EPÍLOGO

MONASTERIO DE TIRTHAPURI, TÍBET OCCIDENTAL, 30 DE JUNIO DE 1885

—¿… Y en el momento en que se abrió la puerta os acordasteis de todo?

El rostro tranquilo del abad Ston-Pa reflejaba una curiosidad infantil. Desde el momento en que Sarah y sus compañeros habían regresado a Tirthapuri, no había dejado de acosarlos con sus preguntas. Ni siquiera entonces, cuando la despedida estaba próxima, parecía dispuesto a callar.

—Sí —afirmó Sarah—. Aunque en su momento el ritual no pudo terminar, al menos había avanzado lo bastante para darme a conocer muchas cosas. Entre ellas, lo que se escondía detrás del tercer secreto.

—¿Y qué era exactamente?

—La respuesta a esta pregunta —contestó Sarah, y por primera vez fue ella la que se expresó de forma enigmática— está profundamente sepultada debajo de la montaña del mundo. Y ahí es donde tiene que estar.

—Como queráis, Mahasiddha —contestó el abad con una reverencia.

Después de separarse del grupo de Sarah, él y sus hermanos habían hecho la khora interna en torno al Kailash y habían pedido ayuda para la lucha que ella debía librar contra los poderes maléficos. Para los monjes, el hecho de que al final ella hubiera vencido y hubiera conseguido que el tercer secreto no cayera en manos equivocadas era el resultado irrebatible de sus esfuerzos; tal vez en otros tiempos Sarah habría sido de otra opinión y habría buscado una explicación científica. Sin embargo, después de todo lo que había vivido, no objetó nada. Ni siquiera Friedrich Hingis parecía dudar tampoco de que la providencia era la que había reunido de nuevo a Sarah y a Kamal y la que se había encargado de que los acontecimientos tuvieran un final feliz.

Aunque no para todos…

A pesar de la victoria y de que Sarah y Kamal volvían a estar juntos, en Tirthapuri no hubo ninguna celebración. La sensación de amenaza todavía estaba demasiado presente y el dolor por el amigo que se había sacrificado para salvar a los demás era demasiado grande.

Tal como Sarah le había pedido, Jerónimo se había dirigido a Redschet-Pa, que encontró muy poco concurrido. Un pequeño destacamento de esbirros de la orden había recibido la orden de vigilar los calabozos, en los cuales no solo estaba retenido Kamal, sino también los patrocinadores europeos de Du Gard. El cíclope los había liberado y ahuyentado; a continuación, había partido a Shambala con Kamal. Por el camino le había explicado quién era él en realidad y qué había ocurrido entretanto. Cuanto más se aproximaban a su lugar de origen, más y más recuerdos recuperaba Kamal.

Recordó la responsabilidad que recaía sobre sus espaldas, y también se acordó de que en su tiempo él había sido guardián de un secreto y que le habían encargado protegerlo frente a los poderes del caos. Se acordó del camino a Shambala y penetró con el cíclope en la montaña, intuyendo que su sino lo aguardaba allí.

También Víctor Abramovich había dado con su destino, aunque este había resultado ser distinto al que había imaginado. Sarah aún se preguntaba de qué lado había estado el agente de la Ojrana al final. ¿Había representado siempre solo los intereses de su país? ¿Había perseguido sus propios objetivos? ¿O acaso al final de su vida se había dado cuenta de que la lucha de Sarah y sus compañeros era más importante que los intereses de una sola nación?

Eso nunca se sabría, aunque, de alguna manera, por el modo de ser del ruso, era normal que sus planes se mantuvieran impenetrables hasta el final. Con todo, su intervención en la Gran Partida le había costado la vida, y Sarah estaba segura de que jamás podría olvidar a Abramovich, ni a Jerónimo o a la condesa de Czerny.

Al final, la terrible enemiga de Sarah había sentido en carne propia lo que era ser abandonada y traicionada por todos. Aferrándose al error de Du Gard había querido reclamar para sí la inmortalidad, pero, en cambio, había encontrado la muerte, igual que Ptolomeo y todos quienes bebieron el agua de la vida sin que el destino lo hubiera dispuesto así para ellos. Y luego estaba aquel convencimiento de que llevaba una niña en su seno… ¿Había sido simplemente una parte de su locura, o con ello simplemente había intentado protegerse de Du Gard? En cuanto vio que la condesa agonizaba, Sarah dejó de sentir odio por ella. Tal vez algún día podría perdonarle incluso lo que les había hecho a Kamal y a ella.

—¿Y Du Gard? —quiso saber Ufuk, que se encontraba sentado con ellos en la sala de reunión del monasterio, donde tomaban el desayuno a fin de prepararse para el camino—. Cuesta creer que fuera precisamente el padre de nuestro querido amigo quien se encontraba detrás de todo. Y que posiblemente él siempre lo sospechó.

—Sí —admitió Sarah—, es realmente increíble. Pero también es inevitable. Puede que, después de todo lo que le había ocurrido, a Lemont du Gard no le quedara otra opción más que convertirse en lo que al final fue.

—Estaba ciego —añadió Kamal—. Creía de verdad que por sus venas corría la sangre de los Primeros. Sin embargo, ellos nunca se mezclaron con humanos sino que siempre transmitieron su conocimiento separándolo del cuerpo. Y es por eso por lo que prevaleció hasta nuestros tiempos.

—Entonces, ¿se engañaba a sí mismo?

—En cierto modo. Du Gard creía lo que le convenía. Mucho de lo que había ido descubriendo se correspondía con la verdad; sin embargo, él sacó conclusiones equivocadas. No es la sangre de una persona la que decide si el agua de la vida le perjudicará o no, sino la madurez de su conciencia, el grado de su conocimiento. Por eso no perjudicaba a los Primeros ni a sus descendientes.

—Tal vez —apuntó Hingis, quien ya estaba recuperado de su herida pero llevaba aún el brazo en cabestrillo— la xenosofía fue un camino equivocado. Du Gard debería haber abordado la cuestión de un modo menos científico, intentando comprender con el corazón.

—¡Y que lo digas precisamente tú…! —se maravilló Sarah.

Tchal-lo[52], hermano Yngis —lo felicitó el abad Ston-Pa que, a pesar de las muchas charlas que habían tenido en los últimos días, no había logrado pronunciar correctamente el apellido del suizo—. Veo que con usted no está todo perdido.

—En cualquier caso —dijo Kamal—, nadie más entrará en las salas sagradas. Como dice la leyenda, la caja de Pandora fue destruida. La humanidad deberá decidir por sí sola adónde ir. Y es bueno que así sea.

—Eso espero —musitó Sarah con un estremecimiento.

Pensaba aún en las predicciones de Du Gard, en las guerras del futuro, y una y otra vez se descubría preguntándose si tal vez habría sido más útil para la humanidad emplear la máquina del mundo en lugar de destruirla. No obstante, en cuanto pensaba en la Hermandad del Uniojo y en lo que había provocado la simple posibilidad de tener un poder ilimitado, se convencía de que los acontecimientos habían tomado el rumbo correcto.

Tal como los Primeros habían querido, los seres humanos eran responsables de su futuro. Sarah había consumado la misión que el pasado le había encomendado, igual que Kamal. Ambos habían cumplido con su deber, y ahora eran libres y podían llevar la vida que siempre habían soñado.

—¿Estás seguro de que no quieres venir con nosotros? —preguntó Sarah volviéndose hacia Ufuk.

Evet —afirmó el muchacho—. Aquí hemos encontrado un nuevo hogar. El abad Ston-Pa se ha ofrecido a introducirnos en los secretos de la orden y en la filosofía oriental. Y nosotros, por nuestra parte, le haremos partícipe de la sabiduría de los siglos pasados.

—Entiendo. —Sarah sabía que el maestro Ammon siempre había querido pasar su vida en un refugio de sabiduría. Era evidente que lo había encontrado.

Levantó por última vez el cuenco de madera de arce y bebió el té de mantequilla que uno de los sirvientes del abad le había preparado. Luego se levantó y, acompañada de Kamal y de Friedrich Hingis, se dispuso a partir.

Dán-po gyalo! —gritó Ufuk, expresando una alegría en la que se mezclaban la despreocupación de la juventud y la sabiduría de la vejez.

Lha gyalo! —Sarah le respondió con el saludo original y se despidió de él con una inclinación de la cabeza por última vez. Luego abandonaron la sala. El abad Ston-Pa y algunos de sus monjes los acompañaron afuera.

En el patio interior del monasterio, donde se erigía la gran chorta que saludaba a los dioses de las montañas con las banderolas de colores, aguardaban los ponis ya dispuestos. Dos hermanos acompañarían a Sarah y a Kamal hasta el camino de los peregrinos; allí podrían unirse a una de las caravanas de mercaderes que se dirigían hacia la India.

—¡Adiós, Mahasiddha! —dijo el abad Ston-Pa con una reverencia respetuosa mientras Sarah, Kamal y Hingis bajaban la cabeza.

Se acercaron dos monjes y, como despedida, les pusieron a cada uno de ellos sobre los hombros un khatag, el chal blanco de seda con que los tibetanos expresan su deferencia.

Luego se despidieron y se subieron a los ponis, que los condujeron a paso tranquilo hacia la puerta siguiendo las largas sombras que el sol de la mañana enviaba hacia el oeste.

Sarah y Kamal cabalgaron uno al lado del otro; eran dos almas que se habían reencontrado después de mucho tiempo.

El círculo se había cerrado.

Los Primeros habían vencido.