XII. Cómeme

Ellen fue la primera en llegar al café Da Vida. Aunque era una mañana de invierno, las mesas exteriores del popular café estaban abarrotadas de clientes que leían los periódicos del fin de semana, rodeados de niños y de perros que correteaban a su alrededor. La mesa situada entre el expositor de las tartas y la ventana, la que ella quería, la única que se hallaba un poco alejada de las demás, estaba ocupada, pero la otra mesa instalada junto a la ventana estaba libre. Dejó la chaqueta en el respaldo de una silla para marcar sus derechos sobre la mesa y se acercó a la barra a pedir un capuchino. Pensó en pedir también unos churros pero, aunque la idea era muy tentadora, decidió desecharla. Estaba intentando perder peso, aunque, eso sí, de una manera sensata: nada de actitudes bulímicas ni anoréxicas. Ellen era lo que su abuela llamaba una chica zaftig, «saludable» en yiddish. Tenía el pelo castaño y espeso, unos intensos ojos negros y los rasgos muy marcados. Solía vestir con ropa de inspiración étnica: telas muy coloridas y con mucho vuelo de África, Indonesia y Sudamérica, que le daban un aspecto imponente.

Observó las cursis reproducciones al óleo de cuadros famosos que colgaban en las paredes y respiró el aroma reconfortante del café recién molido mientras intentaba ordenar sus ideas.

Hacía un par de días, Ellen había entrado a echar un vistazo en la librería de la universidad, como era su costumbre. Impartía clases de literatura inglesa y australiana y deseaba estar al tanto de lo que se publicaba. Tenía un interés especial por la literatura erótica. El corazón le dio un vuelco al ver Cómeme entre las últimas novedades. ¿No era ése el título de la novela que había escrito su amiga Philippa? La última vez que había conversado con ella, Philippa le había dicho que seguía sin encontrar una editorial que publicase su novela. Además, al leer la portada, Ellen descubrió que ese libro estaba escrito por alguien con el repugnante nombre de Dick Pulse[1]; un seudónimo, sin duda. ¡Qué coincidencia tan desafortunada! Al abrirlo, no pudo creer lo que veían sus ojos. El primer capítulo era un calco exacto, palabra por palabra, del relato que les había leído Philippa hacía ya casi un año, cuando empezó a escribir la novela. ¡Qué extraño! Aunque las chicas se lo habían solicitado en repetidas ocasiones, Philippa nunca les había leído ningún otro capítulo de su libro. Ellas creían que era porque le daba vergüenza.

Pero lo que realmente hizo que Ellen se preocupara fue lo que leyó en el siguiente capítulo. El arte no sólo había imitado a la realidad, sino que se la había tragado de un bocado y luego la había regurgitado. Horrorizada, decidió comprar un ejemplar. Se pasó toda la tarde en casa leyéndolo. Después, llamó a Jody y a Camilla. Ambas se mostraron tan sorprendidas como ella. Las tres decidieron que sería mejor no decirle nada a Philippa hasta que hubieran leído el libro y lo hubieran comentado entre ellas.

—¡Ellen! Siento llegar tarde —dijo Jody estentóreamente.

Se acercó a su amiga, dejó la bolsa de gimnasia debajo de la mesa y le pidió un café con leche al apuesto camarero español que siempre aparecía, como por arte de magia, en cuanto Jody entraba por la puerta. Jody lucía una larga melena negra recogida en una coleta y llevaba un clásico abrigo blanco y negro de espiga, su última adquisición en las rebajas, un jersey verde lima de cuello vuelto, unos pantalones cortos de cuero negro, medias opacas de color morado y zapatillas azules de deporte. Tenía la cara sonrosada debido al ejercicio y al frío.

—No llegas tarde —la tranquilizó Ellen—. Soy yo quien he venido pronto. ¿Vienes del gimnasio?

—Sí —contestó Jody—. ¿Sabes?, es curioso, pero mientras estaba haciendo ejercicio me he puesto a pensar en la cantidad de ruido que hacen los hombres en el gimnasio. Soplan y resoplan y hacen «fuuu» y «aaaah». Las mujeres, en cambio, completan su tabla de ejercicios inspirando y espirando en silencio, sin armar el más mínimo escándalo. Pero, en la cama, es justo al revés. A no ser que les dé por decir guarradas, y eso es algo completamente distinto, los hombres se están callados hasta el momento del orgasmo. Y, entonces, cuando todo su auto control de macho se derrumba, se corren con un ridículo «uuuh». Y hay tipos que ni siquiera hacen eso; sólo contraen un poco la cara o se muerden los labios. Mientras que, en la cama, las mujeres gritan y gimen y jadean y aúllan sin la menor inhibición. ¿Puedes explicarme tú por qué?

—Creo que tiene relación con las diferentes expectativas de cada género y con el temor a no dar la talla. Los hombres lo fingen más a menudo en el gimnasio y las mujeres lo fingen más a menudo en la cama.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Camilla riendo mientras colgaba el bolso del respaldo de la tercera silla. Se quitó el abrigo y se sentó elegantemente; sus largas piernas encontraron inmediatamente la postura más apropiada desde el punto de vista estético—. Antes de que me olvide, os traigo un ejemplar del último número de la revista. —Extrajo del bolso sendos ejemplares de la revista Pose y se los dio.

—Gracias —exclamó Jody ojeando las fotos. Se paró en una página, hizo un gesto de asco y señaló una foto—. ¡No puedo creer que esos abrigos vuelvan a estar de moda! Me alegré tanto la última vez que dejaron de llevarse.

—No te preocupes —replicó Camilla encogiéndose de hombros—. Volverán a pasar de moda en unos meses. Y, si te conozco un poco, dentro de un año o dos estarás poniendo patas arriba las tiendas de segunda mano para comprarte uno.

—No soy una esclava de la moda hasta ese punto. ¿O sí? —Jody parecía preocupada.

Camilla arqueó una ceja perfectamente depilada mientras examinaba la indumentaria de Jody.

—No sé qué decirte, querida. Dímelo tú.

—Hace falta una esclava para reconocer a otra —respondió Jody al tiempo que alargaba la mano para acariciarle la cabeza a Camila, que acababa de cortarse el cabello al uno y teñírselo de rubio.

Todavía se estaban riendo cuando el camarero les trajo los cafés.

—Realmente soy músico —le explicó a Jody marcando la «r» mientras bajaba los párpados sobre unos ojos oscuros y seductores.

Jody le sonrió con una mueca forzada.

—Ojalá no hubiera dicho eso —dijo ella en un susurro cuando el camarero se alejó—. Me gusta inventarme fantasías sobre ellos. Imaginarme que son artistas, o lo que sea. Pero si te lo dicen así, por las buenas, no es lo mismo; pierde el misterio.

—Hablando de misterios. —Ellen le dio unos golpecitos al ejemplar de Cómeme que había dejado sobre la mesa.

Las demás contrajeron el gesto.

—¿Cómo puede habernos hecho esto? —gimió Jody—. Ni siquiera se ha molestado en intentar disimular que somos nosotras.

—El disfraz es tan delgado, que parece Kate Moss —le dio la razón Camilla.

—Un momento —dijo Ellen con cautela—. ¿Estamos absolutamente seguras de que lo ha escrito Philippa? Al fin y al cabo, ella dice que todavía no ha encontrado a nadie que quiera publicarle la novela. Y el nombre que aparece en el libro es Dick Pulse, no Philippa Berry. Lo único que dicen las solapas sobre el autor es que es de Sydney.

—Lo que tú quieras, pero está clarísimo —protestó Jody—. ¿O es que no te reconoces a ti misma en el personaje de Helen? ¿Y a nosotras dos en Julia y en Chantal? Si hasta se ha incluido a sí misma, y no precisamente de incógnito. Y, además, fuiste tú la que nos dijo que leyéramos el libro.

—Es verdad. Pero pensadlo bien. ¿Creeis que Philippa me describiría como una persona con tantas contradicciones ideológicas? Yo, desde luego, no me siento ni mucho menos tan confusa. Tampoco creo que proyecte esa imagen. Personalmente, no veo dónde está la contradicción entre ser una mujer feminista y un ser humano con sentimientos, con deseos irracionales y caprichos impredecibles. Aunque, claro, es posible que por eso enseñe literatura, en vez de estudios de la mujer y desde luego, nunca me he acostado con ningún alumno. Mike tenía las coletitas naranjas, no verdes, y era gay. Además, soy judía, no católica. Y nunca, jamás, llevo ropa beige. —Ellen empezaba a acalorarse.

—Y yo soy vegetariana. Jamás comería pato —se quejó Jody—. Aunque lo que más me molesta es que Josh, Jake, o como se llame, se acostara con Philippa.

—Jody, querida, ¿acaso no te dije que ese guaperas no era trigo limpio? —declaró Camilla moviendo la cabeza de un lado a otro—. Lo que yo no entiendo es cómo sabía que me puse a dar saltos en mi despacho cuando conseguí el ascenso. Estoy segura de que no me vio nadie. Qué vergüenza y, además, ¿cómo se le puede haber ocurrido desenterrar a Trent? Creía que me había liberado definitivamente de él cuando me desembaracé de todos esos trapos negros que llevaba en aquella época. Y no creo que a Jonathan le hiciera ninguna gracia que Trent, o Bram, vomitara encima de nuestra cama. ¡Maldita sea! ¿Cómo se le pueden haber ocurrido esas ideas tan descabelladas?

—¡Eso es justo lo que quiero decir! —exclamó Ellen—. No creo que lo haya escrito Philippa. ¿Os acordáis de Richard, su profesor del taller literario?

—¿De verdad creéis que se lo hicieron en el asiento ergonómico? —dijo Jody con una risita.

—Puede que sí —repuso Camilla—. Y puede que no. Pero creo que empiezo a entender lo que quiere decir Ellen. No me extrañaría que le hubieran hecho una buena faena a Philippa.

—¿Qué quieres decir? —Jody todavía no entendía lo que sugerían sus amigas.

—Piénsalo —dijo Camilla—. Por todo lo que sabemos, Richard es la única persona que ha leído el manuscrito de Philippa, ¿no?

—Sí, pero… —Jody seguía sin verlo claro.

—¿Pero qué? —la interrumpió Ellen—. Se supone que él también estaba escribiendo una novela erótica, ¿no? Nos lo dijo la misma Philippa hace no sé cuánto tiempo.

—En el capítulo nueve —precisó Camilla—. Me refiero al tiempo narrativo.

—¿Es que no te das cuenta? —apremió Ellen—. Es posible que Philippa no quisiera enseñarnos lo que escribía porque se estaba basando en nuestras vivencias. Podemos concederle el beneficio de la duda y asumir que tenía la intención de ir modificando el manuscrito para alejarlo más de la vida real. Pero lo cierto es que le enseñaba a Richard lo que iba escribiendo y que él se apropió del material y escribió su propia versión. Dick Pulse, o sea, Richard. ¿Es que no lo ves? Ella se inspiró en nuestras experiencias y él se alimentó de lo que escribía ella. Al fin y al cabo, la novela se llama Cómeme. Está más claro que el agua.

—¿Creéis que Philippa habrá visto el libro? —se preguntó Jody—. Porque si tenéis razón y Richard le ha hecho esa jugarreta, ella debe de estar que echa chispas.

—A mí la novela me ha parecido bastante suave.

Camilla mojó la punta de un churro en su café con leche y luego chupó lascivamente el largo cilindro ante el regocijo de Jody y de Ellen. El camarero español dejó de mirar a lody y centró su atención en Camilla.

—Sí, Madonna —se rió Ellen—. No, hablando en serio. Puede que sea nuestra culpa. No es culpa de Philippa que sus amigas tengamos una vida sexual tan poco interesante. La mía, desde luego, es totalmente australiana: largos períodos de sequía seguidos de inundaciones esporádicas.

—Y yo ya llevo dos años con Jonathan. La verdad, nuestra relación resulta de lo más predecible. No creo que Philippa encuentre mucha inspiración en ella —reflexionó Camilla.

—Bueno, al menos yo sí aporté algo de animación —declaró Jody riendo—. Philippa, Richard, Dick Pulse, o quien sea, no se equivoca en mi caso. Aunque, la verdad, preferiría no tener esa capacidad tan infalible para dar siempre con los hombres más fantasmas.

—¿Fantasmas? —Ellen parecía confusa.

—Sí, ya sabes, el tipo de hombre que desaparece en cuanto ha comido lo que quería.

—Mira que es viejo ese chiste —comentó Camilla—. Aunque sigue siendo igual de cierto —añadió—. Pero volviendo a lo que decía sobre la novela, acerca de que resulta suave. Fijaos, por ejemplo, en la escena en que Marc pierde la virginidad con Helen. Si yo fuera a describir una fantasía de ese tipo, la haría más jugosa.

—Desde luego —le dio la razón Jody.

—¿Como por ejemplo? —preguntó Ellen con curiosidad.

—No sé. —Mientras lo pensaba, Camilla dibujó un anillo con el humo del cigarrillo—. Pues, por ejemplo, desvirgaría a los cinco adolescentes esos del grupo de rock para colegialas; en el escenario y a todos al mismo tiempo.

—¿De verdad crees que son vírgenes? Si tienen miles de fans —dijo Ellen con incredulidad.

—Vete a saber. Sólo tienen catorce años, o algo así. En cualquier caso, entendéis la idea, ¿no?

—Supongo que sí —replicó Ellen—. ¿En qué tipo de fantasía estabas pensando tú, Jody?

—Una de mis favoritas es la del vaquero norteamericano —declaró Jody—. Vas montando a caballo, galopando por esas llanuras legendarias. ¡Los caballos son tan excitantes! Y éste es el más excitante de todos. Es de color crema, muy grande, y tiene unas largas crines blancas. Se llama… Yo qué sé. Shilo, o algo así.

—Espero que no lleves gorro de montar, querida —interrumpió Camilla—. Sé que es peligroso, pero deberías llevar el cabello libre, meciéndose al viento.

—Por supuesto —la tranquilizó Jody—. En las fantasías no hace falta llevar casco.

—Eso es verdad —dijo Ellen—. Y es precisamente por eso por lo que son tan maravillosas. Nadie se hace nunca daño. Pero no te estamos dejando hablar. Venga, sigue, sigue.

—Vistes pantalones de montar, una camisa de cuadros rojos y un bonito pañuelo alrededor del cuello. Él aparece a lo lejos, delante de alguna preciosa formación rocosa, como las que aparecen en Thelma y Louise. Al principio, sólo ves una nube de polvo y oyes el retumbar de los cascos del caballo. Pero ahí llega el hombre, galopando sobre su caballo moteado. Incluso a pleno galope, ves que es increíblemente apuesto. Parece uno de esos modelos del especial sobre el look vaquero que hizo Vogue hace poco. Ya sabéis, con barba de tres días, ojos azules que te atraviesan como flechas, el pelo un poco despeinado, los hombros cuadrados, zajones de cuero y nada más que un tanga debajo.

—¡Qué dolor! —exclamó Ellen—. Se va a hacer ampollas en el culo.

—¿No acabas de decir que lo bueno de las fantasías es que nadie se hace daño? Lleva el culo al aire y punto. En cualquier caso, se inclina hacia ti y dice: «¿Vas por mi camino?». Y tú dices: «Claro, vaquero. Enséñame tu camino».

—Mira que eres golfa, querida —comentó Camilla con admiración.

—De modo que él se quita el sombrero, lo agita en el aire y dice: «¡Yii-Ja!». Tú lo sigues a galope tendido hasta un pozo monísimo con un pequeño tejado. Desmontáis y atáis los caballos a un trozo de madera. Les das de comer y los cepillas mientras él enciende la fogata. Tu caballo se arrima a ti y te lame suavemente el sudor del cuello, y su caballo, que se llama Buck, te olisquea el culo y el coño. El olor de los trozos de zanahoria que guardas como premio en el bolsillo lo está volviendo loco.

—Eso me recuerda a mi frase favorita de Sonrisas y lágrimas —interrumpió Camilla.

—¿Cuál es? —preguntó Ellen.

—Es al principio, cuando la hermana María está cantando que las montañas están vivas y todo eso, y las otras monjas la están buscando por todas partes. Una de las monjas pregunta: «Habéis buscado en el establo. Ya sabéis cuánto le gustan los animales».

Jody, que había aprovechado la pausa para beber un poco de café, casi lo escupe. Se limpió la boca con un pañuelito de papel que le dio Ellen y continuó.

—Le das unos besitos a los dos caballos en esos labios tan suaves que tienen y hundes la cara en las crines de Shilo, respirando el dulce olor a hierba de su cuello sudoroso, antes de reunirte alrededor del fuego con Buck; el vaquero también se llama así. Hay una puesta de sol espectacular. Buck se acerca un poco a ti y, de repente, da un salto. Apunta las nalgas, musculosas y redondas, en tu dirección y gira la cabeza para intentar mirarse. «Malditas espinas», dice.

—Creía que nadie se hacía daño —protestó Ellen.

Jody pasó por alto su comentario.

—Tú le dices: «Ya me ocupo yo. Arrodíllate, vaquero». Él obedece. Tú te agachas, le pasas la mano por la piel cálida, dura y sin pelos y le besas cada moflete. El culo le huele al cuero de la silla de montar. Le sacas la espina con los dientes y le empiezas a bajar el tanga, hasta que aparece el ano, tentador, como unos morritos. Sacas la lengua y le lames la pequeña cavidad, dulce y punzante. Él suspira. Tú te concentras en sus testículos, que son gigantescos (todavía no has visto el resto de su artillería, pero tienes toda la noche por delante, incluso toda la semana si quieres), los acaricias y te los metes enteros en la boca. Buck ya está a cuatro patas, con la cara apoyada en la hierba de la pradera y el culito respingón apuntando hacia el cielo estrellado. Le quitas la camisa para que se quede sólo con los zajones, el sombrero vaquero y las botas. Tú también te quitas la ropa y te quedas sólo con las botas y el pañuelo. Coges la fusta y te sientas a horcajadas encima de él, que arquea la musculosa espalda bajo tu peso. Deslizas el conejito mojado sobre su lomo, arriba y abajo. Él levanta el cuello como un semental y tú le azotas con la fusta en el trasero. Él se encabrita y salta enloquecido. Tú te agarras a sus crines; empieza el rodeo. Cuando ya te encuentras exhausta, te dejas caer, riendo sin parar, y te quedas tumbada boca arriba. Él empieza a darle lengüetazos a tu abrevadero como si fuera un animal sediento mientras te frota los pezones con las palmas de las manos. A esas alturas, tú ya te has fijado en que tiene la polla tan grande como un… ¿Tengo que decirlo?

—Sí, dilo, Jody. Hazlo por nosotras —le suplicó Camilla—. Por favor, querida.

Jody se rió.

—Como un caballo —dijo—. ¿Satisfechas?

—En esas circunstancias, yo desde luego lo estaría —dijo Camilla.

—Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí. Él se da la vuelta y se arrodilla. Tienes su impresionante aparato colgando justo encima de la boca, como si fuera una inmensa zanahoria de color rosa. Sacas la lengua y empiezas a lamerlo, pero te resulta imposible concentrarte porque él te está haciendo flotar con su lengua y sus dedos. De manera que decides dejar la mamada para otra ocasión. Aunque sigues teniéndola ahí, colgando encima de ti, con su olor a carne cruda mezclado con el olor a caballo y a sudor invadiendo tus orificios nasales. Hasta que te estremeces gimiendo de placer y te corres, inundándole la boca.

Los dos hombres de la mesa vecina habían dejado de hablar entre sí. Y no habrían podido levantarse ni aunque hubieran querido, que no era el caso. Podría decirse que tenían un pequeño problema.

—Él sigue chupándote y tú sigues corriéndote, una y otra vez, hasta que tienes que suplicarle que pare. Entonces, él se coloca encima de ti, te coge las piernas, se las pone sobre los hombros y te pregunta: «¿Estás lista para cabalgar con Buck?». Empieza al paso, con un suave vaivén. Cuando cambia al trote, la cosa empieza a ponerse emocionante. El ritmo va aumentando y tú cada vez aprietas las piernas con más fuerza contra sus costados. Empieza a galopar con un paso fuerte y largo y dos pasos cortos y rápidos. Uno… dos, tres. Uno… dos, tres. Tú te dejas llevar, con el cabello al viento, y le pides que pase al galope tendido. Él va a toda velocidad. Ha perdido el control y a ti te encanta. Veis la valla al mismo tiempo, tomáis impulso y la saltáis juntos. Él está gritando «Yii-ja» y tú también estás gritando, y cuando os corréis, jadeando como locos, te das cuenta de que os habéis caído de la silla y de que tú has perdido una bota. Suspiras y le dices:

«Mi vaquero».

—Se nota que eras socia de un club de equitación, Jody —afirmó Camilla con admiración—. ¿Y qué pasa después, querida? ¿Te conviertes en una profesional de los rodeos o algo así?

—No —contestó Jody—. Resulta que Buck no es demasiado inteligente. Mientras estáis acostados junto a la fogata, te pregunta de dónde eres. Tú le contestas que eres de Australia y él te dice: «¿Eso no está a la izquierda de Hawai?». Tú le respondes que sí y le preguntas si te llamará y él replica: «Uf, la cuenta sería astrológica».

Camilla suspiró.

—No hay nada peor que darse cuenta de que te has acostado con un tío tan tonto que tiene que usar velero en las zapatillas para no hacer el ridículo cada vez que se intenta atar los cordones. Conoces a un tío buenísimo que funciona de maravilla en la cama y luego, en cuanto abre la boca, no sabes dónde esconderte. Nunca sé qué hacer cuando me pasa eso. Además, siempre son los que más hablan después de hacerlo. En cambio, los científicos nucleares se dan la vuelta y se duermen y, a la mañana siguiente, usan todos sus poderes de retórica para explicarte que, aunque ha sido una experiencia extraordinaria, no pueden volver a verte.

—Tú misma lo has dicho, Camilla —declaró Jody—. Lo que tienes que hacer cuando te pasa algo así es esconderte. Eso es lo que he hecho yo siempre: esconderme debajo de las sábanas. Cuando un tío empieza a decir tantas tonterías que te empiezan a doler los oídos, lo mejor es esconderse debajo de las sábanas y chuparle los huevos o algo así. Así consigues que se calle y que siga haciendo lo que a ti te interesa que haga.

—¡Qué dura! —exclamó Camilla con tono guasón.

Los dos hombres de la mesa vecina pagaron la cuenta y se marcharon con gesto compungido.

—¿Qué más podemos incluir en el libro? —desafió Jody a sus dos amigas—. No sé cómo debemos llamarlo: ¿Cómeme II? ¿Nuevas aventuras de las chicas de Cómeme?

—Bueno —tomó el testigo Ellen—, vamos a ver. Después, te vas de viaje a Inglaterra. Estás un poco mal de dinero, pero como tu abuelo era inglés puedes conseguir un permiso de trabajo. Al mirar las ofertas de empleo del periódico ves algo que te llama la atención: «Se necesita maestra que sepa mantener la disciplina. Imprescindible buena presencia. Máxima discreción. No se necesita experiencia previa». Llamas. Te hacen todo tipo de preguntas. Después tienes una entrevista con un hombre vestido con un traje caro, que te formula más preguntas todavía. Por fin, te dice que el trabajo es tuyo y te ofrece un montón de dinero. Pero insiste en que el trabajo debe mantenerse en el más absoluto secreto. Tú sientes curiosidad, así que aceptas. Vais en coche hasta la sede central de los tories en Londres. Al llegar te conducen a un camerino. Una costurera hace un par de arreglos a toda prisa en un traje negro muy severo mientras una peluquera te peina como la clásica institutriz de las películas. Te dan unas gafas de montura de carey con las lentes sin graduar, un látigo de nueve puntas, un bastón y una fusta. Las únicas prendas que desentonan un poco con tu nueva imagen son las medias negras de malla, los tacones de aguja y la pintura de labios rojo pasión. Además, llevas el traje de matrona sin abrochar y un sujetador que te levanta el pecho y te marca un sugerente escote. Por fin, te llevan a una habitación y, aunque ya sabes más o menos con lo que te vas a encontrar, no consigues contener un grito de asombro al ver al gabinete tory en pleno. Te han contratado para evitar que se produzcan más escándalos en el seno del Partido Conservador. La plana mayor del partido ha decidido que van a intentar satisfacer todas las necesidades de los ministros conservadores de una manera controlada, muy controlada. Cuando entras, los miembros del gabinete se levantan torpemente, como colegiales, y te saludan a coro: «Buenas tardes». Tú agitas el látigo de nueve puntas y los corriges con gesto severo: «Buenas tardes, directora». Todos repiten contigo. Todos menos uno, un señor mayor un poco congestionado con una corbata azul marino con rayas rojas. Tú le ordenas que se adelante hasta donde estás y le ordenas: «Quítese los pantalones, basura de alta sociedad». «Sí, directora», responde él temblando y se baja los pantalones. Después le dices que se tumbe sobre una silla. Él te obedece. Cuando el látigo choca contra sus nalgas, que son gordas y rosadas, la piel le tiembla y se le pone del mismo color que el pelo de su cabeza. Es entonces cuando te das cuenta de hasta qué punto necesitan recibir estos hombres un buen castigo. Estás empezando a pasarlo en grande, así que comienzas a usar también el bastón. Al cabo de un rato, decides que ya basta por ahora. El viejo pone cara de desilusión cuando le dices que puede volver a su sitio. Miras uno a uno a los miembros del gabinete, hasta llegar al primer ministro.

»“¿Ha sido un chico bueno?”, le preguntas.

»“Eh… Sí”, responde él nervioso. El muy iluso creía que sólo estaba aquí para supervisar lo que pasaba.

»Tú le dices: “Venga aquí y bájese los pantalones”.

»Él pone cara de pocos amigos y mira a su alrededor, buscando algún tipo de apoyo, pero tan sólo encuentra gestos duros de desaprobación.

—Me imagino que los gestos no serían lo único duro que habría en la habitación —murmuró Camilla.

—Desde luego que no. —Ellen estaba de acuerdo. Como os iba diciendo, el primer ministro se dirige atemorizado hacia la parte de delante de la habitación. Tú le repites con desdén que se baje los pantalones. Mientras se desabrocha el cinturón, le das unos golpecitos en las manos con el bastón y le gritas: «Más de prisa, rata de cloaca privilegiada». Él tiene una pollita ridícula, que te saluda en posición de firmes. Tú se la miras con desprecio. Él se tumba, sonrojado, sobre la silla.

»“¡Esto es por ser tan arrogante con los ciudadanos de las colonias!” le dices al tiempo que le das un buen bastonazo. “¡Y esto por haber aumentado la brecha entre los ricos y los pobres!”. Cada vez que lo golpeas él da un saltito. “¡Esto es por Irlanda!”. Se le está empezando a dibujar un gran cardenal en esas ridículas nalgas fofas que tiene. “¡Esto es por entregar Hong Kong a China!”. Entonces decides que le vas a dibujar la bandera británica en el trasero a base de bastonazos. ¡Zas, zas, zas! Te lo estás pasando en grande. Hay hombres que nunca podrán recibir suficientes azotes por sus pecados y, bueno, tienes que reconocer que estás encantada de ser tú la encargada de dárselos. La verdad es que resulta muy emocionante. Sobre todo cuando la persona que está tumbada con el trasero al aire es rica y poderosa. Observas satisfecha el dibujo de la bandera que le has dejado en las nalgas. Al primer ministro se le están saltando las lágrimas. Entonces decides administrarle un enema. ¡Por el ano y hasta arriba!

—No te olvides de castigarlo por lo mal que viste —interrumpió Camilla.

—Por supuesto —replica Ellen—. También lo obligas a ponerse unas medias de nylon por sombrero.

—¡Abajo los tories! —gritó Jody con entusiasmo. Su padre era argentino y su madre, irlandesa.

—También está ese congresista norteamericano tan de derechas, el portavoz del Partido Republicano —continuó Ellen—. Le dices que le vas a dar una ducha dorada como bienvenida a Inglaterra. A él parece gustarle la idea. Aunque, desde luego, cambia de opinión cuando te sientas encima de él y le ordenas que abra la boca.

—Muy buena —exclamó Camilla, encantada.

Satisfecha de sí misma, Ellen se volvió a sentar en su silla.

—Después de eso, necesitas un descanso —dijo Jody—. Así que cruzas el canal de la Mancha y te vas a París —continuó la historia—. Sí. Es primavera y encuentras un café adorable, uno de esos pequeños cafés con mucha historia y camareras y camareros guapísimos y una espléndida panorámica de los transeúntes que pasan por la calle. Acabas de recibir un paquete lleno de chocolatinas TimTam que te ha mandado tu madre desde casa. Las llevas dentro de tu gran bolso de cuero. Pides un bol de café au lait y te lo traen a la mesa en una taza de color amarillo canario. Desenvuelves una de las chocolatinas y el dulce aroma del chocolate te llena la nariz. El chocolate se te empieza a derretir en los dedos. Con mucho cuidado, mordisqueas un extremo de la chocolatina hasta llegar a la galleta que se encuentra debajo del chocolate, y luego haces lo mismo con el otro extremo.

—Creo que sé cómo va a acabar esto —comentó Ellen, que escuchaba atentamente.

—Te echas el pelo hacia atrás con la mano que tienes libre, bajas un poco los párpados y rodeas un extremo de la TimTam con los labios. Despacio, muy despacio, bajas la cabeza hasta que la otra punta queda justo encima de la superficie del café. Hace falta mucha concentración. Entonces, aspiras con todas tus fuerzas. El café sube disparado a través de la TimTam, mezclándose con el chocolate a su paso, y la boca se te llena de moca dulce y espesa. Vuelves a hacer lo mismo, pero ahora la galleta se está deshaciendo en tus labios y la capa que te cubre la lengua y la garganta es aún más viscosa que la anterior. Sabes que la chocolatina está a punto de deshacerse, de manera que te la metes entera en la boca. La mezcla de chocolate, café y galleta blanda te provoca un escalofrío de placer y se desliza por tu garganta hasta llegar al estómago. Sonríes y te chupas los dedos.

—Ha sido una fantasía divina, querida —dijo Camilla con una gran sonrisa—. Nunca se me había ocurrido que las chocolatinas pudieran correrse.

—Es que te falta imaginación —repuso Jody sonriendo—. Cualquier hombre que vea a una mujer darle una mamada a una chocolatina TimTam se postrará irremediablemente a sus pies y se convertirá en esclavo de su amor.

—Claro —dijo Ellen—. ¿Por qué no habré pensado antes en eso? Es posible que mi problema resida en ese detalle, que siempre me las he comido en privado.

—Es que las TimTam son una cosa muy personal —reflexionó Camilla.

El camarero español frunció el ceño. ¿TimTam? ¿Qué diablos era una TimTam? Ése era el problema de ser un emigrante, concluyó con tristeza: siempre habrá algún matiz cultural que te coja por sorpresa. El camarero salió de su ensueño cuando Ellen le pidió otra ración de churros.

—Aunque parezca mentira, te acabas cansando de París y te vas a la Riviera —dijo Camilla incorporándose hacia adelante—. Llegas a Cannes durante el festival de cine. Los hoteles y las limusinas están reservados desde hace años por los directores y los actores y otra gente que no tiene más glamour que tú pero que sí es bastante más previsora. Como no sabes qué hacer, te vas a la playa, te pones tu biquini, colocas tu elegante bolso encima de la toalla y te pones a tomar el sol. (Por cierto, en las fantasías, tomar demasiado el sol no es malo para el cutis). Un hombre francés se acerca a ti y te dice: «Pardonez-moi, mademoiselle. Vóus etes tres belle. Voulez-vous jouer en film?». O algo así. Tú levantas la mirada. El hombre tiene unos cuarenta años y es apuesto, aunque un poco vulgar. Tú piensas, sí, hombre, claro. Está toda la ciudad llena de actrices y este tipo va y me pregunta a mí si quiero hacer una película. Así que le dices que lo que de verdad quieres es encontrar una habitación donde dormir. Él te dice que eso tiene fácil arreglo. Se llama Jean. Tú te encoges de hombros, te vistes y lo sigues hasta su limusina, que te conduce hasta unos estudios cinematográficos. Al salir de la limusina, hay un grupo de paparazzi forcejeando detrás de una valla. Mientras sonríes y posas para ellos, piensas que realmente no te costaría demasiado soportar el peso del estrellato. En el estudio hay una piscina muy grande hecha para simular el mar, con playa de arena incluida. En la piscina hay tres colchonetas hinchables. Una tiene forma de teta, otra de vulva, con raja en medio incluida, y la otra de pene erecto con testículos incluidos. Entonces te das cuenta de que vas a ser la protagonista de una película porno. Estás a punto de darte la vuelta para irte cuando Jean te presenta a los otros protagonistas de la película: un hombre idéntico a Christopher Lambert y una mujer que se parece a Catherine Deneuve, así que decides quedarte.

—Yo también lo haría —asintió Jody.

—Chris y Cazza se acercan a ti sonriendo. Las cámaras ya están rodando. Te empiezan a besar por todo el cuerpo y a quitarte la ropa. Ellos ya están desnudos. Tú pierdes toda tu inhibición. Murmurando seductoramente en francés, Cazza se pone de rodillas delante de ti y empieza a chuparte mientras Chris te acaricia las tetas y te besa en la boca. Cazza te mete un dedo en el agujero del culo y Chris te mete la lengua en la oreja. Te estás poniendo tan cachonda que casi no te das cuenta de que Cazza te está levantando las piernas mientras sigue hurgándote con la lengua y con los dedos. Chris se encarga de los hombros, de los brazos y de la cabeza. Te llevan a cuestas hasta la piscina y te acuestan sobre la colchoneta en forma de vulva, con el culo asomando hacia abajo por la raja. Mientras Cazza pedalea hacia ti sobre el pene, Chris se sumerge, bucea hasta tu culo y, entre otras cosas, demuestra la fuerza de sus pulmones. Por supuesto, hay cámaras submarinas que graban cada detalle.

—Y además, lo bueno es que, al ser una fantasía, no hay ninguna posibilidad de que tus padres o tus compañeros de trabajo o tu futuro novio puedan ver algún día por casualidad la película —comentó Jody.

—Exactamente —asintió Camilla—. A no ser que tú quieras enseñársela, que siempre es una posibilidad.

—¿Tiene argumento la película? —preguntó Ellen.

—Claro que sí, querida. Pretende ser una especie de cruce entre Madame Bovary e Historia de O en el Cannes de los años noventa, aunque, como no hay mucho dialogo, a veces no queda muy claro. En cualquier caso, ya no estás en la colchoneta. Ahora tienes los codos apoyados sobre el borde de la piscina. Chris te está follando por detrás y Cazza, que se ha puesto un consolador, se lo está metiendo a él por el culo mientras se mantiene a flote remando con las manos. Tú tienes la cabeza girada hacia atrás y la estás besando por encima del hombro de Chris. Todo es extraordinariamente atlético y excitante y tú estás más atractiva que nunca y en ningún momento se te corre ni el rimel ni la barra de labios.

—Será el tuyo —comentó Ellen—. El mío sí que se correría. Y es por eso por lo que decido…, bueno, por lo que decides que ya es hora de ir a algún sitio más seco. Te vas a Katmandú y haces un montón de amigos enseñando el vídeo de tu película porno de Cannes. Luego viajas hasta la frontera del Tíbet con la idea de hacer autostop hasta Shigatse. Cruzas la frontera y te montas en un camión del ejército chino. Pero, al final, resulta que el camión no va a Shigatse, así que te bajas en medio de una carretera completamente desierta. Al cabo de un rato, la carretera se convierte en un camino, que cada vez se hace más estrecho. La mochila se te está clavando en la espalda y cada vez estás más cansada. Pero entonces oyes pisadas de caballos y ves a un grupo de jinetes de la tribu khampa galopando en dirección a ti. A la manera tradicional, el jinete que va adelante lleva colgando del hombro una «chuba», la típica prenda de abrigo tibetana. Tiene las riendas agarradas con el brazo derecho, que lleva al descubierto, y esgrime un látigo en la mano izquierda. Está cantando. Calza botas de fieltro rojo, azul y verde y su larga melena negra va adornada con tiras de tela roja. Demostrando un increíble dominio de su montura, da una vuelta entera a tu alrededor antes de detenerse justo a tu lado.

—¿Cómo sabes tantas cosas sobre el Tíbet? —preguntó Jody.

—Por los folletos de una agencia de viajes especializada en aventuras —respondió Ellen—. Estaba pensando en ir, pero los chinos empezaron a ponerse duros con el Tíbet, así que me fui a Bali. Bueno, la cosa es que dice algo en tibetano y tú te fijas en que tiene los clásicos rasgos apuestos orientales: pómulos altos y prominentes, ojos vivos y rasgados, labios finos y la piel marrón rojiza cubierta por el polvo de las montañas. Una cicatriz le cruza la poblada ceja derecha y le sube por la frente. Cuando te indica con un gesto que te subas a la grupa no lo piensas dos veces. Parte al galope y tú te agarras a él. Y él ríe y tú ríes y el cielo es del azul más esplendoroso que hayas visto en toda tu vida y el olor a mantequilla de yak y al sudor de su chuba te embarga los sentidos. Te coge la mano, siente lo suave que es comparada con su mano encallecida y se vuelve a reír. Después apoya tu mano en la chuba, que está atada a su cintura con una banda roja, y te pone una cosa dura y larga en la mano. Tú, que cada vez te sientes más cómoda cabalgando en ese caballo volador, aprietas la mano alrededor de esa cosa. ¡Sé lo que estáis pensando, chicas! Pero es su puñal, por supuesto. Está embutido en una funda exquisitamente labrada en plata y madera. Tú admiras la belleza del puñal y luego extiendes la mano alrededor de su cintura para devolvérselo. Él te coge la mano y la sostiene contra su muslo, que está duro por la fuerza que está haciendo contra la cincha sudada del caballo. La combinación de los olores de este hombre tan misterioso y del vaivén de la columna del caballo contra tu clítoris te están poniendo bastante cachonda.

—¿Es que soy la única que no asistió a clases de equitación? —preguntó Camilla.

—No te perdiste mucho —le aseguró Jody—. Aunque, eso sí, tengo que reconocer que tuve mi primer orgasmo montando a pelo. Al final, me caí del caballo. Desde entonces, siempre he asociado el sexo con el peligro. Pero, Ellen, ahora que lo pienso, esto no es más que una fantasía de vaqueros con un giro exótico.

—¿Acaso no son todas las fantasías simples variaciones de un mismo concepto? —inquirió Ellen con una sonrisa en los labios—. Continúo. Ves una tienda redonda hecha de pelo de yak y sigues cabalgando hasta que te detienes delante de ella. El hombre se baja de un salto y te ayuda a bajar a ti. Al hacerlo, su mano cálida y fuerte sostiene la tuya un segundo más de lo necesario. Entráis y él enciende una fogata con boñigas de yak. Después prepara un té con un montón de hierbas aromáticas apelmazadas, lo cuela en un recipiente de latón, lo mezcla con mantequilla agria de yak y te lo ofrece en un cuenco de madera. Coge unos tallos de cebada con los dedos, que todavía le huelen a sudor, a equino y a cuero, los moja en su té, los amasa hasta hacer una bola y te la introduce en la boca. Tú le lames los dedos. Él deja el té a un lado y empieza a amasarte las tetas como si fueran tallos de cebada. Después te acuesta sobre unas pieles y te hace el amor con vigor, una y otra vez, hasta que cae la noche y empieza a hacer frío. Entonces os cubrís con más pieles y seguís haciendo el amor. Tienes la sensación de que su miembro tiene la forma exacta de tu interior; ningún hombre te ha llenado nunca de una manera tan perfecta. Adoras su cuerpo oscuro, delgado y fibroso, sus carnes prietas, sus pezones marrones, su escaso bello corporal, adoras el fuerte chorro de su semilla cuando eyacula. —De repente, Ellen dejó de hablar y frunció el ceño—. Aunque supongo que deberías haber usado un condón —dijo.

—Sólo es una fantasía, Ellen —protestó Jody—. ¿O es que no te acuerdas de que yo no me puse el casco para montar a caballo?

—Ya lo sé, pero creo que hasta en las fantasías hay que hacer hincapié en el sexo seguro —declaró Ellen mirando a Camilla, pero no encontró ningún apoyo en ella—. Es igual. Te despiertas al amanecer y extiendes la mano esperando encontrar a tu hombre, pero no está. Te pones algo encima, sales fuera y lo encuentras acurrucado junto a una oveja. No estás muy segura de cómo debes tomártelo, pero él te llama y tú te acercas y te acuestas a su lado, junto a la oveja. Al amparo del calor que despide el animal, volvéis a hacer el amor bajo las estrellas que se van apagando ante el empuje del sol de la mañana. Él es pasional y tierno al mismo tiempo, de manera que te quedas un mes entero y te acostumbras al té aceitoso y al olor de la mantequilla de yak y de la cebada y al sorprendente calor de las ovejas. Hacéis tantas veces el amor cada día que acabas perdiendo la cuenta. Pero luego empiezas a añorar una ducha caliente, algo de fruta, ropa limpia y un poco de conversación. Además, el breve verano del Himalaya está tocando a su fin, así que, aunque te dé mucha pena, decides marcharte.

—Resulta conmovedor —comentó Camilla.

—Pues bien —dijo Jody retomando el hilo—, después de un par de paradas, acabas en el centro de Tokio. Tráfico, ropa cara, luces de neón, grandes almacenes, chiringuitos donde venden fideos y más gente en una sola esquina de la que has visto durante todo el mes que te has pasado en Nepal y en el Tíbet. Te sientes un poco mareada, así que te tocas nerviosamente el pesado collar de plata que te regaló tu amante tibetano. Al cruzar una calle, un hombre vestido con traje y corbata te coge del codo. Lo miras con curiosidad, sin saber bien cómo reaccionar. Aunque te habla en japonés, entiendes la palabra «café». Desde luego, un café te sentaría bien. Pasáis junto a varios cafés con un aspecto cálido y acogedor, y tú se los señalas, pero al final lo sigues hasta un callejón donde hay un establecimiento con un aspecto bastante sucio. Empiezas a sentir cierta desconfianza. Ésta aumenta cuando te das cuenta de que al hombre le faltan dos dedos. Aunque tienes la cabeza un tanto espesa de tanto viajar, piensas que debe de ser un gángster yakuza. Lo mejor será que te tomes el café y que luego salgas de ahí lo más rápido que puedas. La camarera te trae el café y le hace un gesto con la cabeza al hombre. Eso te hace sentir todavía más intranquila. Mientras bebes el café empiezas a recordar historias sobre la trata de blancas de los yakuza. La droga que te han echado en el café empieza a hacer efecto, pero todavía consigues ver a través de una neblina cómo el yakuza saca de su cartera de mano una copia de La belle guarra australiana à la plage, la película porno que hiciste en Cannes. Eso es lo último que recuerdas antes de despertar. La cabeza te da mil vueltas y sientes los párpados pesados.

Poco a poco, vas recobrando la conciencia. Estás acostada, desnuda, sobre una mesa larga y baja. Alrededor de la mesa hay unos veinte hombres japoneses con la cabeza inclinada, todos ellos vestidos con atuendos tradicionales. Mientras intentas comprender lo que está sucediendo, adviertes que tienes pequeñas cosas más por todo el cuerpo.

Intentas levantar la cabeza, pero estás tan mareada que tienes que volver a bajarla inmediatamente. Aun así, has tenido tiempo para ver que te han convertido en una bandeja de todo tipo de sushi y sashimi. Te han afeitado el pelo del pubis y de las axilas y sientes la cara muy tirante, de modo que supones que la tienes maquillada con una gruesa capa de la pintura blanca que suelen utilizar las geishas. Tienes todo el pubis cubierto con algo caliente, que más tarde te darás cuenta de que es arroz. Pero, además, detectas algo dentro de la vagina: ¿un pulpo enano?

Y otra cosa metida en el ano: ¿un pedazo de anguila? Lo que te quema en los labios, en el clítoris y en los pezones debe de ser wasabi, la mostaza picante de los japoneses. Tu sexo está desesperadamente necesitado, a punto de explotar, y los pezones te duelen de lo duros que están. Los hombres, que son bastante apuestos, parecen salidos de una película de Kurosawa: todo triangularidad, con prendas llenas de brocados y las cabezas rapadas. No paran de mover la cabeza arriba y abajo, exclamando con regocijo todo tipo de cosas que tú no entiendes. Después de admirarte un buen rato, uno exclama: «¡tedakimas!». (¡Que aproveche!) y los demás lo repiten a coro. Uno de ellos te coge un trozo de atún crudo del ombligo con sus palillos de bambú. Se lo traga y, ante los ánimos de los demás, se agacha y te planta un beso mojado en el ombligo. Después es la locura. Algunos de los hombres prescinden de los palillos y comen el pescado con la boca, aprovechando cada ocasión para apretar los labios lascivamente contra tu piel. Es una auténtica bacanal. Ahora, los hombres empiezan a dar vueltas alrededor de tu cuerpo, llenándose la boca con el arroz de tu pubis y chupando el wasabi de tu vulva. Te lamen, te besan, te mordisquean, te tocan, te acarician y te frotan el cuerpo entero. Uno devora lentamente el pulpo que tienes en la vagina y otro te levanta, te separa las nalgas con las manos y se come la anguila. Y entonces uno de ellos se abre la bata y acerca su anguila, recta y brillante, hacia tu boca. Tú, que estás hambrienta, se la comes. Se corre y se retira y otro atún rojo llama inmediatamente a la puerta de tus labios. Otro hombre se sube a la mesa, se coloca sobre tu pelvis y, de repente, con una embestida salvaje, te penetra. Todavía te queda un pedacito de pulpo dentro del coño, que te hace cosquillas, atascado fortuitamente junto a tu punto G, como uno de esos dedos adicionales que tienen los consoladores más caros. Tú te corres casi inmediatamente, pero él sigue embistiéndote y tú te vuelves a correr una y otra vez. Mientras tanto, dos hombres te están mordisqueando los pezones y un tercero te está acariciando el clítoris. Otros hombres más te están chupando los dedos de los pies, otro se ha metido tu mano entera en la boca y otro más te está pegando golpes contra el muslo con el pene. Sientes otra polla, ¿o son dos?, frotándose contra tu pelo, contra tu frente, follándote la cabeza. Ya se han comido todo el sashimi. Tu piel, untada de wasabi, no deja de temblar. De repente te sientes en la cresta de la ola y te retuerces salvajemente y excitas tanto a los hombres que todos se corren a la vez, dentro de ti, encima de ti, en tu cara, en tu pecho, en tus piernas y en tus manos. Y tú, por supuesto, tienes una polla cogida en cada mano y tienes tantos orgasmos tan intensos que pierdes el conocimiento. Pero, justo antes de alcanzar este clímax, adviertes cómo los hombres te frotan el semen por todo el cuerpo, como si se tratara de una leche hidratante.

»Cuando te despiertas, te encuentras en un bañera con burbujas en un hotel de lujo. Al lado de la bañera de mármol ves una bandeja de plata con tu pasaporte, tu bolso, una botella de sake caliente y una preciosa cajita lacada en negro. Al abrirla, encuentras una espléndida cena japonesa dentro. Coges un trozo de sashimi con los palillos, lo mojas en la soja mezclada con wasabi y te lo metes en la boca, deleitándote con el sabor mientras te preguntas si no lo habrás soñado todo. Pero al rascarte un punto que te pica detrás de la oreja te encuentras un pequeñísimo rastro de wasabi.

Camilla se dio cuenta de que se estaba apretando los muslos, como todas las otras mujeres que estaban sentadas en las mesas de alrededor.

—No va a ser nada fácil mejorar esa fantasía —comentó por fin Ellen después de un largo silencio—. Tal vez lo mejor que podamos hacer sea llevar a nuestra heroína a casa para que descanse.

—Buena idea —asintió Camilla y, de repente, dio un grito ahogado—. Dios mío. No lo puedo creer.

Jody y Ellen siguieron la dirección de su mirada. Ahí estaba Trent, mirando a Camilla como si no acabara de creer que realmente fuera ella. Camilla le dedicó una pequeña sonrisa forzada.

—La realidad siempre supera… —susurró Jody, fascinada.

Trent entró en el café, pero, antes de que pudiera llegar a la mesa, dos veinteañeras con el maquillaje pálido y carmín rojo ladrillo se levantaron y se pusieron delante de él.

—¡Eres Trent Bent! —exclamó una de ellas.

La otra se mordía el labio y lo miraba con gesto seductor desde detrás de unos párpados muy pintados.

—Eh… Sí. —El hombre miró a Camilla como pidiéndole disculpas—. Supongo que sí.

—Eres nuestro ídolo —exclamó la más lanzada de las dos.

La otra no dejaba de soltar pequeñas risitas y de asentir con los ojos clavados en Trent.

Camilla observó la escena con una mezcla de horror y fascinación. De repente se dio cuenta de que Trent había envejecido muchísimo, casi tanto como el Bram de Cómeme. ¿Sería posible que Philippa lo hubiera visto y no le hubiera dicho nada?

—Os lo agradezco. De verdad, pero… —Trent forzó una sonrisa y se miró el brazo, al que se agarraba tenazmente una mano de mujer adolescente.

Camilla movió la cabeza de un lado a otro y dibujó una gran sonrisa con sus labios, siempre seductores.

—Me alegro de volver a verte, Trent —dijo. Extrajo una tarjeta de visita del bolso y se la entregó—. Llámame algún día si quieres tomar un café. Es el número del trabajo. Me paso casi todo el día en la oficina.

—Sí… Claro. Lo haré —dijo Trent mientras las chicas lo obligaban a sentarse con ellas—. De verdad, te llamaré.

Camilla se volvió hacia las otras y les guiñó un ojo.

—Cuánto cambian las cosas —se dijo a sí misma en voz baja.

—¡Vaya mañana! —exclamó Jody.

Ellen miró la hora.

—Me temo que me tengo que ir —dijo apenada—. He quedado a la una.

—Yo le he prometido a Jonathan que lo acompañaría a visitar a sus padres. Ya sé que no es exactamente una fantasía, pero qué se le va a hacer; la vida real es un asco —afirmó Camilla encogiéndose de hombros—. ¿Tú qué vas a hacer el fin de semana, Jody?

—Tengo una cita caliente con un jovencito de lo más interesante —comentó guiñando un ojo con una gran sonrisa—. A ver si le encuentro un sustituto a Josh.

—Tú sí que eres un chica mala —aseveró Ellen.

—Espero que no quieras darme unos azotes —dijo Jody provocativamente.

—Me encantaría —repuso Ellen—. Y sabes que lo digo en serio.

—Bueno, qué vamos a hacer al final sobre el libro —urgió Camilla.

—Yo creo que lo mejor es que no le digamos nada a Philippa a no ser que sea ella la que saque el tema —propuso Jody.

—Me parece bien —dijo Ellen.

D’accord —asintió Camilla.