5
Todas las historias que Al-Hakim le había contado de jovencita, los cuentos de Las mil y una noches, en los que héroes valerosos luchaban contra monstruos alados, regresaron a la memoria de Sarah Kincaid.
—¡El Roc! ¡El pájaro Roc!
Oyó cómo el viejo Ammon elevaba la voz por encima del viento mientras ante sus ojos daba la impresión de que otra leyenda había cobrado vida.
Lo que se les venía encima procedente de los nubarrones iluminados por los relámpagos centelleantes no era, evidentemente, un ave gigantesca. Sin embargo, no por ello el espectáculo resultaba menos impresionante.
Una cantidad incalculable de pájaros de las especies más diversas avanzaban hacia delante batiendo sus alas: águilas, grullas, lagopus, ocas silvestres, pequeños pájaros cantores y también enormes aves carroñeras. En su huida precipitada de los nubarrones oscuros, todas esas aves habían formado una única y mayúscula bandada que parecía oponerse a las leyes de la física.
La visión era tan imponente que Sarah tuvo la certeza de que eso era lo que había dado pie a la leyenda del ave Roc: el graznido multiplicado por mil que el viento traía parecía, en efecto, el alarido espeluznante de una única y gigantesca criatura.
—¡Oíd, oíd! —gritaba Al-Hakim—. ¡Es el ave Roc! ¡Vamos por buen camino!
—¡Dios todopoderoso!
Friedrich Hingis, que se encontraba también en la proa junto a la barandilla, contemplaba la aproximación de las aves con menos entusiasmo, pues el viento sacudía la aeronave cada vez con más violencia.
—¡Vienen hacia nosotros! —exclamó—. ¡Todos esos pájaros se nos van a echar encima!
El suizo tenía razón. Por un instante, la contemplación de aquella bandada inmensa había fascinado tanto a Sarah que ella no había reparado en el peligro que corrían. Los pájaros, en efecto, habían modificado el rumbo de su vuelo y se dirigían directamente contra la nave. Se le ocurrió entonces que sin duda lo que obligaba a esos animales a comportarse de ese modo no era un mito milenario de la Antigüedad sino el temor ante la tormenta inminente.
—¡Basta de gritar, viejo loco! —ordenó Abramovich a Al-Hakim, que se reía con todas sus fuerzas, contento como un niño—. ¡Los estás atrayendo hacia nosotros!
—¡Tonterías! —objetó Sarah—. Estos pájaros huyen de la tormenta. Y nosotros deberíamos hacer eso mismo si queremos seguir con vida.
—Tiene… tiene usted razón. —Por una vez, el ruso se mostró de acuerdo con Sarah. Sin embargo, no pudo dar la orden correspondiente a Balakov ya que en ese momento la aeronave quedó a merced de una ráfaga de viento más intensa que todas las anteriores.
Una buena parte del cuerpo de suspensión sufrió un bandazo y luego se elevó más aún, llevando consigo la góndola, que pendía de él. Un grito ahogado se oyó por encima del aullido del viento. Sarah levantó la vista y vio que Piotr, a quien Balakov había enviado al obenque para revisar los desperfectos, había resbalado y caía. Por un instante el marinero logró sostenerse, pero finalmente el peso de su cuerpo lo arrojó hacia las profundidades. La soga se le escapó de las manos y, con un alarido en los labios, se precipitó hacia el vacío.
El resto de la tripulación no tuvo tiempo de lamentar la pérdida. Aunque el comandante Balakov había intentado esquivar los pájaros, la colisión era inminente. La bandada estaba tan cercana ya que oscurecía el cielo en dirección este; impulsados por el viento de la tormenta, los pájaros avanzaban como flechas. El desenlace en cuanto chocaran contra la aeronave era previsible.
—¡Las armas! —gritó Sarah—. ¡Si abatimos unos cuantos tal vez cambien de dirección!
Al parecer, Abramovich había pensado lo mismo, y él e Igor estaban junto a la barandilla con las armas dispuestas.
—Mi revólver —exigió Sarah.
El agente de la Ojrana se lo entregó sin vacilar. Entonces empezaron a disparar, un tiro tras otro, contra aquel monstruo que se cernía ante ellos y que se aproximaba a una velocidad espantosa.
Algunos pájaros fueron abatidos y se desplomaron, pero el efecto de las balas no bastaba para hacer reaccionar a esos animales movidos por el pánico, y el trueno que retumbó desde las cimas fue tan poderoso que ahogó el ruido de los disparos.
—¡No sirve de nada! —gritó Sarah, desesperada—. ¡No podemos detenerlos!
—¡A cubierto! —bramó Abramovich encogiéndose detrás de la envoltura de la góndola, cuya lona estaba tan hinchada que en cualquier momento podía desgarrarse. El hombre farfulló algunas palabras en ruso aunque era imposible saber si se trataba de una plegaria o de un reniego.
Sarah se ajustó rápidamente la cuerda de seguridad que ella, como todos los demás miembros de la tripulación, llevaba atada en torno a las caderas y también se puso a cubierto detrás del revestimiento, que entretanto empezaba a mostrar ya los primeros desperfectos. No faltaba mucho para que la lona se rompiera. Prefirió no pensar en lo que ocurriría entonces con las jarcias y el cuerpo de suspensión.
Oyó el silbido de las válvulas cuando Balakov soltó aire caliente para descender, y también la voz de Al-Hakim que, a pesar del viento y de los gritos de los pájaros, se distinguía claramente. Ajeno a la tormenta y el peligro, el anciano parecía despreocupado y tranquilo, como una pluma al viento, mientras recitaba aquel texto tan conocido:
Y es que al otro lado de las montañas, las elevadas,
que solo sobrevuela el vuelo del pájaro
viven los guerreros, los arimaspos,
que guardan el secreto.
Sarah se preguntó entonces si Aristeas había tenido noticia de todo aquello, o si esa oda, en vez de ser una descripción de hechos pasados, había sido una profecía. Fue su último pensamiento. Al siguiente momento, la Kamal fue invadida por la bandada de pájaros.
De golpe, la nave quedó envuelta en la oscuridad y se inundó de gritos y de aleteos ensordecedores. Sarah no fue la única que chilló, también los hombres profirieron gritos de espanto y horror cuando aquella calamidad alada se abatió sobre ellos: cientos de aves, agitando las garras y las alas. Sarah vio cómo algunos animales se enredaban en las jarcias, y otros caían en las zarpas de Igor y de Abramovich, que se las sacudían de encima de forma enfurecida. Otros pájaros se dejaron caer sobre la góndola, cargándola más y acelerando así el descenso de la nave. Las plumas y los excrementos caían sobre la cubierta, y Sarah se puso las manos delante de la cara para protegerse deseando que todo aquello terminara cuanto antes.
Al cabo de unos instantes, la avalancha de pájaros cesó; movidos por el pánico, siguieron avanzando. De pronto, el cielo se despejó, y Sarah levantó la mirada hacia el cuerpo de suspensión de la Kamal. Casi parecía un milagro que aquel artilugio en forma de pez todavía siguiera de una pieza. Como no podía ser de otro modo, había algunos agujeros, pero el revestimiento no estaba desgarrado, que era lo que Sarah temía. Con un poco de suerte, el daño podría repararse.
Sus compañeros de viaje, al parecer, pensaron lo mismo y se lanzaron a proferir gritos de alegría, la cual, sin embargo, desapareció al instante siguiente. Y es que, después de los pájaros, llegó la tormenta.
Cuando la siguiente ráfaga de viento azotó la Kamal fue como si la nave hubiera recibido el impacto del puño de un titán. De pronto, el cuerpo de suspensión se inclinó hacia un lado y arrastró consigo la góndola provocando un crujido de las amarras a causa del esfuerzo. Era como si todos los elementos del mundo se hubieran conjurado en aquel momento contra los aeronautas. Incluso las leyes de la física, que hasta entonces habían estado de su parte, parecieron volverles la espalda.
—¡Cuidado! —gritó Ufuk al ver que se acercaban peligrosamente por babor a la pared de piedra.
Balakov volvió a tirar del timón, pero la Kamal solo obedeció en parte las órdenes del comandante. Aunque la nave hizo el ademán de volverse a estribor, en ese mismo instante fue presa de otra ráfaga que la dejó a merced de las fuerzas de la naturaleza.
Un relámpago estalló entre el gris oscuro de las nubes, que entretanto ocupaban ya todo el cielo, y estuvo a punto de dar contra la Kamal. El destello deslumbró a Sarah, y aunque no pudo ver lo que ocurría, sí pudo oírlo. Lo que llegó a sus oídos por el trueno y el azote del viento ya fue, de por sí, bastante horripilante.
La estructura de la góndola, igual que las sogas, gemía mientras la aeronave era presa, una y otra vez, de sacudidas intensas. Posiblemente, se dijo Sarah, solo era cuestión de tiempo que esas sogas se rompieran y la góndola se estrellara contra una ladera de piedra.
Un crujido estremecedor, luego otro rayo acompañado de un trueno rugiente… De pronto empezó a llover de forma intensa y se oyó un grito tan penetrante que hizo que Sarah abriera los ojos.
¡Chandra!
El sobrino del rajá de Rampur se había soltado de la cuerda de seguridad y se encontraba junto a la barandilla, totalmente decidido a arrojarse por la borda, lo cual significaría una muerte segura.
—¡No! —gritó Sarah.
Pero el joven indio era presa del pánico y no podía escucharla. Al poco tenía ya el pie colocado sobre la barandilla…
Sarah se desató y se levantó para sujetar al indio y devolverlo a la góndola. Después de lo ocurrido en Rampur, se sentía responsable de él y no estaba dispuesta a permitir que se precipitara hacia su final definitivo. Sin embargo, un instante antes de que ella pudiera agarrarlo, la Kamal fue presa de una ráfaga de aire letal que venía de cara. Esa vez aquello fue demasiado para la nave.
Dos de las sogas que sostenían la góndola se rompieron con un crujido espeluznante y la plataforma se inclinó a un lado. Chandra perdió la sujeción y cayó, no al vacío sino dentro del recubrimiento de lona de la barandilla, que lo recogió como si fuera una hamaca. El joven indio gritaba con todas sus fuerzas y se agitaba como un insecto boca arriba. Sarah, que se había colgado por el codo de una de las traviesas, se inclinó hacia él y le tendió la mano.
—Aquí —le gritó—. ¡Agárrate a mí!
A pesar de su pavor, el sobrino del rajá la comprendió e intentó cogerle la mano derecha. Las yemas de los dedos se rozaron, y Sarah iba a respirar con alivio cuando, de pronto, la lona, que estaba empapada de agua, se rasgó y dejó ir todo su lastre.
Como empujado hacia las profundidades por una fuerza irresistible, Chandra desapareció por el agujero. Sarah gritó horrorizada, pero su chillido quedó ahogado por el rugido del viento y el golpeteo de la lluvia, que cada vez era más intensa. Al poco, el recubrimiento, el equipaje y la lona estaban totalmente empapados, precipitando una caída a plomo contra la roca escarpada y cubierta de nieve.
Sarah advirtió que Abramovich había cogido un hacha. El ruso ascendió trabajosamente por la superficie inclinada de la góndola y empezó a cortar la soga que todavía quedaba.
—¡Por todos los cielos! —gritó Hingis, que se sujetaba en proa junto con Ufuk y Al-Hakim—. ¿Qué hace usted?
Aunque la respuesta de Abramovich solo se entendió en parte, fue bastante clara:
—… Cortar… si no estaremos perdidos… el recubrimiento…
A pesar de todos los recelos que el agente de la Ojrana le inspiraba, Sarah se dio cuenta enseguida de que Abramovich tenía razón. El peso de la góndola los arrastraría hacia abajo de forma descontrolada y los lanzaría contra las rocas. Para sobrevivir había que hacer todo lo posible por mantenerse en el aire, aunque eso significara abandonar la góndola y refugiarse en lo que quedaba de las jarcias.
También Jerónimo pareció caer en la cuenta de ello. Él e Igor empezaron a cortar las sogas que quedaban mientras el resto de la tripulación se disponía a encaramarse por los obenques. Mientras Ufuk cuidaba de Al-Hakim, Sarah tenía la vista clavada en Hingis, cuya mano mutilada era ahora un riesgo mortal. Un viento aullante se abatió sobre ellos arrojándoles agua helada mientras subían por las jarcias con las últimas fuerzas que les quedaban y se ataban tan bien como podían con los cabos sueltos. El ascenso y el frío les habían aterido demasiado las manos para poder hacer nudos fiables, pero finalmente lo lograron.
Poco a poco fueron cortando las sogas, y finalmente Abramovich e Igor se unieron a los demás en las jarcias. Jerónimo fue el penúltimo en abandonar la góndola, la cual para entonces pendía de unas cuerdas muy finas e iba a desplomarse en cualquier instante. Solo quedó el comandante Balakov, que —haciendo honor a la tradición— quiso ser el último en abandonar la nave. No lo logró.
Las cuerdas se rasgaron y lo último que Sarah vio de Balakov fue su expresión de terror en la góndola que dio varias vueltas en el aire y desapareció a sus pies entre las nubes. En cambio, el cuerpo de suspensión, libre al fin de su carga, salió despedido hacia arriba como arrojado por una catapulta. Tanto daba si su recubrimiento estaba dañado y ya no recibía aire caliente; lo importante era que se había liberado de su peso y que hacía un buen rato que surcaba los aires.
El infierno se desató.
Unos nubarrones grises, casi negros, envolvieron el cuerpo de suspensión donde Sarah y sus compañeros se agarraban como náufragos a su madero, mientras el viento y la lluvia les caían encima y los amenazaban con precipitarlos hacia las profundidades. Un trueno ensordecedor inundó el aire, y unos relámpagos deslumbrantes se desplomaron y rasgaron el cielo con líneas zigzagueantes.
Sarah, sumida en el agotamiento y la desesperación, se dijo antes de perder el conocimiento que así seguramente sería el final del mundo.
Luego todo se volvió negro a su alrededor.
—¿Es ella?
—Sí, Mahasiddha.
—Es más joven de lo que creía.
—Lo sé, Mahasiddha. Pero está sana. Y cumple todos los requisitos.
La anciana se acercó y extendió la mano, acarició la frente de la niña que estaba tumbada en la cuna ante ella. En aquel momento fue como si la algarabía inquieta y los gritos agudos que llenaban los pasillos y las salas de aquel orfanato cesaran súbitamente. El silencio se impuso y solo la anciana y la niña parecían existir, como si estuvieran rodeadas por una burbuja protectora que las alejara de todo el ruido y las desgracias.
—Buena elección —constató finalmente la anciana.
—Os lo agradezco, Mahasiddha.
—¿De verdad que nadie sabe de dónde viene esta criatura?
—No, Mahasiddha. Se dice que su padre podría ser un oficial británico que hace poco cayó en la guerra. La madre murió durante el alumbramiento.
—Por lo tanto, es una niña sin patria —concluyó la anciana—. Fruto de la unión de culturas distintas.
—Sí, Mahasiddha. Exactamente lo que queríais.
—Muy bien. —La anciana asintió. De nuevo tendió la mano hacia la frente de la pequeña—. Así pues, decidido —susurró—. Tú serás mi heredera.
Era el día 19 de enero de 1858.