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La sensación de Sarah Kincaid cuando se cortaron las amarras, se soltaron los lastres y por fin la aeronave se elevó hacia su destino fue indescriptible: notó en ella un asomo de euforia como hacía tiempo que no sentía. Liberada de todas las ataduras, la aeronave se elevó, dejó tras de sí el puerto militar y las ruinas tristes de Sebastopol, y se adentró en un territorio que hasta el momento había estado reservado para las criaturas de los cielos. Cuando el comandante Balakov dio la orden de poner en marcha el motor y tomar rumbo este-sudeste se cumplió un sueño largamente añorado: era la primera vez que un aparato volador, creado y construido por el hombre, se desplazaba sin estar a la merced del viento y solo por sus propios medios. Cuando el timón de popa cobró, con un crujido, la dirección contraria a la brisa el aparato tomó velocidad y demostró que Abramovich no había exagerado: Rusia disponía, en efecto, de una aeronave que funcionaba.

Aunque Balakov y su tripulación no parecían tener la necesidad de dar un nombre a aquel vehículo memorable, Sarah mentalmente lo había hecho hacía tiempo y le había dado el de la persona por cuyo amor ella asumía aquel riesgo.

Kamal.

Cada vez que una ráfaga de aire se hacía con la nave y la dejaba a expensas de unas fuerzas contra las cuales el ser humano no podía luchar, ella solo tenía que susurrar para sí aquel nombre para hacer acopio de ánimos y para confiar en que aquel artefacto no los dejaría en la estacada sino que, contraviniendo todas las reglas de la naturaleza, los llevaría hasta al destino final de su viaje.

Al-Hakim y Ufuk tenían fe en la providencia y sobrellevaban las penurias que el vuelo provocaba en el organismo humano con una facilidad asombrosa, a diferencia de Friedrich Hingis, cuyos temores daban la sensación de confirmarse del primero al último. No era solo que alzarse por encima del suelo parecía oponerse a la naturaleza de aquel suizo a quien le gustaba tener los pies en la tierra, sino que parecía que eso repercutía negativamente en su digestión y le dejaba unas coloridas secuelas en la cara que iban del tono verde pálido de su tez al azulado de sus ojeras. Al atardecer, cuando el sol se escondía por el horizonte y se acercaba la hora del aterrizaje de la nave, la salud del suizo mejoraba de forma notoria, y de vez en cuando incluso se le podía ver una sonrisa. Sin embargo, por la mañana, cuando el viaje proseguía y la Kamal volvía a oscilar en las alturas, el aspecto de Hingis era el de un moribundo con los días contados.

En cambio, Jerónimo desde el día de la partida se antojaba sumido en una extraña melancolía. Apenas decía palabra y no participaba en las conversaciones de los demás; cuando Sarah le preguntaba algo, sus respuestas eran simples monosílabos. Por lo general, pasaba los días de pie en el lugar que tenía asignado al costado de babor de la góndola, con la mirada perdida hacia el este, donde sabía que se encontraba el remoto destino de su viaje. Era imposible adivinar qué le pasaba por la cabeza, y no se lo confió tampoco a Sarah, tal vez porque desde la fecha del despegue no habían podido estar ni un instante tranquilos.

Durante el día, la estrechez agobiante a bordo de la góndola hacía imposible intercambiar una sola palabra sin que Abramovich lo supiera; de noche era Igor quien se deslizaba como una sombra en torno al campamento y parecía tener oídos en todas partes. A pesar de que el agente de la Ojrana se esforzaba por fingir que todo iba perfectamente, la desconfianza entre los dos bandos de la tripulación casi podía palparse. Solo Balakov parecía ajeno a eso. Al parecer, al comandante le interesaba sobre todo pilotar la aeronave de forma segura y fiable durante su viaje inaugural.

Aunque al principio Sarah no lo hubiera creído, al cuarto día la vista empezó a cansarse de montañas lejanas, bosques verdes y estepas con manchas marrones que se deslizaban debajo de ellos y en las que, de vez en cuando, se veían algunas poblaciones. A pesar de que la Kamal viajaba a una velocidad superior a la de cualquier otro medio de transporte, cuando Sarah consideraba el largo recorrido que tenían por delante, tenía la impresión de que apenas se movían del sitio. La sensación de libertad que había sentido el día de la partida había desaparecido y la desilusión había ocupado su lugar. Sarah se dio cuenta de que las horas del día en que permanecían entre las nubes y en las que, a causa de la vigilancia continua de Abramovich, apenas podían hacer nada más que ensimismarse en sus propios pensamientos resultaban cada vez más largas.

En el curso de las tres primeras etapas del viaje, en que fueron de Sebastopol a Kerch, de allí a Sochi y finalmente, siguiendo el extremo oriental del mar Negro, a Poti, la nave recorrió, a causa del constante viento del este, algo más de seiscientos cincuenta kilómetros. Tras bordear las estribaciones de la parte sur del Cáucaso, tomaron rumbo hacia Tiflis a través del paisaje escabroso de Azerbaiyán en dirección a Ganja, y de allí, fueron hacia Bakú. Era la primera vez que Sarah veía el mar Caspio, pero desde el aire le pareció inalcanzable y, de algún modo extraño, irreal. Caelum non animum mutant, qui trans mare currunt[26] había dicho ya el poeta romano Horacio de los navegantes. Lo mismo podía decirse para quienes viajaban por el aire.

Solo cuando la aeronave aterrizaba y los pasajeros abandonaban la góndola para pasar la noche en tierra, el entorno cobraba su importancia real. Era entonces cuando Sarah tenía la sensación de estar otra vez más cerca de su querido Kamal, aunque posiblemente eso no fuera más que un autoengaño.

Como todas las noches, también después de aterrizar junto al mar Ufuk preparó la cena. Puesto que en Bakú habían podido abastecerse con provisiones, la comida resultó notoriamente más copiosa que la de los días anteriores y, en lugar de la habitual ración de arroz, esa vez pudieron comer queso, higos e incluso carne de ternera.

Dado que Balakov consideraba que sobrevolar directamente el mar Caspio era un riesgo demasiado grande, la ruta prosiguió sobre la línea de la costa. Las paradas siguientes fueron Astara, Rasht, Chalus y finalmente Gorgan. Tras sobrevolar las estepas del sur en Turkmenistán, la patria del joven Ufuk, prosiguieron en dirección este y al duodécimo día del viaje asomaron en la lejanía los pináculos recortados de las montañas coronadas de blanco. Durante los ocho días siguientes, la aeronave avanzó haciendo frente no solo a los vientos que barrían la planicie procedentes de las montañas sino también a la lluvia, que llegó del sudeste y que era ya el primer indicio del monzón que pronto se iniciaría en el subcontinente indio. Si para entonces la Kamal no había llegado a su destino, el viaje debería interrumpirse.

A causa de la intensa lluvia, la aeronave permaneció dos días en tierra. Por fin, el 23 de mayo reanudaron el viaje y atravesaron la frontera del norte de Afganistán, que estaba ocupado por los británicos. A partir de entonces, al menos en opinión de Abramovich, se encontraban en territorio enemigo. Esquivaron las ciudades y los grandes asentamientos, y bordearon Kabul por el norte para, finalmente, tras rebasar el paso de Khyber y seguir las estribaciones de los montes Hindu Kush, aproximarse al Indostán. Cuanto más hacia el este avanzaban, las elevaciones eran superiores y Balakov tenía que pilotar la aeronave a mayor altura. En consecuencia, la temperatura descendió a tal punto que la vestimenta impermeable y la ropa interior de lana empezaron a no ser suficientes. A pesar de llevar los gorros completamente bajados, su protección no bastaba para las gélidas temperaturas de aquellas altitudes. Sarah tenía un frío atroz y habría dado muchas cosas a cambio de poder llevar consigo su chaqueta de cuero forrado; sin embargo, no dejó oír ni una queja.

El vigésimo octavo día de viaje, la Kamal recorrió los ciento sesenta kilómetros aproximadamente que había entre Pathankot y Rampur. Según explicó Abramovich sirviéndose de las informaciones obtenidas por su división, Rampur era la capital de la provincia montañosa de Bashar, la cual —al menos sobre el papel— era independiente respecto del Imperio británico; no obstante, añadió Abramovich con desdén, el rajá mantenía relaciones amistosas con la Administración colonial. Como Rampur era el último asentamiento urbano de importancia antes de llegar a la frontera y mantenía un intenso comercio con el Tíbet, Balakov hizo aterrizar la aeronave muy cerca de la población para poder abastecerse de nuevo de agua y de víveres antes de que la expedición se adentrara en terra incognita. Tenían además la intención de hacerse con los servicios de un sirdar, un guía local, para que les ayudase a completar el insuficiente material cartográfico que tenían de la zona.

La aparición de ese vehículo volante, y además del tamaño enorme de la Kamal, provocó una gran agitación entre los habitantes de Rampur.

Balakov hizo aterrizar suavemente la aeronave sobre un prado inclinado situado al sur de la población, que a su vez se encontraba por encima del río Satlush. Arrojaron dos anclas y, con la experiencia que daba la práctica diaria, Dimitri y Piotr, los dos marineros, se descolgaron por las sogas para afianzar la góndola. De vez en cuando, para disgusto del viejo Ammon, Ufuk también participaba en esa acción temeraria que tenía lugar siempre que tomaban tierra. Ese día Al-Hakim se lo prohibió, lo cual posteriormente demostraría haber sido una precaución muy acertada.

En cuanto el primer marinero puso los pies en el suelo sufrió el impacto de una piedra que le había arrojado uno de los habitantes del lugar. ¡Y no fue la única!

Una auténtica lluvia de proyectiles del tamaño de un puño se abatió sobre los dos hombres, que no sufrieron más daños porque se escondieron rápidamente detrás de una gran roca. Apareció entonces una turba de ciudadanos excitados, indios en su mayoría si bien había también algunos corpulentos pahari, que era como se conocía a los habitantes de las regiones montañosas. Con independencia de lo que pensaran sobre la aeronave y sus ocupantes era evidente que les demostraron una actitud claramente hostil.

—¡Necios redomados! —gruñó Abramovich—. Seguro que todos esos diablos harapientos están al servicio de los ingleses.

—Lo dudo mucho —opinó Hingis, que estaba junto a él en la barandilla y miraba hacia la turba.

De hecho, habían tenido suerte de que esa gente no fuera capaz de arrojar las piedras lo bastante alto para alcanzar la góndola. Además, por fortuna, los habitantes de Rampur no parecían disponer de armas de tiro.

—La verdad es que creo que más bien nos tienen por una especie de monstruos del infierno —supuso el suizo.

—¿A nosotros? —El ruso lo miró con asombro.

—Bueno, ¿qué pensaría usted si viviera en un pueblo perdido al borde del mundo conocido y de pronto viera descender del cielo un objeto volador enorme?

—Visto así… —Abramovich se rascó la barba que le había crecido en el curso de las tres últimas semanas. De hecho, había habido pocas oportunidades para la higiene diaria y las demás acciones orientadas al mantenimiento de la limpieza corporal—. No pienso consentir que este hatajo de lerdos me desmonten la nave.

—Estoy de acuerdo con usted, capitán —apuntó Sarah con sarcasmo—. Debería disparar a todo el mundo. Seguro que Igor estará encantado de encargarse de esa tarea en su nombre.

El agente de la Ojrana farfulló una respuesta incomprensible. Luego, para consternación de Sarah, hizo una señal a su subordinado, quien empuñó un fusil Berdan.

—Pero ¿qué…? —preguntó Sarah.

Igor disparó… al aire.

El fuerte estallido causó su efecto. La población alborotada, que parecía saber muy bien lo que podía hacer un bandook[27], retrocedió presa del pánico.

—¿De verdad creía que dispararía contra personas indefensas? —preguntó Abramovich a Sarah.

—Se me pasó por la cabeza —admitió ella.

—Me parece que a usted le queda mucho que aprender.

—No se preocupe, capitán. Aprendo muy rápido…

Abramovich se volvió hacia Balakov y dijo algo en ruso, a lo que el comandante, que había dejado su uniforme en Sebastopol y, como sus dos subordinados, vestía con ropa civil, se limitó a encogerse de hombros y a replicar con algo que no gustó en absoluto al agente de la Ojrana.

—¿Qué dice? —quiso saber Sarah.

—Le he ordenado poner en marcha de nuevo la nave, pues es evidente que aquí no somos bienvenidos. Pero dice que la capacidad del cuerpo de suspensión tiene que reducirse tanto para tomar tierra que solo podremos volver a elevarnos en una hora.

—¿Una hora? —Sarah arqueó las cejas.

—Exacto —gruñó Abramovich, señalando el bosque cercano—. Para entonces todos nosotros estaremos colgados de esos árboles de ahí. Es posible que pronto nos veamos obligados a disparar contra esta gente tan indefensa.

—Tan indefensos no están —informó Hingis, que seguía junto a la barandilla y observaba atento la muchedumbre—. ¡Miren eso!

Volvieron la vista en la dirección que les señalaba el suizo. ¡Los habitantes de la ciudad habían conseguido refuerzos! Una división de soldados, ataviados con uniformes blancos y con turbantes y armados con mosquetones, así como con unas lanzas en cuyos extremos ondeaban los colores de Bashar, se había unido a la masa alborotada cuyo cabecilla hablaba en ese momento con los comandantes entre grandes aspavientos.

No era difícil adivinar de qué hablaban.

—¡Oh, vaya! —exclamó Hingis con tono sombrío—. Si los soldados abren fuego contra nosotros, estamos perdidos.

—En efecto —admitió Abramovich—. Si disparan contra el cuerpo de suspensión habrá desaparecido para siempre toda oportunidad de poder largarnos de aquí en una hora. ¡Igor!

La sombra de Abramovich no dijo nada. En vez de ello, se dispuso a disparar de nuevo con su arma y entregó otra a Abramovich.

—Un momento —pidió Sarah—. Antes de disparar, deberíamos hablar con esa gente.

—Como quiera —la animó el ruso con una sonrisa siniestra—. Pero le advierto: estos palurdos son tan astutos como peligrosos.

—En esto no son los únicos —repuso ella con una sonrisa poco amistosa—. Con el tiempo he ido acostumbrándome.

La tropa de soldados se había puesto en marcha y se acercaba a la aeronave cuya góndola se mecía aproximadamente a unos veinte pasos por encima del suelo, sostenida solo por las amarras de las anclas y por los dos marineros, que seguían en tierra. Si el sargento y sus soldados estaban impresionados, no lo demostraron. Levantaron la vista hacia la góndola con actitud desafiante.

—¿Británicos? —preguntó el havildar con un inglés de acento marcado pero comprensible.

Sarah recordó lo que Abramovich les había contado sobre el rajá de Rampur y decidió que lo mejor era poner las cartas boca arriba.

—Sí —confirmó ella—. Somos unos científicos en una misión de exploración.

—Bajen —ordenó el sargento con un gesto—. Los conduciremos al palacio del rajá.

Sarah miró de reojo a Abramovich, que estaba a su lado.

—¿Ha sido eso una invitación?

—No —opinó el espía con convencimiento—, ha sido una orden para que les cedamos el aerostat sin ofrecer resistencia. Lo único que quieren es que abandonemos la nave.

Sarah no compartía los recelos de Abramovich, pero también sabía que no lograría convencer al ruso de salir de la góndola contra su voluntad.

—Agradecemos al rajá su amable invitación —dijo ella entonces—, pero preferimos proseguir nuestro camino cuanto antes.

El havildar desoyó la negativa.

—Ustedes han puesto este globo en el territorio del rajá sin contar con su autorización —repuso el sargento, demostrando que tanto él como su gente distaban mucho de estar tan sorprendidos como los civiles. Era evidente que ya habían visto otros globos militares británicos y que consideraban la Kamal como un modelo especialmente grande.

—Lo lamentamos mucho —le aseguró Sarah—, igual que lamentamos haber asustado a los habitantes de Rampur. No era esa nuestra intención.

—Ustedes han aterrizado con el globo sin autorización del rajá —repitió el sargento con insistencia—. Bashar no es posesión británica. Por lo tanto, el globo es del rajá.

Sarah se quedó demasiado perpleja para poder replicar, no así Abramovich, quien, al parecer, ya se esperaba semejante reacción.

—Bueno, al menos ahora las cartas ya están sobre la mesa —refunfuñó—. Así que esas son las intenciones de ese gandul: quiere nuestra nave.

—¿Para… para qué? —preguntó Sarah sin salir de su asombro. Le resultaba imposible comprender qué podía hacer con una aeronave moderna el gobernante de una provincia montañosa del interior de la India.

—Si mis informaciones son ciertas, el rajá es un borrachín de cuidado. Es posible que quiera el aerostat para negociar un rescate sustancioso con la Administración colonial. A fin de cuentas, diciéndole que somos británicos, usted lo ha puesto con la mosca detrás de la oreja.

—Me pareció lo más prudente —se defendió Sarah.

—Lo más prudente sería cerrarle el pico al bocazas de ahí abajo —rezongó Abramovich con enojo. Luego se irguió y se dirigió al jefe de los soldados—. De ningún modo —manifestó—. Esta aeronave es propiedad nuestra y se encuentra bajo la protección del… —Era evidente lo mucho que le costaba tener que pronunciar esas palabras—. Del gobierno británico.

El sargento se quedó reflexionando un momento. Sarah y sus acompañantes desearon que las palabras de Abramovich le hubieran impresionado lo bastante para hacer retroceder a sus hombres.

No fue así.

A la orden de su jefe, los soldados, ocho en número, hundieron las lanzas en el suelo y se prepararon para cargar los mosquetones.

—Maldición —masculló Hingis.

Aunque los pasajeros de la aeronave también iban armados, el cuerpo de suspensión y la lona con que estaba revestida la góndola ofrecían una resistencia demasiado baja a las balas enemigas para constituir una buena defensa a largo plazo. En tanto que la Kamal no pudiera proseguir, la nave estaría expuesta e indefensa ante los atacantes, a pesar de su moderna tecnología.

La situación era inquietante, e incluso Abramovich parecía haberse dado cuenta de ello. Con todo, el ruso prefirió tomar las armas y apuntar a los soldados. Igor hizo lo mismo.

—Si abren fuego —gritó—, lo interpretaremos como una acción hostil y nos defenderemos.

Aquello no pareció inquietar al havildar. Sin replicar nada, desenvainó la espada y la enarboló. Los soldados, que habían tomado posición los unos junto a los otros, apuntaron a la aeronave.

—Abramovich —gruñó Sarah.

—¿Sí? —repuso él.

—¡Se lo ruego! ¡Haga algo!

—Ya lo hago. Esos ladrones de poca monta lamentarán amargamente habernos atacado.

—¿Y luego? —preguntó Sarah—. ¿A cuántos de ellos matará usted antes de que alguien nos atrape o cause daños irreparables en la nave?

—A algunos —replicó el ruso con obstinación.

—¿Y luego? Vendrán más, y la batalla terminará mucho antes de que haya empezado de verdad.

—¿Y qué propone usted? ¿Acaso pretende regalar nuestro medio de transporte a ese hatajo de ladrones?

—Por supuesto que no —replicó Sarah—. Pero yo, a diferencia de usted, utilizo la cabeza. Y esta me dice que no tenemos ni la menor oportunidad de sobrevivir a este enfrentamiento. Por lo tanto, creo que deberíamos rendirnos de forma provisional y…

—¡Ni soñarlo! ¡Un oficial del ejército ruso no se rinde jamás!

Sarah gimió. Ya había oído palabras enérgicas como esas en otra ocasión. Las había pronunciado el capitán Stuart Hayden, un miembro del regimiento británico de los húsares. Sarah se dijo que, a pesar de la enconada enemistad entre los miembros del ejército ruso y los del británico, en realidad las diferencias entre ellos eran sorprendentemente escasas.

Todavía no se había producido ningún disparo.

Por algún motivo, tanto Abramovich como el havildar estaban indecisos. Era tan solo un último y tranquilo momento de sensatez antes de que las armas hablaran y la dinámica propia de la guerra hiciera imposible cualquier posibilidad de entendimiento.

Entonces ocurrió algo inesperado.

Abramovich, para asombro mayúsculo de Sarah, bajó el arma. Al hacerlo, masculló algunas palabras en ruso que parecían improperios muy malsonantes.

—¡De acuerdo! —exclamó entonces en voz alta—. ¡Nos rendimos! Pero ¡que conste nuestra más enérgica protesta!

—¿Y eso? —preguntó Sarah a su lado.

—No quiero hablar de ello —rezongó el ruso.

Sarah no hizo más preguntas. Se sentía contenta de que en principio el riesgo de un enfrentamiento armado hubiera desaparecido; Hingis, Ufuk y Al-Hakim, al cual su joven criado le había estado narrando entre susurros todo cuanto acontecía, parecían compartir el alivio de ella.

También los soldados del rajá parecían satisfechos. Con todo, la mitad mantuvo los mosquetones en posición de tiro, mientras que el sargento y los otros cuatro hombres se aproximaron al punto de aterrizaje.

—Desciendan y acompáñenos —ordenó de nuevo, y esa vez no hubo protestas.

La escala de cuerda se desplegó hasta el suelo. El primero en abandonar la aeronave fue Igor; lo siguieron Abramovich, Hingis y Sarah. La expresión de los soldados era tan furiosa que Sarah llegó a cuestionarse si había sido buena idea rendirse. De todos modos, ¿acaso les había quedado otra opción?

—¿Qué van a hacer con nosotros? —le preguntó al sargento.

—El rajá lo decidirá. Ustedes le pertenecen, igual que ese globo enorme. Él puede proceder como se le antoje…

—No son precisamente unas perspectivas alentadoras —comentó Hingis a media voz—. Quiero pensar que el rajá se interesa por estar en buenos términos con el Imperio británico. De lo contrario, la situación podría volverse bastante incómoda para nosotros.

Aunque en anteriores ocasiones el suizo ya había demostrado ser un auténtico maestro a la hora de subestimar una situación, pocas veces subestimó una tanto como entonces. Estaban a la merced de un hombre que no solo parecía estar vencido por el alcohol sino que gobernaba su pequeño reino con una severidad totalitaria. Si las negociaciones no tomaban el rumbo que él había dispuesto y la Administración colonial no abonaba la recompensa correspondiente —y, de hecho, ¿por qué debería hacerlo?—, ellos acabarían sin duda alguna en una mazmorra oscura y fría.

Entretanto descendió por la escala de cuerda el siguiente miembro de la tripulación: Jerónimo.

Con una agilidad que no parecía propia de un coloso de su tamaño, el cíclope se deslizó hacia el suelo y salvó los últimos metros con un salto. Cuando se incorporó y se volvió hacia los soldados, estos reaccionaron de un modo sorprendente.

De pronto, sus rostros se iluminaron y, por el modo en que miraron al cíclope, en ellos se reflejó a la vez desconcierto y una alegría espontánea.

—¡Mig-shár! ¡Mig-shár! —exclamaron en voz alta, de manera que su superior se volvió.

Entonces el havildar se acercó y mostró la misma reacción ante la presencia del cíclope. Pronunció unas palabras en hindi a las que Jerónimo, ante el asombro mayúsculo de Sarah, respondió.

—¿Qué dice? —quiso saber ella.

—Que se sienten muy honrados de verme.

—¿Tú… hablas su idioma?

—Un poco.

—¿Por qué no lo has dicho hasta ahora?

—No me pareció importante —respondió Jerónimo con un tono que no admitía réplica.

Antes de que Sarah y sus acompañantes pudieran darse cuenta de lo que ocurría, el sargento y sus soldados se arrojaron al suelo frente al cíclope y le rindieron pleitesía, algo que él aceptó con indiferencia. Cuando se incorporaron, la hostilidad había desaparecido de sus caras y pasaron a tratar a los demás miembros de la expedición con la misma amabilidad solícita que al cíclope.

—Vengan, vengan —los conminó el sargento.

—¿Adónde? —quiso saber Abramovich.

—Al palacio del rajá.

—¿Como presos?

El havildar miró al ruso como si hubiera dicho la más descabellada de todas las ideas posibles.

—En absoluto —repuso con una sonrisa—. ¡Los amigos de Mig-shár son amigos del rajá! Todos ustedes son sus invitados. ¡Sígannos! ¡Sígannos!