4

Como resultaba demasiado peligroso penetrar en el paso entre las montañas mientras todavía reinaba la oscuridad, el comandante Balakov se limitó a sobrevolar en círculos una zona boscosa que se extendía al oeste de Rampur y cuya espesa vegetación apenas permitía ver el cielo desde tierra. Cuando llegó el alba y los imponentes picachos de piedra gris del Himalaya surgieron entre las sombras, modificó el rumbo y se dirigió hacia las montañas.

El narcótico del vodka con el que Abramovich había agasajado al rajá demostró ser muy potente. Cuando Chandra se despertó a primera hora de la mañana se quejó de un intenso dolor de cabeza y al principio no podía acordarse de nada. Sin embargo, Abramovich se encargó de que recuperara pronto la memoria.

El sobrino del rajá únicamente hablaba inglés y, aunque, evidentemente, no le gustaba la idea de haber sido secuestrado, pronto aceptó su suerte, tal vez también porque Abramovich, con el incomparable estilo de la Ojrana, le dejó muy claro que no vacilaría en arrojarlo por la borda a diez mil pies de altitud si se negaba a cooperar. Como Chandra solo llevaba unos bombachos finos y un chaleco, le facilitaron la ropa de lana y el equipo impermeable de Dimitri para que se resguardara del viento y del frío. Puesto que ya se había demostrado en los días anteriores, aquellas prendas pronto no serían suficientes.

Cuando más ascendía la Kamal y más se aproximaba a las cimas, más intenso era el frío, y parecía como si el viaje los hubiera llevado a otra estación del año. También a esas alturas, el aire, que era muy pobre en oxígeno, se hacía notar, y sobre todo Al-Hakim y, sorprendentemente, Igor, el compinche de Abramovich, sufrían ahogos y dolor de cabeza. En cualquier caso, desconocían hasta qué altura podía ascender la aeronave. Sarah supo entonces que hasta el momento solo se habían alcanzado altitudes de hasta unos dos mil quinientos metros con esas aeronaves. Pero como el Shipki La, el paso a través del cual querían acceder al Tíbet, se encontraba a algo más de cuatro mil quinientos metros de altura, no les bastaría con que soplara viento del costado de popa para que la Kamal pasara de un lado a otro de las montañas; y eso sin mencionar la tempestad que parecía estar formándose sobre las cumbres y cuyos nubarrones atravesaban las cimas nevadas de las montañas.

Con todo, al principio el tiempo aguantó; mientras la aeronave se deslizaba por el paisaje, cada vez más agreste y primitivo, del norte de Rampur siguiendo el curso del río Satlush únicamente se oyeron unos truenos en la lejanía. No solo las pendientes fueron siendo cada vez más empinadas sino que también la vegetación fue cambiando; en lugar del verdor frondoso al poco solo se veían arbustos bajos aferrados a la roca gris.

Había un camino que serpenteaba junto al curso del agua; en ocasiones, cuando una de las orillas se hacía impracticable, pasaba a la otra por medio de un jhula[30] de aspecto peligroso. De vez en cuando se veían ovejas dispersas en las pendientes peladas o habitantes de las montañas que hacían subir por el camino a sus gadhas[31] cargados de bultos. Las aldeas que los viajeros contemplaban desde el aire eran poco más que agrupaciones de pequeñas cabañas hechas con piedra de la zona, de las cuales se elevaban al cielo unas oscuras columnas de humo. Chandra explicó que la única localidad de tamaño mayor era la ciudad de Chani, a la que llegaron a primera hora de la tarde. Como disponían de provisiones suficientes, Abramovich y Balakov decidieron aterrizar sobre una planicie de roca situada bastante arriba, lo cual los protegía de ser vistos desde el valle y a la vez permitía una mejor defensa.

Dado que el vuelo había empezado de noche, los acumuladores ese día se agotaron antes de lo habitual. Mientras Balakov y Piotr accionaban el pequeño dispositivo de vapor para volver a recargarlos con energía cinética (esa vez le resultó más difícil encontrar suficiente material combustible), Abramovich, ayudado por Chandra, intentó completar el insuficiente material cartográfico de que disponía. El indio también se mostró muy cooperativo en ello, de manera que el resultado fue remarcable. Con todo, Sarah era incapaz de dirigir una frase de reconocimiento a Abramovich. Desde su partida precipitada de Rampur, no había cruzado ni una palabra con el ruso y estaba dispuesta a continuar así.

La noche pasó sin contratiempos, de modo que pudieron proseguir con el viaje por la mañana. En la siguiente etapa el Satlush los llevó más arriba, hasta una aldea llamada Poo. Hingis observó que el nombre de aquel lugar, que pronunciado en alemán aludía a las posaderas, hacía sin duda honor al sitio.

Por fin, el día 29 de mayo, la Kamal alcanzó el Shipki La.

Para ganar la altura de vuelo necesaria primero fue preciso soltar lastre. Como pronto llegarían a zonas húmedas y con mucha nieve, se desprendieron en primer lugar de las reservas de agua y de una parte del equipo. También tuvieron que abandonar algunos bultos personales, entre ellos las maletas Gladstone en las que Sarah y Hingis llevaban sus escasas pertenencias.

Cuanto más se acercaban a la altura del paso, mayor era la intensidad del viento que les soplaba de cara y al que se oponía con fuerza el sistema de propulsión de la aeronave. De nuevo se demostró la pericia del comandante Balakov, quien consiguió con un giro rápido en sentido contrario orientar la punta en forma de cono del cuerpo de suspensión y aprovechar el viento. Si alguna de esas fuertes ráfagas hubiera dado de costado en la aeronave, posiblemente esta se habría estampado contra las rocas y habría caído.

La roca gris de granito por la cual el Satlush se había ido abriendo paso en el curso de los incontables monzones surgía cada vez más escarpada y peligrosa a ambos lados. Muchas veces, cuando Balakov realizaba una de sus arriesgadas maniobras, la Kamal se aproximaba peligrosamente a las paredes de roca, y no hacía falta mucha imaginación para hacerse una idea de lo que ocurriría en caso de que la fina piel de la aeronave se rasgase. Nadie sentía ningunas ganas de precipitarse en la corriente de color azul turquesa que se agitaba espumosa en las profundidades.

Como la góndola sufría a menudo fuertes sacudidas Balakov dio órdenes para que los pasajeros se atasen con las cuerdas de seguridad que había en la barandilla. Sarah lo hizo con un cierto fatalismo. Al fin y al cabo, se dijo, su suerte iba unida, para bien o para mal, a la de la aeronave, ¿por qué no pues en el sentido literal?

Los cabos crujían y la estructura de la góndola también. Como si de un animal herido de muerte se tratase, el aerostat se debatía contra las fuerzas que lo sacudían, mientras el propulsor luchaba contra el viento de forma constante pero cada vez menos afortunada. La aeronave había demostrado ser un modo de transporte fiable sobrevolando planicies e incluso las montañas con que se habían encontrado hasta aquel momento. Pero en alta montaña había alcanzado su límite de resistencia.

Sarah advirtió preocupación en las caras de casi todos los viajeros, incluso en Abramovich y en Jerónimo; en el caso de Friedrich Hingis se apreciaba además un insano color verdoso que no había derivado ya en un vómito copioso porque el suizo apenas había comido durante el día. Solo Al-Hakim parecía ajeno a todo, como si no le importaran ni los vientos aulladores ni el acuciante peligro de muerte.

El anciano permanecía de pie en proa, sostenido por Ufuk, que lo agarraba entre sus brazos. Había cerrado los ojos y en su rostro se adivinaba una tranquilidad profunda pues el sabio de Mokattam, a diferencia de los demás viajeros a bordo de la Kamal, estaba en paz con la vida.

—¡Agárrense! —Balakov gritó la orden en ruso, pero Sarah ya la comprendía.

De nuevo una ráfaga sacudió el cuerpo de suspensión e impulsó hacia arriba el morro de la nave, de forma que la góndola se elevó unos veinte o treinta metros y se acercó de nuevo peligrosamente a las rocas. El comandante viró de inmediato y la aeronave tomó la dirección contraria. Las paredes rocosas cercanas entre las que pasaban hacían pensar en un laberinto… que terminó de pronto, cuando ante ellos, en proa, se irguió un gigantesco muro de granito.

Sarah y también todos sus acompañantes masculinos profirieron un grito cuando por un instante pareció que el cuerpo de suspensión y la góndola se estamparían contra esa roca. Sin embargo, en el último instante, una fuerte corriente ascendente elevó la aeronave prácticamente en vertical.

Sarah tuvo la sensación de que el estómago le bajaba, y se quedó sin aliento durante unos segundos. Se agarró por instinto a la barandilla mientras contemplaba horrorizada que el saliente escarpado de la pared de piedra se veía cada vez más cerca de ellos.

La góndola se aproximaba allí a una velocidad vertiginosa; daba la impresión de que, aunque el cuerpo de suspensión lograría esquivarla, la góndola, que colgaba bastante más abajo, iría a dar contra la roca. Sarah cerró los ojos y pronunció una plegaria. Entonces se oyó de pronto el ruido de un roce que le heló la sangre. La góndola se inclinó y, de nuevo, se abrió a sus pies el profundo abismo del Satlush, como si de unas fauces enormes y voraces se tratase. Luego, otra ráfaga los elevó y por fin superaron la cresta.

Sarah abrió los ojos.

Habían alcanzado la cima del paso.

¡Lo habían conseguido!

No obstante, nadie sintió ningunas ganas de celebrarlo. El espanto vivido era demasiado para ello y el aliento de la muerte, demasiado desagradable para todos. Por otra parte, en cuanto hubieron rebasado el paso asomó la siguiente amenaza: los soldados tibetanos que ocupaban el puesto fronterizo consistente en unas murallas de piedra y una torre de vigilancia.

A ambos lados del camino del paso que ascendía trabajosamente procedente del sudoeste y rebasaba la cima, había unos montículos de piedras artísticamente apiladas que parecían tener una importancia ritual; tendidas su alrededor había unas cuerdas en las que ondeaban unas banderolas de oraciones de distintos colores, parcialmente rotas, que conferían a esos cúmulos de piedras la apariencia de ser una entrada mística, el acceso a otro mundo. A izquierda y derecha el paisaje era pelado. La roca gris cubría el collado; aunque la nieve había desaparecido hacía tiempo, solo en algunos puntos se divisaban unos pocos matojos de hierbas que se doblegaban de forma alarmante a cada ráfaga. Con la llegada del monzón aquello cambiaría de forma radical. Entonces el paisaje florecería y los campos verdes cubrirían aquellas zonas dominadas por la estepa marrón.

Pero ese momento todavía no había llegado.

Dado que aún no se daban la lluvia ni la niebla que acompañaban a los monzones y que ocultarían las cumbres, resultaba fácil distinguir la aeronave que súbitamente surgió por encima de la cresta. Como no podía ser de otro modo, los soldados repararon de inmediato en su presencia…

—Cuento siete —constató Abramovich, que tras desplegar el telescopio miraba a través de él—. Hay tres en la torre, dos delante de la cabaña y otros dos junto a los ponis.

Balakov entonces dijo algunas frases en ruso que no parecieron agradar en absoluto al agente de la Ojrana.

—El comandante quiere aterrizar —explicó Abramovich después de que Hingis le preguntara al respecto— para comprobar los daños que han sufrido la góndola y el cuerpo de suspensión. Por lo que sabemos del Tíbet, eso a mí no me parece aconsejable.

Sarah se guardó de decir en voz alta que en ese caso estaba de acuerdo con Abramovich. El Tíbet, cuyo jefe político era el Dalái Lama —un personaje misterioso considerado por algunos incluso como una divinidad—, estaba dirigido por la Kashag, que era el nombre con que se conocía a su consejo de gobierno, el cual vigilaba el país como Argos, el mítico gigante de los cien ojos. A los extranjeros les estaba prohibido, so pena de castigo, cruzar la frontera del país sin tener la autorización de la Kashag, algo que resultaba poco menos que imposible cuando no se tenían los contactos necesarios. Naturalmente, algunos misioneros habían llegado al Tíbet, y desde hacía años tanto británicos como rusos enviaban cada vez más agentes a la zona. Sin embargo, no podía hablarse de una apertura de fronteras tal y como se conocía en los países civilizados. Era muy posible que los soldados abrieran fuego en cuanto la Kamal estuviera a su alcance. La nave sin duda no podría resistir otro ataque.

—Debemos subir más —dijo Abramovich, que parecía pensar lo mismo y pasó a comunicárselo a Balakov.

Ambos intercambiaron algunas palabras, luego parecieron ponerse de acuerdo y, al instante siguiente, salieron despedidos por la borda los bultos que contenían las tiendas de campaña.

—¿Qué hace? —Sarah rompió su prolongado silencio.

—¿A usted qué le parece? Estamos soltando lastre para así poder elevarnos más. De este modo tal vez podamos esquivar las balas. ¿Acaso tiene una propuesta mejor?

—No —admitió ella, arisca—. Tan solo me preguntaba a quién de nosotros va usted a arrojar por la borda cuando se quede sin bultos.

Entonces le cogió el telescopio de la mano y echó un vistazo. Vio que los soldados de la frontera movían los brazos y hablaban entre ellos con nerviosismo. Iban vestidos con el bukoo tradicional de color marrón castaño, el cual al parecer en el Tíbet hacía también las veces de uniforme, así como unas gorras hechas de piel de yak cuyos protectores para las orejas llevaban bajados y anudados por debajo de la barbilla, de modo que apenas podían verse sus rostros curtidos y quemados por el sol. Además del ral-gri, la espada corta tradicional tibetana, algunos también portaban los antiguos mosquetones de serpentín; el resto llevaba a la espalda arcos y largas flechas. Aunque no era un ejército equipado de forma moderna, era capaz de poner en peligro a Sarah y a sus acompañantes.

Tras arrojar las tiendas de campaña, la aeronave ganó altura rápidamente. El viento, que había amainado de manera notoria por encima del collado, de pronto cobró fuerza y el aire se volvió notablemente menos denso. Sarah calculó que debían de encontrarse a unos cuatro mil ochocientos metros de altitud. No tenía ni idea de qué pensarían los tibetanos de aquel extraño objeto que había aparecido tan súbitamente encima de sus cabezas. Tal vez creerían que se trataba de un prodigio, o de una señal de los dioses. Pero también podía ocurrir que lo consideraran como lo que era en realidad: un objeto extraño que estaba a punto de penetrar en aquel mundo que con tanto celo guardaban.

Hasta entonces Sarah no se lo había planteado, pero en aquel momento se sintió como una ladrona. Ese era el nombre de la gente que entraba a la fuerza en un lugar con la intención de llevarse algo sin pedir permiso. Tuvo la desagradable sensación de que lo que hacía no estaba bien, aunque pudo contenerla pensando en Kamal y en la misión que tenía que cumplir. Sin embargo, esa duda no la abandonó; a fin de cuentas, en ese país arcaico y desconocido, ella era una forastera y cada vez que inspiraba la pesadez que sentía en los pulmones a causa del aire poco denso se lo recordaba.

Entretanto habían sobrevolado la frontera sin que se hubiera producido ni un solo tiro. Los viajeros nunca llegarían a saber si los soldados no dispararon por respeto o porque tuvieron la certeza de que sus balas no los alcanzarían. Con todo, aquello ya no tenía ninguna importancia ya que el paisaje que se desplegaba ante ellos después de dejar atrás la cima del paso y descender otra vez era tan impresionante que cortaba la respiración. Masas de roca escabrosas se extendían de norte a sur dibujando un panorama sin parangón en todo el mundo. Sarah había visto y vivido muchas cosas en las numerosas expediciones en que había acompañado a Gardiner Kincaid, pero jamás algo que pudiera compararse ni por asomo a la fabulosa majestuosidad del Himalaya.

A ambos lados del camino, que se prolongaba en ese lado de la frontera para desaparecer al final en recovecos estrechos entre las paredes escarpadas de piedra, se levantaban repentinamente laderas peladas; al poco el paisaje pasó del tono ocre y sobre todo gris a mostrar amplias extensiones cubiertas de nieve. Por doquier se veían saltos de agua, unas cataratas inmensas que se desplomaban desde las cimas y que evidenciaban que la temporada del deshielo ya había empezado. Además, los aeronautas encontraron de nuevo a su viejo compañero de camino, el Satlush.

Chandra les dijo que si continuaban siguiendo el curso del río llegarían a la ciudad de Tsaparang, una población que en su momento había sido la capital de un gran reino. Como arqueóloga, a Sarah le pareció que esas explicaciones eran muy interesantes, pero era incapaz de apartar la vista de la majestuosa belleza del paisaje ni de pensar en otra cosa más que en Kamal, al que de pronto sintió tan cerca y tan próximo como nunca antes.

Era un consuelo pensar que tal vez aquel era el mundo adonde su amado había sido llevado después de despertar, porque en ningún otro lugar Sarah había sentido jamás tanta calma y tanta fuerza interior como allí, literalmente, al final del mundo.

También Al-Hakim parecía percibirlas; el sabio aún estaba delante, en la proa, con los brazos extendidos, como si disfrutara de aquel aire áspero, gélido y frío, a pesar de que le comprimía los pulmones y le cansaba el corazón.

Alhamdulillah![32] —gritó en su idioma que nadie, excepto Sarah y Ufuk, comprendía—. ¡Ya empieza!

—¿Qué queréis decir, maestro? —preguntó esta.

—¿Acaso no lo notáis? —preguntó el sabio, y rio alegremente, casi como un niño—. ¡Ya empieza!

—¿Qué desvaríos se trae ahora ese loco? —quiso saber Abramovich en tono brusco—. ¿Es que ha perdido el juicio por completo?

—¡Cállese! —le ordenó Sarah, aunque interiormente temía que el ruso estuviera en lo cierto—. Al-Hakim tiene más conocimiento en su dedo meñique que el que usted tiene en toda la cabeza. Dice que comienza alguna cosa.

—Menuda sorpresa —dijo el agente de la Ojrana, impertérrito—. ¿Y qué quiere decir con eso?

—No lo sé —replicó Sarah visiblemente irritada—, pero él jamás me ha…

Dejó de hablar en cuanto notó algo de pronto. Era un presentimiento amenazante, muy distinto al que sentía habitualmente, como si fuera una orden superior.

—¿Qué ocurre? —la apremió Abramovich.

Entonces, se oyó un grito penetrante procedente de las jarcias de la aeronave.

Al no poder aterrizar en la cima del puerto, Balakov había ordenado a Piotr que subiera a examinar el cuerpo de suspensión para localizar cualquier desgarro u otro desperfecto. Ahora el marinero estaba en lo alto, agarrado a la red y, al parecer, había visto algo que la forma extensa del cuerpo de suspensión ocultaba al resto de la tripulación. El ruso no dejaba de repetir una palabra, al principio de forma controlada y luego con un pánico intenso.

—¿Qué dice? —preguntó Hingis.

—Pájaros —masculló Abramovich sin más—. Grita algo sobre unos pájaros. ¿Es que todo el mundo ha perdido la cabeza?

Se volvió hacia Igor. La mirada que se intercambiaron parecía decir que, llegado el caso, ellos se cubrirían las espaldas mutuamente.

Sin embargo, en aquel instante Sarah, que de nuevo había cogido el telescopio y tenía el cuerpo fuera de la góndola para echar un vistazo hacia el este, profirió otro grito de espanto al ver a qué se refería el marinero.

Algo se aproximaba procedente de los densos nubarrones espesos que se cernían sobre el valle. No era posible distinguirlo a primera vista porque era tan negro e impreciso como las propias nubes, pero al mirar por el telescopio Sarah vio que aquel objeto tenía alas y que se acercaba a una velocidad impresionante.

—¡¿No lo notáis?! ¡¿No sentís que ha empezado?! —exclamó Al-Hakim de nuevo, y entonces comenzó a sacudir los brazos extendidos como un niño imitando un pájaro—. ¡Esta es la prueba! ¡Por fin sabemos que estamos en el buen camino! ¡Ha salido a recibirnos!

—¿Quién, maestro? —Sarah gritó para hacerse oír por encima del viento, cada vez más intenso, y el graznido que traía consigo.

—¡No preguntes, mi niña, mira con el corazón! —le respondió el anciano a voces—. ¡Es garudá! ¡El simurgh! ¡O, tal como nosotros lo llamamos: el ave Roc!

Lemont oyó los truenos lejanos que retumbaban al otro lado de las estribaciones del Gurla La y de nuevo se sintió contento de no haber optado por atravesar el paso de Shipki. El monzón no se haría esperar demasiado y entonces no solo los ríos aumentarían su caudal y se convertirían en un gran peligro sino que también muchos caminos serían impracticables. Por eso, a fin de llegar cuanto antes a su destino, él y sus acompañantes habían viajado por Agra, Delhi y Dehradun hacia Nepal. Finalmente, tras pasar por Ramu y Chala, habían recorrido el tramo que conducía al Tíbet a través del Saipal Himal. En la ciudad de Siar habían cruzado la frontera y habían mostrado el da-yig, el permiso de paso emitido por el gobierno tibetano que proporcionaba acceso total al país así como a sus santuarios.

Evidentemente, aquel documento era falso, pero los dmagmí[33] que guardaban la frontera no se habían dado cuenta, y tampoco habían descubierto los ambiciosos planes de Lemont. Ninguno de ellos podía sospechar que entre esos más de ochenta miembros de la caravana se encontraba el futuro amo y señor no solo de ese país sino del mundo entero…

Los palanquines sobre yak donde viajaban Lemont y sus aliados y que estaban montados sobre los amplios lomos de esos grandes animales peludos eran sencillos pero adecuados para su propósito. Las alfombras, las almohadas y las mantas de lana que recubrían su interior daban la falsa apariencia de lujo, si bien, en realidad, viajar en esos cubos tambaleantes por los que el viento entraba continuamente era tan cómodo como montar en un camello borracho. Lemont aborrecía ese medio de transporte y solo lo utilizaba cuando no había otro remedio. Estar sentado en almohadas de seda llenas de polvo a lomos de un yak, con el hedor espantoso de su aliento y de sus excrementos, era de todo menos confortable, aunque era preferible a ir a pie, en especial cuando se trataba de salvar enormes diferencias de altura.

En este sentido, los porteadores y los arrieros nativos que acompañaban la expedición tenían menos suerte; de todos modos, Lemont creía que las piernas cortas y macizas de esa gente estaban muchísimo mejor dotadas que las suyas para enfilar cuestas. Por otra parte, hacían exactamente lo que la naturaleza y la providencia habían dispuesto para ellos: ejecutar labores vulgares y acarrear el equipaje de aquellos cuyo intelecto era sobradamente superior. Así, la caravana en su composición era un reflejo exacto del mundo con el que Lemont soñaba desde que había conseguido descifrar el secreto del codicubus: ¡un mundo en el que el poder lo detentarían aquellos a quienes les fue otorgado ya desde antes del inicio de la historia!

En medio de aquel paisaje rodeado de cimas peladas y cubiertas de nieve incluso a Lemont le costaba imaginar que todo aquello había empezado una tórrida noche de verano de hacía más de treinta años. Durante todo ese tiempo, jamás había perdido la esperanza, nunca había dejado de creer en que un día conseguiría hacerse con el legado.

Para ello había sido preciso tomar decisiones, hacer concesiones y también sacrificios, y no todo había sido sencillo. Sin embargo, desde el momento en que había iniciado aquel viaje y, sobre todo, desde que habían rebasado el Saipal Himal y había dejado atrás Siar, tenía más que nunca la sensación de estar siguiendo su destino.

El viento que soplaba por la planicie procedente del oeste era glacial e incluso se hacía notar en el interior de los palanquines. En ocasiones, Lemont corría a un lado la cortina de piel y echaba un vistazo a las cabañas de piedra primitivas o a las tiendas desgastadas de los nómadas de las montañas, delante de cuyas cocinas pastaban rebaños de ovejas sucias y cabras enclenques. Por bien que Lemont no alcanzaba a comprender por qué la historia de la humanidad había empezado precisamente allí, aquel era un hecho indiscutible. Y precisamente allí, en medio de esa soledad, de forma inadvertida para los ojos del mundo, ella pronto encontraría también su realización.

Era el segundo día después de atravesar el paso. Habían dejado atrás la ciudad de Burang y el monasterio de Shepeling al mediodía cuando se produjo un tumulto entre los porteadores. Contrariamente a la naturaleza tranquila e impasible de los bhotia[34], que Lemont había contratado en Agra, se oyó de pronto un clamor. Estalló un griterío bronco, y la caravana se detuvo de repente.

Temiendo haber sido objeto de una emboscada, Lemont sacó su revólver. Sintió el peso tranquilizador de la empuñadura en la mano derecha. Al oír unos pasos rápidos que se aproximaban por el suelo embarrado, levantó el arma, soltó el seguro y apartó al instante siguiente la cortina de su palanquín.

—¡Alto! —chilló—. ¡Detente, muchacho o…!

Sin embargo, aquel hombre rechoncho, de apenas metro y medio de altura y con la tez del color y la textura del cuero viejo, no era ningún bandido sino el jefe de la caravana, el nombre del cual Lemont no conseguía retener a pesar de que el montañés lo decía a cada paso.

—¡No disparar, sahib! —gritó levantando los brazos. Debajo del gorro de piel deforme y corroído por las polillas tenía los ojos muy abiertos—. ¡Gumpo no budmaash[35]!

—¿A qué vienen esos gritos? —preguntó Lemont, impasible—. ¿Por qué no avanzamos?

—Porque, sahib —repuso azorado el sirdar—, los porteadores se niegan a seguir. —Tras decirlo hizo una profunda reverencia, como si temiera que Lemont fuera a utilizar su arma de fuego.

—¿Por qué motivo? —preguntó en vez de ello.

—Tienen miedo.

—¿De qué? —Lemont entornó la mirada—. ¿De los ladrones?

Era cosa conocida que en las carreteras había bandas de ladrones que se ganaban la vida robando las pertenencias de viajeros indefensos. Lemont había tomado precauciones al respecto, y había equipado con las valiosas armas Martini-Henry no solo a sus aliados sino también a los miembros de su servicio. Ellas proporcionaban protección suficiente frente a unos bandidos que acostumbraban ir provistos apenas con garrotes y sables.

Gan —negó el guía—. No por miedo a budmaash. Dicen que país de Langa Co está prohibido.

Lemont enarcó una ceja.

—¿Desde cuándo?

—Desde rumores.

—¿Qué rumores?

El guía frunció los labios, que protegía del frío y el sol con grasa de yak. Daba la impresión de no querer responder, pero también de que se daba cuenta de que no le quedaba otra opción.

—De Mig-shár —susurró en voz baja.

—¿Qué?

—De Mig-shár —repitió Gumpo con voz apocada.

—¿Qué es eso? —preguntó Lemont, malhumorado—. Sabes perfectamente que no entiendo esa jerigonza vuestra.

—Significa hombre de uno solo ojo —tradujo el guía en su francés balbuceante.

—Hombre de un solo ojo —repitió Lemont.

—No dice Gumpo. Dice gente —se apresuró a asegurarle el bhotia—. Mig-shár, figura de tiempo viejo, cuentos viejos. Pero porteadores dicen que visto hace poco.

—¿Dónde? —quiso saber Lemont.

—Por Langa Co —respondió Gumpo describiendo un círculo en el aire con la mano—. Dicen que en torno a lago, en tiempos viejos, era hogar de Mig-shár. Ahora vuelve.

—Así que eso dicen… —Lemont transformó su dentadura perfecta en una sonrisa de apariencia lobuna—. ¿Y por qué se amotinan los arrieros?

—No amotinan, sahib —le aseguró el guía—. Solo es miedo por Mig-shár. Se dice que si Mig-shár vuelve significa fin de bod.

Lemont jamás se había tomado la molestia de aprender la lengua de las gentes que habitaban aquel rincón de la tierra tan solitario como inaccesible. Sin embargo, sabía que bod era el modo en que los tibetanos acostumbraban a llamar a su país. Viendo los miedos que parecían atenazar no solo a los porteadores sino también al pobre Gumpo, a quien al final le había temblado la voz ostensiblemente, no pudo más que sonreír con superioridad.

—Yo no temo a ningún Mig-shár —declaró—. Díselo a los porteadores.

—A sus órdenes, sahib. Pero Gumpo teme que hombres no tranquilos. Han visto Mig-shár.

—¿Cómo?

—Uno de porteadores, Nygal, dice él visto Mig-shár —confirmó Gumpo con un murmullo. Resultaba imposible adivinar qué era lo que más miedo le daba: si el personaje legendario de un solo ojo o su exigente amo.

—¿Cuándo y dónde ocurrió eso?

—Ayer. Y hoy otra vez. Inquietud entre porteadores. Y ahora, como entramos en el territorio de Mig-shár…

D’accord, entiendo —afirmó Lemont sin vacilar mientras se disponía a descender del palanquín.

—¿Qué hacer usted? —preguntó Gumpo, horrorizado—. ¡No salir fuera! ¡Mucho peligro!

—Como ya he dicho, a mí Mig-shár no me da miedo —insistió Lemont mientras esperaba a que el bothia le colocara una escalerita de madera para descender con comodidad del alto lomo de su montura.

La caravana se hallaba sobre uno de los pasos que recorría el camino en dirección norte. A ambos lados se levantaban las montañas, como si delimitaran allí el confín del mundo; a la derecha se veían las masas rocosas del Gurla Mandhata, que se elevaban contra el cielo gris a la vertiginosa altura de unos siete mil metros. La depresión que había en medio carecía de vegetación; a pesar de la época del año, las laderas rocosas aún estaban cubiertas de nieve y el camino que se abría entre ellas no era más que un sendero marrón, pisoteado por los cascos, en el que se mezclaban el barro y los excrementos de las bestias. Lemont tuvo que sobreponerse para posar el pie en el suelo, y el ruido que hacían sus botas a cada paso le causó una enorme repugnancia.

Con la comisura de los labios torcida por el asco, ordenó a Gumpo que llevara ante él a Nygal, el porteador que decía haber visto un cíclope. Tal vez, se dijo, era el momento de dar una lección a esos seres primitivos.

Al frente de la expedición, formando una especie de vanguardia, solo iban el sirdar y el porteador más experto; tras ellos, los yaks con los palanquines y el carromato de la cocina así como los bultos más pesados. Los seguían el servicio y el resto de los porteadores, cuyos ponis de montaña y mulos transportaban el equipaje y las provisiones. Cuanto más atrás se marchaba en la caravana, peor era el hedor. Lemont, no obstante, había optado por ir en el último palanquín. Por una parte, porque no le gustaba estar en primera línea, pues uno quedaba expuesto sin previo aviso a todos los contratiempos que podía sufrir la caravana; por otra, porque prefería tener delante, y no detrás, a sus aliados.

Como era de esperar, todos le habían dado su palabra; como era de esperar, todos estaban obligados por contrato, y, como era de esperar, todos le temían. Pero él no se fiaba de ellos.

El español, el inglés y el ruso, alarmados por los gritos de los arrieros, también habían abandonado sus palanquines. El alemán y el italiano habían optado por quedarse en ellos. De todos modos, tenían las cortinas descorridas y asomaban la cabeza. El rojo de ira que teñía el rostro del alemán, pertrechado con su salacot, dejaba entrever que estaba tremendamente enfurecido.

—¡Por todos los diablos! —bramó—. ¡Eso es increíble! ¿Qué se han creído estos campesinos imbéciles?

—Tienen miedo, monsieur l’Allemagne —contestó Lemont con cierta indiferencia.

—¿De qué?

—De un misterioso ser de un solo ojo que dicen haber visto.

—¿Un ser de un solo ojo? ¿Cómo en esos cuentos que usted explica a los seguidores de su extraña filosofía?

—En efecto, monsieur l’Allemagne, pero no son cuentos. Es la verdad acerca del origen de nuestra cultura. ¿Por qué si no estaríamos aquí?

—Desde luego no porque yo crea en esas tonterías —replicó el alemán—. Los dos hemos acordado un negocio que nos beneficia. Y no estoy dispuesto a permitir que un hatajo de salvajes bobos lo fastidien.

—No hay cuidado —le aseguró Lemont—. Tampoco es esa mi intención.

Se volvió hacia los porteadores con una sonrisa de superioridad. Gumpo se acercó con el hombre, que respondía al nombre de Nygal; de hecho era un muchacho de apenas veinte años y tenía el rostro demacrado y la mirada transida de miedo.

—¿Eres Nygal? —quiso saber Lemont.

El porteador asintió.

—Dices haber visto algo…

En cuanto Gumpo hubo traducido, del porteador salió toda una avalancha de palabras entre las que Lemont oía una que se repetía sin cesar: «Mig-shár».

—Nygal dice que ha visto figura de uno solo ojo. Y que seguro que era Mig-shár. Lo vio ayer en quebrada y hoy por mañana en desfiladero.

—¿Cómo era?

Gumpo tradujo la pregunta en tibetano y, de nuevo, el porteador respondió solícito y con la cabeza inclinada a causa del temor.

—Nygal dice que vestía como un bothia auténtico, con bukoo de lana gris. Encima llevaba zor-ba, un puñal en forma de hoz.

—Entiendo. —Lemont asintió.

Aunque nadie se lo pidió, Nygal añadió aún algunas palabras más, que Gumpo tradujo con voz temblorosa.

—Padre de Nygal es pundit[36] en aldea suya y explica muchas cosas de Mig-shár. Dice que cuando regresan guerreros de un solo ojo es que final ya ha venido. Por eso, porteadores no querer continuar. Nadie querer continuar —añadió, temeroso—. Gumpo tampoco. No bueno provocar la ira de los dioses.

—¿Ninguno quiere continuar? —El inglés, que había seguido a Lemont y que estaba en ese momento junto a él con las piernas ligeramente abiertas y los brazos en jarras, tomó aire—. ¿Qué piensa hacer entonces esta pandilla de cobardes? ¿Nos van a abandonar aquí sin más?

—De ningún modo —dijo el ruso mientras se abría un poco el abrigo para mostrar el revólver que llevaba en el cinturón—. ¿Acaso vamos a tener que enseñaros lo que ocurre cuando alguien provoca nuestra ira?

—Paciencia, mes amies —intercedió Lemont con calma.

—¿Paciencia? —replicó el alemán desmontando de su yak—. ¡Qué fácil es hablar para usted! ¡A fin de cuentas, usted no se juega el dinero con estos mediohombres y sus tonterías supersticiosas!

—Está en lo cierto —dijo el español dándole la razón—. ¿No fue usted, gran maestre, quien dijo que debíamos llegar cuanto antes a nuestro destino y que teníamos un margen de tiempo muy corto a causa de los pasos de montaña nevados?

—Así es. Eso dije —admitió Lemont sin vacilar—, y estoy seguro de que pronto podremos proseguir el viaje. Cuando los hombres sepan al servicio de quién están, seguro que cambiarán de parecer.

—¿Al servicio de quién estamos, sahib? —Gumpo lo miró con asombro—. ¿Qué significa esto?

En lugar de responder, Lemont se echó a reír; soltó una carcajada sonora y arrogante que retumbó en las laderas cubiertas de grava. Después, gritó una orden seca tras la cual las rocas situadas a ambos lados del camino parecieron cobrar vida.

Los porteadores gritaron horrorizados. Gumpo se volvió y quiso huir, pero la mano derecha de Lemont se adelantó, lo asió por el cuello y lo retuvo.

—¿Adónde pretendes ir? —preguntó al guía, que pataleaba—. Las criaturas a las que temes hace tiempo que están aquí.

Gumpo profirió un chillido al ver cómo unos personajes envueltos en abrigos de lana se incorporaron con toda su corpulencia y descendieron de las laderas. Cuanto más se aproximaban, más claro resultaba que eran auténticos gigantes; aunque llevaban unas capuchas que les cubrían la cabeza y ocultaban su rostro, el sirdar y los porteadores parecían saber qué había debajo de ellas. Lemont percibía su espanto y se sintió embriagado por la sensación de poder que lo invadió en ese momento.

Los encapuchados llegaron al camino, formaron una fila de dos y se acercaron. Los porteadores retrocedieron asustados, y algunos se volvieron para huir, pero Lemont echó mano de su arma y disparó al aire.

—¡Deteneos, cobardes! —gritó después de que el disparo hubiera paralizado a los hombres—. ¡Los Mig-shár no os harán nada! ¿Acaso no os dais cuenta de lo que ocurre aquí? ¡Yo soy vuestro amo y señor!

Aunque, en vista de la incómoda situación en la que se encontraba, Gumpo era incapaz de traducir, los porteadores parecieron comprender. Se quedaron quietos, acobardados, y contemplaron cómo Lemont se ponía delante de los encapuchados sin la menor vacilación.

Los recién llegados se acercaron.

En la hondonada se hizo el silencio, por un instante incluso el viento constante pareció detenerse. Tan solo se oían los susurros de algunos porteadores que habían desenvuelto sus mani lag-khor[37] y rezaban como si temieran que el fin del mundo fuera a abatirse sobre ellos en cualquier momento.

Cuando los encapuchados —ocho en total— alcanzaron la caravana, se quedaron inmóviles y descubrieron sus cabezas. La ausencia de gritos de espanto entre las filas de los porteadores demostró el enorme arraigo de las creencias y los mitos de su tierra entre los montañeses. Mucho antes de que los visitantes dejaran ver sus caras ya habían dado por hecho que esos desconocidos gigantescos eran unos cíclopes.

En cambio, los socios de Lemont, sobre todo el alemán y el italiano, que entonces salieron de sus palanquines y se reunieron con los demás, estallaron en gritos.

—¿Cómo… cómo es posible algo así?

—Ya lo ve, monsieur l’Allemagne —contestó Lemont—. Se lo dije, ¿verdad?

—Sí…, sí.

Por un instante el tiempo pareció haberse detenido.

Los desconocidos, cuyos rostros deformes y repletos de cicatrices mostraban un solo ojo, se quedaron inmóviles delante de los viajeros. Luego retiraron los faldones de los abrigos para mostrar unos puñales que les colgaban de los cintos: se trataba de unos objetos rotundos, con forma de hoz, capaces de causar heridas tremendas. Tras una escueta orden de su cabecilla, los cíclopes desenvainaron las armas y, por un instante, pareció que iban a cumplirse todos los temores de los porteadores.

Pero no hicieron ningún gesto de ataque; en vez de ello, se pusieron las espadas en las palmas de las manos y las sostuvieron ante ellos con la cabeza inclinada, como si presentaran una ofrenda. En esa postura, se arrodillaron.

Sahib, ¿qué…?

Gumpo abrió los ojos con asombro al darse cuenta de que los Mig-shár se postraban nada más y nada menos que ante su patrón. Lemont entonces lo soltó y aceptó el gesto de los cíclopes cruzando los brazos ante el pecho. La satisfacción que sentía en ese momento era indescriptible.

Casi habían alcanzado el objetivo de su viaje.

Era su tierra.

Su destino…

—¿Cómo es posible? —repitió el británico, que estaba a su lado.

—Bueno —repuso Lemont—, parece que lo que yo les contaba no eran simples cuentos.

—¿Quiere usted decir que los arimaspos… existen de verdad? ¿Incluso en nuestros días?

—En cierto modo —Lemont asintió.

—¡Tonterías! —gruñó el alemán—. ¡Los cíclopes no existen! ¿Cómo diablos ha podido usted lograrlo?

—Tal vez algún día se lo contaré, mes amis —repuso Lemont con tranquilidad—. Pero hasta entonces tendrán que ir con cuidado y no volver a dudar nunca más de mis palabras. Querer es poder.

—¿Usted… usted… ha creado esos seres de forma artificial? —quiso saber el italiano, con voz vacilante—. ¿Por qué haría alguien una cosa tan descabellada?

—Porque, amigo mío, simplemente —explicó Lemont de buena gana— en este rincón del mundo la historia tiene mucha memoria. Otras culturas, como la babilonia, la egipcia o la maya, alcanzaban hasta a la prehistoria de nuestra civilización pero se perdieron hace ya mucho tiempo, y con ellas, sus saberes secretos. Sin embargo aquí, en el techo del mundo, detrás de unas murallas que ni el propio Alejandro Magno logró conquistar, la historia se ha preservado y ha perdurado hasta nuestro tiempo y, para descubrirla y apropiarse de ella es preciso emplear métodos propios. Puede que para ustedes todo esto sea una mascarada. Pero para los bhotia —dijo, y señaló a Gumpo y a su gente, que se habían postrado y no solo rendían sus respetos a los cíclopes sino también a sus señores— esto es parte de su historia.

—Pero sigo sin comprender…

—Monsieur l’Italie, ¿cuánto tiempo puede pasar hasta que alguien descubra que nuestra autorización de entrada es falsa? ¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta que la Kashag tenga noticias sobre nuestra caravana y lleve a cabo sus averiguaciones? Este es un territorio prohibido, no lo olvide, y en cuanto alguien tenga conocimiento de nuestra intrusión, seremos rechazados con dureza. En cambio, si vienen con nosotros los arimaspos, que a partir de ahora serán nuestros protectores y acompañantes, no tenemos nada que temer. Se nos abrirán puertas que a otros les están vedadas.

—Entiendo —musitó el italiano, impresionado.

Ni él, ni ningún otro europeo objetaron nada más. El gran maestre de la hermandad parecía haber diseñado su plan al detalle; poco a poco, incluso el alemán, que era tan crítico, empezaba a pensar que Lemont era merecedor de su título.

El comerciante de Hamburgo volvió discretamente la cabeza y dirigió con disimulo una mirada a los Mig-shár. Al fijar la vista por un instante en uno de los ojos de los cíclopes se asustó.

Allí dentro no había vida.

Solo vacío… y desesperación.