3
Solo cuando alcanzaron la sombra enorme que arrojaba el gran cuerpo de suspensión de la aeronave con la luz blanca de la luna, Abramovich se permitió un suspiro de alivio.
—Bien hecho —comentó. Hizo una seña a Igor, que acarreaba el cuerpo inconsciente del joven indio—. Llévalo a bordo y átalo de forma que no pueda moverse. Y tápale la boca. No queremos que nos complique la vida cuando se despierte.
El cosaco se limitó a asentir y a continuación se encaramó por la escala de cuerda con el sobrino del rajá sobre el hombro como si fuera un fardo. El comandante Balakov, que hacía la guardia con Dimitri, miró con sorpresa a Abramovich.
—¿Qué significa esto? —quiso saber.
—Esto no es de su incumbencia, comandante. Esta misión se encuentra bajo las órdenes de la Ojrana.
—Con todos los respetos, capitán, lo que ocurre a bordo de mi aeronave es de mi incumbencia.
—¿Su aeronave? —Abramovich parecía divertido—. Olvida usted, comandante, que ha sido mi división la que consiguió los planos. Y sin la genialidad de los ingenieros de Su Majestad, ni siquiera existiría.
—En cualquier caso, es a mí a quien se ha confiado el mando —replicó Balakov, de natural callado, con una desacostumbrada elocuencia—. Si usted expone la nave a un peligro, por lo menos deseo estar informado de ello.
—Muy bien —accedió Abramovich con condescendencia—, si eso le hace sentir mejor… Hemos invitado al sobrino del rajá a que nos acompañe en nuestro viaje.
—¿Esta persona inconsciente… es… el sobrino del rajá?
—En efecto. Y, curiosamente, además es el mejor sirdar de la zona. Por desgracia, no quería prestar sus servicios de forma voluntaria…
—¿Y lo ha secuestrado? —Balakov abrió los ojos, estupefacto—. ¿Ha perdido usted el juicio?
—Cuidado, comandante. Yo no soy un subordinado suyo.
—Pero ¿es que no lo entiende? ¡Ha cometido usted un acto de guerra!
—¿Y…? —Abramovich se encogió de hombros—. Esta gente cree que somos británicos, así que los culparán a ellos. Por otra parte, necesitamos un guía local para llegar al otro lado de las montañas.
—¿Y qué hay del cíclope?
—No me fío de ese monstruo. Además, para mi gusto, ha confraternizado demasiado con el rajá.
—Pero no puede haber una persona más a bordo —objetó Balakov—. Todos ellos, y las provisiones y el agua fresca que hemos cargado a bordo…
—No la habrá —aseguró Abramovich con tono tranquilo.
—Y eso ¿qué significa?
—Significa que no todos los miembros de la tripulación original van a proseguir el viaje.
—¿Pretende usted dejar a alguien en tierra? ¿A quién?
—La verdad es que eso a mí también me interesa.
Balakov y Abramovich se dieron la vuelta… y se encontraron con Sarah Kincaid, justo delante de ellos, con los brazos en jarras y una expresión de reproche en la cara. El pecho se le agitaba arriba y abajo a causa de la rápida carrera.
—No pienso discutirlo —afirmó Abramovich.
—¿El qué? —preguntó Sarah—. ¿Que nos ha echado encima toda la guarnición de Bashar así como la de Kunawar? ¿O que su intención era dejarnos en tierra sin más?
—¡No sea ingenua! Aunque me molesta admitirlo, sus conocimientos son imprescindibles para el éxito de esta expedición. Yo le habría informado puntualmente antes del vuelo.
—¡Qué considerado por su parte! —Sarah sonrió sin mostrar ni un ápice de alegría—. ¡Qué suerte la mía! ¿Y qué hay de los demás? ¿Hingis? ¿Ufuk y el viejo Ammon?
—Esta es una empresa de Su Majestad el zar de Rusia —declaró Abramovich—, no una excursión para un muchacho imberbe y un anciano.
—Ese muchacho imberbe y ese anciano forman parte de mi equipo —masculló Sarah.
—Ya no. Se quedan aquí.
—Por encima de mi cadáver.
—Lady Kincaid. —Ahora fue el ruso el que dibujó en su rostro una sonrisa antipática—. ¿A qué viene eso? Usted conoce la situación en que estamos tan bien como yo. Sin un guía local va a resultar muy difícil encontrar un paso hacia el Tíbet. Como el rajá no ha querido cedernos de buena gana a su sobrino, me he visto forzado a actuar. Y usted sabe, igual que yo, que no podemos llevar más de diez personas. En lugar de ponerme cortapisas, debería estar agradecida de que yo me encargue de solucionar este problema sin que usted tenga que darle vueltas a la cabeza ni sufrir remordimientos.
—Usted, a mi cabeza déjela en paz —repuso Sarah—, igual que a mi conciencia. No pienso contemplar de brazos cruzados cómo secuestra a una persona y abandona además a dos miembros de mi equipo. ¿Sabe lo que les ocurrirá a ambos cuando el rajá sepa que su sobrino ha sido secuestrado?
—Mi misión, lady Kincaid, es solucionar problemas —respondió Abramovich con indiferencia—, no fastidiarme el día con otros nuevos. Soy un hombre de acción, no un pensador como usted.
—Desde luego, eso salta a la vista —le espetó Sarah. Acto seguido, actuó con tanta rapidez que ninguno de los rusos fue capaz de reaccionar.
Mientras hablaba con Abramovich, Sarah se había ido acercando a Dimitri, que se encontraba vigilando junto a una de las cuerdas de amarre. Lo había hecho de un modo tan vacilante y vago que no había levantado la sospecha de nadie. Pero entonces se dio la vuelta rápidamente, asió el arma que el marinero tenía en las manos y se la quitó con un gesto audaz. El Berdan II adoptó la posición de tiro como si tuviera vida propia. Sarah solo necesitó un instante para cargarlo y dirigirlo a Abramovich.
—¿Qué significa esto? —preguntó el ruso. No parecía asustado, sino más bien enojado.
—Suelte al muchacho —ordenó Sarah—. ¡De inmediato!
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque está profundamente dormido —explicó el agente de la Ojrana con enfado—. El vodka que le he regalado al rajá era una botella especial de mi división. Y como hizo que su sobrino bebiera tanto…
—Pues claro. —Sarah asintió—. De hecho, no me sorprende. ¡Y yo que creí que por una vez usted actuaba con amabilidad!
—Se lo advertí, ¿verdad?
—Sí, lo hizo. Y ahora soy yo la que le advierte a usted: ¡devuelva de inmediato al sobrino del rajá al palacio, o le meto una bala en el cuerpo aquí y ahora!
—Cuando quiera —la animó Abramovich con una sonrisa desagradable—. El disparo levantará sin duda la alarma entre los guardias, pero estoy seguro de que usted encontrará una explicación conveniente sobre por qué tenemos al sobrino del rajá atado como un fardo a bordo de nuestra nave. Naturalmente, basta con que usted me dispare para zanjar el problema. El comandante Balakov y sus hombres acatarán sus órdenes de buen grado.
Sarah rechinó los dientes, furiosa.
Abramovich tenía razón.
Era inútil amenazarlo, estaba demasiado curtido. De hecho, hacerle daño habría sido una estupidez.
—No vamos a dejar a nadie en tierra —insistió ella, impotente.
—Sí lo haremos. Y no hay nada que usted pueda hacer al respecto. Antes del alba esta aeronave abandonará Rampur, sin el chico ni el viejo. Si es usted tan lista como me figuro, entenderá la necesidad de ese paso y accederá.
Sarah aún tenía el cañón del Berdan II dirigido contra el ruso, pero su determinación había disminuido de forma notable. Aunque, en apariencia, ella llevaba las riendas de la acción, se sentía impotente y superada. Y, lo que era peor, desde el punto de vista de la lógica fría incluso entendía perfectamente los argumentos de Abramovich. Pero ¿acaso la búsqueda de un secreto, por antiguo e importante que fuera, justificaba la traición a dos amigos?
¡No!
Sarah odió a Abramovich por haberla inducido a llegar a esas consideraciones. Desesperada, estaba pensando qué hacer cuando Hingis y Ufuk llegaron a la zona de aterrizaje con el viejo Ammon. El anciano parecía aturdido y tenía la mirada perdida en el vacío. Sarah constató con pesar que desde el principio del viaje el hombre había envejecido de manera notoria.
—¡Estupendo, lady Kincaid! —Abramovich la felicitó con la voz llena de sarcasmo—. Si quería usted problemas, aquí los tiene.
—Yo no soy la que quiere dejar en tierra a dos miembros de la tripulación —replicó Sarah—. De modo que no se ponga así. Friedrich, Ufuk… Desarmad al comandante Balakov y a Dimitri, y luego…
No pudo terminar la frase porque entonces todo cambió. Sarah vio una sombra abalanzándose sobre ella; al instante siguiente recibió un golpe con algo duro y perdió el equilibrio. Cayó al suelo con un grito ahogado y, al hacerlo, pulsó sin querer el gatillo del arma antes de que esta se le soltara de las manos. El disparo restalló y quebró la quietud de la noche. Antes incluso de que el sonido se apagara, alguien recogió a Sarah y la alzó. Al cabo de un instante notó el cañón de un revólver en la sien.
Igor.
El escolta de Abramovich había seguido los acontecimientos desde lo alto de la aeronave. En un gesto osado, se había deslizado por el cabo de amarre y se había abalanzado sobre Sarah, quien no contaba con un ataque desde arriba.
—¡Buen trabajo, viejo amigo! —lo felicitó Abramovich recuperando el arma mientras Balakov y Dimitri sacaban también las suyas y mantenían en jaque a Hingis, Ufuk y AlHakim—. ¿Todavía cree usted que se la trata de forma injusta, lady Kincaid?
—Por supuesto —gruñó Sarah, haciendo caso omiso al cañón del revólver que la amenazaba.
—Tal vez —reflexionó el hombre de la Ojrana— deberíamos poner punto final a esta disputa con hechos consumados.
—¡No! —gritó Sarah, al comprender qué quería decir con ello—. ¡No haga eso! ¡El chico y Al-Hakim no pueden…!
—Vaya, vaya. —Abramovich sacudió la cabeza—. ¡Qué educada se vuelve usted de pronto cuando se trata de salvar la vida de sus amigos!
—Se lo ruego —repitió Sarah, dándose cuenta de que eso era lo que pretendía el ruso—. ¡No les haga ningún mal!
—Me encantaría complacerla, pero me temo que la necesidad me obliga a adoptar otras medidas.
—¡No! —Sarah se opuso con vehemencia. Unas lágrimas de desesperación le anegaron los ojos.
—Déjalo estar, mi niña —dijo el viejo Ammon—. Siempre he sabido que este sería mi último viaje.
—¡No, maestro! —le replicó Ufuk—. ¡No debéis decir esas cosas! ¡Aquí, no, ahora no!
—No está en nuestra mano decidir estas cosas, jovencito —replicó el anciano con tranquilidad.
—Pero vuestra hora aún no ha llegado. Lo sé. —Ufuk sacudió la cabeza mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Si es preciso, permitidme ocupar vuestro lugar.
—¡No! —gritó Sarah al tiempo que trataba de zafarse de Igor, que la sujetaba con fuerza.
—¡Basta ya! —Abramovich intervino con voz seca—. No tenemos tiempo que perder. Si el chico y el viejo tienen prisa por morir, entonces que ambos…
Si él no terminó la frase y, en cambio, abrió los ojos con terror fue porque entonces un cuchillo surgió de la oscuridad como un rayo y se le posó en la garganta, seguido a continuación por una sombra voluminosa.
—Ni una palabra más —le masculló al oído una voz grave—. ¡Ya has hablado bastante por esta noche, ruso!
Abramovich no sabía qué ocurría y, en un primer momento, tampoco Sarah y los demás entendieron nada. Solo cuando la sombra empujó al ruso hacia delante y la pálida luz de la luna la iluminó fue evidente lo que había pasado: Jerónimo se había servido de la oscuridad de la noche para demostrar por qué antaño sus semejantes habían sido tan temibles y a favor de quién estaba.
—¡Buen trabajo, viejo amigo! —Sarah repitió las palabras anteriores de Abramovich sin ocultar una sonrisa de satisfacción—. Al parecer, capitán, la suerte ha vuelto a abandonarlo. Así pues, ordene a sus hombres que bajen las armas, o esto tendrá un mal final para usted.
—Otra opción —apuntó Hingis en ese momento— es que nos dejemos de sandeces infantiles e intentemos huir de aquí. ¡Por ahí vienen los soldados del rajá!
Sarah se volvió.
¡En efecto!
Frente a la silueta oscura y recortada de las casas de Rampur se recortaban unas figuras brillantes que avanzaban a paso ligero. Las armas que sostenían en las manos —espadas, lanzas y mosquetes— refulgían bajo la luz de la luna.
—¡El disparo ha levantado la alarma! —dijo Abramovich con voz ahogada, aún con el acero de Jerónimo en la garganta. A pesar de todas las precauciones que habían tomado el agente de la Ojrana y su compinche, Jerónimo había conseguido esconder de todas las miradas su puñal en forma de hoz—. ¡Hingis tiene razón! ¡Si no colaboramos, estamos muertos!
Sarah solo vaciló un instante. Le molestaba tener que cooperar con un mentiroso y un traidor, pues eso la convertía en su cómplice, pero de nuevo la necesidad la obligaba a ello. Hizo una señal a Jerónimo y este bajó el puñal. Abramovich cayó al suelo, de rodillas. Entre resuellos se agarró el cuello, en el cual el puñal en forma de hoz le había dejado un fino rastro rojo, y masculló un improperio. Igor se le acercó y lo ayudó a ponerse en pie; al instante siguiente, ambos estaban encaramándose por la escala de cuerda.
Balakov fue el primero en llegar a bordo. Ya mientras subía, ordenó a Piotr, que estaba haciendo la guardia en la aeronave, que empezara a soltar el lastre. Los cabos de amarre se tensaron.
—Rukho! Rukho! —bramó el cabecilla de los soldados, que era el mismo havildar que les había dado la bienvenida el día anterior—. ¡En nombre del rajá! ¡Alto!
Sarah dudaba que los guardias ya tuvieran noticia del secuestro del sobrino real. Posiblemente habían sido alertados por el disparo, y habían visto que los presuntos huéspedes se disponían a marcharse. En lugares como aquel, un gesto así bastaba para ser tenido por sospechoso.
Evidentemente, ningún viajero tenía la intención de cumplir con la orden del sargento. Tan rápido como les fue posible, se encaramaron por la escala; así, Hingis empleó el muñón de su brazo para sostenerse mientras agarraba el siguiente peldaño con la mano que le quedaba. Luego les llegó el turno a Ufuk y a Al-Hakim.
—¡La aeronave está diseñada solo para diez personas! —gritó el ruso—. ¡No podremos elevarnos!
—Eso usted debería haberlo pensado antes de secuestrar al sobrino del rajá —replicó Sarah.
En ese instante, se oyó el primer disparo.
Los soldados se habían aproximado lo bastante para emplear sus armas de fuego. Además de los habituales bundooks algunos hombres llevaban jingals, unos mosquetones pesados con serpentín, capaces de causar daños muchísimo peores.
El restallido intenso retumbó en las pendientes montañosas y encontró eco en ellas. Sarah oyó un ruido desagradable y se inclinó sin pensarlo. La bala impactó a pocos pasos de ella, en la hierba.
Abramovich se dio cuenta de que no tenía sentido proseguir con la discusión; de modo que se volvió, corrió hacia la escala y trepó ágilmente por ella. De nuevo centellearon los serpentines de los mosquetones y sonaron los disparos. El plomo mortal atravesó la noche, cada vez más próximo. Era cuestión de instantes que diera con su primer blanco.
Después de recuperar el arma Dimitri apretó el gatillo e hizo también algunos disparos, pero sus tiros eran demasiado imprecisos para poner en peligro a sus perseguidores. Los soldados del rajá siguieron imperturbables y, agachados, se aproximaron hacia lo alto de la colina, mientras en sus expresiones enojadas se adivinaba una gran determinación.
—Es tu turno, Jerónimo —ordenó Sarah al cíclope. Pero este se negó.
—Juré protegeros, lady Kincaid. ¿Ya no se acuerda?
Aunque Sarah se resistía a dejar en tierra a alguien que se encontraba bajo su mando, sabía que habría sido inútil contradecir al cíclope. Así pues, se encaramó detrás de Abramovich, ajena a las balas que perforaban la noche. Un proyectil le pasó por encima de la cabeza, y luego se oyó cómo atravesaba la lona de la góndola. Entonces alguien profirió un grito agudo.
¡Ufuk!
Sarah redobló sus esfuerzos y siguió trepando por la escala tan rápido como le era posible. Dos veces perdió pie y estuvo a punto de caer, pero logró agarrarse a tiempo. Todavía no había alcanzado del todo la góndola cuando unas manos acudieron en su ayuda y la auparon.
—¡Y ahora, el cíclope! —oyó gritar a Abramovich.
—Cortad las amarras —ordenó Balakov a voz en cuello.
Una sacudida recorrió la aeronave que, acto seguido, se elevó oscilante en el cielo nocturno.
Sarah se puso de pie y se apresuró hacia la barandilla. Jerónimo colgaba de la escala mientras a su alrededor el aire era atravesado por las balas. Otros dos disparos alcanzaron la góndola, pero no causaron ningún daño digno de mención; un tercero dio en el cuerpo de suspensión y provocó un agujero. Fue una suerte que los soldados no supieran qué mantenía la nave en lo alto; de lo contrario, les habría resultado muy sencillo hacerla bajar del cielo a tiros.
Sarah ayudó a Jerónimo a pasar por encima de la barandilla y él le dirigió una sonrisa de agradecimiento. Fue entonces cuando ella cayó en la cuenta de que no habían dejado en tierra a un hombre, sino a dos.
—¡Dimitri! —gritó—. ¿Dónde está Dimitri?
La mirada que Abramovich le dirigió la estremeció. Sarah se inclinó por la barandilla y miró hacia abajo.
Vio el marinero a sus pies, en la colina iluminada por la luna. Disparaba contra el enemigo, que ya había llegado a lo alto del montículo y estaba prácticamente encima de él, mientras gritaba a más no poder. Aunque Sarah no sabía qué decía podía entenderlo igualmente.
—¡Tenemos que regresar! —gritó—. ¡De inmediato!
—¿Y arriesgarnos a que nos maten a todos? —preguntó Abramovich—. ¡De ningún modo!
Entretanto los soldados ya habían llegado a la zona de aterrizaje. Tras cargar el arma de nuevo con las manos temblorosas, Dimitri volvió a disparar; esa vez dio a uno de los atacantes… Fue antes de que otro le diera a él.
Con un grito de dolor se agarró la pierna y cayó al suelo. En un instante, fue rodeado por una docena de enemigos con los sables desenvainados. Lo último que Sarah pudo ver fue un puñal brillante cercenando sin piedad. Al instante siguiente uno de los soldados sostenía en la mano algo que parecía la cabeza de un hombre…
Ocultó el rostro entre las manos y se apartó de la barandilla. Estaba sobrecogida de espanto y sentía una gran opresión en la garganta mientras las lágrimas le acudían a los ojos.
—Espero —le siseó Abramovich al oído— que no olvide jamás lo que acaba de ver, lady Kincaid. ¡Este hombre le queda a usted en su conciencia!
Él se apartó muy enojado y dejó a Sarah a solas con su horror, mientras la aeronave tomaba velocidad describiendo primero una amplia curva en dirección sudoeste y alejándose de Rampur y de los soldados. El ejército del rajá seguía disparando, pero los proyectiles ya no eran tan peligrosos y al final ni siquiera los jingals eran capaces de alcanzar la nave.
Balakov en persona se encaramó por las jarcias para colocar un parche en el orificio que se había producido a fin de evitar que se abriera más; entretanto Sarah y Hingis se ocuparon de Ufuk, que afortunadamente solo había sufrido la rozadura de una bala. Sarah le curó la herida de forma provisional y lo besó en la frente para darle las gracias por haberla advertido. Al-Hakim, que estaba sentado en proa y que parecía tener mucho frío vestido con su chilaba, tenía la vista clavada al frente. Sin duda se había percatado del motivo de discusión entre Sarah y Abramovich, y era consciente también de que él debía haber sido abandonado en tierra.
—Esto no va bien —musitó—. Puede que me equivocara. No debería haber hecho este viaje. Arriesgas demasiado para proteger mi vieja vida, Sarah. Ninguna vida puede pagarse con otra.
—Lo sé, maestro —lo tranquilizó Sarah—. Pero no tenía alternativa.
—Las cosas todavía van a ir a peor —predijo el sabio con voz sombría—. Las nubes oscurecen el horizonte en dirección este…
Sarah miró al viejo Ammon con gran asombro y tremenda preocupación pues, tal como había dicho, en el cielo nocturno que se extendía al este por encima de la cordillera recortada se agolpaban unos nubarrones que engullían la luz de las estrellas y no auguraban nada bueno.
Kamal temblaba por dentro.
Un profundo respeto y una sensación de felicidad como (según él suponía) nunca antes había sentido lo inundaron al posar la mano sobre aquella delicada y desnuda curvatura que su amada le mostraba con una sonrisa.
—¿Lo notas? —le preguntó ella.
En las últimas semanas ella había cambiado. A pesar de las náuseas que acostumbraba sentir casi siempre a primera hora de la mañana, tenía el rostro más redondo y en sus ojos verdes ahora parecía reflejarse más afecto que antes. Ella estaba tumbada junto a él en la cama y tenía el vientre al descubierto, bajo cuya tierna curva se ocultaba el fruto de su amor.
—No —dijo él—, todavía no.
—Pero yo sí —le aseguró ella, con una sonrisa—. Siento sus latidos como si fueran los de mi propio corazón.
—Tiene que ser algo maravilloso. —Kamal le respondió con otra sonrisa pero le salió forzada.
—¿Qué te ocurre?
—Nada. Solo es que me gustaría poder hacer algo. Contribuir con algo que…
—Tú ya has contribuido con algo —le dijo ella. Por un breve instante en su semblante volvió a reflejarse su antigua expresión fascinadora—. Y ha sido más que suficiente. Ahora es mi turno.
—Pero yo…
—Chist… —le susurró ella tapándole la boca con la mano—. No digas más. Deja que seamos felices, querido.
Él le besó la mano de soslayo y se la apartó.
—Por supuesto. Como quieras…
Ella se incorporó un poco, de forma que el camisón le resbaló y le cubrió de nuevo el vientre.
—¿Acaso no eres feliz? —preguntó ella con aprensión.
—Sí, claro —le aseguró él rápidamente—. La mujer que amo va a tener un hijo mío. ¿Cómo no iba yo a ser feliz?
—¿Pero…?
—Pero me pregunto qué clase de padre seré para mi hijo. ¡Si ni siquiera recuerdo mi propio pasado, Sarah! ¿Cómo voy a ser un ejemplo para mi hijo cuando no sé quién soy?
—Te sientes decepcionado —dijo ella con suavidad mientras le acariciaba la mejilla—, y lo entiendo. Pero esto no debería empañar nuestra felicidad. Este hijo es todo cuanto necesitamos, Kamal. Un nuevo comienzo para los dos. Una nueva vida.
Él la miró y contempló aquel rostro pálido de pómulos elevados y mejillas sonrosadas. Advirtió la tristeza en él y supo que la causa estaba en sus reparos. Lamentó haber sido tan necio.
—Está claro —dijo entonces, y de nuevo asomó en él una sonrisa que parecía algo más optimista—. Tienes toda la razón. Soy un egoísta por pensar solo en mí. Lo importante ahora sois tú y el pequeño.
—Por cierto —comentó ella con un guiño—, parece que piensas que será varón.
—¿Y por qué no?
—Porque te equivocas, querido —afirmó ella con un convencimiento total. De nuevo posó la mano en su vientre—. Será una niña, Kamal.
Él arqueó las cejas.
—¿Y cómo…?
—Lo presiento.
—Pero…
—Estoy totalmente segura —se corrigió ella misma. Su tono de voz no admitía réplicas.
En las últimas semanas se mostraba extrañamente susceptible y sensible, así que Kamal optó por no objetar nada.
—Bueno —dijo en cambio—, ¿y cómo se llamará nuestra hija?
—¿Tienes alguna propuesta?
—Creo que sí —respondió él con alegría. La besó en la boca antes de decir el primer nombre que le había venido a la cabeza—. Me gustaría que se llamara Sarah. Como su madre…
Entonces la sonrisa desapareció de los labios de ella y el rostro se le ensombreció.
—Has tenido mejores ocurrencias —dijo sin más. A continuación, salió de la cama y abandonó el dormitorio con pasos rápidos.
Por segunda vez en esa mañana, Kamal se maldijo por sus palabras desatinadas, aunque en esa ocasión no era consciente de tener culpa alguna. De hecho, él pensaba que eso la haría feliz. ¿Por qué había reaccionado ella con tanta irritación?
Consideró la opción de ir tras ella, pero lo desestimó. Cuando adoptaba esa actitud, no había nada que hacer. En esas ocasiones él tenía la extraña sensación de encontrarse frente a una persona totalmente desconocida. Pero ¿qué importancia podía tener aquello, si ni él mismo se conocía?