—Tienes que contárnoslo todo, Julia —dijo Helen mientras ponía la mesa—. Con pelos y señales.
Chantal, que de vez en cuando miraba un ejemplar de Vógue que tenía abierto en un extremo de la mesa, seguía a Helen de un lado a otro, moviendo las cosas, corrigiendo, midiendo los espacios entre los cubiertos y los platos.
—No te preocupes, os lo contaré todo —contestó Julia—. Pero también quiero que me contéis qué habéis estado haciendo vosotras mientras yo he permanecido fuera.
A Chantal le sorprendió ver que Philippa bajaba la mirada. Y, ahora que lo pensaba, ¿dónde había estado metida Philippa todos estos días?
Julia repartió unos cócteles con sorbete de frambuesa, zumo de limón, cointreau y vino blanco espumoso.
—Por cierto, feliz Día de Australia —dijo.
—Eso, feliz Día de Australia —dijo Helen—. Brindo por que cambien pronto la fecha a un día políticamente más correcto que el veintiséis de enero, el aniversario de la colonización blanca.
—Feliz Día de Australia. —Philippa cogió su copa redonda y se dejó caer en la butaca de cebra.
Helen volvió a concentrarse en la mesa. Mientras colocaba los últimos cubiertos, iba observando de reojo cómo Chantal los iba cambiando discretamente de sitio. No le molestaba. Al contrario, quería aprender de ella. Eso formaba parte de su plan para volverse más sofisticada en todos los aspectos de su vida. El sábado anterior se había pasado toda la tarde de terapia de compras con Chantal, que la estaba ayudando a renovar su vestuario. Aunque, claro, al final resultó ser sólo una mínima renovación en vez del cambio drástico que pretendía Chantal. Helen seguía poniendo cara de asco ante las minifaldas y le daba igual que los tacones de aguja se hubieran vuelto a poner de moda; había ciertos principios a los que no podía renunciar. Y el anillo para el dedo pulgar que Chantal quería que se comprara le daba un aspecto todavía más rollizo a su dedo gordo, que ya de por sí era bastante regordete. (Helen pensaba que tenía los dedos gordos. Al decírselo a Chantal, su amiga se había reído moviendo la cabeza de un lado a otro. Pero, claro, Chantal podía reírse; por algo era una especie de gata larga y estilizada). Eso sí, Helen al menos había aceptado la sugerencia de Chantal de ponerse un poco de maquillaje. Y eso que el rímel siempre le había hecho sentirse un poco como una drag queen; además de dejarle manchas aceitosas en las gafas.
Por su parte, Chantal había comprado los coloridos platos con forma de corazón y de diamante que Helen estaba colocando en la mesa. Chantal observó la mesa con satisfacción y bebió un poco de su cóctel.
—Está riquísimo, Julia —comentó sin perder detalle de lo que hacía Philippa.
Philippa se levantó bruscamente, como si de repente hubiera notado que la estaban observando.
—Ya es hora de que vaya a preparar la sopa —declaró.
—¿Necesitas ayuda? —se ofreció Helen.
—Bueno. La verdad —dijo Philippa—, necesito pelar unas uvas.
—Creía que tenías un séquito de jovencitos que se encargaban de esas cosas.
—¿Cuántas veces tengo que deciros que sólo escribo historias eróticas, que no las vivo?
—Claro, Philippa, lo que tú digas —replicó Helen riendo mientras la seguía a la cocina. No había olvidado la mancha de carmín que lucía Philippa en el cuello el día en que se encontraron en la oficina postal.
Sonó el teléfono. Chantal se mesó el pelo castaño. Se había teñido el cabello de ese color hacía dos días y esperó a que sonara tres veces más.
—No conviene que la gente piense que estás esperando sentada al lado del teléfono —explicó justo antes de cogerlo—. ¿Sí? Ah. Sí, sí. Está aquí. Espera un segundo.
Es para ti, Phips.
—Qué raro. —Philippa salió de la cocina frunciendo el ceño—. No le he dicho a nadie que iba a estar aquí. ¿Sí? Pero… ¿Cómo…? Mira, ¿no te parece que podemos conversar acerca de eso después? Realmente, éste no es el mejor… ¿Qué quieres decir con eso de medalla de oro en el maratón olímpico de besos?
Philippa cogió el teléfono, se disculpó con una mueca y se lo llevó al pasillo. Helen se unió a Chantal y a Julia en el salón. Las tres amigas se miraron con complicidad. Si se concentraban, podían oír la voz de Philippa por encima del compact disc de Portishead que sonaba en el estéreo de Chantal.
—¿Y qué hacías tú en el parque Nielsen? ¿Por qué tenía que ser yo? No soy la única mujer del mundo que viste pantalones vaqueros negros y un cinturón de cuero con tachuelas. ¿Cómo voy a saber yo de quién era la bota que se cayó al mar…? Verdaderamente… ¿No crees que podemos hablar de eso después? No… No te pongas así, por favor.
—¿Es un chico? —le preguntó Julia en un susurro a Chantal.
—Una chica —contestó Chantal entre dientes.
—Ya lo suponía —asintió Helen con aire suficiente.
—¿Y eso por qué? Venga, cuéntanos —solicitó Julia a Helen cogiéndola de la manga.
Sus pulseras de plata chocaron con un débil tintineo.
Chantal las instó a callarse con un gesto impaciente:
—Queridas, estoy intentando escuchar lo que dice Philippa.
—Ya hablaremos de eso en otro momento. Te llamaré mañana… Sí, te lo prometo… Mañana… No lo sé. Hacia las diez… Venga. No te preocupes, ¿vale?… Mañana lo hablamos… Sí… Sí… De verdad… Yo también. Adiós.
Se oyó el ruido del teléfono al colgar. Julia fue corriendo a la cocina para preparar más cócteles. Philippa tardó un minuto o dos en volver al salón. Parecía avergonzada, preocupada, pero consiguió pasar entre las miradas de franca curiosidad de las demás sin ofrecer ninguna explicación.
—Bueno, voy a preparar la sopa —murmuró antes que nadie pudiera hacerle ninguna pregunta.
—Querida, parece que la sopa no es lo único que está hirviendo en tu vida —comentó Chantal.
—De hecho, esta sopa se sirve fría.
—Venga, Phips, no nos dejes así.
—No hay nada que contar —dijo Philippa con aire inocente.
—¿Qué es eso del maratón de besos? —preguntó Julia con una sonrisa maliciosa mientras se aproximaba a la puerta de la cocina con el vaso de la batidora en la mano—. ¿Es que el Comité Olímpico va a incluir una nueva prueba en los Juegos Olímpicos de Sydney 2000?
—No —contestó Philippa secamente—. Era, eh, Ricchard. No. Ponme sólo la mitad. Eso no es la mitad. Bueno, vale. Pero no te creas que emborrachándome vas a conseguir que hable. Además, no hay nada que contar. —Julia volvió al salón y se encogió de hombros frente a las demás. Se oyeron unos fuertes golpes en la cocina. Philippa asomó la cabeza—. Lo siento. Tengo que triturar las almendras —dijo.
—¿Almendras? ¿En una sopa? Un momento. ¿Has dicho «Richard»? Pero si era una voz de chica —dijo Chantal ladeando la cabeza con incredulidad.
—Sí, claro. Ése es su último disfraz. Está escribiendo una novela erótica femenina —contestó Philippa.
Helen y Julia se miraron con complicidad. Helen pensó que quizá se hubiera precipitado al deducir que el carmín era de una mujer. También podía ser de un hombre travestido. De ser así, la vida sexual de Philippa era todavía más interesante de lo que había imaginado, y siempre había pensado que debía de ser bastante interesante. Pero ¿erótica femenina? ¿Es que los hombres ni siquiera pueden respetar eso? Helen se acordó de la controversia que se creó acerca del político que había abierto un sobre que indicaba claramente: «sólo para los ojos de mujeres aborígenes». Los aborígenes creían que si un hombre veía el contenido del sobre caería una maldición sobre sus mujeres, haciéndolas enfermar o incluso provocándoles la muerte. Helen siempre pensó que sería más lógico que la maldición recayera sobre el hombre que abriese el sobre.
Chantal arqueó una ceja perfectamente realzada con lápiz de ojos y expresó la incredulidad que sentían las tres:
—¿Que Richard está escribiendo erótica femenina?
Eso suena un poco raro, ¿no te parece? Además, ¿no es eso una intromisión en tu territorio?
—La erótica está causando furor en el mundo literario. Y el travestismo hace ya tiempo que ocupa un lugar privilegiado en casi todos los aspectos de la vida.
—Eso es verdad —admitió Julia—. Es una especie de moda de fin de siglo, de fin de milenio. ¿Os he dicho que justo antes de irme a China, Image me encargó un reportaje fotográfico sobre las drag queens? Uno de mis mayores logros en el viaje a China fue conseguir que posara para mí una drag queen de Pekín.
—¿Una drag queen china? —Chantal estaba fascinada.
—Sí, a mí también me parecía increíble, pero así es el mundo. Además, los hombres chinos tienden a tener mucho menos vello y suelen ser más finos de constitución que los occidentales. Lo tienen mucho más fácil para travestirse. Algunas drag queens son realmente hermosas. Ésta era impresionante.
—Por alguna razón, ni siquiera se me había ocurrido que pudiera haber gays en China —confesó Helen—. Pero, claro, supongo que eso es una tontería. ¿Por qué no iba a haberlos? ¿Tienes las fotos?
—Todavía no las he revelado. Os las enseñaré en cuanto las tenga, con el resto de las fotos del viaje.
—Ahora que lo pienso —dijo Chantal—, siempre he asociado lo chino con una especie de estética gay. Me acuerdo de un libro que vi una vez con fotos de esas…, ¿cómo las llamaban?, óperas revolucionarias. Estaba lleno de hombres maquillados, con carmín rojo y sombra de ojos, pegando saltos con unos uniformes preciosos. Le enseñé el libro a Alexi y le encantó. De hecho, se lo quedó —concluyó Chantal levantando la copa para que Julia se la volviera a llenar.
Philippa suspiró en secreto con alivio. Este cambio de tema era una bendición.
—Cuéntanos más cosas, Julia —solicitó Philippa desde la cocina—. De hecho, cuéntanoslo todo. Y habla alto, para que pueda oírte desde aquí.
Julia empezó a contar su viaje, reservándose para el final su aventura con Mengzhong. Sus tres amigas se mostraron debidamente impresionadas al escucharla.
—¡Un encantador de serpientes! —exclamó Chantal—. ¡Qué maravillosamente exótico!
Helen se acordó de que había prometido ayudar a Philippa y se unió a ella en la cocina. Julia entró detrás de ella con el vaso de la batidora vacía.
—¡Así que ahí es donde estaba el vaso de la batidora! —exclamó Philippa—. Voy a necesitarlo un momento.
—Quizá sea el momento de ir abriendo una botella de vino —propuso Julia. Aclaró el vaso de la batidora y se lo dio a Philippa—. ¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Ajo blanco, una sopa andaluza a base de ajo, almendras y uvas.
—¿Ajo, almendras y uvas? ¡Qué chulada!
Julia sacó una botella de vino blanco de la nevera justo antes de que Philippa las echara, a ella y a Helen, de la cocina. Después de todo, Philippa había decidido que no necesitaba ayuda con las uvas. Cuando ya se iban, se acordó de algo.
—Por cierto, Helen, ¿qué pasó al final con la carta que estabas intentando recuperar? ¿La encontraron?
—¿De qué está hablando? —le preguntó Julia a Helen.
Helen le contó la historia de la carta perdida.
—Es realmente extraño —concluyó—. La única que no contestó a mi carta fue Bronwyn, la profesora de Melbourne. Todo parecía indicar que era ella la que había recibido la patata caliente. ¡Qué vergüenza! Pero era preferible que la hubiera recibido ella y no mis padres o esa publicación académica de Estados Unidos. Para asegurarme, le mandé una nota inocente preguntando si había recibido mi carta y si me podía mandar lo antes posible la copia de la conferencia. Bronwyn me escribió diciendo que la perdonara por no habérmela mandado todavía y que lo haría inmediatamente. Es un misterio. A veces me pregunto si de verdad la escribí o si fue tan sólo producto de mi imaginación.
Te aseguro que la escribiste, pensó Philippa.
Philippa prefería cocinar sola. Para hacer la sopa, primero cogió las almendras trituradas y las puso en el vaso de la batidora. Después cogió el pan que había puesto a remojar en leche y lo estrujó entre los dedos, dejando que la leche se escurriera a través de ellos. Una vez hubieron caído las últimas gotas de líquido, puso el pan encima de las almendras. Cogió cuatro dientes de ajo, los colocó sobre una tabla de cortar y los aplastó con el lado plano de un gran cuchillo de cocina. Los ajos cedieron bajo la presión con un suave sonido. Separó de la piel la carne machacada y jugosa y la echó encima del pan y de las almendras. Se acercó los dedos a la nariz. Respiró el fuerte olor a ajo de la punta de sus dedos y luego se los chupó, deleitándose con su punzante sabor. Encendió la batidora y esperó hasta que todos los ingredientes se fundieron en una pasta. Agregó el aceite de oliva, primero gota a gota, después en un chorro abundante y, finalmente, añadió el agua que había estado enfriando con hielo, un poco de sal y vinagre de vino blanco. Sirvió la cremosa mezcla en cuatro brillantes cuencas verdes. Peló varias uvas gordas y jugosas, las cortó por la mitad, les retiró las pepitas y las dejó flotando encima del líquido blanco.
Era la primera vez que se enfrentaba a unas uvas desde aquella mañana con Jake. Cuando éste se había marchado de su casa, Philippa había estado recordando cómo él las había ido contando en voz alta a medida que se las iba sacando de dentro con la lengua. Una, dos, tres. Pero no se había acordado hasta un rato después de que en total habían sido cuatro. ¿Qué habría sido de la cuarta? Se había bajado los pantalones, se había agachado y había buscado la uva con el dedo. Era increíble. La uva se había alojado fuera de su alcance, en la cavidad que hay justo debajo del cuello del útero. Podía tocarla. Hasta podía hacerla girar con el dedo, pero, por mucho que lo intentó, no consiguió sacarla. Dos días después, seguía ahí. Muerta de vergüenza, Philippa se había presentado en la clínica de Salud Sexual, dependiente del hospital de Sydney. Una enfermera, que le aseguró que había tenido que sacarles cosas mucho más raras tanto a mujeres como a hombres, se la había extraído con un espéculo y una sonda. Ese día, Philippa decidió que había cosas que era mejor dejar para el mundo de la ficción; para Cómeme, por supuesto.
Cuando entró con la sopa en el salón, las chicas la aclamaron y se sentaron impacientes a la mesa. Julia sirvió vino blanco mientras las otras dos se maravillaban de las habilidades culinarias de Philippa.
—¿Sabéis? —dijo Helen riendo—, es posible que se me haya subido el alcohol a la cabeza, pero esta sopa tiene un sospechoso aspecto a semen.
—Fantástico —farfulló Chantal con la boca llena—. Gracias por compartir tus pensamientos con nosotras, Helen.
—¿Qué pasa, Chantie? —se burló de ella Julia—. ¿Es que no te gusta tragártelo?
—Ni siquiera me gusta probarlo, querida —contestó Chantal mientras se limpiaba los labios con la servilleta—. Pero, hablando en serio, está deliciosa, Philippa.
—Sí que lo está —corroboró Julia—. Riquísima. Y hablando de tragar, ¿sabéis el chiste ese del tipo que tiene que cortar con su novia vegetariana?
Ahora le tocaba atragantarse a Philippa. Helen le dio unas palmaditas en la espalda.
—Tu sopa es peligrosa, Philippa —le comentó—. Como las cosas sigan así, no creo que lleguemos al postre.
Mientras tosía hasta ponerse roja, Philippa tranquilizó a las demás con un movimiento de la mano.
—¿Seguro que estás bien, Philippa? —Julia parecía preocupada.
—Bueno, no nos dejes así, Julia —dijo Chantal—. Lo de la vegetariana.
—Ah, sí —dijo Julia—. Bueno, parece ser que no quería practicar el sexo oral; ingerir proteínas animales iba en contra de sus principios.
Helen y Chantal soltaron una sonora carcajada. Por otra parte, Philippa parecía haber perdido la voz; era como si se le hubiera ido detrás del ajo blanco por el conducto equivocado.
—¿Quién te lo ha contado? —consiguió decir finalmente.
—El chico ese con el que he estado saliendo. Ya sabes, el chico joven, Jake.
—¿Jake? —El nombre le salió como un pequeño chillido. Se volvieron a oír carcajadas.
—No veo qué tiene de gracioso el nombre —protestó Julia.
—Bueno. ¿Hay novedades en el frente? —preguntó Chantal.
—Yo qué sé. Se ha acabado, kaput, fin de la historia. Al menos eso creo.
—¿Por qué? ¿Y cómo que crees? —Chantal se metió una uva pelada en la boca y se la colocó entre los labios antes de volver a absorberla ruidosamente.
—Para ya, Chantal —dijo Julia riendo—. Me estás haciendo asociar imágenes. Y; en cuanto a Jake, hizo lo típico de los años noventa. Ya sabéis, justo antes de que me fuera a China me informó de que realmente no creía que quisiera tener una relación seria, y todo eso. Yo sólo le había dicho que le escribiría. Pero él casi se muere de miedo. Decidme, ¿es demasiado pedir que exista cierto compromiso? Como, por ejemplo, el compromiso de abrir y leer un par de cartas. ¿De verdad es eso pedir demasiado?
—Pero yo creía que la naturaleza informal de esa relación te atraía —intervino Helen—. Creía que no querías tener un novio formal. Al menos, eso es lo que decías antes. ¿Es que has cambiado de idea?
—Yo qué sé —suspiró Julia—. ¿Acaso sabe alguien lo que quiere de verdad? Me parece bien que la relación fuera informal. Y, la verdad, duró más de lo que me esperaba al principio. De modo que no pasa nada. Pero, por otra parte, ¡todo parecía ir tan bien! Y cuando las cosas van bien, la verdad, no me importaría que duraran un año o dos. ¿De verdad es eso pedir demasiado? Os aseguro que no entiendo a esta nueva generación. Hacen compromisos estéticos de por vida sin pensarlo dos veces, se hacen tatuajes y se llenan la cara de agujeros y de pendientes, pero son incapaces de soportar la idea de que una relación pueda durar más de un par de semanas.
—¿Es que Jake es de esos que se tatúan y se ponen aros? —preguntó Chantal.
Un aro en una ceja y otro en un pezón, pensó Philippa. Y un tatuaje de un escorpión en el hombro derecho.
—Tiene un aro en una ceja y otro en un pezón —contestó Julia—. Y un tatuaje de un escorpión en el hombro derecho —suspiró—. Pero eso es lo de menos. El sexo era fantástico, atómico. Mientras duró, claro.
Helen frunció el ceño con gesto de perplejidad más que de enojo.
—Sexo, sexo, sexo. ¿No os parece que hablamos demasiado de sexo? —declaró.
—No sé. No creo. Tampoco es que seamos unas niñatas que no tienen otra cosa en la cabeza —se defendió Julia—. Todas trabajamos bastante duro y pasamos la mayoría del tiempo pensando en cosas serias como…, bueno, ya sabéis, cuestiones sociales y estéticas. Y mira todo lo que haces tú en la universidad, Helen, y…
—La moda —concluyó la frase Chantal—. Yo siempre tengo sitio en la cabeza para las últimas tendencias de la moda.
—Supongo que tenéis razón —asintió Helen, aunque estaba pensando que pasaba todavía más tiempo pensando en el sexo que hablando de sexo—. Y, además, todas vamos a ir al mitin de los verdes convocado para el próximo domingo.
—Además —dijo Julia—, el sexo es el gran misterio de la vida. Es nuestra experiencia más privada pero, a no ser que estemos hablando de masturbación, siempre se comparte con otra persona. A veces, incluso con un desconocido. Nuestras carreras profesionales y los demás aspectos de nuestra vida responden hasta cierto punto a algún tipo de lógica. Pero el sexo no. Y por eso nos pasamos la vida intentando descifrar qué es realmente y qué significado tiene.
—Claro que las relaciones también son un misterio —añadió Helen— y, por alguna extraña razón, cada vez parecen serlo más.
—Allí reside exactamente el problema —afirmó Julia con entusiasmo—. No creo que ni el sexo ni las relaciones fueran menos misteriosos en la época de nuestras madres. Pero al menos ellas no tenían que descifrarlo todo partiendo de cero.
—Es verdad —corroboró Chantal—. Antes, un chico te traía rosas o te cantaba una serenata, teníais una cita, se empezaba una relación y, después de una ceremonia en la que te ponías un traje precioso, llegaba el sexo. Ahora todo es al revés. Vamos directas al sexo y después, si nos apetece, empezamos a preocuparnos por la relación. Y olvídate de lo del traje precioso.
Philippa por fin había recuperado la voz.
—Yo pienso en el sexo constantemente porque escribo sobre sexo —declaró.
—Desde luego, es una excusa fantástica —replicó Julia riendo.
—Yo no estaría tan segura de eso —comentó Chantal—. Escribes sobre sexo porque quieres. Si fueras una escritora responsable con conciencia social escribirías… no sé, novelas ecológicas, de suspense o algo así. Aunque claro, eso resultaría mucho más aburrido para nosotras. Por cierto, ¿qué tal va tu novela?
—Ya llevo siete capítulos. Me faltan cinco.
—¿Y estás contenta con lo que has escrito hasta ahora?
—Lo paso bien.
—¿Lo estás basando todo en la vida real? —preguntó Julia con entusiasmo.
Philippa dudó un instante. Pensó en Jake con un sentimiento de culpa y una imagen de terciopelo rojo se le cruzó por la cabeza.
—¿Qué es la vida real? —inquirió, eludiendo así responder a Julia. Nadie tenía la respuesta.
Philippa empezó a recoger los cuencos en la mesa mientras Julia volvía a llenar las copas de vino.
—Supongo que ya es hora de que vaya preparando el segundo plato —dijo Chantal; en seguida, se levantó, cogió los cuencos y los platos y desapareció en la cocina.
Al volver, mostró con orgullo los cuatro platos. Cada uno tenía un nido de pasta con tinta de calamares cubierto por una generosa ración de pesto y decorado elaboradamente con tomates enanos, tomates gigantes y una hoja de albahaca. Además, traía una gran ensalada con verduras enanas en una ensaladera verde esmeralda con dibujos muy vivos y flores en miniatura. Un cuenco que hacía juego con la ensaladera contenía el resto de la pasta.
—¡Qué preciosidad, Chantal!
Por enésima vez esa noche, Helen hubiera querido ser Chantal. Helen no tenía ningún problema a la hora de cocinar platos nutritivos y sabrosos pero, por alguna razón, siempre tenían un inapetecible color marrón grisáceo (el curry) o ladrillo (las salsas para la pasta). Se imaginó a sí misma preparando la pasta con tinta de calamares para Sam, su compañero de la universidad. Al acabar, ella recogería la mesa halagada por el entusiasmo de sus cumplidos. Él la seguiría a la cocina y se colocaría detrás de ella mientras Helen ponía el agua a hervir y llenaba una jarrita de leche para los cafés. Él le rodearía la cintura y la besaría en el cuello. Ella se relajaría bajo el peso del cuerpo de Sam, que se apretaría contra el suyo. Sus manos subirían hasta sus pechos y los liberarían de su nueva blusa, atrevidamente escotada. Él cogería la jarrita de leche de su mano y derramaría el fresco líquido blanco a través de su escote, frotándoselo contra los pechos. Luego le haría darse la vuelta para lamérselo. Ella tendría los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás. Él le quitaría la blusa empapada de leche, le bajaría la falda y vertería más leche sobre su vientre. Después le lamería el líquido blanco, le frotaría las bragas con sus manos pegajosas y empezaría a comérsela a través de ellas. Después le quitaría esa última prenda íntima. Al abrir los ojos, ella vería a su apuesto nuevo vecino de pie, al otro lado de la ventana, con la mirada clavada en ella. Su vecino se desabrocharía la bragueta despacio, se sacaría un falo enorme y se masturbaría hasta correrse sobre el cristal de la ventana. Ajo blanco. Ella bajaría los brazos, buscando el fuerte pelo entre cano de Sam. Sus dedos encontrarían su cabeza y se enroscarían alrededor de las coletas verde lima. ¿Coletas verde lima? Sam no tenía… ¿Cómo se habría metido Marc en su fantasía? Por Dios. Eso era realmente excesivo. Se concentró en recuperar a Sam, pero su imagen se difuminó y la conversación de la mesa se abrió paso hasta ella.
—Está riquísimo, Chantal. Y tú que siempre comentas que no eres buena cocinera —le dijo Julia con admiración mientras se limpiaba una mancha de salsa de la barbilla.
—Es todo cuestión de saber comprar —contestó Chantal—. He comprado la pasta y el pesto. Después, sólo he tenido que poner el agua a hervir y juntar dos bolsas de ingredientes de ensalada. Aunque tengo que reconocer que le pegué un buen susto a la mujer del salón de alimentación de DJ. Quería pedir verduras enanas, pero todavía estaba pensando en el reportaje fotográfico que le habíamos hecho por la tarde a unas estrellas locales de rock y, de hecho, dije: «Una bolsa de animales enanos, por favor». Tendríais que haberle visto la cara. Creo que estuvo a punto de llamar a la Sociedad Protectora de Animales. Pero, al final, parece que ha sido un éxito; cocina de tarjeta de crédito.
—Es una pena que las relaciones no sean así de fáciles —declaró Julia suspirando. Limpió los últimos restos de pasta del plato y se sirvió más—. Los de DJ deberían tener un salón de amor y sexo. Así, bastaría con acercarse con el carrito de la compra y decir: «Hmmm. Me enseña ese de veintiocho años con tres pendientes en la oreja izquierda que viene con doce meses de buen sexo, gran diversión y afecto constante garantizado. Y además, quiero una opción de renovación por un año, y todo al módico precio de ciento veinticuatro dólares. O, la verdad, puede que me quede con el supermacizo de veintidós años, ése de los tatuajes tan monos que tiene una fecha de caducidad de una semana». La dependienta lo bajaría del estante, le pasaría el lector del código de barras por el culo y listos. —Julia se rió al pensar en el aspecto que tendría su carrito de la compra.
—Existen sitios así —aseguró Chantal, que ya se sentía un poco alegre por el vino—. Se llaman agencias de contactos.
—¿No me digas que alguna vez has…? —Los ojos de Philippa se le salían de las órbitas.
Chantal sonrió misteriosamente y aspiró una cinta de pasta entre sus labios rojos. Helen se preguntó qué haría para que el carmín le durara tanto tiempo. Cuando Helen se pintaba los labios, una de dos, o se le corría el carmín o desaparecía en una hora. Había veces que, después de estar un par de horas en una fiesta, al mirarse al espejo descubría con horror que, como dicen en la universidad, ambas posibilidades habían confluido: el carmín había desaparecido de sus labios, pero un aura roja brillaba alrededor de su boca. Pero, un momento, ¿qué estaba diciendo Chantal?
—Bueno —dijo Chantal jugueteando con un calabacín enano—. Más o menos.
—¿Más o menos? —Julia se inclinó sobre la mesa—. ¿Cómo que más o menos?
—Bueno… Sí.
Las tres aspiraron aire al unísono.
—Supongo que me sentía un poco necesitada, así que estuve analizando mis opciones. Podía llamar a algún antiguo amante, pero esas citas siempre se complican y, además, hay que hablar demasiado y el sexo ni siquiera está garantizado. Podía ir a ligar a un bar o a una discoteca. Pero eso resulta demasiado peligroso. Cuando digo que me sentía un poco necesitada, lo que quiero expresar es que me hallaba extremadamente caliente. ¿Os estoy escandalizando?
—Creo que todas sabemos cómo te sentías —contestó Philippa—. Pero no pares. Sigue contando.
—Estaba hojeando un ejemplar del Women’s Forum cuando me fijé en la sección de anuncios que aparece en las últimas páginas. Ya sabéis, los que ofrecen compañía, masajes sensuales y todo ese tipo de cosas. Me decidí por uno y marqué el número de teléfono. N o tenía nada que perder por llamar. Os aseguro que tan sólo pensaba formular unas preguntas. El hecho es que me contestó una voz masculina: «Festín del cuerpo. ¿Puedo ayudarte en algo?». Intentando controlar el temblor de mi voz, le pedí que me explicara cómo funcionaba el servicio. Me informó de los precios, que dependían de si querías un servicio completo o lo que fuera, y después me preguntó qué es lo que estaba buscando exactamente.
Chantal bebió un poco de vino y observó una zanahoria enana de unas proporciones perfectas antes de metérsela en la boca y masticada pensativamente.
—Venga, Chantal —dijo Philippa con impaciencia.
—Tengo que ir al baño. De paso, voy a por otra botella de vino. Chantal, no pronuncies ni una palabra más hasta que vuelva —pidió Julia.
Las otras tres aguardaron, sumidas en un impaciente silencio, a que volviera Julia, haciendo reventar en la boca los pequeños tomates, disfrutando del aroma punzante de la pasta negra y dejando que la salsa se abriera paso a través de la garganta con su intenso sabor a ajo.
—¿Podríais enamoraros de un hombre al que no le gustara comer? —interrogó Helen rompiendo el silencio—. Ya me entendéis. Un hombre que sólo comiera sándwiches, un hombre al que no le atrajera ir a restaurantes exóticos.
Un escalofrío general recorrió la mesa. Por supuesto que no. Todas estaban de acuerdo en que había que disfrutar de la comida para disfrutar de la vida.
Julia regresó con una botella llena. Volvió a llenar las cuatro copas y se sentó.
—Ya puedes continuar —dijo.
—Bueno —retornó la narración Chantal—. Decidí dejarme llevar por mis fantasías. Después de todo, sólo estaba hablando por teléfono. Él me había preguntado qué quería. «Un hombre negro», dije yo pensando a toda prisa. «Un negro norteamericano. Tipo marinero. Con unos rasgos perfectos. Y grandes músculos. Sin circuncidar. Mientras más grande mejor. Que le vaya el sexo oral, y que no sea reacio a los besos con lengua ni se asuste ante un poco de sadomasoquismo. Conmigo encima, por supuesto». Entonces se produjo un breve silencio al otro lado de la línea. Pensé que quizá hubiera ido demasiado lejos, de modo que estuve a punto de añadir: «O lo más parecido que tengáis. Ya sabes, bastaría con un moreno al que no le importara que lo ate». Pero entonces oí el ruido de un teclado al fondo. Luego se escucharon un par de timbres electrónicos y el sonido de una impresora. «Creo que el hombre que buscas es Eddie. Un negro norteamericano. Metro noventa. Musculoso. Veinticinco centímetros en erección. Sin circuncidar. ¿Quieres que os prepare una cita?». «Eh… Sí», repuse yo. Era como si estuviera viendo una película. «¿Cuánto tardaría?». El tipo contestó que me llamaría en unos minutos. A mí me empezó a entrar el miedo. Decidí que cuando llamara le diría que había cambiado de idea. Cuando sonó el teléfono, unos diez minutos después, sentí como una especie de calambre. Respiré hondo y cogí el teléfono, preparada para recitar la excusa que había estado ensayando. «¿En una hora?». Tragué saliva.
—Veis cómo sí que traga —comentó jocosamente Julia, provocando una ronda de risitas.
—«Sí. Me parece bien», dije yo. Le di mi dirección y colgué, muerta de miedo. Me puse a ordenar mi cuarto como una loca, me metí en la ducha y volví a salir inmediatamente porque me acordé de que le había dicho a Alexi que se pasara por casa después del trabajo. Lo llamé para cancelar la cita. Aunque no le dije por qué, él desde luego se olió algo raro. Volví a meterme en la ducha. Al salir, me sequé y me puse polvos de talco aromatizados por todo el cuerpo. Luego me puse mi mejor sujetador negro, un liguero negro y medias negras y limpié las manchas de talco del sujetador con una toalla húmeda.
—Odio que me pase eso. Sobre todo cuando no te das cuenta, y ahí estás, creyéndote toda elegante con tu ropa interior negra y tienes los tirantes del sujetador llenos de Johnson & Johnson.
—Cállate, Julia. Está llegando a la parte más interesante. —Philippa tenía los codos apoyados en la mesa, la cabeza en las manos y toda su atención concentrada en Chantal.
—Tardé siglos en decidirme entre las medias con los bordes de encaje y las medias de encaje. Y todavía no me había lavado los dientes. Me los limpié con hilo dental y me los cepillé. Después me monté en mis tacones negros de aguja, me cepillé el pelo y me puse un quimono. Me puse un poco de brillo en los labios, me senté y miré la hora. Me levanté y me cambié de quimono. Todavía faltaban veinte minutos. Decidí llamar para cancelar la cita. Le pagaría al tipo por venir, pero nada más. No podía llegar hasta el final.
—Resulta dificil imaginarte tan nerviosa —comentó Helen maravillada.
—Pues lo estaba, querida. No sé cómo, pero fueron pasando los minutos. Ya os habréis imaginado que al final no llamé para cancelar la cita. Me serví una copa, bebí dos tragos y me volví a lavar los dientes. Por fin, después de una auténtica eternidad, llamaron a la puerta. Abrí y ahí estaba mi fantasía convertida en realidad. Lo más extraordinario de todo es que hasta iba vestido de marinero.
—Debe de ser una petición bastante corriente.
—Sí, supongo que sí. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo predecibles que eran mis fantasías. La verdad, resulta un poco preocupante. La próxima vez pediré un astronauta. O un policía de tráfico. O a ET. Seguro que así los sorprendo. Bueno, la cosa es que ahí estaba, sonriéndome. «Hola», me saludó mirándome de arriba abajo. «Me llamo Eddie y estoy más que encantado de conocerte». «Eh… Buenas noches. Yo soy Ramona. Pasa, chico grande».
—¿Ramona?
—No quería darle mi nombre verdadero. Pensé que así me sentiría… no sé. ¿Menos cohibida? Los nombres realmente son una atadura. Vienen con tanto Louis Vuitton emocional que a veces resulta casi imposible moverse libremente bajo su peso. Y yo tenía la intención de moverme mucho. Además, dudo que él se llamara realmente Eddie. Él era el Eddie de mi fantasía, y, al llamarme Ramona, yo también me convertía en parte de mi propia fantasía. Le ofrecí una copa. Me temblaban las manos. Al darse cuenta de lo nerviosa que estaba, Eddie me cogió una mano, me miró a los ojos y me dijo: «Ramona, cariño, no tienes por qué estar nerviosa. No vamos a hacer nada que tú no quieras. Tú eres quien manda. Además, me han dicho que te gusta que sea así». Yo me sonrojé. «Desde luego, tienes un cuerpazo», añadió Eddie y dejó caer su propio cuerpazo sobre la butaca de cebra. Ya sabéis cómo te hundes en esa butaca; pues él la llenó. Se miró la entrepierna y estiró la tela de sus pantalones sobre la erección más impresionante que he visto en toda mi vida. «Y mira», dijo señalando hacia abajo, «el pequeñín éste está de acuerdo». «A mí no me parece tan pequeño», le contesté yo. Después me dije a mí misma, bueno, querida, ¿acaso no era esto lo que querías? Reuní el coraje suficiente para abrir los brazos y dejar que el quimono se me abriera. Al caer al suelo, como por arte de magia, con el roce de la seda también desapareció todo mi nerviosismo.
Me acerqué a él moviendo las caderas provocativamente y, bueno, desde luego mereció la pena cada céntimo que me gasté. Intereses incluidos.
—¡Venga, Chantal! No nos puedes dejar así. ¡Queremos detalles! —exclamó Julia.
—¡Detalles! —repitió Philippa.
—¡Detalles! —se unió al coro Helen.
—Bueno, ya sabéis. —Chantal encendió un cigarrillo—. Ya sabéis cómo son esas cosas. Beso, beso, frote, frote, chupada, chupada. Dentro y fuera por aquí, dentro y fuera por allá.
—No me lo creo —dijo Philippa moviendo la cabeza—. ¿Y qué hay de lo del sado?
—Realmente, preferiría que no fuerais una audiencia tan atenta.
—¡Venga!
—Vale, vale. Pues le dije: «De hecho, sí que me gusta mandar. Así que a partir de ahora me vas a llamar ama, marinero. Y ahora mismo te quiero de rodillas en el suelo».
—Un momento. —De repente Helen se mostró tensa—. ¿Estás diciendo que convertiste a un negro norteamericano en tu esclavo? ¿No te parece que eso es pasarse un poco, Chantal? Si piensas en las resonancias históricas y las implicaciones ideológicas de lo que hiciste… No creo que yo pudiera hacer algo así.
—Helen, recuerda que estamos hablando de representar una fantasía, y con su consentimiento. No estamos hablando de la vida real, querida. Por mucho que a veces piense que me agradaría tener un séquito de esclavos y esclavas vestidos con ropas ligeras de todos los colores, lo más probable es que me muriera de vergüenza si alguien se echara a mis pies para implorarme que le concediera el honor de poder servirme. Y, además, ¿quieres que cuente lo que pasó o no?
—Sí, pero…
—Venga, Helen. Déjalo ya —la interrumpió Julia volviendo a llenar la copa de Helen al tiempo que apoyaba una mano cariñosamente en el brazo de su amiga—. Déjala que siga. Esto está de lo más emocionante.
—Él se arrodilló a mis pies y me besó los zapatos.
«¿Puedo adorar tus tobillos, ama?», me imploró. Yo le pregunté: «¿Has sido un chico bueno?».
—¿Cómo se te ocurrió decir eso? —interrumpió Philippa—. Es de lo más original.
—Una, que es así de original, querida. Así que él inclinó la cabeza y me dijo: «No, ama, he sido un chico malo. No merezco venerar tus hermosos pivotes, no hasta que haya sido castigado». Yo fui al armario y saqué una fusta de ante.
—¿Y desde cuándo tienes una fusta en el armario? —inquirió Julia riendo.
—Bueno. La compré… para una fiesta de disfraces. Ya sabéis cómo son esas cosas. —Chantal retomó rápidamente la narración—. Como os iba diciendo, al volver a acercarme a él, vi que tenía la cabeza apoyada entre los brazos y el culo en pompa. Le agarré el elástico de la cintura de los pantalones y tiré hacia abajo, dejando al descubierto sus dos mofletes oscuros. No llevaba calzoncillos, claro. Después, no me pude resistir a la tentación de acariciarlo un poco. Él empujó hacia arriba, contra mi mano, y yo le froté las nalgas con fuerza. Las tenía duras y musculosas. Bajé, despacio, por la grieta, pasé por encima del ano y le rocé las pelotas. Al oír cómo gemía de placer, me incorporé y dejé caer la fusta sobre su preciosa piel. Él contrajo las nalgas de una manera muy estética, todo fibra y definición, ondas de chocolate derretido. Volví a golpearlo, una y otra vez, hasta que su piel marrón se empezó a cubrir de marcas de un tono rosado. Al tocarle la piel casi me quemo. «Siéntate, marinero», le ordené, y él me obedeció. «¿Te duele?». «Sí, duele, ama, duele», me respondió él. Entonces le dije que se quitara la camisa. Él se la quitó, muy despacio, levantando los brazos y contoneándose de un lado a otro, hasta dejar al descubierto las extraordinarias formas de sus brazos y su espalda. Yo me agaché un momento a su lado. Ahí mismo, sobre la moqueta. —Chantal señaló hacia el trozo de moqueta blanca que había entre la butaca de cebra y la mesa del comedor. Las miradas de las otras tres siguieron su dedo—. Primero le besé la nuca y luego fui bajando por la espalda. Mis dedos seguían el recorrido que marcaban mis labios. Le empecé a clavar las uñas, cada vez más fuerte, hasta que se le empezaron a notar los arañazos y él empezó a retorcerse de dolor. Me levanté y lo golpeé con la fusta en la espalda, y otra vez en el culo. Había puesto un compact disc de los Cowboy Junkies y me movía suavemente al ritmo de la música mientras lo golpeaba una y otra vez con la fusta. Resultaba casi hipnótico, y muy excitante, aunque de una manera un poco salvaje. Tener a esa criatura increíblemente grande, masculina y musculosa retorciéndose en una mezcla de dolor y placer en el suelo de mi salón, totalmente a mis órdenes… ¿Qué más puede pedir una chica? Le ordené que se levantara, que se diera la vuelta y que se quitara las botas y los pantalones de campana. Antes de obedecerme, Eddie se metió la mano en el bolsillo, sacó un puñado de condones y los tiró encima de la moqueta. Yo me quedé alucinada al contarlos: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve. Desde luego, había venido preparado para la acción. Pero su enorme flauta de carne parecía haberse tomado un descanso. Era hora de despertarla. La acaricié suavemente con la fusta. Al segundo, ya se había despertado y me estaba saludando.
—Me encanta cuando los hombres hacen que salude —interrumpió Julia—. Siempre hace que me entre la risa.
—Sigue contando —exigió Philippa sin intentar disimular su impaciencia.
—Cogí en la mano su guerrero del amor con el casco morado y, despacio, muy despacio, fui bajando la cabeza. Al acercarme, vi que le asomaba una pequeñísima gota de semen en la punta, como una perla perfecta, como una pizca de nata encima de un pudín de ciruelas. Se la limpié con la lengua y él se estremeció. «Y ahora, marinero mío», le dije mientras me levantaba y le retorcía un pezón con fuerza, «te voy a dar las instrucciones para el resto de la noche. Me vas a quitar la ropa interior con los dientes. Vas a rendirle culto a mi coño, como si fuera el primero, y el último, que ves en toda tu vida. Me vas a tumbar sobre el suelo y me vas a hacer tuya, me vas a follar sin parar, como sólo puede hacerlo un marinero yanqui tan fuerte como tú, me la vas a meter hasta que se me salga por la boca».
Chantal encendió un cigarrillo y dibujó unos anillos con el humo. Parecía extraviada en sus pensamientos.
—¿Y? —dijo Philippa, incapaz de soportar el silencio.
—Y lo hizo —repuso Chantal sonriendo—. Por doscientos dólares tuve el mejor polvo de toda mi vida. ¡Fuegos de artificio! Vamos fuera.
—Es verdad. Ya han empezado. —Julia fue la primera en darse cuenta de que Chantal no había expresado una metáfora.
Cogieron sus copas y salieron a la terraza, que tenía unas magníficas vistas al Woolloomooloo. Era una noche clara de verano y, desde la terraza, se veía perfectamente el puente del puerto de Sydney y las velas superiores de la ópera. El cielo se llenó de esplendorosas explosiones mientras el centro de la ciudad, con su estrecho risco de edificios altos, se estremecía como un transatlántico gigante a punto de soltar amarras.
Una espectacular bengala roja subió a lo alto del cielo con un gran silbido. Al explotar, su centelleante eyaculación se disipó casi en el mismo instante en que tocó la noche.
—Fuegos de artificio masculinos —comentó Julia—. Atraen toda tu atención, pero, en cuanto disparan su carga, desaparecen.
Tres suaves silbidos y ahora tres parpadeantes medusas, una dorada, otra violeta y otra verde, bailaron en el cielo, agitando sus tentáculos fosforescentes mientras se difuminaban sin prisa en el cielo vibrante.
—Eso ha sido precioso —comentó Philippa.
—Femeninos —asintió Julia—. No hay duda.
Cuando los fuegos alcanzaron su punto culminante con una gran explosión multiorgásmica que llenó el cielo de destellos, Julia suspiró exteriorizando su aprobación.
—¿Sabes, Chantal? —dijo Helen al cabo de un rato—, todavía me resulta un poco dificil de aceptar eso de representar una fantasía de ama-esclavo con un hombre negro. Sé que fue una decisión consensuada y que él obviamente disfrutó, además de ganar dinero. Y no hay ninguna práctica sexual que deba verse como algo negativo si resulta placentera para las dos personas, pero… No sé. ¿Creéis que estoy siendo demasiado analítica? Bueno, voy a preparar el postre.
Chantal sonreía pícaramente, como una niña mala a la que sorprenden cogiendo una galleta sin permiso.
—Ya sé que fue una locura —declaró.
Todas guardaron silencio durante unos minutos.
—Voy a poner la tetera a hervir —interrumpió el silencio la propia Chantal.
Después se levantó y fue a la cocina. Helen miró con gesto preocupado a Julia y a Philippa.
—¿Creéis que le ha molestado lo que he dicho? —preguntó en voz baja.
—No te preocupes —dijo Julia—. Estoy casi segura de que se lo ha inventado todo.
—¿Qué? —Helen no podía dar crédito a lo que oía.
—Una vez hice un reportaje fotográfico sobre los trabajadores del sexo que se especializan en el lado más oscuro de la noche. Las chicas y los chicos me dijeron que jamás interpretarían el papel de la víctima en una sesión de sadomasoquismo. Es demasiado peligroso. En algunos casos, pueden acceder a ciertas peticiones si conocen muy bien al cliente, pero jamás lo harían en el primer contacto. No creo que el marinero se dejara hacer lo que nos acaba de contar Chantal. Y eso, suponiendo que hubiera un marinero.
—Helen, querida —llamó Chantal desde la cocina—. ¿Qué pasa con ese postre?
En Pekín, Yuemei, la mujer del señor Fu, puso las manos en jarras y estudió a su marido con una frialdad que rayaba en el desprecio. Tenía los pantalones y las bragas a la altura de las rodillas. Estaba al lado de su marido, de pie, a un lado de la cama de su diminuto dormitorio.
Por tercera o cuarta vez, él le dijo que se diera la vuelta y se agachara.
—Zhe daodi shaí weíshenme? —preguntó ella malhumoradamente antes de acceder finalmente, apoyando las manos en el suelo—. ¿Qué demonios te pasa?
—Bíe shuo hua, haobuhao? —contestó él, bajándose la bragueta y sacándose el miembro erecto—. ¿Es que no puedes estarte callada ni un momento?
Yuemei gruñó sin placer cuando su marido la penetró por detrás. Él se corrió bastante de prisa, se salió de ella y fue a la otra habitación a coger unos pañuelos de papel. Era la primera vez que Yuemei adoptaba esa postura tan incómoda y humillante. Últimamente, su marido se comportaba de una manera muy rara. Si no lo conociera tan bien, pensaría que había tenido una aventura con esa fotógrafa… —¿austríaca?— para la que había estado haciendo de guía.
—Qí tama guai —masculló Yuemei entre dientes cuando volvió su marido. Movió la cabeza de un lado a otro y le cogió uno de los pañuelos de papel—. Viejo loco.