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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID

Bizancio.

Constantinopla.

Estambul.

La ciudad junto al Bósforo ha tenido muchos nombres desde su fundación. Y todavía más señores. Cada uno de ellos ha dejado su impronta en ella: en tiempos antiguos fueron los griegos, luego los romanos, después los ostrogodos, los selyúcidas, los genoveses y, finalmente, los otomanos. Por eso, de joven me parecía que era como un espejo de la historia en que estaban presentes por igual la Antigüedad, la Edad Media y la Edad Moderna. Aunque a menudo el Imperio otomano es tachado en círculos occidentales de ser «el hombre enfermo del Bósforo», cuando no de hallarse en plena agonía, aún se mantiene el esplendor de los sultanes. Las mezquitas y los palacios están impregnados del espíritu de un pasado magnífico, y en los callejones y los bazares la vida se abre paso. Sin embargo, aunque en otros tiempos estaba convencida de que no podía haber en el mundo un lugar más emocionante, hoy no soy capaz de apreciar esta maravilla de Oriente. Un único motivo me ha llevado hasta aquí: encontrar a mi querido Kamal.

Fuera o no Gardiner Kincaid mi padre biológico, como maestro me enseñó que en la capital del Imperio otomano perduran aún muchas tradiciones antiguas y que en ella hay todavía sabios que conocen las artes de la astrología, la adivinación y la paleografía de la antigua Persia. Aunque como arqueóloga estoy obligada ante todo a la ratio, en los meses pasados he experimentado y he descubierto muchas cosas que me hacen dudar acerca de la ciencia pura. Para encontrar a Kamal, voy a necesitar más que el simple poder del intelecto.

Necesito un milagro…

GRAN BAZAR, CONSTANTINOPLA, 18 DE MARZO DE 1885

El aire del Kapali Çarşi, el Gran Bazar, estaba impregnado de aromas extraños. Fragancias de lo más inverosímil penetraban en la nariz de los visitantes, evocando imágenes y comparaciones muy diversas: el perfume de especias como la canela y el anís recordaba la Navidad, el aroma dulce de la miel turca permitía vislumbrar Oriente, en una gama que iba desde el olor intenso de la piel recién curtida hasta el sabor agradablemente amargo de los tabacos selectos.

Los puestos, que se sucedían de forma infinita bajo el techo decorado del Gran Bazar, rebosaban con las mercancías que exponían comerciantes ataviados con ropajes de seda de colores. Ordenados de forma estricta con arreglo a las normas de cada gremio, tal como había sido habitual también en Europa hasta finales de la Edad Media, los artesanos se afanaban por obtener el favor de los clientes, quienes se agolpaban a centenares en las callejuelas; en una, los tejedores vendían coloridas ropas de paño; en otra, podían comprarse velas hechas por los cereros, y en otra había ollas y objetos de vidrio. Igualmente grande era la variedad de colores y formas de jarras y ollas, tazas y copas, lámparas de aceite y candeleros, vasijas y calderos, cuchillos y puñales, colchones y cojines, mantas y tapices. Estaban también a la venta narguiles[2] turcos, así como las clásicas pipas hechas con espuma de mar, los cofres de estilo oriental con incrustaciones de palisandro y las pantuflas de seda china, y cinturones y monturas de cuero fino y piezas de cerámica verde de Kale-Sultanie. En los puestos de comidas se vendían las más variadas especias, así como dátiles y albaricoques secos, moras y garbanzos, miel dulce, berenjenas secas y mermeladas de limón, pera y zanahoria. Y a cada rato podía encontrarse un derviche haciendo de meddah[3] ante un público asombrado.

El ruido que llenaba el aire era indescriptible: el griterío retumbaba en el techo abovedado del Gran Bazar y parecía aún mayor. Se imponía la comparación con un enjambre de abejas. Por todas partes los vendedores intentaban atraer a los clientes hacia sus tiendas, que con frecuencia eran poco más que huecos repletos de mercancías; a menudo los cándidos visitantes se dejaban deslumbrar por el esplendor de estas y regresaban a sus casas cargados de objetos carentes de utilidad.

La mayoría de quienes frecuentaban el Gran Bazar eran turcos, que iban vestidos según el uso otomano; sin embargo, también había europeos, considerablemente bien representados en Constantinopla, y que se alojaban sobre todo en los hoteles y las casas de huéspedes de Pera; además había indios, persas, gentes procedentes de Pakistán y chinos. Gracias a las normas de tolerancia imperantes, que gozaban de una larga tradición en el imperio de los sultanes, los forasteros siempre eran bienvenidos y respetados, aunque los anfitriones musulmanes a menudo intentaban convertir a la fe verdadera las almas cristianas, que eran tenidas por descarriadas. En cualquier caso, eran intentos bienintencionados y, por lo general, tenían lugar en un contexto de amabilidad. Cosa distinta era cuando alguien atentaba contra las reglas establecidas y, por ejemplo, no observaba el principio fundamental de la separación entre sexos, que tenía una tradición igualmente larga. En esos casos, las miradas de reproche eran lo menos incómodo a lo que tenía que atenerse el visitante. Unas miradas como las que tuvieron que soportar Sarah Kincaid y Friedrich Hingis al entrar en el café situado en el centro del Gran Bazar.

—¡Oh, oh! —exclamó el sabio con su inimitable acento suizo—. Esto no va bien.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sarah fingiendo una ignorancia que, en su caso, era cuando menos inverosímil ya que, desde el momento en que ella había puesto los pies en el umbral del local, las conversaciones habían cesado y tenía todas las miradas literalmente clavadas en ella.

Sarah observó a los hombres, que estaban sentados en unos grandes cojines en torno a unas mesas pequeñas y que —por lo menos hasta hacía unos instantes— charlaban animadamente mientras degustaban un café muy azucarado servido en tacitas. Del fondo del local asomó una figura corpulenta y rechoncha que se acercó con actitud amenazadora. Se trataba, sin duda, del propietario.

—Ya te avisé que esto nos traería problemas —murmuró Hingis a Sarah sin mover apenas los labios—. ¿Por qué tenías que venir aquí precisamente?

—Porque estoy harta de esperar —repuso Sarah sin más y dio otro paso al frente.

En Inglaterra se habría considerado una afrenta sin igual que una mujer lograra acceder sin permiso a alguno de los clubes exclusivos para caballeros que se sucedían en el Pall Mall de Londres. Para los hombres de aquel café ese acto significaba la violación de un tabú, un desafío al orden social establecido, más cuando Sarah había adoptado las costumbres locales y llevaba vestimenta otomana, por lo que, a primera vista, no se la podía distinguir como europea. Sobre la camisa amplia llamada gömlek y los bombachos obligados llevaba el tradicional entari, un vestido de seda sobre el cual a su vez llevaba una túnica larga, el dolaman. En el pasado, el viejo Gardiner había aconsejado a Sarah vestir en tierras lejanas con arreglo a las costumbres del lugar ya que la vestimenta de cada sitio siempre es la más adecuada para las condiciones climáticas.

Para cubrirse la cabeza Sarah había optado por usar un fez de fieltro, igual al que llevaban muchas mujeres del lugar. El gorro llevaba sujeto un velo de dos piezas que le cubría la frente así como la mitad inferior de su cara. En medio solo quedaba una estrecha ranura, a través de la cual Sarah veía unas caras tan asombradas como llenas de reproches. Al final, resolvió el malentendido levantándose el velo y mostrándose como extranjera.

La indignación general remitió un poco entonces. Las expresiones, ya más relajadas, parecían dar a entender que si las europeas se comportaban de forma díscola e improcedente eso era, sobre todo, problema de los hombres europeos.

—Buscamos una persona —dijo Sarah en voz alta y en árabe, idioma que dominaba y que sabía que muchos de los presentes entenderían.

Hingis, a su lado, se balanceaba inquieto y manoseaba el ala del sombrero de copa que se había quitado al entrar. A diferencia de Sarah, había preferido seguir vistiendo prendas europeas. Por la tensión en el rostro de aquel suizo vigoroso podía adivinarse que en ese momento le habría gustado que la tierra se lo tragara.

—¿A quién? —preguntó alguien con voz áspera.

Se trataba del dueño del café, que para entonces ya se encontraba ante ellos y que de pronto, con su amplia vestimenta, había adquirido un aspecto corpulento e imponente. Su expresión dejaba entrever que su paciencia se estaba poniendo a prueba.

—A un joven turcomano —explicó Sarah con voz resuelta—. Se llama Ufuk. ¿Alguno de vosotros ha oído hablar de él?

El dueño del café levantó la barbilla barbuda.

—¿Y si así fuera? —replicó, agresivo.

—Había quedado con nosotros. Fuera de este local. Hace media hora —dijo Sarah.

—Veintiocho minutos —la corrigió Hingis, que se había sacado el reloj del bolsillo interior de su levita y miraba la esfera con cierto bochorno.

—¿Y…? —preguntó simplemente el dueño del café.

—Que estoy harta de esperar —explicó Sarah sin más—. Si conoce a Ufuk, dígale que no estoy para juegos. Si todavía quiere la recompensa, ya sabe dónde encontrarme. Si no, por mí, se puede ir al Yahannam.

Clavó sus ojos de color azul oscuro en el dueño del local, dirigiéndole una mirada fría que no dejaba entrever emoción alguna. Luego volvió a cubrirse la cara con el velo y se dispuso a marcharse. Pero entonces se encontró con que tenía la salida bloqueada. Un gigante de anchas espaldas y ojos brillantes de codicia le cerraba el paso. Por su vestimenta y su color de piel, no era turco, sino que parecía oriundo de Pakistán. Llevaba la cabeza cubierta con un turbante sucio anudado al modo de los pastunes.

—¿Una recompensa? —repitió él.

—En efecto. —Sarah asintió, impasible—. ¿Conoces a Ufuk? ¿Sabes dónde podemos encontrarlo?

Naram[4] —respondió el pastún. Una sonrisa le recorrió el rostro—: Yo soy Ufuk.

—No lo creo —repuso Sarah y, antes de que aquel coloso o cualquier otro de los presentes pudiera reaccionar, rebuscó entre los pliegues de su dolaman, sacó la Colt Frontier y apuntó con su largo cañón directamente al pecho del pastún.

—¿Qué te pasa, mujer? —exclamó él—. ¿Has perdido la cabeza?

—No has estado atento —le espetó—. He dicho que Ufuk es de Turkmenistán. Así pues, déjate de bromas y apártate.

Algunos turcos del local se echaron a reír. Aunque no les gustaba haber sido importunados por una inglesa, la insolencia de ella imponía respeto a más de uno. Al pastún, sin embargo, le sentó como un tiro verse convertido en el blanco de las burlas de sus congéneres. Tensó el rostro y enseñó los dientes a la vez que se llevaba la mano derecha hacia el puñal que tenía metido en la faja.

—Eso no es nada recomendable —dijo Hingis en inglés—. Le aseguro, distinguido caballero, que lady Kincaid no solo es una excelente tiradora sino que además no vacilará ni un instante en apretar el gatillo.

Sarah se le acercó con actitud resuelta y empuñando aún el revólver en la mano derecha. Sabía que en esa parte del mundo se daba mucha importancia a los gestos y las maneras, al modo, en suma, en que uno se mostraba cara al exterior. Por ello procuró no demostrar ni un ápice de temor o de intranquilidad, aunque intuía que el problema no se resolvería con un revólver cargado. Ella había herido la izzat, el honor, de aquel hombre y él, por lo tanto, no podía obviar el gesto sin quedar mal delante de todos. Sarah, por su parte, sabía perfectamente que no dispararía contra un hombre solo porque el Creador lo hubiera dotado con la testarudez de un camello macho. Era preciso encontrar una solución, y además pronto. Estaba cansada de esperar.

Muy cansada.

Aguardó todavía un momento quieta frente al hombre, que le superaba una cabeza en altura y que era por lo menos el doble de fuerte y corpulento que ella. Entonces actuó con tal rapidez que ni el pastún, ni Hingis, ni nadie se dio cuenta exactamente de lo que ocurría. Con un gesto que le había enseñado el viejo Gardiner, giró la Colt en la mano de modo que pasó a apuntar al coloso con la empuñadura nacarada en lugar del cañón, y luego lo golpeó con todas sus fuerzas.

La nariz del hombre, ya de por sí de un aspecto bastante repulsivo, se quebró con un crujido desagradable. La sangre salió a borbotones, manchando la barba y la camisa del pastún. El dolor intenso le hizo brotar lágrimas y lo incapacitó para oponer cualquier resistencia. Se encogió, presa del dolor, con las dos manos apretadas contra aquel bulto de carne en que se había convertido su órgano olfativo.

Sin demostrar emoción alguna, Sarah bajó la mirada hacia él. Aunque, a causa del velo, la expresión de su rostro era inescrutable, no sentía ni satisfacción ni remordimiento. Aquel hombre era un simple obstáculo. Un obstáculo más que tenía que vencer en el camino que conducía hacia Kamal.

Las reacciones en el resto de la clientela del café fueron diversas. Hubo quien soltó una carcajada, otros sacudieron la cabeza sin comprender nada, algunos no parecían aprobar aquello, pero todos se guardaron su opinión, sin duda temerosos de que aquella británica loca les destrozara también la nariz alafranga[5]. Friedrich Hingis, en cambio, no ocultó su disgusto.

—Querida amiga —dijo indignado—. ¡Por favor! ¿Qué ha hecho este hombre que justifique tal acceso de violencia?

—Impedirme el paso —respondió Sarah.

—¡No me digas! ¿Acaso piensas librarte de todos los obstáculos de este modo?

—Si no queda más remedio… —afirmó ella. Quería marcharse de allí, pero el pastún seguía retorciéndose en el suelo y se lo impedía tanto como cuando había estado en pie.

Un muchacho flaco, que hasta entonces había permanecido discretamente en segundo plano, se apresuró hacia el coloso caído y lo examinó.

—Tiene la nariz rota —dijo en inglés con cierto deje turco, clavando sus ojos oscuros en Sarah con una franca reprobación—. Necesita un médico con urgencia.

—En tal caso, Friedrich, dale algo de dinero para que se lo curen —ordenó Sarah a su acompañante—. Y vámonos de una vez, que hemos perdido demasiado tiempo. Tenemos que encontrar a ese Ufuk, de lo contrario…

—No se apure por ello, lady Kincaid —repuso el joven que, según constató entonces Sarah, tenía a lo sumo quince o dieciséis años. Iba vestido con ropa otomana. Por su tez oscura, el negro intenso de su pelo y su acento, procedía del Turkmenistán—. Yo soy Ufuk.

—¿Tú?

Sarah miró al muchacho de arriba abajo… y se le cayó el alma a los pies.

Hingis y ella llevaban casi un mes en Constantinopla y, durante todo ese tiempo, su único objetivo había sido encontrar a alguien que fuera lo bastante erudito como para interpretar el dibujo del pergamino. Hasta entonces una docena de autoproclamados videntes y sabios se habían devanado los sesos sin proporcionarles un indicio que fuera realmente útil. Se decía que los auténticos sabios no vendían sus conocimientos; no se acercaban a los extranjeros ricos y pugnaban por obtener sus favores, sino que dedicaban la vida al servicio de los estudios y la salvaguardia de los antiguos misterios. En consecuencia, resultaba muy difícil aproximarse a uno de esos hakim[6]. Por mediación de un erudito turco que daba clases de historia del antiguo Oriente en la Universidad de Constantinopla —la misma disciplina que había estudiado Gardiner Kincaid— habían logrado contactar con uno de los encargados de la Kutuphanei Osmaniye, la primera biblioteca estatal turca, que había sido inaugurada el año anterior; este, a su vez, les había dado las señas de un tal Mehmed Alcut, un anticuario de Gálata que vendía manuscritos en árabe antiguo en el bazar de los libros. Tras varias visitas había surgido una relación de amistad entre Fiedrich Hingis y Alcut, que era un apasionado de las pipas de agua y que apreciaba mucho los consejos del suizo sobre el buen tabaco. Gracias a un cuñado de Alcut, al que gratificaron generosamente por sus servicios, Sarah y Hingis al fin habían dado con el nombre de Ufuk.

Desde entonces se habían aplicado a fondo para encontrar a ese hombre, del que se decía que estaba muy versado en los misterios antiguos, y habían dado por supuesto que debía de tener más de dieciséis abriles. Sarah no solo vio cómo sus esperanzas se desvanecían, sino que además se sintió ridícula por haber perdido un tiempo valioso siguiendo la pista a un muchacho imberbe que posiblemente no era más que un charlatán.

Aunque, en cualquier caso, era listo.

—Tú eres Ufuk —repitió ella.

—Así es. —El muchacho se levantó y afirmó con la cabeza. La mirada que reflejaban sus ojos, que eran tan oscuros como almendrados, era pura y verdadera, y Sarah, a diferencia de lo ocurrido con el pastún, lo creyó al instante.

—¿Por qué no te has dado a conocer de inmediato? —preguntó—. ¿Por qué nos has hecho esperar tanto?

—Quería observar —explicó con una sonrisa cautivadora el joven.

—¿Querías… observarnos?

—No, lady Kincaid —dijo negando con la cabeza—. Quería observarla a usted. A veces, las personas se delatan más por sus obras que por sus palabras.

Sarah se quedó atónita. Ya había oído esa expresión en otra ocasión. En otro lugar, en otra ciudad, en otro tiempo.

—¿Cómo sabes quién soy yo? —inquirió.

Hingis siempre había afirmado que en sus pesquisas no mencionaba el nombre de ella. Al fin y al cabo, no querían llamar la atención de sus enemigos.

—Nosotros sabemos muchas cosas —explicó Ufuk encogiéndose de hombros.

—¿Vosotros? —preguntó Sarah, escéptica.

—Mi maestro y yo.

—¿Tu maestro? —Sarah sintió que la esperanza renacía en ella—. ¿Quieres decir esto que tú no…?

—… que yo no soy quien usted busca. —El muchacho terminó la frase con su inglés cantarín—. Por supuesto, lady Kincaid. Eso es. La persona a la que quiere usted encontrar no soy yo, sino que lo es mi maestro, y él me hizo el encargo de observarla y luego darle cuentas a él.

—¿Y…? —preguntó Sarah con cierto asombro—. ¿Qué has visto?

—Nada bueno, me temo —repuso Ufuk mientras se le ensombrecía el rostro, de expresión tan despreocupada—. Hay luz, pero también hay muchas sombras. Demasiada rabia y odio… Falta paciencia.

—¡Muchacho! —En este punto Friedrich Hingis se sintió obligado a intervenir—. No deberías criticar así a lady Kincaid. ¿Cómo te atreves a juzgar sus acciones? ¿Acaso te crees capaz de ver el interior de su corazón?

—No —admitió el muchacho—. Eso no lo puede hacer nadie. El ojo solo puede juzgar lo que ve…

—Exacto —gruñó el suizo.

—… y eso significa que posiblemente vamos a tener que aguardar unos días más hasta que se muestre el auténtico modo de ser de lady Kincaid —terminó de decir Ufuk.

—¿Qué? —preguntó Sarah, enojada.

—Esperaremos aún una semana —dijo el joven con una decisión que no admitía ninguna oposición—. Durante ese tiempo continuaremos observándola, señora. Reúnase conmigo aquí en una semana, y entonces usted y mi maestro…

—¡No! —lo interrumpió Sarah—. No estoy dispuesta a aguardar una semana más. De ningún modo.

—Lady Kincaid… —Una sonrisa inocente recorrió el rostro de muchacho—. Me temo que no le queda otra opción.

—Pues yo no lo veo así —replicó ella—. Di a tu maestro que si quiere la recompensa, no intente jugar conmigo.

—Lady Kincaid —repitió Ufuk. En esta ocasión su sonrisa adquirió casi una expresión compasiva—. A mi maestro no le interesa su oro. Su vida está dedicada a la acumulación de saber, no de bienes mundanos. Por lo tanto, ya ve que no hay nada que usted pueda hacer para alterar su decisión. ¡Que tenga un buen día!

Dicho esto, se dio la vuelta y abandonó el café; al poco tiempo ya había sido engullido por la muchedumbre.

—Pero ¡bueno! —exclamó Hingis indignado, con los brazos en jarras—. ¡Esto es inaudito! ¡Si hubiera sabido que ese sinvergüenza…! ¿Sarah?

El suizo necesitó un instante para comprobar que su acompañante ya no estaba a su lado. De pronto la vio fuera, en el Gran Bazar, dispuesta a perseguir al joven.

—¡Sarah! ¡Aguarda…!

Rápidamente se colocó de nuevo el sombrero de copa y salió del local a toda prisa. El pastún se había marchado hacía rato. Era muy dudoso que empleara el dinero que Hingis le había dado para hacerse curar la nariz. Posiblemente lo llevaría a uno de los muchos fumaderos de opio, de los cuales por lo menos había tantos en la capital otomana como en el East End de Londres.

Para el suizo, que por naturaleza no tenía una gran estatura, no resultaba precisamente fácil pisar los talones a Sarah. A bastante distancia de él vislumbró el fez de la mujer que destacaba por encima del mar de cabezas; sin embargo, un carro de dos ruedas sobre el cual había apilada la carne de un carnero recién sacrificado le impidió acercarse. Por fin el carnicero hizo doblar la esquina al carro para entrar en un callejón lateral, y Hingis tuvo vía libre. Rápido como una gacela avanzó por la brecha que se había creado y salvó la distancia hasta quedar a unos pocos metros de su amiga.

—¡Sarah! —gritó varias veces—. ¡Sarah!

De nuevo ella no le hizo caso. Hingis aceleró el paso… y fue a chocar al instante siguiente contra un anatolio alto. Valiéndose como herramienta del bastón, que él, como caballero que era, siempre llevaba consigo, el suizo logró abrirse paso y vio que Sarah doblaba la esquina en un callejón del bazar. Como aquel estaba menos concurrido que la calle principal, Hingis consiguió acercarse a ella a paso rápido.

—Por favor, recapacita —dijo él resollando.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarah con la mirada dirigida al frente para no perder de vista al joven Ufuk, quien les llevaba bastante distancia. Teniendo en cuenta que él iba vestido al modo otomano, era casi un milagro que ella aún pudiera distinguirlo.

—Te comportas de forma obstinada —le reprochó Hingis entre resuellos—. Eres impulsiva, estás enfadada y golpeas a las personas sin motivo que lo justifique.

—Lo sé —replicó Sarah sin más, con lo que dejó claro que estaba mucho más interesada en el joven turco que en los lamentos del suizo.

—Tienes que ir con cuidado —prosiguió Hingis, pese a todo.

—¿Por qué?

—Sabes que a veces tiendes a obsesionarte por algunas cosas, Sarah —le recordó—. Por favor, que no ocurra como la otra vez, cuando te advertí en vano y tú…

Ella se detuvo bruscamente y lo escrutó con expresión severa.

—Eso no tiene nada que ver —afirmó.

—Yo no estaría tan seguro —repuso él—. También entonces creías que podrías salvar a Kamal y obraste sin prudencia. ¿Y qué conseguiste con ello?

Las gafas que llevaba sobre la nariz empezaron a temblar, como siempre que se acaloraba. Durante un largo instante pareció que Sarah iba a objetar algo, pero luego lo pensó mejor y se dispuso a seguir con la persecución. Ufuk, sin embargo, había desaparecido.

—¿Adónde habrá ido? —preguntó escudriñando el callejón de tiendas en cuyos lados se ofrecía cerámica de Kütahya, azulejos de Nicea, objetos de gres de Tracia y porcelana china. No había ni rastro del joven turco.

—Ha desaparecido —dijo Hingis con voz queda.

—Maldita sea.

—Oh, Sarah, lo lamento —le aseguró el suizo—. No era esa mi intención, yo…

—Está bien —repuso ella de mala gana y prosiguió a paso ligero, pasando junto a los jarrones artísticos y los azulejos de color blanco y azulado vidriados. El callejón terminaba en la fachada de cedro oscuro de un establecimiento. La entrada estaba tapada con una cortina oscura mientras que unos kafesler[7] impedían mirar por las ventanas estrechas.

—Tiene que haberse metido por ahí —dijo ella, convencida.

—¿Y…? —preguntó él sin aliento—. ¿Qué quieres hacer? ¿Agarrarlo por las orejas y obligarlo, pistola en mano, a llevarte hasta su maestro?

—Si es preciso…

—¡Sarah, sé juiciosa! No hemos llegado tan lejos para ahora ponerlo todo en peligro…

—¿Tan lejos? —Clavó la mirada en él—. ¿Hasta dónde hemos llegado, Friedrich? Dejando aparte que hemos tenido que sufrir una derrota tras otra, una pérdida tras otra, ¿qué hemos ganado excepto un par de enigmas y alusiones dudosos?

—Bueno, yo…

—Quiero respuestas de una vez —afirmó—. ¡Y las quiero, ya!

Sin dar la oportunidad de responder a su acompañante, corrió la cortina a un lado y entró en el establecimiento. Hingis la siguió, aunque de muy mala gana.

A pesar de que la vista aún no se les había acostumbrado por completo a la escasa luz, el olfato ya les indicó adónde habían ido a parar. El olor dulzón a tabaco, hierbabuena y frutos deshidratados impregnaba el aire, y se oía además el burbujeo inconfundible que acompañaba el funcionamiento de un narguile. Había unos frascos abombados dispuestos unos junto a otros y detrás unos hombres sentados cómodamente en unos colchones que aspiraban el humo de las boquillas. Por las expresiones ensimismadas de algunos de ellos, cabía deducir que en las cazoletas de las pipas no había solo tabaco normal y corriente.

Sarah torció el gesto con desagrado. Por un lado, se acordó de modo vívido que de jovencita había fumado narguile a espaldas de Gardiner Kincaid, y que luego había mantenido un diálogo de lo más desagradable con su estómago. Por otro lado, aquel olor anestésico y ligeramente dulzón del opio le recordó a Maurice du Gard, el fiel amigo que había perdido.

Cuanto más se adentraba en aquel fumadero, más ausentes le parecían los rostros, y los cuerpos tumbados en colchones, más inertes. Unas sombras silenciosas se deslizaban sigilosamente de un lado a otro, manteniendo encendidas las pipas, mientras un tañador de saz arrancaba sonidos suaves, casi etéreos, de su instrumento. Resultaba fantasmagórico el escenario por el que Sarah y Hingis avanzaban en busca del joven desaparecido. Sin embargo, de Ufuk no había ni rastro.

Alcanzaron la salida trasera, que daba a un hanlar[8] espacioso. Un mozo turco que pretendía barrarles el paso a gritos calló en cuanto Sarah le puso el revólver bajo la nariz.

—¿Ha pasado alguien por aquí? —le preguntó ella—. ¿Un turcomano de pelo negro y ojos almendrados, de unos quince años de edad?

Sarah no tenía la certeza de si el hombre comprendía el árabe porque su mirada parecía indicar que no era así. No obstante, afirmó con la cabeza y señaló hacia la salida trasera del almacén, que estaba entre las estanterías repletas de tabaco.

Sarah asintió y siguió avanzando rápidamente, seguida por Hingis, que continuaba sin estar convencido del asunto.

—No sé yo, Sarah —susurró intentando expresar su preocupación entre murmullos—. Esto no me gusta nada. ¿Y si fuera una trampa?

Sarah tenía que admitir que a ella también se le había pasado por la cabeza esa posibilidad, si bien la había espantado como si de un insecto molesto se tratase. No creía que el joven Ufuk fuera un agente del bando opuesto. Con todo, estaba dispuesta a seguir, pues lo único que perseguía era obtener respuestas.

Alcanzaron la puerta de madera a través de cuyas hendiduras se colaba la intensa luz diurna. Sarah intentó mirar afuera, pero no vio más que un suelo de arena y un muro pelado. Al parecer, detrás de la puerta había un pequeño patio.

Con el revólver dispuesto, Sarah abrió la puerta de forma súbita. La luz del sol la cegó y tuvo que protegerse los ojos al salir. Oyó el crujido de sus botas en la arena y luego un respingo intenso de Friedrich Hingis. Alarmada, se dio la vuelta.

Detrás de ella, alineados en la pared del almacén para no poder ser vistos desde dentro había apostada media docena de hombres. Eran otomanos ataviados con su vestimenta tradicional, pero con los turbantes sueltos o envueltos sobre la cabeza de modo que sus rostros no pudieran reconocerse. Llevaban en las manos pistolas de llave de pedernal que, aunque podían parecer anticuadas, estaban cargadas y listas para ser disparadas y que apuntaban a Sarah y a su acompañante. Además, la mirada fría de sus ojos permitía adivinar que no vacilarían a la hora de apretar el gatillo.

Friedrich Hingis dejó escapar un gemido profundo a la vez que levantaba las manos lentamente.

—Antes —comentó en tono seco— hacía todo lo posible por tener siempre razón. ¡Qué idiota he sido!

—No —lo contradijo Sarah mientras, a la vista de la superioridad abrumadora, bajaba el Colt Frontier y lo dejaba caer—. No hay duda de que la idiota soy yo.

—Conocerse a sí mismo es el primer paso en el largo camino de la mejora personal —dijo de pronto alguien detrás de ellos y en cuya presencia no habían reparado.

Ante los cañones de aquellas pistolas dispuestas para disparar Sarah y Hingis no se atrevieron a volverse, pero reconocieron la voz. Pertenecía, como no podía ser de otro modo, a Ufuk…

—Sabía que me seguirían, lady Kincaid —dijo el joven mientras giraba en torno a ella y entraba en su campo de visión con una sonrisa en la cara—. Me lo dijo mi maestro.

—Vaya —exclamó Sarah—, ¿y te dijo también que nos condujeras a un patio trasero solitario y nos robaras?

—¿Yo? ¿Robarle a usted? —En sus ojos rasgados brilló una incomprensión genuina—. Pero ¿qué se ha creído? A mí solo me han encargado hacerle ver a usted las posibles consecuencias de una conducta imprudente.

—Muchas gracias, ya lo has conseguido —replicó Sarah con tono seco y cierto deje burlón—. ¿Y ahora? ¿Qué piensas hacer después de habernos dado la lección? ¿Nos soltarás?

—Por supuesto, si desea marcharse es libre de hacerlo —le concedió el muchacho para su sorpresa—. Sin embargo, si todavía desea conocer a mi maestro, le recomiendo que se quede y me acompañe. Sin mi ayuda no lo encontrará jamás.

—Tú… ¿quieres conducirnos hasta tu maestro?

—Pues claro —asintió Ufuk.

—¿Y cómo se entiende, así, de improviso? Antes has dicho…

—Lady Kincaid —repuso el muchacho con una sensatez tranquila que no parecía casar con su edad—, no son nuestras palabras las que nos hacen ser lo que somos sino únicamente nuestros actos.

—Y eso ¿qué significa? —Sarah no pensaba dejar que un muchacho imberbe le planteara enigmas.

—Era una prueba. —Hingis respondió de forma instintiva—. Nos ha puesto a prueba.

—¿Es eso cierto?

—Sí y no —repuso el muchacho con alegría—. En realidad, usted misma se ha puesto a prueba, lady Kincaid. Yo me he limitado a hacer lo que mi maestro me ha encargado.

—¿Qué pretende tu maestro? —quiso saber Sarah. Mientras preguntaba, hizo un gesto amplio con la mano con el que parecía abarcar los embozados, el patio y, de hecho, el Gran Bazar al completo—. ¿Qué es todo esto? ¿Por qué nos has dejado tanto tiempo aguardándote delante del café? ¿Por qué nos has dicho que todavía teníamos que esperar otra semana? ¿A qué ha venido este juego ridículo del gato y el ratón?

—Ya se lo he dicho, lady Kincaid. Para probarla. Mi maestro quería saber hasta qué punto sus intenciones son serias.

—¿Y ahora ya lo sabe? —preguntó Sarah con cierto escepticismo.

—Eso parece —observó Hingis con tono de suficiencia.

—Por lo tanto, si quieren conocer a mi maestro, síganme. —Ufuk les hizo una seña con la cabeza para señalar el revólver que estaba en el suelo—. Y vuelva a enfundar su arma, lady Kincaid. No se sabe nunca cuándo pueden aparecer los auténticos bandidos.

—¡Gracioso! —comentó Hingis, que llevaba aún el susto grabado en el cuerpo. Forzó una sonrisa desangelada—. Un muchacho muy gracioso.

—Sí —corroboró Sarah mientras recogía el Colt del suelo y volvía a ocultarlo en su dolaman—. En el circo de los hermanos Ringling se lo pasarían en grande con él.

El patio, según se dieron cuenta entonces, tenía una segunda salida. Entre dos muros que se solapaban había un paso estrecho que conducía de vuelta al laberinto de callejones de tiendas. Los hombres embozados permanecían aún junto a ellos, pero habían ocultado sus pistolas de llave de pedernal bajo sus capas para no atraer la atención de la policía.

—¿Cómo se llama tu maestro? —quiso saber Sarah mientras abandonaban el Gran Bazar por la puerta de Mehmet Pasha.

—Tiene muchos nombres —respondió el muchacho, esquivo—. Es como la sabiduría, que también tiene muchos nombres. En mi país se llama irfan; en Persia, dânâyy; en Indostán…

—¡No me digas! —replicó Sarah con tono avinagrado—. No pretendía que me dieras tantos detalles.

—Tenga paciencia, lady Kincaid —le aconsejó Ufuk—. Al final sabrá todo lo que quiere saber.

—Muchacho —repuso ella—, no tienes ni idea de lo que quiero saber…

Abandonaron la calle repleta de tenderetes y tomaron uno de los callejones menos frecuentados del barrio del Gran Bazar. Sarah desistió de preguntar por el destino de su marcha y Friedrich Hingis también parecía decidido a dejarse sorprender.

No tuvieron que aguardar mucho tiempo.

Después de andar por una maraña de callejuelas que cada vez se volvían más angostas y oscuras, llegaron a otro patio que estaba rodeado por unas altas paredes de adobe. La parte delantera estaba ocupada por un edificio cuya estructura se correspondía con la de un konak[9] tradicional, con la planta baja de piedra, los pisos superiores construidos en entramado de madera y las típicas ventanas estilizadas cerradas con postigos. Sin embargo, era más estrecho de lo acostumbrado y, en vez de las tres plantas habituales tenía cuatro y media, contando la cúpula de paja que sobresalía en medio del mar de casas de los alrededores.

—La casa de mi maestro —explicó Ufuk—. Él lo llama «La torre de la sabiduría».

—¿Puedo entrar? —preguntó Sarah.

—Por supuesto. Mi maestro la espera.

—¿Cómo es posible? Por muy sabio y erudito que sea tu maestro, él no podía saber que yo perdería la paciencia y te seguiría.

Ufuk se limitó a responderle con una sonrisa. Sarah entró en la casa por la puerta de madera de roble oscuro que se abrió. Durante una milésima de segundo se sintió transportada a otro mundo y recordó otra torre que también había habitado un hombre sabio. La primera vez que entró en esa otra torre todavía era una niña; en esos momentos, en cambio, era una mujer adulta. Con todo, la inhibición que sintió al entrar en aquella semioscuridad impregnada de fragancias vagas y exóticas fue la misma.

El piso inferior estaba destinado a almacén de provisiones, de acuerdo con los usos orientales. El siguiente piso, al cual se accedía por una escalera estrecha, albergaba la cocina y una sala de estar. Encima de este estaban los alojamientos de los criados, entre ellos, evidentemente, los hombres embozados. Antes de subir el siguiente tramo de escalera, cuya madera oscura estaba tapizada de alfombras, Sarah se descalzó: ella no llevaba sandalias, como las otomanas, sino botas de fieltro. Luego subió lentamente los escalones que crujían, presintiendo que en cualquier momento se encontraría con el señor de la casa.

Cuando alcanzó el final de la escalera tuvo la sensación de entrar en otro mundo y en otro tiempo. Apenas era consciente de que Hingis y Ufuk la seguían. Estaba demasiado impresionada ante la visión de las maravillas que se le mostraban a la vista. Rodeada de todos esos infolios y rollos manuscritos, vasos y figuras, amuletos y talismanes, globos terráqueos y mapas celestes, modelos de planetas y lámparas de aceite que colgaban del techo bajo se sintió como una niña asombrada. Llevada por el poder de los recuerdos y una sensación de antigua familiaridad, Sarah se dio la vuelta y apenas se sorprendió al encontrarse con una cara que conocía muy bien.

Las arrugas que surcaban esos rasgos curtidos por el sol y las inclemencias del tiempo se habían duplicado desde su último encuentro, y eran finas y macilentas. Sus ojos era tan inexpresivos y ciegos como antaño y, como entonces, el anciano llevaba un turbante y una chilaba a rayas.

Sarah se acercó para cerciorarse de que no se equivocaba. Pero no había duda.

Allí, sentado sobre los cojines y rodeado de todos sus tesoros de sabiduría, estaba el mismísimo Ammon Al-Hakim.

El sabio de Mokattam.