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El palacio del rajá de Bashar se elevaba en lo alto de la ladera de la montaña, al otro lado de los tejados puntiagudos de pizarra de Rampur. Un camino estrecho serpenteaba hasta el edificio el cual, aunque no exhibía la magnificencia de los de otros principados, era lo bastante grande e imponente para impresionar a los visitantes. Detrás de las murallas blancas con almenas redondeadas se erguía una construcción de piedra con ventanas elevadas y torres coronadas con cúpulas.
Sarah y sus acompañantes fueron conducidos a un salón donde se les ofrecieron nueces de areca y lassi; entretanto, el comandante fue a reunirse con el rajá para informarle acerca de los insólitos visitantes. No tuvieron que aguardar mucho tiempo para ser recibidos. El soberano de Bashar recibió a sus invitados recostado en unos cojines de seda y fumando con la hookah[28].
Ya a primera vista se demostró que las informaciones del servicio secreto de Abramovich eran ciertas: el rajá, que rondaba los cincuenta años de edad y que llevaba una vestimenta profusamente bordada tensada en torno a su prominente barriga, presentaba todas las características de alguien a quien gustaba tomar alcohol a menudo y en grandes cantidades: la cara, enmarcada en una mata de pelo cano, la tenía muy roja, sobre todo, la nariz, y en los ojos se le reflejaba un brillo febril. Por lo demás, quien tenía el dudoso placer de acercársele y olerle el aliento sabía al punto que la hookah era, de largo, el menor de los vicios del rajá.
Con todo, esto no impidió que saludara a los visitantes con suma amabilidad y que les asegurara una y otra vez lo complacido que se sentía por su presencia; sobre el hecho de que momentos antes había estado a punto de apresarlos y de disponer de sus propiedades no dijo palabra. Mayormente la bienvenida se centró sobre todo en Jerónimo el cual, para disgusto de Abramovich, era considerado y tratado como el cabecilla del grupo. Al parecer, al rajá y a su gente les resultaba inimaginable que no lo fuera.
Como hablaban en hindi, Sarah y los demás no podían seguir la conversación. Tampoco Abramovich, quien, a pesar de todos sus talentos, no dominaba esa lengua, lo cual lo enojaba claramente. A Sarah le disgustaba no entender de qué hablaban el rajá y el cíclope, más cuando ni siquiera sabía por qué los habitantes de Bashar dispensaban tantas atenciones al gigante. Como no podía ser de otro modo, intentó sacar sus propias conclusiones y desarrolló una teoría que, en parte, pronto se vería confirmada.
El rajá invitó a Jerónimo y a quienes él llamó sus criados a quedarse en palacio para pasar la noche. Aunque Balakov se negó cortésmente con la excusa de que sus hombres y él preferían permanecer en la nave, el resto de la tripulación estuvo muy contenta de dormir de nuevo en una cama de verdad después de más de tres semanas posando la cabeza sobre el suelo desnudo y pasando a menudo mucho frío. Aunque Abramovich no ocultaba sus recelos respecto al anfitrión, no tenía nada que objetar contra una cama blanda; es más, llegó incluso a obsequiar al rajá con una botella de vodka que le ofreció entre palabras grandilocuentes y aún mayores aspavientos durante el banquete espontáneo que el soberano de Bashar ofreció en honor a sus visitantes.
—¡Caramba! —susurró Sarah a Abramovich—. Esto es casi un gesto humano.
—Casi —admitió el agente de la Ojrana con una sonrisa indefinida—. No se equivoque usted.
La comida que prepararon los cocineros del rajá complació a todo el mundo: consistió en carne de cordero y de ave asada al horno de barro, sazonada al modo de las provincias del norte —esto es, con pimienta, cúrcuma y comino— y acompañada de arroz, pan árabe y fruta fresca. Bashar no tenía la influencia de otros principados pero, gracias al intenso comercio con el Tíbet, no era tampoco un país sin recursos. Continuamente se presentaban nuevas bandejas colmadas de comida; al principio los invitados se sirvieron con timidez, pero luego fueron adoptando una actitud menos comedida.
Después de la cena se preparó la hookah y se ofreció un aguardiente que, según explicó el rajá con orgullo, él producía en su propia destilería, si bien su sabor —y posiblemente también sus propiedades— era el del alcohol puro.
El rajá no solo hizo los honores a sus propias bebidas sino que también bebió el vodka que Abramovich le había regalado, de modo que fue adoptando una actitud menos ceremoniosa. Si al principio de la cena Jerónimo era el único que podía dirigirse directamente a él, en el curso de la velada las normas de etiqueta fueron relajándose de forma notoria. Con el correr de las horas, el soberano de Bashar, que presidía la mesa sentado en cojines de seda, fue adoptando una actitud cada vez más despectiva mientras que Jerónimo, sentado a su derecha, en el sitio de honor, permanecía inmóvil y erguido como una roca en un incendio.
—¡Qué bien! —exclamó el rajá en inglés con la lengua pesada por el alcohol—. ¡Es fantástico que Mig-shár haya vuelto después de todos estos años!
—¿Vuelto? —repitió Sarah quien, como el resto de los miembros de la expedición, se encontraba bastante más lejos.
—En efecto. Ya estuvo aquí en una ocasión. Hace mucho, mucho tiempo.
Sarah dirigió una mirada inquisidora a Jerónimo y este le dio a entender con una inclinación de cabeza apenas perceptible que el rajá se equivocaba. Sin embargo, era evidente que el cíclope no veía necesario intentar sacarlo del error.
—¿Debemos, pues, suponer que Vuestra Excelencia nos agradece que hayamos devuelto Mig-shár a Rampur? —preguntó Abramovich, que estaba sentado junto a Sarah, con una sonrisa maliciosa.
—Por supuesto.
—Y, en tal caso, ¿os podríamos solicitar un pequeño favor?
—¿Un favor? —Las facciones del rajá, abotagadas por el alcohol, se ensombrecieron—. ¿Acaso no os he demostrado suficientemente mi gratitud? —preguntó, irritado—. A fin de cuentas, os he salvado la vida y os he invitado a mi palac…
No terminó la frase porque en ese momento Jerónimo dijo algo y los dos intercambiaron algunas palabras entre ellos en voz baja.
—De acuerdo. —El rajá se mostró dispuesto entonces, y tenía un tono más conciliador—. En atención al gran servicio que me habéis rendido, estoy dispuesto a atender a vuestra petición.
—Es usted muy generoso, Excelencia —respondió Abramovich con un servilismo mal disimulado—. No es mucho lo que pedimos: tan solo un guía que nos indique el camino entre las montañas.
—¿Necesitáis un sirdar? —El rajá lo miró fijamente—. ¿Queréis ir al Tíbet?
—Así es, Excelencia.
El rajá solo lo pensó un instante.
—Os dejaré a mi sobrino Chandra —decidió entonces señalando a un joven de unos dieciocho años que estaba sentado al otro lado de la mesa, casi delante de ellos. Tenía el pelo muy negro, peinado sin raya y con flequillo, y en sus ojos asimismo negros se apreciaba una mirada despierta y atenta—. Ha recorrido varias veces el paso de Shipki La. Él os podría mostrar el camino.
—Es muy cortés por vuestra parte, Excelencia —respondió Abramovich.
Sarah añadió suavemente un dhanyabad[29], una de las pocas palabras que sabía en hindi.
—Así pues, ¿pretendéis cruzar la frontera? —preguntó el rajá entre dos considerables sorbos de vodka que terminó cada vez con una carcajada ronca—. ¿Queréis entrar en el reino prohibido y averiguar sus secretos?
—Sí, Excelencia —admitió Sarah—. Para eso hemos hecho este largo camino.
—¿De verdad? —El rajá bebió y volvió a echarse a reír—. ¿Y pensáis que así os volveréis más listos, más sabios? —Esa vez no le hizo falta el alcohol para estallar en una risotada—. ¡Entendéis tan pocas cosas…! ¡En cambio, os atrevéis a penetrar hasta el fondo de todos los secretos!
—Así es, Excelencia, somos unos ignorantes —admitió Sarah con diplomacia antes de que Abramovich replicara alguna cosa—. Por eso no sabemos tampoco de qué conoce Vuestra Excelencia a nuestro amigo cíclope.
—¿Preguntas de qué lo conozco? —repitió el rajá—. ¿Quieres saber de qué lo conozco?
—Eso es.
—Ven conmigo, mujer —dijo el soberano de Rampur—. Voy a intentar poner un poco de remedio a esta vergonzosa ignorancia tuya.
Se dispuso a levantarse, pero estaba tan afectado por el alcohol que no lo logró. Se desplomó con torpeza sobre los cojines y fue precisa la ayuda de dos criados corpulentos para poder levantarlo y sostenerlo de modo que no volviera a caerse. Con un gruñido, hizo un ademán para que Sarah y cualquier otra persona interesada lo siguieran. Abandonaron el comedor adornado con columnas y entraron en una galería que tenía numerosas pinturas murales. Sarah vio representaciones de Shiva así como de otras divinidades del panteón hindú.
El rajá se detuvo entonces ante una de las imágenes, que estaba iluminada con la luz titilante de una antorcha.
—Por esto —farfulló señalándola con sus dedos llenos de anillos—. Por esto sabemos quién es Mig-shár.
Sarah, Hingis y Ufuk siguieron el gesto y contemplaron la representación… que mostraba un cíclope.
Como la cabeza había sido pintada con un tamaño mayor a fin de subrayar la importancia del personaje, el ojo único saltaba a la vista. El cíclope estaba sentado en un trono, como un rey, mientras era adorado por los humanos. Sarah concluyó entonces que no solo los habitantes del lejano territorio de los escitas habían adorado como dioses a los cíclopes sino que esos pueblos de las provincias montañosas de la India también lo habían hecho, lo cual explicaba los puntos en común en el simbolismo de la imagen.
—Esta pintura —explicó el rajá con voz balbuceante— es de hace más de trescientos años. La encargó uno de mis antepasados en honor a Mig-shár, el cual había visitado nuestro pueblo. Permaneció con nosotros durante todo un año, y luego decidió abandonarnos de nuevo. Sin embargo, antes de partir prometió regresar en su momento y hacernos partícipes de su victoria.
—Entiendo —dijo Sarah tras escuchar con atención. Si comparaba esa información con el relato de Jerónimo cabía suponer que un cíclope se había escondido en Rampur para huir de los esbirros de la Hermandad del Uniojo. Para los habitantes de la ciudad el encuentro había sido tan extraordinario que lo habían plasmado en imágenes y habían conservado su recuerdo durante siglos. Jerónimo, en cambio, no tenía noticia de aquel antepasado suyo. ¿Era tal vez porque más tarde aquel fue descubierto y asesinado por los agentes de la hermandad?
—Es increíble, absolutamente increíble —añadió Hingis con solicitud.
El rajá le dirigió primero una mirada penetrante y desdeñosa, luego clavó sus ojos en Sarah y finalmente en Abramovich, que también se había unido al grupo.
—¿Qué buscan unos ignorantes como vosotros en el Tíbet? —preguntó sin más rodeos el soberano de Bashar.
—Buscamos la iluminación —respondió Sarah con diplomacia.
—¿Y para eso estáis dispuestos a poner en peligro vuestra vida?
—¿Nuestra vida? —preguntó Hingis—. ¿Por qué decís eso, Excelencia?
El rajá se rio suavemente y con desdén.
—¿Acaso nunca os habéis preguntado por qué el Tíbet se denomina el «reino prohibido»? Los europeos tienen prohibido, so pena de muerte, entrar en el país. El camino que se encuentra al otro lado del Shipki La está flanqueado por los huesos de quienes no hicieron caso de esa prohibición.
—¿De… de verdad? —Las gafas de Hingis se empañaron.
—Sin duda —opinó Abramovich— estas historias solo son cuentos pensados para amedrentar a forasteros ingenuos.
—En absoluto. Los sacerdotes, que gobiernan el país como reyes, guardan sus secretos con más celo que una vieja. —El rajá rio con voz ronca—. Los extranjeros que entren en su país en busca de la iluminación no hallarán otra cosa más que la muerte y la ruina.
—¿Incluso si van acompañados por Mig-shár? —preguntó Sarah.
El rajá de Rampur la miró como si ella hubiera perdido el juicio, y el rubor provocado por el vino desapareció de pronto de su rostro.
—¿Qué? —susurró con tono apagado.
—Como Vuestra Excelencia ya sabe, nuestra expedición se encuentra bajo la protección de Mig-shár —le recordó Sarah—. Puede que su palabra también tenga peso en el Tíbet.
—Es posible —admitió el rajá—. Pero eso nunca se sabrá.
—¿Por qué no?
—Porque Mig-shár ha regresado a Rampur después de mucho tiempo y no volverá a abandonarnos nunca más.
—¿Qué? Pero…
—¡Ni pensarlo! —bramó Abramovich antes de que Sarah lograra encontrar la réplica adecuada—. ¡El cíclope forma parte de nuestra expedición!
—Es posible que así fuera, aunque personalmente lo dudo —repuso el rajá negando con la cabeza—. Pero ahora ha vuelto y no nos abandonará nunca más. Deberéis proseguir vuestro viaje sin él.
—Pero ¡eso es imposible! —repuso Abramovich—. Solo el cíclope puede mostrarnos el camino hacia… —El ruso se interrumpió y dejó la frase en suspenso a la vez que reprimía la indignación que sentía por dentro.
Sin embargo, al parecer, el rajá había comprendido a qué se refería. Sus facciones palidecieron un poco más, y el temor le dilató las pupilas.
—Buscáis el Meru —gimió retrocediendo con miedo y levantando un brazo para protegerse—. Mig-shár vino procedente de la montaña del mundo. Allí se encuentra su origen, el origen de todos nosotros. Buscáis cosas que están vedadas a los mortales.
—No es así. —Sarah intentó tranquilizarlo—. Nosotros solo somos arqueólogos, científicos en busca de la verdad.
—De la verdad prohibida —la corrigió el rajá negando con la cabeza—. Encontraréis la muerte —profetizó—. Todos vosotros.
—Pero…
—Chandra no os acompañará.
—Pero, Vuestra Excelencia, necesitamos un sirdar…
—Buscadlo entre los pahari, o al otro lado de las montañas —siseó el rajá haciendo un gesto para poner fin a la conversación. Sus ojos tenían un brillo extraño, y era difícil saber si eso se debía al alcohol o al pánico.
—No pienso poner en peligro la vida de mi sobrino a causa de vuestra osadía. La muerte y la ruina acechan a quienes quieren averiguar los secretos de los dioses.
Sarah notó que Abramovich, que estaba a su lado, se impacientaba. El agente de la Ojrana era un realista redomado, incapaz de comprender profecías o insinuaciones místicas, sobre todo si estas encima le desbarataban los planes. Tampoco a Sarah le gustaba mucho lo que acababan de oír, pero ella, a diferencia de Abramovich, sabía por experiencia que en ese caso las amenazas no servirían de nada. Sobre todo porque además estaban expuestos, y mucho, a la merced de su anfitrión.
—Excelencia, le ruego que nos disculpe si le hemos azorado —se apresuró a decir Sarah antes de que Abramovich interviniera. Hizo a continuación una leve reverencia—. Esa no era, en absoluto, nuestra intención. Si Vuestra Excelencia lo desea, partiremos de Rampur cuanto antes.
—Ese es mi deseo —insistió el rajá—. Pasad el resto de la noche en palacio como mis invitados. Pero con la salida del sol abandonaréis Bashar y no regresaréis jamás.
—Nuestra intención no era otra —aseguró Abramovich.
—¿Y Mig-shár? —preguntó Sarah con cautela.
—El elegido se quedará —dijo el rajá, tajante.
Luego, se dio la vuelta y regresó al salón.
Abramovich lo siguió sin decir nada. Ni Sarah, ni Hingis repararon en el brillo malicioso de los ojos del ruso.
Aunque no era especialmente grande, el palacio de Rampur tenía varios patios interiores. En uno de ellos había un huerto frutal en el que se cultivaban manzanas e higos, así como plátanos, albaricoques y otras frutas exóticas. Sarah y Hingis se habían retirado allí tras la cena para poder hablar sin ser molestados, ya que Sarah estaba convencida de que las paredes de sus habitaciones tenían ojos y oídos.
El sabio Ammon ya se había retirado y su viejo cuerpo disfrutaba del merecido descanso; Sarah, en cambio, no había podido conciliar el sueño. Después de vagar inquieta de un lado a otro de la habitación, había tomado una decisión y había ido a buscar a Hingis, quien se encontraba igual que ella. Ambos habían abandonado el pabellón de los invitados y se habían dirigido hacia el huerto frutal adyacente. A pesar de las miradas recelosas de los dos vigilantes que hacían guardia, pudieron acceder a él sin problemas.
La noche era clara y un mar de estrellas brillantes cubría todo el cielo. La luz de la luna iluminaba el patio y, excepto por el viento frío que de vez en cuando soplaba desde las montañas, el aire impregnado del olor del jazmín tenía una temperatura agradable. En el centro del jardín, cuyos arriates estaban dispuestos de forma circular, había un banco de piedra, cuyos brazos tenían la forma de unas cabezas de monos. Sarah y su fiel acompañante se sentaron en él y mantuvieron una conversación en voz baja.
—Me duele mucho tener que decirlo, querida amiga —gimió Hingis—, pero me temo que de nuevo estamos entre la espada y la pared.
—Sé a qué te refieres —dijo Sarah dándole la razón. Ahora no solo estaban sometidos a la vigilancia constante de Abramovich sino que además estaban a expensas también de los caprichos de un potentado que era evidente que sabía más de lo que estaba dispuesto a contar.
—¿Qué te parece el rajá? —inquirió ella.
Hingis hizo una mueca.
—Es un fanfarrón y un borracho —sentenció—, no hay duda de ello. Pero también parece ser un hombre de fe. Es evidente que tiene miedo.
—¿De quién? ¿De la hermandad?
—Yo diría más bien que de la cólera de los dioses —opinó Hingis—. Ha dicho que la muerte y la ruina acechan a quienes quieren averiguar el secreto de la montaña del mundo. Y parecía afirmarlo totalmente en serio.
Sarah asintió.
—El maestro Ammon está convencido de que Gardiner pensaba de forma parecida y que por eso me ocultó estas cosas. Quería protegerme.
—¿También tú crees que Gardiner sabía esas cosas? —Hingis la miró inquisitivamente—. ¿Todo el tiempo? ¿Y no te dijo nada, ni a la hora de su muerte?
—Eso creo. En una ocasión le pregunté por qué de entre todos los campos de la arqueología él había elegido precisamente la historia del antiguo Oriente, y él me dijo que en ella se encontraban las respuestas a todas las preguntas. Entonces no supe a qué se refería, pero ahora me parece que empiezo a comprenderlo.
—¿Me lo explicas?
—Gardiner no seguía la pista de un enigma arqueológico cualquiera —le contó Sarah—. A él no le importaba explorar un templo escita en Crimea, ni encontrar la desaparecida biblioteca de Alejandría. Para él esas cosas eran indicios, paradas en el camino que lleva a una verdad universal, al motivo último por el que nosotros, en definitiva, nos dedicamos a la arqueología.
—Querida amiga —musitó Hingis levantando el brazo de forma ostensible—, me estás poniendo la carne de gallina.
—Hablo en serio, Friedrich. Creo que lo que le ocurrió en Crimea hizo que Gardiner entreviera que había otra verdad, más profunda, distinta de la que se escribe en los libros de historia y que su afán por encontrar esa verdad era tan intenso que él llegó incluso a asumir la colaboración de la hermandad. Cuando se dio cuenta de los objetivos que perseguía esa organización, se apartó de ella, pero entonces ya era demasiado tarde. Gardiner había puesto al enemigo sobre la pista correcta, y lo que él no llegó a hacer —añadió Sarah en tono sombrío— acabé haciéndolo yo. Basta con pensar en el agua de la vida…
—Tú no sabías nada de eso —la consoló Hingis—. No sabías que te manipulaban y que se aprovechaban de ti.
—¿Ah, no? —repuso ella con voz triste—. Como tal vez recuerdas, hubo un amigo fiel que me lo dijo. Pero yo no le escuché y desoí sus advertencias.
—Fue por amor —objetó el suizo posándole la mano que le quedaba en el hombro para consolarla—. Lo que hiciste lo hiciste por afecto a Kamal.
—Pero lo hice. Y de ese modo mostré al enemigo el camino hacia un lugar que posiblemente alberga los últimos secretos de la humanidad. Al-Hakim dice que todas las amenazas del pasado no son nada ante lo que nos aguarda en el monte Meru.
—¿Crees que Jerónimo sabe más de lo que dice?
—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno —dijo Hingis—, tu amigo de un solo ojo tiene muchos secretos. De hecho, no nos contó que hablaba hindi con fluidez, y parece que sabe más cosas de tu pasado que tú misma.
Sarah no podía objetar nada. En el curso del viaje había intentado repetidas veces sonsacar al cíclope más información sobre la época oscura, pero Jerónimo tenía una habilidad prácticamente igual que la de Al-Hakim y se zafaba respondiendo con preguntas y con insinuaciones sombrías.
—¿Has pensado alguna vez —añadió Hingis— que quizá él sigue sus propios planes?
—¿Jerónimo? —Sarah negó con la cabeza—. Imposible. Nos ha sido fiel. Por otra parte, me prestó un juramento…
—… que no recuerdas. Dejando eso de lado, hay muchas cosas que ha dicho que me parecen raras. Ese relato sobre los Primeros, por ejemplo…
—¿Habrías preferido que él los llamara dioses?
—Eso no cambiaría mucho las cosas.
—Tal vez sí —señaló ella—. Si ese monte Meru de la leyenda existe de verdad, seguro que existe también una analogía verdadera de los Primeros.
—¿Una analogía verdadera de unos seres extraterrestres que llegaron a la tierra suspendidos en hilos de luz y que trajeron la civilización a los humanos? —Las dudas de Hingis quedaron muy claras.
—Es posible que no bajaran por la luz, sino de algo que, simplemente, brillaba mucho. —Sarah siguió con su razonamiento—. Posiblemente, algo tan luminoso que causó diferencias externas en los humanos que lo contemplaron. Por ejemplo, se sabe que esas criaturas lastimosas que los circos ambulantes exhiben como seres singulares son en realidad…
—¿Pretendes comparar los cíclopes con las mujeres barbudas y los gemelos siameses? —dijo Hingis entre dientes.
—En cierto modo, sí. Tal vez la transformación que se produjo en cada persona fue tan decisiva que a partir de entonces se transmitió de generación en generación. Esto explicaría también por qué el rasgo de un solo ojo se perdió en cuanto los cíclopes empezaron a mezclarse con humanos normales.
Eso a Hingis no le convencía.
—¿Y los Primeros? —quiso saber.
—Posiblemente eran seres que… —Sarah buscó las palabras más adecuadas—. Posiblemente no eran de este mundo —dijo al final en un tono vacilante.
—¿No eran de este mundo? —Hingis alzó la mirada hacia el mar de estrellas que brillaba en el firmamento—. ¡Santo cielo, querida amiga! Sé que sientes debilidad por las novelas de Julio Verne pero…
—No es que yo crea eso —lo tranquilizó Sarah—, pero el caso es que casi todas las religiones orientales hablan de la posibilidad de la existencia de otros mundos y otras realidades. ¿Y si detrás de ello hay una verdad más profunda? ¿Has considerado esa opción?
—No —admitió Hingis—, y no estoy dispuesto a hacerlo pues parece que tú, querida amiga, de nuevo confundes la física con la metafísica. No olvides lo que dijo Jerónimo sobre los Primeros. Aunque esos seres, y llámalos como quieras, vinieran de otro mundo, ¿cómo se explica que se perdiera su pista y se tuviera que buscar en todas las épocas?
—Seres no, Friedrich —objetó Sarah—. Me refiero a espíritus. Almas gemelas que fueron separadas y que querrían volver a unirse porque…
—¡Basta! ¡Ni una palabra más! —le espetó el erudito—. No quiero oír nada más.
—Pero…
—Prefiero pensar, querida amiga, que el aire tan puro de esas alturas no te sienta bien —dijo él mirando a Sarah con desdén, casi de forma hostil.
Era la misma expresión que ella le conocía de cuando habían sido adversarios enconados. Por un momento, deseó que, en lugar de Friedrich Hingis, estuviera a su lado Maurice du Gard, quien tenía una actitud más abierta respecto a las cosas trascendentales y no habría desestimado así esa idea, por descabellada que pudiera parecer. Pero Du Gard no estaba allí, ni tampoco el viejo Gardiner, ni Kamal. Friedrich Hingis era uno de los pocos aliados que le quedaban, y quizá esa vez haría bien en hacerle ca…
—¡Lady Kincaid! ¡Lady Kincaid!
La voz de Ufuk penetró en la noche y sacó a Sarah de sus pensamientos. Se levantó del banco de piedra y vio que el muchacho salía a toda prisa por la entrada del edificio pasando junto a los asombrados guardias. Corrió hacia ella a toda velocidad, a pesar de su pantalón bombacho. Tenía la respiración entrecortada y el horror grabado en la cara.
—¡Ufuk! —exclamó Sarah—. ¡Por todos los cielos!
Él se le acercó; de no ser porque Hingis lo sostuvo se habría desplomado de agotamiento.
—¿Qué ocurre, muchacho? —quiso saber él también—. ¿Qué ha pasado?
—Cosas horribles —dijo con la voz entrecortada el criado de Ammon mientras intentaba recuperar el aliento—. Ocurren cosas horribles…
—Informa —le pidió Sarah.
Tras hacer un par de inspiraciones, Ufuk encontró al fin fuerzas para pronunciar algunas palabras.
—Los rusos… Abramovich…
—¿Qué pasa con ellos?
—Han abandonado el palacio…
—Lo sé —lo tranquilizó Sarah—. Abramovich e Igor querían pasar la noche en la aeronave para vigilarla.
—No, milady. —El muchacho negó con la cabeza y la miró con los ojos muy abiertos—. ¡Los rusos se han marchado!
—¿Cómo? —Hingis levantó las cejas, incrédulo.
—¿Estás seguro? —preguntó Sarah—. ¿Qué te lo hace pensar?
—No podía dormir —explicó Ufuk resollando aún—. He oído ruidos fuera, en el pasillo… Entonces he abierto la puerta, y los he visto.
—¿A quiénes?
—A Abramovich e Igor… ¡Y llevaban consigo a Chandra!
—¿A Chandra? —Sarah necesitó un instante para reconocer ese nombre—. ¿El sobrino del rajá?
—Evet. —El muchacho asintió—. Igor lo llevaba en brazos. El sobrino del rajá estaba inconsciente.
Sarah y Hingis cruzaron una mirada. Su discusión previa ya estaba olvidada: había asuntos más importantes que atender. Era evidente que Abramovich había decidido adelantar la fecha de la partida. Y lo peor: estaba dispuesto a secuestrar al sobrino del rajá para no quedarse sin guía.
—Pero ¿cómo se atreve? —exclamó Hingis abandonando todo su comedimiento académico—. ¡Maldito idiota!
—¡Buena pregunta! —afirmó Sarah—. Toda la guarnición lo perseguirá. Tendrá suerte si llega con vida a la frontera. —Sacudió la cabeza, incapaz de entender tanta terquedad e insensatez—. ¿Dónde están Jerónimo y Al-Hakim? —preguntó entonces a Ufuk.
—Al cíclope no lo he visto desde la cena —informó el muchacho—. Y el sabio duerme en nuestra habitación. Los rusos no nos han dicho nada cuando se han ido. Me atrevo a pensar —añadió bajando un poco la voz— que querían dejarnos aquí.
—Entiendo —se limitó a decir Sarah. Aunque no sabía qué pretendía exactamente Abramovich, no había nada de lo que ella no creyera capaz al agente de la Ojrana. Era preciso actuar antes de que fuera demasiado tarde—. Vosotros dos —dijo dirigiéndose a Hingis y a Ufuk—. Id a las habitaciones y recoged a Al-Hakim. Llevaos como equipaje solo lo que sea realmente imprescindible. Nos reuniremos en la aeronave.
—¿Y tú? —preguntó Hingis.
—Yo —contestó Sarah con una sonrisa valerosa— me ocuparé de nuestro amigo Abramovich.
—¿Qué pretendes hacer?
—Aún no lo sé. Seguramente deberé improvisar un poco…