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32 AÑOS DESPUÉS

Sombras…

Unas siluetas desdibujadas que atentaban contra su vida; unas pesadillas que se alzaban desde el pasado para ensombrecer su descanso; unas voces oscuras que le hablaban y que ella, sin embargo, no comprendía. Y sobre todo, la sospecha siniestra de que todas esas voces y siluetas, todas aquellas imágenes borrosas, tenían un significado más profundo. De algún modo misterioso, tenían que guardar relación entre ellas. Era como ver una obra de teatro a través de un telón. Se oían ruidos y era posible distinguir las siluetas de los actores a través del terciopelo, pero el contenido de la obra permanecía oculto.

Aquel misterio había acompañado a Sarah Kincaid hasta donde le alcanzaba la memoria. Tiempo atrás, cuando todavía era una niña, soñaba casi a diario con esas sombras; se despertaba bañada de sudor y buscaba la protección de su padre, Gardiner. Más adelante, ya de jovencita, esos sueños se habían vuelto menos frecuentes y, al final, Sarah casi los había olvidado.

Hasta que regresaron…

Desde el día en que Gardiner Kincaid murió en las catacumbas de la desaparecida Biblioteca de Alejandría, asesinado por la espalda a manos de un traidor, esos sueños habían vuelto… y eran más siniestros, inquietantes y amenazadores que nunca. Hasta hacía poco, Sarah creía que aquello tenía que ver con la muerte violenta de Gardiner Kincaid y que la impresión que esta le había causado había hecho aflorar de nuevo sus terrores de la infancia.

De todos modos, ahora ella sabía a qué atenerse.

Lo que Sarah veía en sueños no eran fantasías. Eran, en realidad, reflejos del pasado, un pasado que le había sido borrado de la memoria cuando a los ocho años tomó aqua vitae, el agua de la vida. Todo lo que había visto y experimentado con anterioridad, había desaparecido de su recuerdo. Solo le quedaban esas impresiones vagas, que ella veía una y otra vez cada noche, y la certidumbre de que había sido precisamente Gardiner Kincaid quien le había administrado la bebida.

Tempora atra, así llamaba su padre al período anterior a esos días, antes de la fiebre y la rigidez, similar a la de la muerte, en que Sarah quedó postrada entonces y de la que solo pudo salvarse tomando otra vez el agua de la vida.

La época oscura…

¡Qué no daría Sarah por poder tender la mano, arrancar aquel velo del olvido y ver lo que ocultaba! Solo en una ocasión, y por muy poco tiempo, lo había conseguido; sin embargo, la imagen de una fortaleza lejana rodeada de cimas nevadas no le decía nada. Sarah anhelaba averiguar más cosas; hacía tiempo que para ella era evidente que existía una relación entre esa época oscura y lo que le había ocurrido a su querido Kamal.

También a él le había sido administrada el agua de la vida, y también él había quedado preso en aquella tierra de nadie entre la vida y la muerte. Sarah había partido entonces desde la lejana Inglaterra dispuesta a liberar a su amado de las garras del más allá. Desde Praga había viajado por los Balcanes hasta Grecia, adonde llegó siguiendo la pista de Alejandro Magno; allí buscó el Estigia, el río de la muerte. Aunque encontró el agua de la vida, había tenido que renunciar a cambio a todo cuanto era importante para ella.

Primero perdió a su padre y, además, en más de un sentido. El hombre que lo había asesinado por la espalda en las catacumbas de Alejandría había afirmado con posterioridad que Gardiner Kincaid no era el padre biológico de Sarah. Ella no tenía ningún motivo para creer a Mortimer Laydon, que se había ganado la confianza de ella y de su padre valiéndose de engaños y que luego había demostrado ser en realidad un agente del bando contrario. Pero algo en su interior le decía que, por lo menos en eso, Laydon no había mentido, y sospechaba que también la respuesta a ese misterio se encontraba escondida en la época oscura.

La siguiente pérdida que Sarah había sufrido era la de su fiel amigo Maurice du Gard. En sus viajes no solo le había resultado muy útil el don que él tenía para la videncia, sino también sus consejos y su apoyo. Cuando Maurice murió en sus brazos, a Sarah le pareció que una parte de ella se iba con él.

También lo que entonces le quedó, esto es, los bienes terrenales de Sarah —que consistían básicamente eran una finca rural en Yorkshire y la extensa biblioteca que Gardiner Kincaid le había dejado en herencia—, le había sido arrebatado. Un tremendo incendio había asolado Kincaid Manor y había costado la vida a su administrador; un incendio aquel cuya causa, de hecho, no había que atribuirla a los caprichos del destino pues había sido provocado por un vil pirómano dispuesto a que Sarah dejara de tener un refugio en Inglaterra.

Desesperadamente decidida a no perder tampoco a su querido Kamal, Sarah lo había arriesgado todo para conseguir el agua de la vida que le curaría la fiebre misteriosa y le devolvería la existencia; con todo, de nuevo se dio cuenta de que había sido manipulada y embaucada. Aunque se había hecho con el elixir con el que arrebató a Kamal de las garras de la muerte, otros se aprovecharon de aquello. De hecho, también la condesa Ludmilla von Czerny, cuya ayuda al principio puso a Sarah sobre la pista del aqua vitae, había demostrado ser una traidora y estar al servicio de una organización tan poderosa como misteriosa cuyas actividades Sarah llevaba algún tiempo intentando descubrir. El asesinato de su padre, la muerte de Maurice du Gard, la destrucción de Kincaid Manor… todos los hilos confluían en ese grupo conspirativo que se hacía llamar la Hermandad del Uniojo y cuyo objetivo declarado parecía ser aprovechar el pasado para dominar el presente.

También el envenenamiento de Kamal había servido a ese fin, aunque los motivos últimos resultaban incomprensibles para Sarah. ¿Por qué la condesa de Czerny y sus secuaces habían empleado el agua de la vida que quedaba para envenenar a Kamal? ¿Por qué habían querido a toda costa que Sarah se lanzara a la búsqueda del elixir? Sobre las planicies del norte de Grecia, en lo alto de la roca solitaria de un meteoron, se había decidido la suerte de Kamal. Se le administró el agua de la vida y él se recuperó aunque, igual que Sarah —que era incapaz de descorrer el velo de la época oscura—, él tampoco podía recordar nada de lo ocurrido antes de la fiebre. Así las cosas, a la traidora condesa de Czerny le había resultado muy fácil servirse de engaños para ganarse la confianza de él. La última vez que Sarah lo había visto iba montado en un globo que se elevó ante ella y desapareció en dirección este. A bordo iba también la condesa, una mujer en la que Sarah había visto una hermana y había encontrado una Némesis.

Por si no bastara con esas pérdidas, Sarah había sufrido otro revés que pesaba casi más que todos los demás juntos, aunque durante un tiempo hubiera permanecido ajena a él.

Había estado embarazada…

Tras los meses felices que Kamal y ella habían pasado en Yorkshire, Sarah, sin saberlo, había llevado en su vientre al hijo de su amante. No obstante, también esa vida le había sido arrebatada de forma brutal. Los tremendos esfuerzos a los que se había visto sometida en el curso de sus aventuras le provocaron un aborto.

Cuando un campechano médico de buque apellidado Garibaldi le comunicó la noticia, ella no le quiso creer; sin embargo, al poco ella misma percibió la verdad por todos y cada uno de los poros de su piel. A pesar de no haber sido consciente de su maternidad, su pérdida había sido tan real como solo podían serlo ese tipo de pérdidas, y aunque ya hacía cuatro meses de esos acontecimientos, Sarah seguía sintiendo una tremenda sensación de vacío.

Su primer impulso había sido abandonar.

Se sentía derrotada y vencida; sus enemigos habían triunfado en todos los aspectos imaginables. ¿Qué sentido tenía oponerse a eso y engañarse a sí misma? Sarah había luchado y había perdido. Igual que el viejo Gardiner, ella había intentado enfrentarse al Uniojo y, como él, al final había fracasado.

¿O no?

Si ella no se había desesperado por completo y no se había lanzado al agua por uno de los numerosos puentes de Venecia, adonde la había llevado el buque de pasajeros, era por un único motivo en forma de cubo, metálico y de unos diez centímetros de tamaño. Estos extraños objetos recibían el nombre de codicubus y en sus seis caras tenían grabadas las letras del sello de Alejandro Magno así como el emblema del Uniojo; su único motivo de existencia era abdere, quod omnia tempora manendum, esto es, ocultar cuanto debe perdurar por todos los tiempos. En esencia, se trataba de unas cajas fuertes diminutas que databan de tiempos antiguos y que se mantenían cerradas por medio de un misterioso mecanismo magnético. Quienes no sabían cómo abrirlas al hacerlo no conseguían más que destruir su contenido: anotaciones, dibujos, extractos de documentos antiguos o incluso pinakes[1] que se creían desaparecidos.

Precisamente fue un codicubus lo que había puesto a Sarah sobre la pista de la extinta Biblioteca de Alejandría. Entonces había creído que aquel cubo era único, pero luego constató que no era así pues, de un modo extraordinario, había llegado a sus manos otro cubo; de no haber tenido la certeza de que su contenido podía proporcionarle información sobre el paradero de Kamal, habría abandonado la búsqueda mucho antes. Pero seguía habiendo esperanza, aunque fuera tan solo un atisbo…

Sarah se levantó de la cama. Aunque todavía era muy temprano, la noche había terminado para ella. En cuanto conseguía librarse de las garras de una pesadilla, era presa de una profunda agitación y sus pensamientos la acosaban. No dejaba de dar vueltas a lo ocurrido, preguntándose si habría podido evitarlo. Pero aquella mañana, como tantas otras antes, no halló respuesta a esa pregunta.

Avanzó descalza por el frío suelo de mármol de la habitación del hotel hacia el escritorio. Fuera, en el pasillo, reinaba la calma; faltaba aún una hora para que aparecieran los camareros con sus carritos llevando el desayuno a los huéspedes. Entonces el aroma del café y los bollos del día impregnarían el hotel, y Sarah se obligaría a comer algo. De todos modos, durante las últimas semanas había perdido peso. Comía igual de poco como dormía, y cuando lo hacía era solo porque se obligaba con todas sus fuerzas. Sabía que para continuar con la búsqueda de su amado Kamal tenía que estar fuerte.

Al encaminarse hacia el escritorio pasó por delante del espejo y lo que vio casi la asustó: una mujer joven, con un rostro pálido y demacrado enmarcado por una larga cabellera oscura y con una mirada inexpresiva. En otros tiempos, esos ojos centelleaban de ganas de explorar, y Sarah apenas veía el momento de pasar de una aventura a otra y descubrir los secretos del pasado.

Pero eso era historia.

En ese momento se daría por satisfecha llevando una vida sencilla y mundana, aunque eso, en una mujer de su condición, significaba contentarse con el lugar que le concediera una sociedad dominada por los hombres. Sarah lo habría dado prácticamente todo por recuperar a su hijo y abrazar de nuevo a su amado. Pero sabía que una cosa era imposible y que la otra estaba muy lejos de su alcance. Aunque se negaba a abandonar por completo la esperanza, no podía más que admitir que los últimos meses la habían dejado sin fuerzas. La pérdida de su hijo, la aflicción, la herida de bala que había sufrido… todo aquello le había dejado unas cicatrices. Al mirarse en el espejo, a Sarah le pareció que las llevaba todas escritas en el rostro.

Sintió frío vestida con el camisón y se volvió. Entretanto el amanecer se había impuesto y una luz suave se colaba entre los postigos cerrados mientras en la calle la ciudad despertaba a la vida. El muecín en el minarete de la cercana mezquita de Nusretiye llamaba a la oración, y pronto las calles estarían rebosantes de carros y carromatos abriéndose paso hacia el sur, hacia el barrio del bazar, que ese día también era el destino de Sarah.

En la estrecha mesa del escritorio solo había dos objetos. Uno era el revólver Colt modelo Frontier 1878 que Sarah había adquirido no muy lejos del bazar de las especias. En su momento, también el viejo Gardiner había usado un arma de este tipo, y siempre le había resultado de utilidad a Sarah. El otro objeto era un cubo metálico, ligeramente oxidado, cuyo valor incalculable apenas podía advertirse a primera vista.

El codicubus.

Sarah se acomodó en la silla de terciopelo de color verde oscuro y cogió el cubo, que carecía de su parte superior. Metió los dedos en él, extrajo un pergamino y lo desenrolló para mirarlo por enésima vez.

Tras pasar ella el otoño en Italia y haber intentado, más o menos en vano, recuperarse de los denuedos del viaje a los Balcanes, Friedrich Hingis se había embarcado en un buque después de Navidad que partía de Venecia a Malta vía Sicilia. Hacía tiempo que Sarah había urgido al suizo a regresar a su país y a dejar de preocuparse por ella. Hingis, sin embargo, había subrayado que los suizos eran gente de palabra que no dejaba a sus amistades abandonadas a su suerte y había insistido en quedarse con ella. En ese momento a Sarah le resultaba inimaginable que en otros tiempos el sabio de Ginebra hubiera sido uno de sus adversarios más enconados, y que ella misma hubiera deseado meterlo en un cañón y enviarlo a la Luna según el sistema ideado por Julio Verne. Como ella, Friedrich Hingis había cambiado mucho y también había sido una pérdida lo que lo había propiciado: en su caso, la pérdida de la mano izquierda.

Hingis había acompañado a Sarah en su estancia en Praga como consejero y hombre de confianza; la había seguido por los Balcanes y hasta la cima del meteoron e incluso después también había permanecido a su lado, puede que porque se sentía corresponsable de lo ocurrido. Él precisamente había sido quien había preparado el encuentro con la condesa de Czerny y la había presentado a Sarah como una aliada fiel y de confianza. Con todo, Sarah estaba muy lejos de hacerle ningún reproche por ello. Nadie mejor que ella sabía las manipulaciones de que era capaz la Hermandad del Uniojo.

En Malta Hingis se había dirigido hacia el lugar que albergaba la única posibilidad conocida de abrir un codicubus: las ruinas de una fortaleza situada en un islote rocoso frente a la costa sur de la isla. Los caballeros de la Orden Hospitalaria de San Juan, que durante siglos habían estado en posesión de un codicubus, habían erigido allí una estela entreverada de fuerzas magnéticas capaz de abrirlo. Sarah había descubierto eso hacía tiempo con Maurice du Gard y habría viajado a la isla de muy buena gana. Pero Hingis la había convencido de que era preferible que permaneciera en Venecia y se recuperase. Si el codicubus contenía de verdad lo que sospechaban, ella necesitaría recuperar rápidamente las fuerzas. Sarah entró en razón y aguardó durante unas semanas tortuosas hasta que por fin el suizo regresó llevando en su equipaje el codicubus abierto…

… y otro misterio.

Sarah no sabría decir cuántas veces en las últimas semanas había escrutado el trozo de papel que contenía el cubo. Ella había contado con encontrar dentro un mapa o una descripción de algún tipo, una indicación, en suma, del paradero de Kamal.

Pero su decepción había sido mayúscula.

Después de aquello, la antigua Sarah Kincaid, esa mujer joven y despreocupada que no creía en las fuerzas sobrenaturales y que habría antepuesto el principio de la razón científica a cualquier otra cosa, posiblemente habría abandonado la búsqueda. Sin embargo, los dramáticos acontecimientos del pasado habían enseñado a Sarah que, además de la ratio humana, había otras fuerzas que también actuaban. Con la esperanza de que existiera realmente algo parecido a la providencia, en febrero ella y su acompañante habían dado la espalda a Venecia y habían partido hacia el Bósforo para averiguar el significado de aquel pergamino misterioso.

En él se veía un dibujo muy sencillo: un triángulo con una torre encima, sobre la cual a su vez se veía un círculo, que tanto podía representar un ojo como un sol.

Debajo había cuatro líneas onduladas.

De no ser porque era una posibilidad descabellada, Sarah habría creído que aquel dibujo torpe era de un niño o que era una broma de mal gusto que alguien se había permitido gastarle. El dibujo difería por completo de todo cuanto Sarah había visto hasta entonces. En él no se advertía el estilo griego, ni tampoco cualquier otro estilo occidental, y la iconografía no se correspondía con ninguna de las culturas orientales de la Antigüedad.

No obstante, el dibujo era auténtico, igual que el misterio que estaba relacionado con él. Desentrañar ese misterio era la única esperanza que le quedaba a Sarah Kincaid.

Una esperanza para ella… y para Kamal.