarah, que no podía salir de su asombro.

La última vez que había visto al anciano, cuyo nombre significaba «el sabio», había sido en El Cairo, en el antiguo observatorio astronómico del Yébel Mokattam. En esa época ella iba en busca del libro de Thot, y Ammon, que era el último descendiente del linaje de Hammurabi, había puesto a Sarah sobre la pista correcta. Sin embargo, después había desaparecido sin dejar rastro y sin que nadie supiera adónde había ido.

Hasta ese día.

—¿Cuánto tiempo ha pasado, mi niña? —preguntó Ammon con esa voz cascada pero aún vigorosa de la que parecía emanar toda la sabiduría de Oriente. Por ello, Sarah de pequeña había creído que el anciano, que era íntimo amigo de Gardiner Kincaid, era un encantador, un hombre mágico. No obstante, tal como ella pudo comprobar más adelante, la realidad era incluso más fascinante.

—Más de dos años —respondió Sarah con un susurro.

Le habría gustado precipitarse hacia el sabio y abrazarlo, pero no quería actuar de forma desconsiderada, así que permaneció en la escalera, con el tronco y la cabeza levemente inclinados.

—Es mucho tiempo, ¿verdad?

—Desde luego. —Sarah asintió confusa—. Creí haberos perdido, maestro. Os creí…

—¿… muerto? —intervino él con una sonrisa débil—. Todavía no, mi niña. Aunque hay días en que los viejos huesos me duelen y deseo que Alá en su sabiduría se me lleve de este mundo. Pero no lo hace. Todavía no.

—Una suerte —musitó Sarah y se permitió sonreír, a pesar de que en ese momento la asaltó un pensamiento inquietante. Al-Hakim no parecía haber dudado de que ella fuera a dirigir sus pasos hacia él. Se preguntó si tal vez sus actos eran predecibles. Si el sabio podía preverlos, también sin duda podían hacerlo sus enemigos.

—Piensas demasiado, Sarah —dijo el anciano de pronto—. Igual que antes.

—Para vos, maestro, soy un libro abierto —repuso Sarah sumisa—. También en eso soy igual que antes.

La embargó la misma sensación de humildad que había sentido por el sabio cuando tenía doce años. Ante él se veía estúpida e inculta, pero a la vez sentía esperanza. Si había alguien capaz de resolver el enigma que ocultaba el codicubus ese era Al-Hakim, cuyo linaje se extendía hasta la antigua Babilonia y que reunía en él la sabiduría de un número incontable de astrólogos, historiadores y filósofos.

—Así pues, vos sois el misterioso sabio que llevamos buscando desde hace tanto tiempo —dijo ella en voz baja.

—¿Acaso tu corazón no te lo decía?

—No. —Sarah negó con la cabeza—. Mi corazón está ciego de preocupaciones, maestro. Tan ciego como vuestros ojos.

—Lo sé, mi niña, porque he estado observándote. Mi fiel Ufuk, a quien tomé como criado tras la muerte del pobre Kesh, me ha mantenido al corriente. No le guardes rencor por ello. No fue idea suya, sino mía, poner a prueba tu paciencia durante tanto tiempo.

—¿Por qué, maestro?

—Quería probarte, Sarah. Quería saber si todavía eres la que conocí y si sigues aún en el lado de la luz. Las palabras pueden engañar, pero nuestros actos demuestran nuestros auténticos motivos.

—¿Y bien? —preguntó Sarah—. ¿Qué habéis descubierto sobre mí?

—Que has cambiado, Sarah —le hizo saber él con dureza—. ¿Dónde están la paciencia y la bondad que tu padre te enseñó? La fragancia de las flores de lavanda ya no te precede.

—No, maestro —admitió ella—. El tiempo de las flores de lavanda ha terminado.

—¿Qué ha ocurrido?

—Se me cayó el velo de los ojos —contestó ella sin más, y fue presa de una tristeza tan intensa que por un momento la hizo parpadear.

—Siéntate. —Al-Hakim le indicó uno de los cojines que rodeaban su propio asiento—. Ufuk nos preparará un té de menta y lo endulzaremos con mucho azúcar. A mi edad —añadió señalando su boca desdentada—, esta es una de las pocas alegrías que me quedan.

—Con mucho gusto, maestro —respondió Sarah inclinándose con respeto—. ¿Me permitís que os presente a mi acompañante? Se llama…

—… Friedrich Hingis. —Ammon acabó la frase sin vacilar—. Aunque he perdido la vista, he aprendido a ver de otro modo. Muchas de las personas a quienes habéis recurrido en vuestra búsqueda guardan una relación de amistad conmigo: el encargado de la biblioteca, Alcut el anticuario…

—Friedrich es un buen amigo —informó Sarah presentando al audaz suizo—. Él ha permanecido a mi lado cuando otros ya habrían huido. Y me salvó la vida. Sin él hoy yo no estaría sentada ante vos.

—En tal caso, bienvenido sea —dijo Ammon—. En fin, criaturas, sentaos y contadme qué os ha traído a la ciudad de Constantino.

Sarah y Hingis se prestaron a cumplir con la invitación y, sentados sobre los cómodos cojines de seda, la joven empezó su relato: le refirió la búsqueda del libro de Thot, sobre la pista del cual la había puesto Al-Hakim; su aventura en el desierto libio y la lucha por el fuego de Ra; le habló de Kamal, el joven príncipe de los tuareg que ella conoció y amó y con quien había pasado un tiempo feliz en Inglaterra hasta que unos poderes oscuros habían entrado en la vida de ella; le narró la búsqueda del agua de la vida que necesitaba para curar a Kamal de la fiebre misteriosa a la que él sucumbió; su visita al Oráculo de los Muertos de Éfira y, finalmente, los dramáticos sucesos que habían tenido lugar en lo alto de las cumbres del norte de Grecia, en un monasterio de Meteora. Sarah no se quedó ahí: no obvió la muerte de su amigo Du Gard y tampoco ocultó los errores que había cometido, ni las víctimas que estos habían provocado.

Cuando hizo referencia al hijo que había llevado en su vientre, la voz se le quebró. Tras recuperarse, mencionó los aliados que había encontrado durante aquellos dos últimos años. Y también habló a Ammon de los cíclopes, esos guerreros gigantescos que solo tenían un ojo y que había encontrado por primera vez en la Biblioteca de Alejandría.

Sarah había supuesto entonces que solo había uno, pero aquello resultó ser un error. Al parecer existían muchos cíclopes, y desde luego no todos hostiles a Sarah. Uno de ellos, Polifemo, incluso había sacrificado su vida para protegerla, aunque Sarah todavía no sabía qué importancia tenían los cíclopes con exactitud.

Y finalmente habló al viejo Ammon de la organización a cuyo servicio estaba tanto una parte de los cíclopes como también la condesa de Czerny: la Hermandad del Uniojo, cuyos orígenes al parecer se remontaban a siglos, incluso milenios, atrás.

Cuando terminó el relato, el silencio regresó un momento a la sala de la torre. Hacía rato que habían tomado el té de menta que Ufuk les había servido en unos pequeños cuencos de madera y, como el día tocaba ya a su fin, el joven había encendido algunas lámparas de aceite que colgaban del techo en unas cadenas de latón. La luz del sol, que se colaba en finos haces por los postigos cerrados, era del color del ámbar y desde la calle se oía la llamada del muecín.

Alá akbar.

Alá es grande.

El anciano Ammon parecía ajeno a eso. Permanecía inmóvil, recostado sobre sus cojines, respirando de forma acompasada y con los ojos cerrados, de tal manera que podría pensarse que estaba dormido.

—El Uniojo —dijo al cabo de un rato que pareció infinito—, por lo tanto, también te encontró.

—¿También? —repitió Sarah—. ¿Queréis decir que…?

—Aquella noche en Mokattam —explicó el anciano— me di cuenta de que un círculo estaba a punto de cerrarse. Había comenzado a sonar la última estrofa de un canto iniciado mucho tiempo atrás. Unas fuerzas terribles del pasado remoto estaban dispuestas a surgir de nuevo. Las fuerzas del mal.

Al-Hakim abrió los ojos y, aunque Sarah sabía que era ciego, tuvo la sensación de que le escrutaba el fondo del alma.

—Después del ataque de esos asesinos encapuchados en el que murió el desdichado Kesh me di cuenta de que no podía quedarme en el antiguo observatorio astronómico. Gracias a unos amigos leales conseguí huir hasta Damasco, donde me oculté durante un tiempo. Yo confiaba en que cumplirías tu palabra y destruirías el fuego de Ra.

—Eso hice —apuntó Sarah.

—Lo sé. —Ammon asintió—. Lo percibí, incluso estando tan lejos. Pero no por eso los herederos de Meheret dejaron de existir, ¿verdad?

—No —admitió Sarah—. Entonces yo todavía no lo sabía, pero el poder que quería descubrir la biblioteca desaparecida de Alejandría y el que ansiaba apoderarse del fuego de Ra era el mismo. Tenía nombres distintos y se servía siempre de nuevos ayudantes, pero la fuerza motriz que todo lo impulsaba era la del Uniojo.

—Y ese ojo —corroboró Al-Hakim— me observaba. Por la noche lo veía en mis sueños; de día, notaba su mirada escrutadora sobre mí… Y finalmente me descubrió. Los esbirros del mal me acosaron de nuevo y tuve que volver a huir, esa vez, a la capital de los otomanos. Aquí, unos amigos adinerados me brindaron refugio en esta casa y encontré en Ufuk un servidor fiel. Y, hasta el día de hoy, he logrado esquivar la mirada del Uniojo.

—En tal caso debemos marcharnos de inmediato —dijo Sarah haciendo ademán de levantarse—. Nuestra presencia aquí os pone en peligro, maestro. Igual que entonces.

—Quedaos —se limitó a decir el anciano.

—Pero no podemos ignorar el hecho de que nuestros enemigos nos seguirán la pista y, si lo hacen, se acercarán también a vos…

—Tu preocupación por mí te honra, mi niña —repuso Ammon—. Sin embargo, esta es mi decisión y no la tuya. ¿Acaso crees que tú estarías aquí si yo no lo hubiera querido?

—No —admitió Sarah—. Seguramente no.

—Por lo tanto, tranquila. Estáis aquí porque así lo he querido. Y porque creo que todavía me queda una tarea que cumplir antes de abandonar este mundo.

—¿Una tarea? —preguntó Sarah—. ¿Qué queréis decir con eso, maestro?

—Ojalá pudiera decírtelo, mi niña. Todo lo que sé es que algo ha cambiado. Se está produciendo un desplazamiento en la estructura del cosmos… —Enmudeció de pronto y, por unos segundos, pareció quedarse sumido en sus pensamientos. Sarah aprovechó la pausa para traducir a Hingis, quien tampoco halló explicación a las palabras del anciano.

Ammon Al-Hakim había visto sucederse muchos, muchísimos, veranos e inviernos. Sarah no sabía el número exacto. Se preguntó si tal vez la edad empezaba a pasarle factura. El recuerdo que tenía del sabio en su anterior encuentro era el de un pensador inteligente y perspicaz. ¿Podía ser que…? La duda la avergonzó y se prohibió seguir dando vueltas a esa idea. Pero era demasiado tarde. El anciano Ammon, que en muchos aspectos parecía conocer mejor a Sarah que ella misma, había vuelto a descubrirla.

—Dudas de mi entendimiento —constató él. En su voz no había ningún reproche, tan solo una sencilla constatación.

—No, maestro —se apresuró a decir Sarah—. Yo…

—Yo también he tenido mis dudas —la tranquilizó el anciano para su asombro—. Una y otra vez me he preguntado si aquel ojo cuya mirada me perseguía incluso en sueños no procedía acaso del abismo que todos llevamos en nuestro interior y al que lanzamos todo cuanto de oscuro nos encontramos en el curso de nuestra vida. Créeme, mi niña, en mi vida ha habido mucha oscuridad y, desde luego, no solo desde que perdí la vista. De todos modos, esa negrura no es el origen del temor que me atormenta, es la larga noche que se levanta en el horizonte de los tiempos y que no conoce la mañana. Sus sombras se han abatido ya sobre el mundo, pero esto solo es el comienzo.

—¿Solo el comienzo? —Sarah se inquietó—. ¿Qué queréis decir exactamente, maestro?

—No puedo responderte, mi niña. Pero siento que todas esas cosas de las que me has hablado, como el fuego de Ra, el agua de la vida, solo son los indicios de algo que está por venir. Algo grande, importante… y muy peligroso —añadió Ammon, cuyos ojos ciegos habían adoptado una expresión ensimismada.

Sarah sintió un nudo en el estómago y de nuevo fue presa del pánico sordo que la acompañaba continuamente desde que había abandonado Grecia. Hasta entonces ella había creído que su preocupación por Kamal era el motivo de esa aprensión. Pero en ese momento se dio cuenta de que ella percibía lo mismo que Ammon.

Había algo que estaba a punto de cambiar.

Algo se aproximaba.

Algo siniestro.

Malvado…

—Es el pasado —susurró el anciano con una voz que la estremeció. Las llamas de las lámparas de aceite se reflejaban en sus ojos—. Se alza desde las profundidades del tiempo para corromper el mundo. Un secreto que no debe ser desvelado jamás a la humanidad.

—¿Como el Libro de Thot? —preguntó Sarah, dudosa—. También entonces se decía que los hombres no estaban preparados aún para el fuego de Ra; no obstante, ahora la moderna electricidad ha liberado unas fuerzas que son totalmente equiparables.

—¿Y…? —preguntó el sabio con tono inquisitivo—. ¿Acaso la humanidad está lista para eso?

—Seguramente no. —Sarah no podía más que estar de acuerdo con él. La historia demostraba que el ser humano siempre abusaba de las invenciones útiles para convertirlas, más pronto o más tarde, en armas: desde la rueda, pasando por la pólvora negra y hasta la dinamita. Y en esos momentos AlHakim hablaba de un nuevo secreto procedente del pasado remoto.

—Las llamas del dios del sol egipcio no pueden compararse con esa nueva arma —reconoció él con un murmullo—. No sé dónde se encuentra, ni qué es capaz de hacer, pero el Uniojo la busca, de forma febril, para convertir el mundo en un campo de batalla. Y tú, Sarah Kincaid, eres la llave.

—¿Yo? —preguntó Sarah, asustada, señalándose a sí misma.

—Tú también percibes la amenaza, ¿verdad? Ese temor siniestro en tu corazón, que te sigue y que apenas te deja respirar.

—Es cierto —admitió Sarah—. Mi temor por Kamal.

—No es solo eso —insistió el anciano—. Tu amor por Kamal puede ser el motivo de tus actos, pero no la causa. Una gran responsabilidad descansa sobre ti, mi niña, mayor incluso que la que jamás imaginó mi amigo Gardiner.

Sarah se mordió los labios. Pocos años atrás ella habría replicado sin vacilar que no creía en el poder de la providencia. Sin embargo, entretanto habían pasado muchas cosas inexplicables. En lugar de protestar, buscó entre los amplios pliegues de su vestimenta y sacó el pergamino del codicubus.

—¿Qué has traído? —preguntó Ammon cuando oyó el crujido de la piel al desenrollarse. El anciano tenía un oído muy agudo.

—Es un pergamino —le explicó Sarah—. Es el motivo que nos ha conducido hasta aquí ya que su contenido es un enigma para nosotros.

—¿De dónde ha salido? —quiso saber el anciano.

—De un receptáculo conocido con el nombre de codicubus. Alejandro Magno lo utilizaba para…

—… para guardar lo que debía perdurar en el tiempo —le interrumpió Ammon para sorpresa de Sarah.

—¿Sabéis lo que es un codicubus?

—He oído hablar de este tipo de dispositivos. Los helenos creían que habían sido creados por las mismísimas manos de Hefesto, el dios del calor y el fuego.

—La Hermandad del Uniojo utiliza estos cubos para conservar en ellos documentos importantes y mensajes secretos —explicó Sarah—. Este pergamino proviene de un amigo. Supongo que contiene un mensaje, pero no logro descifrarlo.

—¿Qué hay dibujado en él?

—Es un dibujo muy simple —explicó Sarah—. Un triángulo situado sobre algo que parece una torre. Debajo hay cuatro líneas onduladas, y encima, una especie de círculo que quizá representa el sol. Podría ser eso o bien… —añadió con tono sombrío—. O bien un gran ojo.

—¿Y eso es todo?

—Sí, maestro. El problema es que no logro establecer la procedencia de la representación. Quiero decir que prevalecen los elementos asirios y… —Se interrumpió al oír que AlHakim reía quedamente.

—¿Qué os hace gracia, maestro? —quiso saber ella.

—Discúlpame, mi niña. Pero a cualquiera a mi edad le resulta entraño ver la dependencia del hombre ante todo lo que supuestamente le proporciona consuelo y seguridad. Aunque supiera que el océano está lleno de arena, el hombre temería morir ahogado.

—Me temo que no os comprendo —admitió Sarah con sinceridad, sintiéndose de nuevo como aquella niña de doce años que escuchaba atentamente al sabio a pesar de no entender ni una palabra de sus explicaciones.

—¿Por qué te aferras aún a tus conocimientos? —le preguntó Ammon—. ¿Por qué no admites lo que tu corazón ha visto hace tiempo, esto es, que en el conflicto entre el pasado y el progreso, entre la naturaleza y la tecnología, entre la fe y la razón no hay un vencedor? Tan solo tus decisiones te muestran el camino: si más gente comprendiera esta verdad tan simple el mundo iría mucho mejor.

—Es posible —admitió Sarah—, pero volviendo al pergamino…

—Olvida lo que has aprendido —insistió Al-Hakim—. No pienses en decenios, ni en épocas. Deja que tu instinto te hable. Y luego dime lo que ves en ese dibujo.

—Bueno —repitió Sarah—, ya os lo he dicho antes. Hay un triángulo con un…

—¿Un triángulo? —la interrumpió el anciano, que había dejado de adoptar la figura de un consejero indulgente para convertirse en un maestro estricto—. ¿No será tal vez una montaña sobre la que se encuentra un castillo o quizá una fortaleza?

—Sería lógico —admitió Sarah—. Pero ¿qué hay de las líneas onduladas de debajo?

—¿Tú qué dirías?

Sarah reflexionó un momento, e intentó recordar otras representaciones parecidas.

—¡No pienses! —la reprendió el sabio—. Dime solo lo que se te pase por la cabeza.

—Agua. —Sarah dijo la primera asociación que le vino a la mente.

—¡Vaya! —exclamó el anciano—. Es evidente que la esperanza no está perdida. ¡Continúa!

—Agua —repitió Sarah—. Un lago, un mar, un río…

—¿Cuántos ríos? Y no pienses.

—Cuatro —dedujo Sarah por el número de líneas onduladas—. Tal vez la montaña indica que esos ríos nacen ahí.

—¿Y la torre?

—Podría representar un castillo —supuso Sarah—, una fortaleza o un palacio. Y parece como si el ojo hubiera clavado la mirada en ese palacio. Sí, eso podría ser.

—Ahora son tus temores los que hablan por ti —le repuso el anciano—, pero no tu intuición. El círculo representa, tal como has supuesto, el sol. Representa la luz que bañó esa montaña al principio de los tiempos.

—¿Sabéis… sabéis lo que significa este dibujo? —inquirió, atónita.

Naram.

—Pero entonces ¿por qué habéis dejado que yo lo adivinara?

—Porque quería que te dieras cuenta del gran conocimiento que albergas sin saberlo —le explicó Ammon de nuevo con su habitual bondad—. Este dibujo muestra el ombligo del mundo. O, tal como los sabios occidentales lo llaman, el axis mundi.

—¿El axis mundi? —repitió Hingis. Exceptuando lo que Sarah le traducía, el suizo no comprendía gran cosa de la conversación. Esas palabras en latín fueron una agradable excepción.

—Parece que tu compañero sabe a qué me refiero —dijo Al-Hakim—. ¿Tú también?

—Bueno —repuso Sarah—, en la Antigüedad clásica se creía que el mundo tenía un punto central a partir del cual se había originado. Eso es lo que se conoce como axis mundi, el eje del mundo.

—En efecto —corroboró el sabio—. También las culturas orientales tienen un lugar místico como ese. Las leyendas de la antigua China hacen referencia a él, así como las del Imperio persa y los vedas hindúes. Es posible encontrarlo en las creencias de los hindúes, los budistas y de los jainistas, así que para muchos ese punto central no solo es el lugar en que se originó la vida, sino también la fe.

—Un mito primitivo —dijo Sarah en voz baja a la vez que recordaba una de las tesis centrales de Gardiner Kincaid, que afirmaba que todos los mitos del mundo, a fin de cuentas, tienen su origen en las mismas raíces y que, por ello, por aventurados que puedan resultar, tienen un núcleo de verdad.

—Si quieres llamarlo así. —Ammon asintió—. En cualquier caso, todas esas fuentes coinciden en equiparar el ombligo del mundo a una montaña: una montaña mística, que surgió al principio de los tiempos, que es de oro, y de la que, según esos escritos, que los hindúes llaman puranas, parten cuatro ríos.

—Cuatro ríos —repitió Sarah con la vista clavada en las cuatro líneas ondulantes. Se preguntó cómo había podido llegar a dudar de que Ammon Al-Hakim tuviera una respuesta también para ese enigma.

Tradujo para Hingis lo que había averiguado hasta el momento, y también el suizo se mostró sorprendido. Había oído hablar de aquel eje del mundo místico, pero no sabía que también estuviera presente de un modo tan variado en la mitología oriental.

—Es sorprendente —tuvo que admitir—. Mucho.

—¿Y todo esto lo habéis descubierto de pronto, en cuanto os he descrito el dibujo? —preguntó Sarah.

El sabio se echó a reír.

—No era muy difícil. Como la leyenda de la montaña del mundo es compartida por tantas culturas solo he tenido que buscar puntos en común. Eso, por cierto, es lo que hizo también el que realizó este dibujo y, por ello, tal como seguramente tú dirías, no puede establecerse su procedencia de forma clara. Quien fuera que lo hizo no era muy instruido, era un hombre sencillo.

—Es verdad —corroboró Sarah. Polifemo, que era quien le había entregado el codicubus, había sido para ella un amigo fiel y leal, pero ciertamente no podía considerarse un erudito.

—¿Y el sol? —quiso saber Hingis—. ¿Qué tiene que ver aquí?

Sarah tradujo la pregunta.

—El sol representa la luz que encontró su origen en lo alto de la montaña —explicó Al-Hakim—. Se dice que, en su momento, los dioses descendieron por sus rayos. Los puranas mencionan cuatro lagos que se encuentran en la cima del monte Meru y en cuyas aguas se refrescan los dioses. Se habla de una fuente de la felicidad y de agua que da la vida eterna.

—El agua de la vida —exclamó Sarah.

—Bueno —dijo el anciano Ammon—, parece que poco a poco las piezas del mosaico van encajando.

—Todo esto concuerda con lo que hemos descubierto —añadió Friedrich Hingis después de que Sarah hubiera traducido—. Según parece, el agua de la vida proviene de Oriente. Josephus, un historiógrafo judío que estuvo en la corte de Ptolomeo II en Alejandría, partió, tras la muerte del rey en el año doscientos cuarenta y siete antes de Cristo, en busca de esa misteriosa agua. Nadie sabe con certeza adónde lo condujo esa búsqueda, pero muchos años después apareció de nuevo en Atenas y parece ser que llevaba agua de la vida consigo. Tal vez la encontró en las fuentes del monte Meru.

—¿Y dónde se halla el monte Meru? —Por fin Sarah se atrevió a plantear la pregunta central en torno a la que giraban todas las demás.

Una sonrisa nostálgica recorrió los rasgos de Ammon.

—Eso no te lo sé decir, mi niña. Hay quien afirma que es solo una imagen ideal, una representación de la necesidad humana de averiguar cuáles son nuestras raíces y nuestros orígenes.

—Entiendo. —Sarah asintió—. ¿Y qué dicen los otros?

—Muchos afirman que la montaña existe realmente. Se supone que está muy lejos, en Oriente, detrás de unas cumbres nevadas. Pero nadie ha logrado encontrar todavía ese lugar en el que empezó la historia.

—Así que eso es lo que busca el Uniojo —concluyó Sarah con un cierto estremecimiento—. Mis enemigos nunca hacen nada sin tener un objetivo. Si su destino es el monte Meru, es que ahí tiene que haber un secreto por descubrir. El tercer secreto del que me habló Polifemo.

—Poco a poco, mi niña —repuso el anciano levantando las manos con un gesto de calma—. Hasta ahora no son más que suposiciones.

—¿Suposiciones? ¿Acaso no habéis dicho que todo lo que ha ocurrido hasta ahora es solo una premonición de lo que podría ocurrir en el mundo? —le recordó Sarah—. Si el monte Meru es realmente el origen de todas las culturas, la cuna de la civilización, entonces quizá allí hay algo todavía más antiguo y poderoso de lo que hemos encontrado hasta el momento. Tal vez sea la nueva arma de la que habéis hablado antes.

—O algo que podría incluso ser más destructivo que cualquier arma anterior —apuntó el viejo Ammon mientras su rostro arrugado adoptaba una expresión tan sombría que Sarah no se atrevió a preguntarle qué quería decir exactamente con ello.

—Tengo que ir allí —decidió ella con voz resuelta—. Tengo que encontrar ese monte y descubrir su secreto antes de que lo haga nuestro enemigo.

—¿Y tú te crees capaz? —Una sonrisa nostálgica asomó en el rostro de Ammon—. ¿No acabas de decir que tu enemigo no hace nada sin motivo? Para encontrar el Libro de Thot y el agua de la vida te utilizaron, igual que antes habían hecho con tu padre. Pero esta vez no parece que necesiten de tu ayuda. Esto solo nos da dos posibilidades: o ya saben dónde está el monte Meru…

—¿O…? —preguntó Sarah.

—… o cuentan con otra persona que les ayuda en tu lugar —prosiguió el anciano y luego dejó que Sarah sacara sus propias conclusiones.

—¿Kamal? —Sarah dirigió una mirada horrorizada a Ammon—. ¿Creéis que Kamal…?

—Tiene que haber un motivo por el que lo hayan secuestrado y lo hayan sometido a la prueba del agua de la vida —opinó el sabio, convencido—. Desde el principio.

—Es lógico. Tenéis razón. —Sarah asintió—. La condesa de Czerny me dijo que nunca se había tratado de mí, sino de Kamal. Ahora comprendo al fin lo que quería decir.

—Esto confirma mis temores. Sea lo que sea lo que interesa al Uniojo, parece que Kamal es clave.

—Por eso aún resulta más importante que lo encuentre —insistió Sarah. A pesar de aquellos demoledores descubrimientos, se sentía contenta de haber dado con una pista, aunque fuera vaga, del paradero de su amado.

Tenía grabado en la memoria para siempre el momento en que el globo aerostático con Kamal a bordo desapareció en dirección este sin que ella pudiera hacer nada más que mirar. Pocas veces antes en su vida Sarah se había sentido tan vencida e impotente. No podía hacer girar la rueda del tiempo, pero podía cambiar las consecuencias de aquel instante trágico.

—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó Al-Hakim con tono crítico—. Tus adversarios te llevan varios meses de ventaja. Posiblemente hace tiempo que han llegado a su objetivo.

—Aun así —insistió Sarah—, no puedo abandonar, maestro. Ahora no. ¡Hacedme partícipe de vuestros conocimientos!

—También mis conocimientos son limitados, mi niña —contestó el anciano—. No sé dónde está el monte Meru.

—Pero los textos antiguos…

—Los textos antiguos hablan de muchas montañas sagradas, y las regiones comprendidas entre Curu[10] y Bharata[11] son yermas y extensas. ¿Acaso pretendes coronar todas las cumbres para encontrar a tu Kamal?

—Si es preciso, sí —insistió Sarah.

—Ahora habla el orgullo de un niño, no la sabiduría de un adulto —replicó Ammon—. El sabio sabe reconocer una derrota y la asume sin más. Solo el necio intenta modificar las cosas que no pueden cambiarse.

—¿Tengo que abandonar? —inquirió Sarah con voz temblorosa—. ¿Acaso es eso lo que me aconsejáis, maestro?

—No por convencimiento, sino por necesidad. El miedo me rodea como una noche oscura, y mi corazón está sombrío de preocupación por lo que podría sobrevenirle a la humanidad. Pero, sin una pista, sin el menor de los indicios, no tengo modo de cambiar nada.

—Pero ¡tenemos una pista! —repuso Sarah—. El pergamino del codicubus. Polifemo dijo que su contenido daría respuesta a mis preguntas, aunque hasta ahora no haya hecho más que provocar más preguntas.

—¿El pergamino es lo único que había en el cubo? —inquirió Ammon—. Aparte de él, ¿no había nada más?

—No. —Sarah negó con la cabeza. La esperanza que había empezado a nacer en su interior de nuevo se había convertido en una decepción.

—¿Quieres una pista? —le ofreció Ammon sin más.

—Sí —dijo Sarah. Unas lágrimas de resignación le empañaban los ojos.

—Quien algo quiere algo le cuesta —aseveró el anciano y levantó un brazo para señalar de forma vaga hacia el fuego del hogar—. Arroja el pergamino al fuego, Sarah.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Ya me has oído.

—Pero yo… Yo…

—¿Tanto apego sientes? —le planteó Al-Hakim—. ¿Acaso te has resignado interiormente a no volver a ver jamás a Kamal y quieres conservar el pergamino de recuerdo?

—No —dijo Sarah.

—Entonces, arrójalo al fuego —concluyó el sabio.

Sarah vaciló de nuevo. El científico que había en ella se debatía contra esa idea con todas sus fuerzas y se negaba a cumplir las órdenes del anciano. Sin embargo, ¿acaso no estaba ella allí precisamente porque la arqueología y la ratio ya no le ofrecían otras vías desde hacía tiempo?

Sarah se levantó de entre los cojines con el pergamino en una mano y, ante el asombro visible de Friedrich Hingis, se acercó al hogar de ladrillos donde Ufuk preparaba una sencilla cena a base de garbanzos. El muchacho se hizo a un lado con respeto y retiró la olla del fuego.

—¿Qué haces? —quiso saber Hingis.

—Lo que el anciano me ha indicado —respondió Sarah y, sobreponiéndose a sus reticencias, arrojó el pergamino al fuego, consciente de que con ello se deshacía del último vínculo que la unía a Kamal.

Las llamas lamieron con avidez el dibujo, los bordes del pergamino se ennegrecieron.

—¿Y bien? —preguntó Ammon—. ¿Ves alguna cosa?

—¿Que si veo alguna cosa? —repitió Sarah, esforzándose por contener las lágrimas—. ¿Qué queréis decir con eso, maestro?

—Quien algo quiere algo le cuesta —insistió el anciano—. El fuego revelará lo que hasta ahora ha permanecido oculto.

—¿Lo que hasta ahora ha permanecido oculto? —Sarah hizo una mueca de incomprensión—. ¿Qué queréis decir? Yo no puedo… —Se interrumpió al ver que, de pronto, el pergamino cambiaba.

¡La piel de animal se oscurecía y se desvanecía y, conforme eso ocurría, aparecían otros signos escritos! Sin duda, una reacción bioquímica al calor del fuego era lo que hacía que se mostraran en ese momento unas letras del alfabeto griego.

—Ahí… ahí hay algo —constató la joven, estupefacta.

—¿A qué esperas? ¡Sácalo del fuego!

Sarah se sobrepuso a la sorpresa, cogió el atizador y sacó con él el pergamino de entre las llamas. Estaba bastante quemado: el material estaba quebradizo y tenía los bordes negros de tizne. Sin embargo, las letras se distinguían claramente, y no se trataba solo de un par de palabras.

—Es… asombroso —farfulló Sarah al tiempo que observaba el pergamino—. ¡Es un texto escrito en griego antiguo!

—¿Qué dice? —quiso saber el sabio.

Ella empezó a leer. Como en su última expedición había tenido de trabajar de forma exhaustiva con textos escritos en griego antiguo, las palabras le salieron fluidas; por lo menos, captó el planteamiento básico del texto. La traducción exacta de las palabras, no obstante, recayó en Friedrich Hingis, cuyos conocimientos de griego eran bastante más sólidos. Con voz afectada y claramente satisfecho de poder contribuir con algo, tradujo lo siguiente:

Y así seguí viajando hacia el norte,

y vi lo que jamás había visto ojo humano,

acompañado del Febo veloz,

que me abrió los ojos a la verdad.

Y es que al otro lado de las montañas, las elevadas,

que solo sobrevuela el vuelo del pájaro

viven los guerreros, los arimaspos,

que guardan el secreto.

Marcados por un solo ojo

que tienen en medio de su frente,

luchan contra quienes

el tesoro y el oro ambicionan

en las lejanas cumbres

donde todo empezó.

Los servidores, los arimaspos,

bajo el signo del Uniojo.

—El Uniojo —repitió Sarah con un susurro mientras el pulso se le aceleraba—. Todo indica que el texto se refiere a los cíclopes, ya que habla de guerreros que están marcados «por un solo ojo».

—Bueno —apuntó Hingis con tono flemático—, considerando que el pergamino nos lo entregó un cíclope, yo diría que la conclusión es correcta. Sin embargo, el texto no se refiere a ellos como «cíclopes», como sí hace la mitología griega, sino como arimaspoi

—Maestro, ¿sabéis quiénes son esos arimaspoi? —preguntó Sarah a Al-Hakim volviéndose hacia él.

—Cuenta la leyenda —dijo entonces el anciano— que los arimaspos eran un pueblo de guerreros poderosos.

—¿Todo un pueblo? —exclamó Sarah, incrédula.

—Eso dicen —confirmó Ammon—. Parece que esa idea no te gusta.

—Es que… —repuso Sarah que, en realidad, se sentía intranquila—. Polifemo me dijo que en otros tiempos su raza había sido poderosa y numerosa, pero, pensé que eran palabrerías. Seguramente yo prefería creer en un capricho de la naturaleza antes que en la idea de que haya… o hubiera… todo un pueblo de cíclopes.

—Creíste lo que quisiste creer —la reprendió Al-Hakim—, lo que tu inteligencia te permitía. Este texto debería ser una lección para ti. Posiblemente por esto Polifemo te lo confió.

—Quería que yo averiguara algo sobre su origen —concluyó Sarah—. Pero ¿qué relación guarda esto con el dibujo? ¿Qué relación tienen los arimaspos con el monte Meru?

—Según dice la tradición —explicó el anciano Ammon—, la misión de los cíclopes era vigilar una montaña de oro que estaba amenazada por monstruos míticos.

—¿Una montaña de oro? —Sarah aguzó el oído—. ¿No se dice que el monte Meru era de oro puro?

—Tienes la perspicacia de tu padre, mi niña —la elogió el maestro, complacido—. El pasado tiene muchos enigmas: lo difícil es desentrañarlos. Él acostumbraba expresarlo siempre así.

—Lo recuerdo —corroboró Sarah con una sonrisa de nostalgia a la vez que sentía una punzada en el corazón.

El viejo Gardiner la había iniciado en los principios de la arqueología, aunque sobre muchas otras cuestiones la había dejado sumida en la incertidumbre. En su anterior encuentro con Al-Hakim, Sarah lloraba aún la muerte de su padre, Gardiner Kincaid, pero ya no sabía si ese hombre fue su padre en realidad. Consideró por un instante confiar también ese asunto al sabio y plantearle sus dudas. Al final prefirió no hacerlo: había otros misterios cuya resolución era mucho más acuciante.

—Dirige tus pasos a donde se aglutina el saber de los siglos —le aconsejó Ammon—. Mis escasos conocimientos no dan para más. Os he dicho todo cuanto sé.

—Nos habéis ayudado más de lo que nosotros nos atrevíamos a esperar —le aseguró Sarah—. Ahora tenemos algo con que trabajar. Iremos a una biblioteca y buscaremos indicios de los arimaspos.

—Hacedlo, hijos míos —convino el anciano—, y cuando los encontréis, preguntad y seguid buscando. Pero cuidaos bien de las personas en las que depositéis vuestra confianza. Los mortales son débiles, y una montaña de oro despierta la codicia de muchos y convierte en traidores los espíritus honrados.

—Lo entiendo, maestro —respondió Sarah, con el corazón encogido.

En otra ocasión el anciano Ammon ya le había advertido de una traición y había demostrado tener razón. Entonces su advertencia se dirigía hacia Mortimer Laydon, quien luego resultó ser un adversario tan astuto como brutal. Tendrían que andarse con mucho cuidado.

—Os doy las gracias por todo cuanto habéis hecho por nosotros —añadió Sarah con una profunda reverencia, que Hingis también hizo.

Aunque Ammon no lo podía ver, aquel parecía ser el gesto más adecuado en atención a su edad, su sabiduría y su generosidad.

—¿Queréis marcharos ya? —pregunto Al-Hakim, con sorpresa.

—Deberíamos hacerlo —afirmó la joven—. Habéis hecho por nosotros más que suficiente. Con cada instante que permanecemos a vuestro lado, os ponemos más en peligro.

—No lo creo —repuso el anciano con tranquilidad—. Si es cierto lo que suponemos, entonces el Uniojo tiene su mirada dirigida hacia otro lugar y aquí nadie nos molestará. Aparte de eso, aunque tal vez la vista me ha abandonado, mi olfato sigue siendo de fiar. Y este me dice que Ufuk nos ha preparado ya la cena.

—Pero… —quiso aducir Sarah. El sabio, sin embargo, no le permitió ninguna excusa.

—Ya es tarde —le recordó él—. Ya hace rato de la akąm[12]. Hoy ya no encontrarás ninguna biblioteca que te abra sus puertas. Así pues, no ofendas a un anciano despreciando su invitación a cenar.

—Por supuesto que no —contestó Sarah, volviéndose a inclinar—. Disculpadme, maestro. No tenía la intención de ofenderos. Es solo que…

—Lo sé, mi niña —la interrumpió él. En la sonrisa benévola que se le deslizó rápidamente por su rostro curtido por el sol y por la arena del desierto asomó toda la serenidad de su avanzada edad—. La paciencia es la mayor de las virtudes, Sarah Kincaid. No lo olvides jamás.

—Sí, maestro —repuso esta sin más.

Tenía razón. Si en el pasado ella hubiera contenido sus ganas de actuar y hubiera tenido más paciencia, habría podido evitar muchos errores. Tal vez, se dijo, Gardiner Kincaid estaría vivo, y Maurice du Gard no habría sufrido aquel final atroz a bordo del Egypt Star. Y quizá incluso Kamal estaría aún con ella.

Recordó entonces las palabras de Ammon, cuando dijo que sus enemigos les llevaban una ventaja de varios meses y que posiblemente habían llegado a su destino hacía tiempo. ¿Tenía sentido buscar a Kamal? ¿Qué le habría pasado entretanto a su amado?

Aunque Sarah no era capaz de responder a ninguna de esas preguntas, más aún, a pesar de que temía los descubrimientos que el futuro le depararía, no quería ni estaba dispuesta a abandonar. Su amor era más fuerte que su desesperación y su creencia, al principio débil, de que había una fuerza ordenadora superior a la del simple intelecto había crecido con los recientes acontecimientos.

Como un mantra de un tiempo largamente olvidado afloraron otra vez a su mente las palabras que el poder del fuego había revelado del viejo pergamino.

Y es que al otro lado de las montañas, las elevadas,

que solo sobrevuela el vuelo del pájaro

viven los guerreros, los arimaspos,

que guardan el secreto.