—Es fantástica, Carolyn. Me flipa.
—Bueno, la verdad es que su fijación por el beige puede ser un problema; le falta estilo y, además, tiene las piernas un poco gordas.
—Estás siendo injusta —protestó él jugando con sus coletitas verdes—. ¿Desde cuándo eres una esclava de los dictados de la moda? Yo no acepto los conceptos encorsetados de la belleza femenina que se promueven por razones comerciales. Y creía que una mujer feminista como tú tampoco lo haría. Además, yo describiría sus piernas como voluptuosas. Si me apuras, hasta diría que son lascivas.
—Viniendo de ti, no me extraña; eres tan políticamente correcto… Venga, déjate de rollos. Sólo quería hacerte rabiar un poco. No tiene las piernas tan gordas. Y sé lo que dices. A mí también me cae bien. ¿O es que no te acuerdas de que fui yo quien te recomendó que te apuntaras a sus clases? ¿Qué tal estará este sitio? —dijo mientras asomaba la cabeza por la puerta—. Acaban de abrirlo. Debe de ser el único café de Glebe en el que no he estado todavía.
—Yo sí que he estado. Es magnífico. Tienen unos sándwiches vegetarianos riquísimos, con pan de pita y tallos y tofu y todo lo demás. Y pertenece a una pareja lesbiana extraordinariamente unida. ¿Qué? ¿Qué he dicho?
—Nada. Es que hay veces que me haces reír.
Marc miró a Carolyn con gesto triste. Era el primer día de clases después de las vacaciones de enero y Marc acababa de salir de la clase de Helen. Al principio, estaba nervioso, pero ella le había dedicado una gran sonrisa que le había devuelto la confianza. Aun así, al acabar la clase no intentó hablar con ella. Carolyn, una estudiante de físicas, había pasado un día bastante menos interesante luchando con inercias y gravedades.
Todavía hacía calor, aunque ya era tarde y el cielo otoñal de Sydney tenía un tono azul oscuro. De camino a Glebe, Marc y Carolyn se habían cruzado con un sinfín de estudiantes cargados con pesadas mochilas que vestían de acuerdo con los requisitos de las distintas tribus universitarias a las que pertenecían: estudiantes de arte con pañuelos con abalorios, largas faldas hindúes y bolsas de malla llenas de barras de pan integral y comida orgánica; estudiantes de derecho con el pelo muy corto y ropa profesional; fanáticos de la música que anunciaban sus gustos personales en sus camisetas… También había sanadores esotéricos y terapeutas espirituales con llamativos turbantes, atractivos artistas latinoamericanos con manchas de pintura en sus pantalones de algodón y el grupito ocasional de chicos duros con camisas escocesas a cuadros que se había colado en el barrio desde algún lugar situado más al oeste. Era como si todo el color que se había suprimido en Darlinghurst, donde el negro reinaba y el blanco acompañaba, hubiera atravesado la ciudad para establecerse en Glebe y en Newtown, su suburbio hermano más excéntrico. Glebe y Newtown eran como gominolas de colores al lado del regaliz y la nata de Darlinghurst.
A pesar de que su manera de vestir no era ni especialmente llamativa ni particularmente excéntrica, Carolyn atraía miradas de admiración tanto de hombres como de mujeres. Era extraordinariamente felina, tenía las piernas largas y delgadas, una forma sinuosa y furtiva de moverse, unos asombrosos ojos verde jade y unas orejas ligeramente puntiagudas que reforzaban la impresión de que pertenecía a algún tipo de especie altamente evolucionada de gato. Tenía el pelo rubio, muy corto y de punta, y un ingenio igual de afilado.
—¿Nos sentamos al lado de la ventana? —sugirió.
—Sí. Así podremos echarle una ojeada a la gente que pasa por la calle.
—Y ellos a nosotros —dijo Carolyn encantada mientras dejaba la mochila de cuero en el taburete de al lado.
—Hola, Jean —saludó Marc a la dueña del café.
—Hola —contestó ella desde lejos con una gran sonrisa.
—¿Cómo sabes su nombre?
—Lo pregunté. He venido un par de veces desde que abrió el café. —Marc se subió un poco la falda para sentarse en el taburete. Hoy estaba de un humor particularmente andrógino.
Carolyn lo miró sin disimular su regocijo.
—¿Sabes, Marc? —dijo—, teniendo en cuenta que eres un chico, eres demasiado bueno para ser de verdad.
—¿Por qué insistes en juzgarme de acuerdo a estereotipos de género? Si yo te dijera algo así, te pondrías hecha una fiera. Y con razón. Yo procuro usar un lenguaje lo más ambigénico posible.
—¿Ambiqué?
—Ambigénico. Quiere decir no sexista.
—Entonces, ¿por qué no dices no sexista?
—Porque es un término negativo. Ya sabes, define las cosas en términos negativos. Ambigénico es una palabra positiva que expresa el mismo concepto. Sí, Jean, gracias. Quiero un café con leche. Y un trozo de tarta de chocolate con nata montada.
—Yo voy a tomar lo mismo. Mira que eres mono, Marc. Venga, no pongas esa cara. Aunque, de hecho, tu cara de cachorrito apaleado es una ricura. Se te ponen los ojos muy redondos, casi como botones. Pareces un personaje de Tintín: vulnerable y dulce.
—Así que eso es lo que te parezco, ¿un personaje de tebeo?
—Sí —asintió ella—. Pero no de un tebeo cualquiera, de un clásico francés. Podrías haber salido peor parado. Podía haberte comparado con Bart Simpson. Además, en cierto modo tú también tienes que verte a ti mismo un poco como un personaje de tebeo. Si no, no llevarías el pelo como lo llevas.
Marc se llevó las manos a las coletas al tiempo que abría la boca dibujando una «o» que hacía juego con los círculos redondos de sus ojos. Carolyn se echó a reír.
—Bueno —dijo—, volviendo a lo de antes, me estabas contando que te gustaba nuestra querida profesora.
—Es más que eso. Pero ya no sé si quiero contártelo, Carr.
—No seas niño. —Carolyn señaló hacia la calle con un movimiento de la barbilla—. Creo que ese chico de la guitarra te está mirando.
Marc miró hacia donde señalaba Carolyn.
—¡Pero si es Jake!
Lo saludó y lo llamó con la mano.
—Marc. ¿Cómo estás, tío?
—No me quejo. Jake, Carolyn. Carolyn, Jake. Vaya concierto, tío —comentó Marc con tono de admiración—. Estuviste tremendo. La gente estaba como loca.
—¿De verdad? A veces es dificil saberlo desde el escenario. Aunque, claro, de alguna manera lo notas. Creo que por eso metimos tanta caña. Antes de un concierto, nunca sabes lo que va a pasar. Ni siquiera sabes si va a ir alguien a verte. No sabes lo deprimente que es salir al escenario y ver que sólo hay algún tío completamente pasado, a punto de desmayarse en la barra, dos o tres personas de pie al fondo de la sala, con los brazos cruzados, y un grupito de chicas que han venido a ver al grupo que toca después mascando chicle y hablando sin parar. No sabes lo que se agradece ver una cara conocida ahí fuera, una cara con buen rollo como la tuya.
—Pues el sábado tenías mogollón de gente con buen rollo ahí fuera. Estaba abarrotado. —Marc señaló hacia el taburete vacío que tenía al lado—. Tómate algo.
—No puedo. Tengo ensayo.
—Es una pena. Oye, ¿por qué llevas dos zapatos distintos?
Jake se encogió de hombros.
—Es una larga historia —dijo—. Últimamente llevo una vida amorosa alucinante. Ya te lo contaré en otro momento.
—¿Cuándo vuelves a tocar?
—El próximo fin de semana. ¿Has oído hablar de Bram Van, el poeta punk que se convirtió en objeto de culto a principios de los ochenta?
Marc frunció el ceño.
—La verdad es que no me suena —repuso—. Pero, claro, yo era un niño a principios de los ochenta. ¿Por qué?
—¿No conoces a Bram Van y presumes de ser un tipo alternativo? —Le reprendió Jake. Luego rió—. La verdad es que yo sólo lo conozco porque es mi primo. Lleva como diez años fuera de Sydney. Es un viejo. Tiene unos cuarenta años, o algo así, pero es un tío bastante auténtico. Ha vuelto porque parece que la gente está volviendo a comprar sus libros y su editorial cree que es buena idea que se deje ver un poco. Así que vamos a tocar con él, a ver qué tal sale.
—Qué guay. A ver si puedo ir.
Marc parecía entusiasmado. Le gustaba la idea de apoyar a una persona mayor, sobre todo si estaba haciendo una cosa chula. No sólo era contrario a la discriminación sexual, sino también a la discriminación por la edad.
—Nos vemos —dijo Jake.
—Venga. —Marc y Carolyn observaron a Jake alejarse calle abajo con los tirabuzones de rasta subiendo y bajando como si fueran muelles.
—¡Qué bueno está! ¿Cómo es que no me lo has presentado antes?
—Lo siento, Carr. Creía que sólo te gustaban las mujeres.
—No soy tan dogmática —respondió ella encogiéndose de hombros—. Si es un chico fresco y está de moda, puedo hacer un esfuerzo.
—Además, no eres su tipo. Eres demasiado joven —dijo Marc un poco vengativamente.
—¿Cómo que demasiado joven? Tengo veintiún años. ¿Cuántos años tiene él?
Jean les trajo los cafés y los trozos de tarta y volvió al mostrador, desde donde siguió observando discretamente a Carolyn.
—Veintidós. Pero le gustan las mujeres mayores.
—Esto de los hombres jóvenes y las mujeres mayores se está convirtiendo en una auténtica plaga. ¿Es él el que te lo ha contagiado? —Movió la cabeza de un lado a otro y se llevó un trozo de tarta a la boca—. Está riquísima. —Masticó pensativamente—. ¿Has pensado alguna vez en el lugar en el que nos deja eso a nosotras? ¿Qué se supone que debemos hacer las mujeres jóvenes mientras vosotros os dedicáis a perseguir a vuestras figuras maternas? Cualquiera diría que tenéis algo en contra de las tetas altas y los muslos firmes.
—¿Cuándo vas a dejar de ser tan sexista? Dos personas no son ninguna plaga. Además, no creo que una mujer de treinta y dos años pueda ser una figura materna para un hombre de veintidós. Y, aunque no lo creas, tú también tendrás treinta y dos años algún día, y, por si lo habías olvidado, ésa es la edad que tiene tu novia, y no parece que tengas nada en contra de su cuerpo.
—¿Qué novia? —saltó Carolyn—. Hemos cortado. La pillé comiéndole los morros a un tío en un parque. —El labio inferior le estaba temblando. Apartó la mirada de Marc—. Por lo menos creo que era un tío. La verdad es que no los vi bien. —Algo le rondaba molestamente por la cabeza desde que se había ido Jake, pero no sabía exactamente qué—. Era una estúpida criatura con mucho pelo. Estaba oscuro. Pero a ella la reconocería en cualquier sitio. —Mucho pelo. ¿Jake? No. Sería demasiada coincidencia. O no. Es un chico muy atractivo. ¡Cómo puede haberme hecho esto!
Al ver la angustia que embargaba a su amiga, Marc dejó el café y, teniendo cuidado de no importunarla, apoyó una mano asexual en el hombro de Carolyn.
—Lo siento, Carr, no lo sabía. ¿Por qué no me lo has dicho antes?
Ella se deshizo del brazo con un movimiento del hombro.
—No sé cuándo iba a decírtelo. Ni siquiera te has molestado en preguntarme cómo me iban las cosas —le reprochó con tono cortante. El gesto de dolor de Marc hizo que se arrepintiera inmediatamente de sus palabras. Marc no tenía la culpa. Carolyn había quedado con Philippa en un rato. Le preguntaría sin rodeos si era Jake y vería cómo reaccionaba. Le acarició la mano a Marc—. Venga, no me hagas caso —le dijo casi en un suspiro—. Es que estoy hecha un manojo de nervios. Además, la verdad es que no me apetece hablar de eso ahora. Lo que quiero es que me cuentes lo tuyo con nuestra profesora.
Marc la miró inquisitivamente.
—De verdad —insistió ella—. Quiero que me lo cuentes todo, con pelos y señales.
—La verdad es que ha sido una experiencia bastante traumática. Ya te dije que iba a invitarla a tomar un café la semana pasada.
—Sí. Pero no me contaste qué tal te fue.
—Es curioso, pero al principio ella parecía un poco nerviosa, y, aunque intentaba que no se me notara, yo también estaba muy nervioso. El asunto es que empezamos a hablar. Yo le pregunté cómo había llegado a impartir clases en la universidad y ella me preguntó por qué me había matriculado en una asignatura de estudios de la mujer. Todo marchó muy bien. Yo tenía la sensación de que ella empezaba a verme como algo más que un alumno. Ya sabes, que empezaba a verme como…
—¿Como un hombre? —se burló de él Carolyn.
—No. Sí… Bueno, ya sabes lo que quiero decir.
—Sí. Como un hombre.
—Bueno, en cualquier caso, conseguí reunir el valor necesario para pedirle una cita. Hablo de una cita de verdad. Ya sabes, un sábado por la noche, o algo parecido. Me aterrorizaba la posibilidad de que ella dijera que no y yo me sintiera tan humillado que tuviera que dejar de ir a sus clases.
—¿Me estás diciendo que tu orgullo masculino no podía soportar la idea del rechazo? —le replicó Carolyn sonriendo maliciosamente.
—No. No tengo ese tipo de orgullo masculino, y lo sabes de sobra. Además, ¿es que las mujeres no se asustan al hacerle una proposición a alguien?
—Sí, tienes razón. Venga, acelera. A ver si llegas a la parte jugosa.
—A veces no sé qué pensar de ti, Carr. ¿De verdad crees que tengo el típico problema de orgullo masculino?
Dime la verdad. Porque si de verdad lo crees…
—¿Qué? —lo retó ella intentando poner un gesto severo.
—Pues intentaría cambiar mi conducta. Me apuntaría a otro taller de sensibilización, o algo así.
—Marc.
—¿Sí?
—Olvídate de tus talleres y cuéntame de una vez lo que pasó.
Marc suspiró.
—Bueno, se me ocurrió que podía invitarla al concierto del grupo de Jake. Sinceramente, dime la verdad. ¿De verdad crees que me dejo llevar por mi orgullo masculino?
—Venga ya, Marc. Vas a hacer que me arrepienta de haber abierto la boca.
—Vale, vale. Salimos. Y todo marchó fantásticamente. La cosa es que fuimos al Sando a tomar una copa. Fue alucinante como encajamos. No hubo nada de esa típica incomodidad de la primera cita. —Marc miró a su alrededor para asegurarse de que no había ningún conocido en el café y bajó la voz—. Ya sabes que yo era virgen —se atrevió a decir después de una larga pausa.
Carolyn abrió los ojos de par en par y dejó caer la mandíbula.
—¿Cómo que lo eras?
De repente, Marc se sintió avergonzado. Quizá no debería contarle lo que había pasado. Después de todo, Helen era su profesora. Y no había que olvidar el escándalo que se había montado por el libro en el que se contaba que un profesor le había tocado el pecho a una de sus alumnas. De hecho, Marc había sido uno de los que habían puesto el grito en el cielo en la universidad. Aunque claro, esto era distinto. ¿O no lo era? No quería causarle problemas a Helen. Helen. Helen. Recordó la suavidad de sus pechos llenos y de su vientre. Se acordó de sus manos separándole los muslos. Mientras pensaba, se puso a jugar con un trocito de tarta que se le había introducido en una muela.
—¿Cómo que lo eras? —repitió Carolyn—. ¿Es que te la has tirado?
—Mira que eres vulgar, Carr.
—¿Quién tomó la iniciativa?
—Bueno, supongo que fue ella.
—¿Y quién dio el primer paso?
—Bueno, supongo que fue él.
Chantal se inclinó hacia delante, con un codo apoyado en la barra y la nariz extendida hacia Helen, como si fuera un águila que acabara de localizar una pequeña criatura peluda con la palabra «merienda» tatuada en la frente.
—¿Y? No pares ahora, querida. Ya sabes que odio el suspense.
Sin apartar los ojos de Helen, Chantal escarbó en el cuenco de nueces hasta que encontró un pistacho y lo abrió entre sus labios rojo teja, porque el rojo teja era el color de ese otoño. Ahora que era morena, el rojo teja le sentaba especialmente bien.
Helen movió el vaso que tenía en la mano y estudió el líquido turbulento. Había dejado manchas de carmín prácticamente por todo el borde. ¿Cómo conseguiría Chantal dejar una sola marca, y además con una forma tan perfecta? Miró a su alrededor para asegurarse de que no había ningún conocido en el pub. De hecho, había poca gente. En una esquina, un par de chicas con pinta de modelos no demasiado bien pagadas estaban fumando y bebiendo un líquido rojo con unas pajitas negras. No hacía mucho que habían llegado, trastabillando sobre sus zapatos de plataforma, y se reían con complicidad cada vez que miraban al camarero que había detrás de la barra. En otra mesa, un hombre joven le contaba algo gesticulando intensamente a una mujer preciosa de su misma edad. Ella miraba de un lado a otro con gesto impasible, como si no le interesara lo más mínimo lo que le estaba contando el hombre. En la barra, un hombre rudo con una camisa de franela observaba descaradamente a Chantal, sin perderse ni un solo detalle, desde su pelo perfectamente peinado hasta sus brillantes zapatos de marca.
Mientras tanto, Chantal, a su vez, estaba estudiando a Helen. Adoraba a su amiga, pero, la verdad, no acababa de compartir su gusto respecto a los hombres. Podía entender lo de Rambo con un aderezo de monjas, incluso lo de David Letterman, pero ¿un camionero? Y ahora un niño feminista con coletitas verde lima.
Aunque Helen al menos tenía el valor de salir ahí fuera a batallar. A Chantal desde luego no le faltaban proposiciones y, a menudo, precisamente del tipo de vaquero urbano que más le atraía. Pero, por alguna razón, nunca se animaba a aceptarlas. Y, en efecto, tal como sospechaba Julia, se había inventado la historia del esclavo. Por alguna razón que no acababa de entender, mientras más tiempo duraba su abstinencia sexual, más fácil le resultaba. Las demás no acababan de creerle, así que había dejado de intentar convencerlas. Era más divertido inventarse historias.
La voz de Helen devolvió a Chantal a la realidad.
—Fuimos a un pub. De modo que, claro, el primer momento tenso que tuvimos que afrontar fue decidir quién pagaba las cervezas. Lo normal sería que yo pagara una ronda y él otra. Pero yo soy mayor y trabajo y tengo cierta seguridad financiera. Y él es un estudiante y, además, de escasos recursos. Así que pensé que lo lógico sería que pagara yo. Aunque, por otro lado, ¿cuál era exactamente el papel que desempeñábamos cada uno? ¿Profesora y alumno? ¿Mujer y hombre? ¿Amigos? Y si yo asumía de forma automática que me correspondía pagar a mí le estaría tratando con el mismo aire protector con el que los hombres han tratado tradicionalmente a las mujeres, privándolas así del poder. Por otro lado, si pagaba él surgiría el viejo problema del hombre pagándole a la mujer. Claro, que cada uno podía pagarse lo suyo, pero eso hubiera resultado…, no sé, terriblemente poco australiano, o algo así. Al final, cuando llegaron las cervezas, él dijo que se encargaría de esa ronda y que yo me podía encargar de la siguiente, y así se resolvió el problema.
—¿No crees que es posible que tengas una ligera tendencia a analizar en exceso determinadas cosas? —sugirió Chantal sin aspereza.
—No lo sé —replicó Helen frunciendo el ceño—. Es posible que sí. Tal vez se trate de una especie de desviación profesional. Me refiero a analizar los juegos de poder que existen en cada situación, especialmente en las situaciones que presentan algún tipo de relación con la política de géneros. Ahora que lo dices, supongo que sí ¿Crees que eso puede ser un problema?
—No te preocupes. —Chantal no quería interrumpir el flujo de la narración de Helen—. ¿Qué pasó después? No. Primero dime en qué pub estabais, qué ropa llevabas puesta, cómo vestía él, todo eso. Ya sabes, querida, que soy una persona visual; necesito ese tipo de detalles.
—En el Sando, en Newtown.
—Creo que no he estado nunca allí —musitó Chantal—. ¿Cómo es?
—La mayoría de la gente es bastante joven y agresiva. Se ve mucha ropa con agujeros, camisetas y cabellos de rastafari y pelos azules y gente bailando encima de la barra, ese tipo de cosas. Yo me había puesto esa falda negra larga con vuelo que compré contigo y mi camisa marrón con escote. Él llevaba unos pantalones vaqueros negros abombados y una camiseta de las Luscious Jackson. Se había recogido las coletitas con unos lacitos verdes.
—¿Sabías que conozco a las Luscious Jackson? —dijo Chantal—. Las incluimos en un reportaje sobre mujeres roqueras que llamamos «Sonidos femeninos».
—Sí, ya lo sabía —asintió Helen con entusiasmo—. Marc me dijo que lo había leído.
—¿Lee la revista? —preguntó Chantal, sorprendida.
—Ya te he dicho que no es un chico nada típico —contestó Helen con cierro orgullo—. Lo de Pulse fue sólo uno de los numerosos temas que abordamos. La verdad es que conversamos acerca de todo. No sé cómo, pero hablamos de la posición de la mujer en la industria del rock, de los derechos de los aborígenes sobre sus tierras, de la manera en que la revolución comunista de Cuba traicionó a las mujeres y de mil asuntos más.
Chantal sonrió y dibujó un anillo de humo.
—Realmente, Helen querida, perteneces a otra galaxia —declaró.
—¿Qué quieres decir con eso? —Helen parecía dolida.
—No te lo tomes a mal. Lo digo por las cosas de las que hablas con tus hombrecitos.
—Hombrecito, en singular.
—Vale. Lo siento. Sigue contándome.
—Bueno, la verdad es que su entusiasmo resultaba contagioso. Y, además, me agrada la seriedad con que aborda algunos asuntos que… bueno, que a mí me parecen importantes. Me sorprendió lo fácil que resultaba conversar con él y todas las cosas que teníamos en común. Ya sabes, a pesar de la diferencia de edad.
—Por cierto, ¿cuánta es la diferencia?
—Once años.
—¿Qué importancia pueden tener once años de diferencia entre dos amigos? Desde luego, Julia nunca se ha preocupado por esas minucias.
—Ya, pero yo no soy Julia. Ella aparenta veinticinco.
—Helen, querida, no irás a tener otra crisis por culpa de tu aspecto, ¿verdad? Para empezar, no puedo permitirme volver a ir de compras esta semana y, además, acabas de seducir a un hombre joven que, por lo que dices, parece bastante interesante. Así que, por favor, sigue contándome lo que sucedió.
—Seducir. Por Dios santo, ¿qué he hecho? —gimoteó de repente Helen—. Si es mi alumno. Hasta podría perder el trabajo.
—Ya no vale la pena lamentarse —replicó Chantal encogiéndose de hombros—. Además, ¿no fue él quien se te insinuó a ti?
—Sí, supongo que sí.
—¿Cómo pasó? No, espera un momento. —Chantal llamó a la mujer que había detrás de la barra—. ¿Me puede traer otra igual? —dijo levantando su vaso—. Y otra Coopers para mi amiga.
El hombre de la camisa de franela pensó que había llegado su oportunidad.
—Invito yo —dijo con una mueca que pretendía ser su mejor sonrisa.
—Gracias, pero no. —Chantal sonrió brevemente en su dirección. Después se dirigió a la mujer que había detrás de la barra con voz firme—. Pago yo —recalcó.
—No se preocupe —respondió la mujer.
El hombre se levantó y se fue. Al salir, escupió entre dientes la palabra «puta».
Chantal arqueó las cejas y puso los ojos en blanco.
—Haces bien en salir con chicos jóvenes e inocentes, querida —le comentó a Helen—. Al menos, la vida todavía no los ha endurecido. Son menos retorcidos y más dulces al paladar. Venga, sigue contándome.
—Bueno, al final salió a tocar el grupo de su amigo. El local ya estaba abarrotado y estábamos muy apretados. ¿Sabes?, es curioso, pero por un momento creí ver a Philippa al otro lado de la sala. Pero había mucho humo y la mujer que confundí con Philippa se fue, así que pensé que tan sólo se trataría de alguien que se parecía a ella. Tengo que acordarme de preguntarle si estuvo en el concierto. Aunque no me imagino qué podría hacer Philippa en un sitio así. Desde luego, el Sando no es precisamente la clase de lugares que le agradan a ella. Bueno, el asunto es que Marc se hallaba de pie, justo detrás de mí. Me dijo que era mejor que yo me pusiera delante porque era menos alta que él. El movimiento de la gente lo apretaba contra mí de vez en cuando. El hecho es que ya íbamos por la tercera cerveza y una de las veces que se apretó contra mí, bueno, yo también apoyé el peso contra su cuerpo.
—No hay nada malo en eso —aprobó Chantal echando otro anillo de humo.
—No sé hasta qué punto sería fruto de mi imaginación, pero me pareció que tenía… ya sabes, una erección.
—Me empalmé, Carr. Justo en medio del concierto. En cuanto ella se apoyó contra mí. Casi me muero de vergüenza. No sé si ella se dio cuenta. Yo tenía la sensación de que todo el mundo me estaba mirando y me aterrorizaba la posibilidad de… ya sabes.
—¿De disparar?
Marc se sonrojó.
—¡Carr!
—Bueno, ¿no es eso lo que querías decir?
—Sí, supongo que sí. Pero hay maneras más suaves de decirlo. Odio esa palabra. Es tan, no sé, machista o algo así. Creo que se deberían eliminar todas las metáforas sexuales relacionadas con pistolas.
—Lo que habría que hacer es eliminar las pistolas y quedarnos sólo con las metáforas. A mí, la verdad, me gustan —declaró Carolyn sonriendo—. Pero, claro, yo no soy una feminista tan dogmática como tú.
—¡Yo no soy dogmático! ¿Crees que soy dogmático?
Dios mío, primero tengo un problema de orgullo masculino y después resulta que soy un feminista dogmático.
—Y precisamente por eso eres tan encantador, Marc. Eres un amasijo de contradicciones.
Marc prefirió restar importancia a las posibles implicaciones de las últimas palabras formuladas por Carolyn.
—En cualquier caso —dijo—, ella dio un pasito hacia adelante y se puso a bailar. Yo me quedé mirándola, completamente hipnotizado por el movimiento de sus caderas. Y de su espalda. Me encantan los pequeños michelines que se le forman justo debajo del sujetador. Cuando se le marcan contra la camisa es como si toda su voluptuosidad luchara por exteriorizarse.
—Mira que eres raro, Marc.
—Ya te avisé cuando insististe en que fuéramos amigos. Ahora no te queda más remedio que aguantarme.
—Eso es verdad. Por cierto, ¿qué tipo de música toca el grupo de Jake?
—Heavy metal surfero. Con un toque funk.
—Ya. Después de todo, puede que tuvieras razón al asegurar que no es mi tipo. A mí me va más el acid jazz. Bueno, ¿y qué sucedió después?
Estuvimos así un rato, hasta que él apoyó las manos en mis hombros con mucha suavidad. Después seguimos bailando, los dos de cara al escenario. Yo me preguntaba adónde conduciría esto. Aunque, la verdad es que lo sabía perfectamente. Claro que lo sabía. Si quieres que te diga la verdad, ya lo tenía bastante claro cuando me pidió que quedáramos para tomar algo. Y entonces se estropeó un amplificador y hubo una pausa mientras solucionaban el problema. Yo no sabía bien qué hacer. ¿Debía separarme de él? La conciencia no paraba de mandarme señales de alarma: ¡Sólo tiene veintidós años! ¡Y es mi alumno! ¡Han crucificado a más de un profesor por mucho menos! Pero no me moví. Él empezó a bajar las manos por mis brazos, muy despacio, y apretó las mías. No estoy segura de quién dio el primer paso, pero no tardamos en estar pegados el uno al otro, y, desde luego, ahora sí que tenía una erección. A mí me latía el corazón como si fuera una colegiala. Entrelacé los dedos con los suyos y nos quedamos así, sin hablar, sin tan siquiera mirarnos, hasta que el grupo reanudó su actuación.
Helen bajó la mirada.
—¿Qué pasó después?
Helen suspiró.
—Después fuimos a su casa y lo hicimos.
—Quiero todos los detalles, querida. ¿Qué tal funciona Marc?
Helen se rascó la nariz mientras pensaba la respuesta.
—Bien, bien —contestó con cautela—. Pero no puedo permitir que vuelva a pasar. Marc me gusta de verdad, y es monísimo; no obstante, tengo la certeza de que esto no es correcto. No debo volver a vedo, Chantie. No debo acostarme con un alumno.
Justo cuando Chantal estaba a punto de pedir más detalles, un hombre alto de unos cuarenta años se acercó a ellas. Era delgado, pero fuerte, y llevaba una camiseta negra encima de unos pantalones vaqueros. Su pelo entrecano coronaba unas facciones agradables, aunque sin ningún rasgo destacable. Le tocó el hombro a Helen. Ella, que no lo había visto venir, se asustó.
—Hola, Helen —le dijo él algo tímidamente—. Espero no interrumpir nada.
—¡Sam! ¿Qué tal? ¿Qué haces aquí?
¿Habría oído lo que estaban hablando? Helen sintió un sudor frío en sus manos.
—He quedado con un amigo aquí al lado. Te he visto cuando pasaba por la calle. —Sam le dedicó una sonrisa a Chantal—. Soy Sam. Un compañero de Helen de la universidad.
—Oh, Dios mío, lo siento. ¡Qué mal educada! Sam, Chantal. Chantal, Sam.
Helen se empezó a relajar. No parecía haber oído nada.
—Encantado de conocerte, Chantal —dijo Sam.
—Igualmente —contestó Chantal—. Helen me ha hablado mucho de ti.
—¿De verdad? —Sam miró a Helen. Una expresión esperanzada le iluminó la cara—. Espero que no fueran todo cosas negativas.
Cuando Helen lo invitó a sentarse, Sam dijo que no podía. Al parecer, ya llegaba tarde.
—Pero si no tenéis otro plan —sugirió efusivamente—, nos encantaría que vinieseis a cenar con nosotros.
—Así que, por fin, salimos a la calle. Yo iba prácticamente doblado de la vergüenza que me daba mi erección. Aunque parezca increíble, ella no pareció notarlo. ¡Menos mal que no tardé mucho en calmarme! Supongo que el aire fresco contribuiría a ello. Bueno, el hecho es que, de alguna manera, acabamos en mi casa.
—¿Le dijiste que eras virgen?
—¡No hables tan alto, Carr! —Los ojos de Marc recorrieron cada rincón del café. No parecía que nadie lo hubiera oído. Frunció el ceño y bajó la mirada—. No del todo.
—¿Cómo que no del todo?
—No se lo dije hasta que…, ya sabes.
Carolyn se inclinó hacia delante, le acarició el cabello, que parecía velero, y le tiró juguetonamente de una coletita. Luego sonrió.
—¿Sabes, Marc? —dijo—, tengo la sensación de que te da vergüenza contarlo.
—Déjame en paz, Carr —se quejó Marc.
—Sólo estaba bromeando. Es que te pones tan mono cuando te enfadas… No puedo resistir la tentación de hacerte rabiar.
—Otra vez ese término: mono. ¿De verdad te parece un término apropiado para alguien de mi edad? —Apoyó la cabeza entre las manos—. ¿Qué voy a hacer, Carr? ¿Crees que querrá volver a quedar conmigo? ¿Cómo voy a aguantar así todo el semestre?
—¿No crees que deberías haber pensado en eso antes? —respondió Carolyn moviendo la cabeza de un lado a otro.
¿Qué se pierde exactamente, se preguntó Philippa mirando la pantalla del ordenador, cuando se pierde la virginidad? ¿No podría decirse que, más que perderse, se deja en alguna parte? ¿Adónde va cuando la pierdes? ¿Se queda debajo de los cojines del sofá, con las monedas, las migas rancias y esa llave que llevas buscando toda la tarde? ¿Y qué gana exactamente la persona con la que se pierde la virginidad?
¿Qué pasaría exactamente aquella noche?
Miró por la ventana. Ahí estaba otra vez ese hombre del apartamento de enfrente. Debía de ser el nuevo inquilino. Últimamente, había visto las luces encendidas un par de veces. El hombre estaba mirando en la dirección contraria, aunque ella estaba segura de que, hacía tan sólo un momento, la había estado mirando a ella. Lo observó, convencida de haberlo visto antes en alguna parte. Por fin recordó dónde. Trabajaba en el supermercado situado a la vuelta de la esquina.
Ya se ocuparía de él en otro momento.
Ahora tenía que volver con Helen y Marc, a quienes vimos por última vez andando por Newtown hacia el apartamento del joven.
Al entrar en el apartamento de Marc, de repente, ambos se sintieron incómodos. Atravesaron un pequeño recibidor y entraron en el salón. Estaba amueblado con sofás y sillas de tercera mano y decorado con una bandera aborigen y pósters de Greenpeace y de distintos grupos musicales. El suelo estaba cubierto de libros, papeles y compact discs. Cerca de donde estaban ellos, había una taza de café con moho blanco flotando sobre los restos del viejo líquido marrón. Marc empujó el platito con el pie hasta que desapareció junto a la taza debajo del sofá. Esperaba que Helen no se hubiera dado cuenta. Pero, por supuesto, Helen lo había advertido; a las mujeres no se les pasan por alto esos detalles.
—¿Vives solo? —preguntó ella.
—No, compartimos el apartamento cuatro chicos —explicó él—. Pero los demás se han ido a pasar el fin de semana fuera, así que tengo todo el apartamento para mí sólo. —Señaló hacia el desorden general y se rió nerviosamente—. La verdad, no puede decirse que seamos muy ordenados. —Ella se encogió de hombros. Él la condujo a la cocina—. ¿Quieres un té o una infusión?
—Sí, un té —asintió Helen.
Cuando Marc encendió la luz, ella intentó no exteriorizar su repugnancia al ver la media docena de cucarachas que huía hacia su guarida, debajo del tostador de pan. Se acercó a una silla y se sentó. Marc llenó una tetera de agua. Al acercarse al hornillo, pasó justo al lado de Helen. De forma impulsiva, ella levantó la mano y le acarició la espalda. Él dejó la tetera ruidosamente sobre el hornillo. Sin acordarse de encenderlo, se dio la vuelta y se sentó en otra silla, justo al otro lado de la esquina de la mesa. Se estaba volviendo a empalmar. Baja, baja, ordenó en vano. Las rodillas de los dos casi se tocaban. Los labios de Helen dibujaban una sonrisa tensa. Se estaba mirando las manos, que tenía apoyada en los muslos.
—Helen —rompió el silencio Marc.
Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos. La severa doña Analítica, con su moño y su traje oscuro, empezó a hacer ruidos de desaprobación dentro de la cabeza de Helen. Ni se te ocurra, le advirtió. Ya has ido demasiado lejos, jovencita. Justo en ese momento, su antagonista de las piernas largas apareció corriendo y le dio un puñetazo. Con doña Analítica tumbada en el suelo sin sentido, Helen se inclinó sobre la esquina de la mesa y besó a Marc en los labios. Él se levantó un poco y apretó la boca contra la de ella con tanta fuerza que Helen notó sus dientes contra los labios. Sin aminorar la presión del beso, Marc la rodeó con un brazo e intentó atraerla hacia sí, pero la esquina de la mesa se interponía entre ambos. Helen abrió un poco la boca y él correspondió abriendo la suya hasta tal punto que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula; cualquiera diría que quería tragarse a Helen. No me habían besado así desde que era una adolescente, pensó Helen con un poco de nostalgia.
Sin separarse de él, se incorporó y rodeó la esquina de la mesa. Él la atrajo hacia sí al tiempo que volvía a sentarse en una maniobra bastante brusca. Las suelas lisas de los zapatos nuevos de Helen resbalaron sobre el linóleo, haciéndola aterrizar torpemente encima de las rodillas de Marc.
—¡Ah! —exclamó Marc sin poder contenerse.
—¿Peso demasiado? —preguntó ella avergonzada al tiempo que se sujetaba al cuello de Marc para redistribuir su peso sobre los delgados muslos de él.
—No, qué va —le contestó él abrazándola y besándola con una urgencia incontenida—. ¿Sabes? Me lo he…, yo…, ya sabes, eres…
Marc suspiró ante su súbita incapacidad de articulación. Se sentía como si la sangre le hubiera abandonado la cabeza en una repentina migración hacia el sur.
Su manera ansiosa, incluso torpe, de agarrarla, de acariciarle la espalda y el cabello mientras se besaban, le dio a entender a Helen que no tenía mucha experiencia. Por extraño que parezca, eso la excitó. Si el camionero había sido como un mordisco de un rancio pastel de carne australiano, Marc era como unos huevos con tostadas, algo ligero, poco complicado, el tipo de cosa calentita, tierna y crujiente que te gusta desayunar. Mientras la lengua de Marc volvía a buscar la suya, a Helen le vino una idea a la cabeza: ¿Acaso sería posible que la yema siguiera intacta? ¿Qué tendría, veinte, veintiún años? Pero ¿no perdía ahora todo el mundo la virginidad antes de cumplir los quince años? Helen le levantó la parte de detrás de la camiseta y apoyó la mano en su piel. Despacio, fue moviendo la mano, acariciándole la superficie suave y plana del pecho, todavía sin desarrollar plenamente, donde sólo crecían algunos pelos, un pequeño matojo en el centro y algunos más alrededor de cada pezón. Se agachó para besarle los delicados melocotones de sus aureolas. Notaba cómo le latía el corazón. Él le cogió la mano y la bajó hasta el bulto de sus pantalones.
—¿Me harás el amor? —preguntó Marc.
Había algo conmovedor en la combinación de formalidad y timidez de la pregunta.
—Sí.
Helen se levantó y le cogió la mano. Él no estaba seguro de si sería capaz de levantarse. De alguna manera, lo consiguió, rodeó a Helen con sus brazos y la llevó hasta su dormitorio, donde los dos cayeron entrelazados en su viejo futón. Un poco sonrojado, Marc sacó un condón de la mesilla (por si acaso, había comprado una caja esa misma tarde) y lo dejó encima de la cama. La timidez había vuelto a apoderarse de él. Apretó su rostro contra el de Helen, que sintió en su mejilla el calor de su sofoco. Marc puso una mano en el pecho de Helen y se tumbó encima de ella. Después volvió a tumbarse a su lado, le quitó la camisa a Helen con manos inexpertas y se quitó la suya, deseando acariciarla y ser acariciado, besada y ser besado. Uno de los pechos de Helen había escapado de su prisión de encaje. Además, tenía la falda a la altura de la cintura. Los dos estaban descalzos. Cuando Helen le empezó a desabrochar el cinturón, su yo racional volvió a despertarse. Doña Analítica estaba despeinada y un poco aturdida. Una vez más, intentó recordarle a Helen cuáles eran sus obligaciones morales. Pero entonces apareció su rival de las piernas largas con una mordaza y un rollo de cinta de embalar. Mira que eres pesada, le dijo a doña Analítica mientras le sellaba los labios y le ataba las manos. No tienes ninguna posibilidad, ya es sólo cuestión de centímetros.
Helen le bajó los pantalones y liberó su miembro tenso y tirante de los calzoncillos que lo oprimían. Estaba ligeramente torcido hacia la izquierda. La palabra «plátano» le vino a la cabeza. Para disimular la sonrisa que se le había dibujado en los labios, se agachó y lo besó. Chupó el glande, jugueteó un poco con él y le lameteó la vena antes de bajar hacia los testículos. Advirtió con ternura cómo le colgaban prietos en su saquito. Primero le chupó uno, luego el otro. Después le hizo cosquillas en la piel que hay entre los testículos y el ano mientras le apretaba el miembro erecto con la otra mano. Cuando se lo metió entero en la boca, hasta la garganta, Marc se dejó caer sobre la cama, absolutamente a su merced, incapaz de moverse, con todos los sentidos puestos en el túnel prieto, cálido, mojado y electrizante en el que se había convertido la boca de Helen. Marc era la viva encarnación de un principio que siempre había denunciado: el falocentrismo.
Las escasas células cerebrales de Marc que aún no se hallaban presas de la pasión empezaron a gritarle como si de un sargento se tratara: ¡No te quedes ahí tan tranquilo! ¡Haz algo! ¡Hazle algo a ella! ¡Encuentra su clítoris! ¡Tienes que proporcionarle placer a ella! ¡Juega con sus pezones! ¡Empieza despacio y ve aumentando el ritmo poco a poco! Y, hagas lo que hagas, ¡no te corras demasiado pronto! Pero sus hormonas, que se habían hecho con el control de sus actos, obviaron todas las normas de la etiqueta sexual. Se deshizo del abrazo de Helen, le arrancó las bragas, le abrió las piernas con las manos y le empezó a frotar con una pasión enloquecida la cavidad mojada que encontró en medio. Sin más preámbulo, se montó encima de Helen y la penetró. Un millón de imágenes inundaron su cerebro. Pensó en Sharon Stone, en canelones humeantes, en ropa interior femenina, en Elle Macpherson, en sementales, en estambres, en Madonna en una góndola, en un cocker spaniel, en los labios de Mick Jagger, en ET, en concursos de camisetas mojadas, en mangos, en su padre jugando al golf, en un ornitorrinco descendiendo por un río enfangado… Para su desconcierto, Beavis y Butthead se encargaban de poner la banda sonora con sus risas ácidas: jejeh, jejeh, jejeh. Su miembro por fin había viajado hasta ese lugar misterioso con el que siempre había soñado, atravesando un territorio que le era desconocido y familiar al mismo tiempo. ¡Y la mujer que estaba debajo de él era Helen! ¡Su profesora! ¡Su obsesión! ¡Estaba haciéndolo con ella! De repente, los testículos se le contrajeron y la coronilla le saltó disparada por los aires, como la cima de un volcán. Tuvo un espasmo, gimió y se desplomó sobre el cuerpo sudoroso de Helen, que todavía se retorcía debajo del suyo.
El episodio en su totalidad no había durado más de nueve minutos, y eso contando los cinco minutos que Helen había estado chupando el miembro de Marc.
Lo único que mitigaba la decepción de ella era el hecho de que Marc fuera virgen. Su inocente ineptitud le parecía conmovedora. Lo rodeó cariñosamente con los brazos y le besó la mejilla acalorada.
Marc, por su parte, nadaba en un mar de sensaciones confusas. Cuando su miembro se marchitó dentro de Helen, de repente, su cerebro volvió a despertar. Aquí estaba esta mujer a la que idolatraba, a quien había dado placer de infinitas maneras en sus fantasías, y ni siquiera había conseguido que tuviera un solo orgasmo. Había soñado con deleitarse con su cuerpo como si fuera un exquisito manjar, y en vez de eso se lo había zampado a toda prisa, como si fuera una hamburguesa barata. Avergonzado, se separó de ella, se levantó de la cama y se vistió.
Helen se incorporó en la cama, sorprendida.
—¿Qué…?
—¡No! ¡No! —la interrumpió Marc, agitando las manos en el aire al tiempo que pisaba el suelo con todas sus fuerzas—. ¡Ahora no puedo hablar! —gritó.
¡Tenía que pensar en tantas cosas! Salió corriendo del apartamento antes de que la atónita Helen pudiera pronunciar una sola palabra más.
Caminando por las calles de Newtown, con una coletita recogida y la otra colgándole lacia delante de la oreja, como un ala rota, Marc evitó a los grupos de chicos y chicas de su edad, chicos y chicas borrachos o drogados, chicos abrazando a chicas, chicas besando a chicos, chicas besando a chicas, chicos y chicas riendo y gritando. Parecían seres de otro planeta. Marc repasó mentalmente los acontecimientos de la tarde una y hasta cien veces. Tenía ganas de llorar, aunque no sabía si de desesperación o de gozo, o de vergüenza por su melodramática huida de hacía tan sólo unos instantes. Por Dios santo, si hasta se le había olvidado quitarse el condón. Se pasó horas caminando.
Cuando se fue Marc, Helen se quedó en la cama sin saber qué pensar, hasta que el alcohol y las intensas emociones de la noche se cobraron su precio y se quedó dormida.
Cuando Marc por fin volvió a casa, sintió un gran alivio al ver el contorno del cuerpo de Helen debajo de la colcha; había temido que pudiera haberse marchado. Se quedó junto a la puerta, observando la figura durmiente, y de repente se sintió tranquilo y feliz. Al acercarse para taparle el pie que tenía descubierto, su perfecta belleza hizo que el corazón le latiera con fuerza. Se quitó las botas, se desnudó en silencio y se metió en la cama. Al sentir las curvas del cuerpo de Helen, las rodeó con el suyo como si fuera una cuchara.
Helen notó su presencia a través del velo del sueño y se apretó los brazos de Marc contra el pecho. Al poco tiempo, volvió a sentirse excitada. Se dio la vuelta, se apretó contra él y le besó la frente, la nariz y la barbilla; algo volvía a removerse en su entrepierna.
Marc realmente no esperaba que ella hubiera permanecido en su casa al volver. Y desde luego no esperaba que Helen le brindara una segunda oportunidad. Desde luego, no después de su decepcionante estreno. Esta vez estaba decidido a aprovechar la oportunidad que le brindaba Helen. Esta vez no engulliría su cuerpo. Esta vez se comportaría como un buen alumno. Prestó atención mientras su profesora le enseñaba a saborear un beso, a acariciar su cuerpo y a explorar sus zonas erógenas. Pero, cuando ella empezó a buscarlo a él, Marc no la dejó; esta vez tenía que conseguir mantener la cabeza fría.
Intentando soslayar la urgencia de su entrepierna, Marc acarició los pechos y el vientre de Helen, besándola enloquecidamente a medida que iba descendiendo. Le abrió las piernas y observó su sexo. La visión era fascinante, aunque, de alguna manera, lo atemorizó. ¡Cuánto pelo! ¿Tenían tanto pelo todas las mujeres? ¿Y tantos pliegues y tantas dobleces? ¿Qué se escondería ahí dentro? Por alguna razón, su instruido cerebro vomitó el término vagina dentata y, de repente, el miembro se le empezó a desinflar. ¡No, eso no podía estar pasándole a él! Era el clásico ejemplo de antifantasía masculina: ¡el miedo a ser castrado por una vagina! ¡Si hasta había escrito un trabajo sobre el tema el semestre pasado! Sabía que se trataba tan sólo de un mito pernicioso. Pero, entonces, ¿por qué lo estaba devorando a él ahora? Ñaca, ñaca, ñaca, ñaca. ¡Basta ya, Marc! Intentó sobreponerse a la sensación de pánico que se estaba apoderando de él. Intentó concentrarse en lo que estaba haciendo. Eso es: ¡el clítoris! Se lo iba a acariciar, a besar y a chupar hasta conseguir que tuviera un orgasmo. Pero ¿cuál de todos esos pliegues sería exactamente el clítoris? Analizó las distintas posibilidades y tomó una decisión. A juzgar por los gemidos satisfechos de Helen, había aprobado con sobresaliente. El olor del sexo de Helen, que al principio lo había abrumado un poco, cada vez lo atraía más. Se estaba volviendo a empalmar. ¿Se habría corrido ella ya? ¿Cómo se sabía eso? Esperaba que sí, porque él ya no aguantaba más. Si no se la metía en ese mismo instante iba a explotar. Se puso encima, entró dentro de ella, se acordó del condón, se salió de ella, consiguió ponerse un nuevo condón con la ayuda de Helen (realmente no recordaba cómo), volvió a entrar dentro de ella y, después de un par de fuertes embestidas, explotó como una ballena.
A la mañana siguiente intentó disculparse, pero Helen, que era la comprensión personificada, le puso un dedo en los labios.
Marc estaba enamorado.