Qué sitio tan, tan loco. Me pregunto si volveré alguna vez. Si volveré a ver al señor «En tus sueños», si sus serpientes sobrevivieron al frío, si mi intérprete se recuperará algún día, si pagué demasiado por ese traje de ópera, si las fotos saldrán bien, si voy a poder pagar la cuenta de mi Visa, si Jake vendrá a recogerme al aeropuerto; ¿qué le diré si aparece? Mengzhong: «En tus sueños»; vaya nombre. Mengzhong, Mengzhong. Seguro que lo estaba pronunciando mal. Aunque claro, tampoco es que él pronunciara muy bien «Julia». Aunque eso es lo de menos.
Estoy convencida de que debía haber comprado esa alfombra. Es verdad que hubiera costado una fortuna mandarla a casa, pero ¿cómo voy a encontrar una alfombra así en Sydney? Me pregunto si tendré que declarar el té. ¡Las aduanas australianas son tan estrictas! Todavía no me puedo creer lo de Mengzhong. Parece increíble que fuera esta misma mañana. Es como si me hubiera pasado hace siglos. Espero que los vecinos se hayan acordado de regar las plantas. ¿Encontraré alguna carta interesante en el correo?
Sí, es la primera vez que he estado en China. ¿Y usted? ¿Ya había estado antes en China? Sé que debí haber fingido que dormía. Espero que el hombre que va sentado a mi lado no se pase hablando todo el viaje de vuelta. No creo que pudiera soportarlo. Deberían tener una sección especial en los aviones para las «personas que no estén de humor para compartir sus sentimientos, intercambiar experiencias o comunicarse de cualquier otra manera con la persona del asiento de al lado». A no ser, claro está, que tu compañero de asiento resulte ser un bombón, en cuyo caso se debería tener acceso inmediato a las comodidades del salón de primera clase. Desafortunadamente, el hombre del asiento 38A no es un bombón; de hecho, no creo que ni siquiera se lo pueda incluir en la categoría de bomboncillo. Aunque, claro, eso es muy injusto. No se debe juzgar un libro por la cubierta, y supongo que debería agradecer que haya esperado hasta ahora para empezar a hablar. Me imagino que habrá ayudado el hecho de que yo haya estado enfrascada en la lectura de El club de las chicas desenfrenadas desde que salimos de Pekín hasta la escala en Guangzhou.
¿De verdad? ¿Tiene negocios en China? Qué interesante. Vale ya, Julia. No lo animes. Sí… No, de hecho soy fotógrafa… En un programa de intercambio de tres semanas patrocinado por el Consejo de Australia-China. ¿Por qué le cuentas eso? Sólo vas a conseguir que la conversación se prolongue. En blanco y negro y en color… Sí… Sobre todo para revistas. Ya la has liado. Puedes volver a coger El club de las chicas desenfrenadas. No, serías incapaz de concentrarte.
Julia. Encantada de conocerte, Mick.
Dios mío, lo que van a disfrutar las chicas cuando les cuente que Mengzhong era encantador de serpientes, tragasables y, como si esto fuera poco, contorsionista. Es fascinante que atravesara ilegalmente la frontera con Corea del Norte y que lo arrestaran. Dios santo, ¡qué turbulencias! ¡Las odio! ¡Me dan un miedo terrible! No. Estoy bien, gracias, Nick. Sólo son unas turbulencias… Lo siento, Mick. Es que se me dan fatal los nombres.
Su intérprete, el señor Fu, no parecía nada feliz. Pero ¿acaso no dijo la mujer de la embajada que en China nada era lo que parecía? Juzgando por la imagen general que me pintó de China, es posible que el señor Fu se sintiera ofendido políticamente, o tal vez quisiera que le diera una propina para que nos dejara en paz o quizá simplemente estuviera celoso. ¡Eso sí que tendría gracia!
Zumo de tomate. Sin hielo, gracias… No, de hecho lo quería sin hielo, pero da igual… ¿De verdad? ¿Explotaciones mineras? Qué interesante. Interesantísimo. ¿Por qué será que siempre uso la palabra «interesante» cuando algo me parece todo lo contrario? Estoy siendo injusta. Seguro que es fascinante, si te interesan ese tipo de cosas, claro. Pero a mí no me interesan. No es nada más que eso. Me pregunto cuál será su postura respecto a los derechos de los aborígenes sobre las tierras. Por Dios, Julia, ni se te ocurra abordar el tema. Una de dos, o estará en contra y te pasarás el resto del viaje discutiendo con él o resultará ser un buen tipo y te sentirás obligada a hablar con él. Mengzhong. Mengzhong. La verdad, suena un poco como el tañido de una campana. ¿Lo estaré pronunciando bien?
La alfombra. Me estoy empezando a arrepentir seriamente de no haberla comprado. Maldita sea. Da igual, seguro que vuelvo a China algún día. Treinta y seis kilos de equipaje es más que suficiente para un viaje, sobre todo teniendo en cuenta que salí de Sydney con quince. Es raro que no dijeran nada sobre el exceso de equipaje en el aeropuerto de Pekín, aunque, pensándolo bien, casi todo el mundo llevaba tanto equipaje como yo y nadie parecía preocuparse por eso. Prefiero no pensar en las implicaciones que eso puede tener sobre la seguridad del vuelo. Sí. Me lo he pasado muy bien… Sí, es un país fascinante… Sólo Pekín y Shanghai… Desde luego, las mujeres son preciosas. Cerdo. Cuando van a Asia, los hombres occidentales se creen que son un regalo caído del cielo para las mujeres. Me temo que está a punto de contarme una de sus conquistas. Será mejor que cambie de tema. Claro que los hombres también son bastante interesantes. ¡Ja! Eso sí que no se lo esperaba. Sí. Realmente me parecen atractivos. Míralo. Se ha quedado de piedra. Vaya pelmazo. En cuanto traigan la comida me pongo los auriculares. ¿Pollo o carne? Pollo, por favor… ¿Sólo queda carne? Pues entonces carne. Gracias. Si no tienen pollo, ¿para qué te lo ofrecen? Bueno, ya es hora de ponerse los auriculares. Dios mío, ¿qué es esta música? Debe de ser ópera de Pekín. Creo que este canal tampoco me va a gustar. Música clásica. Esto puede valer. ¡Puf! Está asqueroso, incluso para ser comida de avión. Aunque, la verdad, ¿qué más dará? Todavía tengo en la boca el sabor del pato pequinés que tomamos en la comida o el desayuno tardío o lo que quiera que fuese. Pronto estaré de vuelta en la tierra de las ensaladas y el café como Dios manda.
Qué ganas tengo de contarles a las chicas todo lo que me ha pasado. Me pregunto qué estará haciendo Mengzhong ahora. ¿Estará pensando en mí? Parece increíble que estuviera nevando esta misma mañana. Me cuesta creer que vaya a ser verano cuando aterricemos en Sydney. La nevada fue preciosa. ¿Nos estaría espiando el señor Fu? ¿Sería por eso por lo que parecía tan tenso después en el coche? ¿Cómo se dirá «relájate, colega» en chino? Creo que estoy siendo injusta con él. Lo más probable es que le preocupara la posibilidad de que, después de protegerme durante tres semanas de los peligros del tráfico de Pekín, después de satisfacer prácticamente todos mis locos impulsos, excepto, claro está, el de visitar una cárcel china, y después de aguantar mis extraños gustos de entretenimiento nocturno (punk-rock pequinés; ¡qué pasada!), yo pudiera irme con un artista callejero que me hiciera perder el avión, sobrepasar el tiempo de estancia que establece mi visado y puede que incluso desaparecer para siempre, con la consiguiente crisis que eso provocaría en las relaciones bilaterales entre China y Australia. Y él tendría que cargar con las culpas… y con las serpientes. Me imagino al señor Fu sentado en el coche, mirando la bolsa con su viscoso contenido deslizándose contra los costados. Conociéndolo, seguro que pensaba que eran venenosas y que lo iban a morder. Aunque quién puede culparlo por ser tan fatalista con la vida que ha tenido: la Revolución Cultural le negó la posibilidad de acceder a una educación; un hermano condenado a muerte; y él arreglándoselas como puede con un mísero sueldo de funcionario mientras que todo el mundo a su alrededor parece estar haciéndose de oro con algún tipo de negocio privado.
—¿Qué será esto que estoy comiendo? Desde luego, no es carne. Sea lo que fuere, ya he comido más que suficiente. ¿Perdón? ¿Qué decía? No puedo creer que siga intentando hablar conmigo ahora que me he puesto los auriculares. No. Desde luego que no es la mejor carne que he comido, pero qué se le va a hacer… Sí, me gusta la comida china… ¿Qué? No. ¡Claro que no he comido perro! ¿Usted sí? ¡Pero si el perro es el mejor amigo de la mujer! Los perros se tumban en los sofás y ven vídeos, los perros juegan contigo y comen sándwiches. ¿De verdad? ¿No me está mintiendo? Si al menos la azafata se llevara la bandeja, podría hacerme la dormida. ¿Picante? Qué interesante. ¡Seguro que al pobre perro no le pareció nada interesante! Será mejor que me vuelva a poner los auriculares antes de que diga nada más. Por Dios, Julia, eres terrible. Lo más probable es que sea un hombre perfectamente normal que sólo quiere charlar un poco. ¡Ni que yo fuera una máquina de charlar! Y, además, ¡un hombre perfectamente normal no comería perro!
Espero que los vecinos no se hayan olvidado de regar el helecho de la entrada. ¿Qué será de las chicas? ¿Habrá tenido alguna de ellas una aventurilla? No, no quiero café. No. Tampoco té. Gracias. El respaldo del asiento reclinado hacia atrás, los auriculares puestos, los ojos cerrados. Voy a estar destrozada cuando llegue. ¡Tengo tantas imágenes y tantos olores y sonidos en la cabeza! A ver si consigo poner las cosas en orden. Sé perfectamente en qué quiero concentrarme. No quiero olvidar ni un solo detalle de lo que me ha pasado esta mañana. ¡Todo ha sucedido tan de prisa desde que volví al hotel! Primero las maletas y la cuenta. Y antes de que pudiera darme cuenta, ya me estaba despidiendo del señor Fu y de Xiao Wang en el aeropuerto; realmente no he tenido ni un momento de tranquilidad para saborear lo que ha pasado. Un poco de disciplina, Julia. Empieza por el principio.
A ver… Me despierto muy temprano. Miro por la ventana de la habitación del hotel y veo que las calles están cubiertas de nieve. Salgo a dar un paseo para hacer fotos. Sí, he acabado, gracias. Por alguna extraña razón, no hace demasiado frío. El brillo de la nieve bajo el débil resplandor del amanecer hacen que Pekín parezca otra ciudad, una ciudad más antigua, más pura, más sosegada. Voy andando a la Ciudad Prohibida y disfruto del espectáculo de la nieve que se agolpa en montones desiguales sobre las tejas doradas y las almenas de las murallas rojas del palacio. Me paso casi dos horas haciendo fotos por los alrededores del palacio y por la plaza de Tiananmen. Cuando vuelvo al hotel, me encuentro al señor Fu esperándome en el vestíbulo. Me dice que, en los tiempos que corren, hay muchos indeseables en Pekín, ladrones y carteristas y violadores, y que no debería pasear sola por la ciudad. Yo me río. Tal y como lo expresa, ¡cualquiera diría que estaba refiriéndose a Nueva York! Pobre señor Fu. Sería capaz de ver algún peligro hasta en una cama recién hecha.
Vamos a la cafetería del hotel. Yo me caliento las manos y las mejillas con una taza de café y le digo que quiero volver al viejo Palacio de Verano, que quiero verlo con nieve. Él me responde que está demasiado lejos. Me informa de que hace demasiado frío. Me pregunta si no quiero comprar algún recuerdo de última hora antes de hacer las maletas, y, además, ¿qué hay del pato pequinés que estaba planeado que comiéramos en ese famoso restaurante del centro? Pero yo insisto. Le digo que el avión no sale hasta las cuatro de la tarde, que tenemos tiempo de sobra si nos vamos ahora mismo. Me da igual no comer pato. Y tampoco necesito comprar nada más. Además, tengo la Visa en las últimas, por así decirlo. (Él no entiende lo que quiero decir. Es igual). Por favor, por favor, por favor, señor Fu. Por favor, por favor, por favor. Por fin, mueve la cabeza de un lado a otro y dice que estoy loca, pero que suba a abrigarme mejor para no coger frío. Yo ya tengo puesta toda la ropa de abrigo que tengo, así que sólo cojo unos objetivos, más pilas y unos carretes. Nos vamos. Atravesamos la ciudad en el coche de alquiler conducido por el amabilísimo Xiao Wang. La alfombra de nieve parece haber silenciado como por arte de magia el ruido de Pekín: los claxons, los gritos, las obras…
Al llegar a la Universidad de Pekín, ya dolorosamente cerca del viejo palacio, el señor Fu le dice algo a Xiao Wang en chino y Xiao Wang para delante de un restaurante. El señor Fu me dice que primero comeremos pato y después iremos al palacio. Yo protesto. Sólo son las diez y media de la mañana. Pero he aprendido cuándo es mejor ceder, así que entramos; los tres, por supuesto. Realmente me gusta la costumbre china de invitar al chófer a las comidas. Por lo que he visto, es una de las pocas costumbres igualitarias que quedan en la China de hoy en día. En cualquier caso, el señor Fu pide nuestro pato.
El restaurante está bastante vacío; nada sorprendente dada la hora que es. Hay un hombre increíblemente apuesto sentado en la mesa de al lado. Tiene los ojos rasgados, los típicos pómulos marcados de los chinos del norte y una nariz aguileña nada corriente. Pero lo más impresionante es su cabello, bellísimo, que le llega casi hasta la cintura. Como muchos septentrionales, además es alto y de constitución fuerte. Lleva puesto uno de esos abrigos del ejército que solían verse en las fotos de China de los años setenta y ochenta, pero que ya no se pone casi nadie.
Pero lo que atrae la atención de todos es la bolsa de cuero que yace en el suelo al lado de su silla. Se mueve. ¿Tienes un animal escondido o es que te alegras de verme? El señor Fu y Xiao Wang parecen igual de intrigados que yo, aunque el señor Fu, además, parece nervioso. Xiao Wang se inclina en la dirección del desconocido y le pregunta: «¿Qué tiene en la bolsa?». El hombre le contesta. Xiau Wang se ríe y el señor Fu se estremece. Por supuesto, yo no he entendido nada de lo que ha dicho. Llevo tres semanas en China y sólo sé decir ni jao! (hola) y xaixai (gracias). «¿Qué tiene en la bolsa, señor Fu?». «Serpientes», me contesta moviendo la cabeza de un lado a otro. «Es terrible, terrible».
¿Perdón? Ah, sí. ¿Puede pasar por encima de mí o quiere que me levante? No se preocupe. ¿Me habrá tocado adrede la pierna? Qué asqueroso. La próxima vez me levanto. Bueno, de vuelta al restaurante. Estoy totalmente intrigada. «Pregúntele para qué son las serpientes, señor Fu». A estas alturas, el hombre también me está observando a mí. Espero impacientemente la traducción. Le dice al señor Fu que es un artista callejero. Además es maestro de kung Fu y contorsionista, encanta serpientes y traga sables. ¡Qué chulada! No pertenece a ninguna organización oficial y el señor Fu me intenta explicar no sé qué concepto que tiene que ver con ríos y lagos, que yo deduzco que se aplica a la gente que vive fuera del sistema. Está claro que el señor Fu no lo aprueba.
Resulta apasionante. El encantador de serpientes nos cuenta que siempre ha querido viajar, pero que no tiene pasaporte. Aun así, ha intentado cruzar varias veces la frontera con Corea del Norte y con Vietnam. Pero cada vez que lo ha intentado lo han cogido y lo han devuelto a China. Después de interrogarlo, la policía china siempre lo ha dejado en libertad. Por lo visto, los policías piensan que está un poco loco. A él le da igual. Dice que eso le da más libertad para maniobrar. ¡Corea del Norte! Mira que elegir Corea del Norte entre todos los sitios posibles para pasar unas vacaciones.
El señor Fu me va traduciendo la historia de mala gana. Llega nuestro pato pequinés. Yo le hago una señal al encantador de serpientes para que se una a nosotros. Él parece dudar. Primero mira al señor Fu. Está claro que al señor Fu no le agrada nada la idea. Después el encantador de serpientes dirige sus ojos hacia Xiao Wang, que coge una tortita y se concentra en enrollarla hasta convertida en un pequeño envoltorio de pato con cebolletas y salsa de ciruelas. Entonces me mira a mí. Yo tengo una gran sonrisa en la cara y le estoy dando golpecitos a la silla vacía que tengo a mi lado. Él se encogió de hombros, sonríe, coge la bolsa de serpientes y se sienta con nosotros. Yo le digo que me llamo Julia. Él mira al señor Fu con gesto interrogante. Pero el señor Fu no quiere cooperar. Se concentra en el pato. Yo me toco la nariz con un dedo —he aprendido que en China las personas se señalan la nariz cuando quieren referirse a sí mismas, igual que nosotros nos señalamos el pecho— y, muy despacio, modulo: «Ju-li-a». Él sonríe, se señala la nariz y dice «Mongyong». Le pido al señor Fu que me lo deletree: M-e-n-g-z-h-o-n-g.
Cojo un poco de piel dorada, algo de carne, salsa de ciruelas y unas rodajas de cebolleta con los palillos, lo reúno todo encima de una tortita y la enrollo lo mejor que puedo, imitando el modelo de Xiao Wang. Pero cuando me la llevo a la boca un trozo de cebolleta bañado en salsa se asoma por una esquina, intentando escapar. Mengzhong parece divertido. Me indica con un gesto que lo observe: me demuestra cómo se hace la perfecta tortita china y me la ofrece. Al tocarse nuestros dedos, siento un calambre. Desde luego, no se parece en nada a los calambres que siento a causa de la increíble electricidad estática del invierno de Pekín cuando toco a cualquier otra persona. El señor Fu parece malhumorado. Pero Xiao Wang está hablando animadamente con Mengzhong. Reconozco la palabra Yuanmingyuan, que es como se llama el viejo Palacio de Verano en chino, así que sé que le está diciendo adónde vamos. De forma impulsiva lo señalo a él, luego a nosotros, y dibujo un círculo que deja claro que lo estoy invitando a venir con nosotros. Él mira al señor Fu y luego me describe el pedaleo de una bicicleta. Ah, tiene una bicicleta. Le dice algo al señor Fu, que, con aire triunfal, me explica que Mengzhong no quiere que se enfríen sus serpientes. Tenía intención de actuar en un parque local, pero cambió de idea al ver que no dejaba de nevar y paró aquí a comer algo de camino a su casa. Xiao Wang dice algo. Mengzhong dice algo. El señor Fu mueve la cabeza de un lado a otro.
Yo me muero por saber qué está pasando. Tengo los ojos clavados en las manos de Mengzhong. Son suaves y no tienen ni un solo pelo. Esos largos dedos estilizados no han parado de enrollar tortitas de pato pequinés, para él y para mí, durante toda la comida. A estas alturas ya nos lo hemos acabado todo, incluido el plato de tofu frito con verduras de Mengzhong que un camarero ha traído a nuestra mesa. El señor Fu paga la comida, rechazando las enérgicas ofertas de Mengzhong de invitarnos a todos. Nos ponemos los jerséis, los abrigos y las bufandas y salimos a la calle. El pato me ha sentado muy bien. Mengzhong está hablando con Xiao Wang, que se encoge de hombros y pronuncia esa otra frase que he aprendido, meiyou guanxi, que significa algo así como «tranquilo, hombre».
El señor Fu no parece en absoluto feliz. Veo por qué cuando Xiao Wang abre una de las puertas del coche y Mengzhong deja la bolsa con las serpientes en el asiento de atrás. Después, Mengzhong coge la bicicleta que tiene apoyada contra la fachada del restaurante y se acerca a mí. Le da unos golpecitos a la tabla que hay encima de la rueda trasera, la que la gente usa para transportar todo tipo de cosas, desde la compra hasta unos libros o unos paquetes, y me invita con gestos a montar con él.
Oh, lo siento. No, no se preocupe. Tiene razón. Y, ahora, váyase a dormir y déjeme en paz.
Yo asiento con entusiasmo, sin hacer caso de la mirada de desaprobación del señor Fu. Mengzhong empieza a pedalear lentamente. Yo me cuelgo del hombro la bolsa con el material fotográfico, salto encima de la bicicleta y rodeo su ancha espalda con mis brazos. La bicicleta se desequilibra un poco sobre la nieve, pero Mengzhong recupera el control rápidamente y nos vamos. Agito la mano con entusiasmo para despedirme del señor Fu y de Xiao Wang. El gesto del señor Fu parece más cerca de «peor para ti, estúpida» que de «hasta pronto», aunque le concederé el beneficio de la duda, indispensable en el cruce de culturas. Supongo que el señor Fu, Xiao Wang y las serpientes nos esperarán en el viejo Palacio de Verano. ¡Qué emocionante! Está nevando otra vez. Mengzhong vuelve la cabeza y me sonríe; una sonrisa muy sensual, muy segura de sí misma. Yo le devuelvo la sonrisa y lo abrazo un poco más fuerte de lo necesario. Esta zona de Pekín sigue siendo bastante agradable. Todavía no está demasiado urbanizada y, además, hay menos gente de lo normal. Apoyo la cara en su espalda y aspiro el olor a lana húmeda de su abrigo, que, como casi todo en Pekín en invierno, despide un ligerísimo aroma a ajo. Nos desviamos por una calle demasiado estrecha para que circulen los coches. Yo vuelvo la cabeza justo a tiempo para ver cómo desaparece nuestro coche con el angustiado señor Fu dentro. Mengzhong me hace un gesto y dice algo. Me imagino que me está informando de que esto es un atajo. Yo no estoy preocupada en absoluto. Ahora avanzamos por un encantador camino rural. Hay pequeñas viviendas de campesinos construidas con ladrillo y humildes casas de comidas con mantas colgando sobre las ventanas como aislamiento adicional contra el frío. Al llegar al borde de un lago helado, Mengzhong se para. Me pregunta si estoy cómoda con palabras que no entiendo y gestos que sí. Algo en mi cara le dice que puede besarme, y lo hace, muy rápido, casi con timidez, apenas rozando mis labios con los suyos.
¡Oh, Jake! ¿Por qué me sentiré tan culpable? Jake siempre ha dejado muy claro que lo que quiera que hubiera entre nosotros era fantástico y todo eso, pero que no me pedía que le fuera fiel, lo cual, si conozco a los hombres, y creo que, a estas alturas, los conozco bastante bien, quiere decir que él no tiene la menor intención de serme fiel a mí. Realmente está bastante claro que lo nuestro se ha acabado, aunque pasáramos juntos la noche anterior a mi partida. No tenía por qué llevarme al aeropuerto. Fue un bonito gesto por su parte, aunque fuera yo quien pagara la gasolina y el desayuno en el aeropuerto. Me pregunto si le gustará la camiseta de punk chino que le he comprado. Ninguno de los dos dijimos explícitamente:
«Se ha acabado».
Pero está más que claro. Creo. Además, incluso si no se hubiera acabado del todo, Jake no es el tipo de hombre que se vaya a poner hecho una furia porque yo haya tenido un lío de una noche. No, mejor dicho, de una mañana. Y; además, no tengo por qué contárselo. Lo mejor es que no se lo cuente, incluso aunque lo nuestro haya terminado. A ver, ¿se ha acabado o no se ha acabado? Dios mío, ¿qué película es ésta? Tengo que ver cómo se llama en la revista de a bordo. Es rarísima. A ver, Minorías étnicas festejan dichosas la nueva cosecha. Ya. ¿Por dónde iba? Ah, sí, el Yuanmingyuan.
Volvemos a ponernos en marcha, avanzando por un camino serpenteante. Llegamos a una de las entradas al parque y, desde ahí, seguimos hacia las famosas ruinas. ¡Resulta tan dificil imaginar que en algún momento se alzaran en este lugar treinta palacios imperiales! Ahora tan sólo es un gran parque público con algunas ruinas impresionantes. La última vez que estuve aquí, el señor Fu me contó que los británicos y los franceses lo habían saqueado en 1860 y que otros invasores occidentales lo habían vuelto a arrasar hasta los cimientos cuarenta años después.
Según el señor Fu, las ruinas habían sido preservadas como un símbolo de la humillación de China a manos de los imperialistas occidentales. Nosotros lo vemos primero. Resulta patente que el señor Fu no está contento. Está pisando la nieve impacientemente y le salen pequeñas y rápidas nubes de vapor de la boca. Supongo que Xiao Wang estará en el coche con las serpientes con la calefacción puesta. Grito el nombre del señor Fu, le sonrío y lo saludo con la mano. Él me contesta levantando la barbilla. Ni siquiera saca las manos de los bolsillos. Es igual. Extraigo la cámara de la bolsa y me pongo a hacer fotos de las ruinas, a las que la nieve les confiere un aspecto todavía más desolado y dramático. Unos niños juegan junto al palacio. Sus mejillas sonrosadas hacen juego con sus abrigos y sus gorros rojos de lana. Apunto la cámara juguetonamente hacia Mengzhong y él me indica con un gesto que espere un momento. Se quita el abrigo y el sombrero y, antes de que pueda darme cuenta, está volando por los aires en una extraordinaria serie de piruetas, volteretas y saltos mortales. Al aterrizar en una de las columnas, está a punto de perder el equilibrio sobre la nieve resbaladiza. Abre los brazos y se ríe, una risa sincera y un poco ronca que parece salida directamente de la ópera de Pekín que vimos la otra noche. Hasta el señor Fu parece impresionado.
Yo aplaudo y Mengzhong sacude la cabeza, haciendo ondear su larga melena. Cuando desciende hasta donde estoy con una nueva serie de increíbles piruetas, yo ya estoy esperándolo con la cámara preparada. Gasto un carrete entero. Mengzhong se vuelve a poner el abrigo y le dice algo al señor Fu. Vuelvo a estar subida en la bicicleta. Estamos avanzando a toda velocidad por uno de los caminos que atraviesan el parque. Los dos estamos de muy buen humor. Casi nos caemos al pasar por una zona helada. Yo me río y lo abrazo todavía más estrechamente. No tengo ni idea de dónde se encuentra el señor Fu. No sé si nos está siguiendo o si Mengzhong ha quedado en volver a traerme después.
Llegamos a la entrada de un laberinto gigantesco. El emperador siempre se rodeaba de los mejores entretenimientos. Los muros grises de piedra del laberinto están coronados por casi medio metro de nieve. El laberinto parece muy popular entre los niños. Mengzhong le pone el candado a su bicicleta y compra dos entradas. Antes de que yo pueda reaccionar, entra corriendo en el laberinto y desaparece. Yo salgo corriendo detrás de él. Una y otra vez, llego a callejones sin salida, hasta que por fin choco con él al girar una esquina. Resbalo sobre el hielo. Él me sujeta y coge mis manos enguantadas en las suyas. Es un chico travieso. Lo veo en sus ojos. Yo también soy una chica traviesa, así que me pongo de puntillas y lo beso. Esta vez uso la lengua. A él no parece…, ¿cómo podría decirlo?, molestarle. Dice algo en chino. Yo lo miro sin entender nada y me río. Y él se ríe y mueve la cabeza de un lado a otro y yo digo Meng-joong y él dice Ju-li-a. Y ahora soy yo quien sale corriendo y es él quien me persigue por el laberinto. Al llegar a un callejón sin salida cojo a toda prisa un poco de nieve, hago una bola y se la tiro con todas mis fuerzas. Intento esquivarlo, pero él me consigue agarrar y los dos nos caemos al suelo. Estamos a punto de volver a besarnos cuando aparece un grupo de colegiales con unos extravagantes trajes rojos y rosas. Se ponen a dar saltos señalándonos con los dedos y gritando algo que supongo quiere decir: «Besucones, besucones, os hemos pillado». No hace falta decir que nos levantamos y salimos de ahí riéndonos como locos.
Cuando por fin llegamos al final del laberinto, encontramos una verja que da a un camino que sube por una pequeña cuesta. Subimos cogidos de la mano, pisando la nieve crujiente. Yo miro hacia atrás y creo ver al señor Fu entrando en el laberinto. Pero no estoy segura. Hay tanta gente que lleva las mismas gafas, la misma chaqueta azul y el mismo gorro… Cada vez nieva con más intensidad. Llegamos a la cima de la cuesta respirando dificultosamente. Nuestro aliento forma densas vaharadas. Nos acercamos a la pequeña arboleda que hay en el punto más elevado. Pronto nos estamos abrazando y besando furiosamente, saboreando el pato el uno en la boca del otro, intentando acariciarnos a través de ochocientas capas de ropa. Es una locura. Aunque estamos entre los árboles, nos podría ver cualquiera. Los árboles son pequeños y no tienen hojas. Además están bastante separados entre sí. Las risas y los gritos de los niños se oyen a lo lejos. ¡Es una locura! ¡Una locura! ¡Una locura! Casi no lo conozco y ni siquiera puedo hablar con él. Hace un frío de muerte y nos encontramos en un parque público en China en pleno día.
¡Por Dios santo! Y lo más probable es que el señor Fu esté buscándome. Se supone que, en cierto modo, estoy aquí representando a mi país, y estoy con un acróbata que encanta serpientes y come fuego y hace malabares con sables riéndose como un cantante de ópera y ¿acaso no es éste el momento más excitante de toda mi vida?
Él me desabrocha la ropa, me baja las cremalleras y tira hacia un lado y hacia el otro, hasta que por fin llega a mis pechos. La sorpresa del aire frío ya me ha puesto los pezones de punta antes de que él tire de ellos y los pellizque sin dejar en ningún momento de meterme la lengua hasta las amígdalas. Le rodeo el cuello con el brazo y entrelazo la mano entre sus lustrosas crines. Meto la otra mano debajo de su abrigo y le froto la entrepierna. A pesar de todas las capas que lleva, a pesar de los pantalones y de los calzoncillos largos, noto cómo el miembro se le levanta para decir ni jao. Cuando saco la mano, él me levanta y me apoya la espalda contra un árbol. Rodeándole el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, nos empujamos y nos frotamos con la pasión de dos adolescentes. Siento frío y estoy caliente y nerviosa, todo al mismo tiempo. Él me baja hasta el suelo y escarba a través de las capas de ropa hasta encontrar mi sexo jugoso y palpitante. Tiene los dedos sorprendentemente cálidos. La cabeza se me llena de imágenes del señor Fu, de policías con perros y, sí, claro, hasta de la plaza de Tiananmen. Me aparto de su beso y miro a mi alrededor. Milagrosamente, seguimos estando solos, aunque a lo lejos se siguen oyendo voces en chino.
Al volver a mirarlo, veo que, de alguna manera, Mengzhong ha conseguido sacarse el miembro de debajo de los pantalones y los leotardos y los calzoncillos. A pesar de la nieve, a pesar del frío, la tiene dura. Sin pensarlo dos veces, me agacho en la nieve y trago la espada del hombre que traga sables y encanto la serpiente del encantador de serpientes. Y a él le encanta que lo haga; de eso no hay ninguna duda. Al cabo de unos segundos, oigo al señor Fu gritando mi nombre. Asustada, levanto la cabeza y miro a mi alrededor, pero Mengzhong me empuja la cabeza contra su miembro. Yo estoy muy nerviosa y muy excitada. ¿Qué pasaría si nos descubrieran? Después de todo, estoy en un país comunista. ¿Astillas de bambú entre las uñas? ¿Latigazos? ¿Deportación para mí y trabajos forzados para él? Aunque casi me da vergüenza reconocerlo, todo eso sólo consigue que me excite todavía más. Él me levanta, me desabrocha el cinturón y me baja los pantalones hasta las rodillas sin dejar de besarme en ningún momento.
Yo estoy temblando tanto que mis rodillas se rozan entre sí, pero no sé si es debido al frío, al miedo o al deseo. Tengo la mitad del cerebro entre las piernas, justo donde están palpando sus largos dedos hiperactivos. La otra mitad, la más débil, está pensando en hombres uniformados, en las caras perplejas de pequeños niños chinos y en la expresión horrorizada del señor Fu. También estoy pensando en los dedos de mis pies que, a pesar de las botas, están tan fríos que me arden, si es que eso tiene algún sentido.
Mengzhong me abraza un poco más fuerte y besa con ternura los copos de nieve que me caen en las pestañas. ¿Cómo se dirá en mandarín: «Cariño, me parece que, dadas las circunstancias, deberíamos ir al grano y hacerlo lo más rápidamente posible. Siento congeladas las tetas y creo que eso que te cuelga de las pelotas es un carámbano»? Decido transmitirle un mensaje más fácil de comprender: tómame ahora mismo. Pero entonces me doy cuenta de que tenemos un pequeño problema de logística. Yo tengo los pantalones, y los leotardos y las bragas, a la altura de las rodillas, y para sacar aunque sea una sola pierna del pantalón tendría que quitarme las botas de cordones y los calcetines. Y, dado que nos pueden sorprender en cualquier momento, no tengo la menor intención de hacerlo. Creo que me conviene estar preparada para salir corriendo a la menor señal de una porra. Y; además, como me tumbe en la nieve, me voy a congelar el culo, literalmente. Pero Mengzhong ya ha pensado en todo. Me susurra algo en chino (seguro que se lo dices a todas las extranjeras), me da la vuelta, apoya una mano sobre mi cintura y me empuja la espalda hacia abajo, con suavidad, hasta dejarme en esa postura que en yoga se conoce, acertadamente en este caso, como la posición del perro.
Yo me agarro a la base de un tronco delgado. Él me rodea todo el cuerpo, como si fuera una tortita alrededor del pato, y desliza suavemente su cebolleta, no, su gigantesco puerro, en mi salsa de ciruelas. Me busca las tetas con una mano y el clítoris con la otra. A medida que me va penetrando, la cabeza se me llena de imágenes incongruentes de serpientes y policías y copos de nieve y el señor Fu y la piel dorada del pato. Apoyo una mano en el suelo para mantener el equilibrio y extiendo la otra hacia atrás para agarrarle la pantorrilla, dura y musculosa. Desde luego, es la pierna de un atleta, la pierna de un acróbata. Yo estoy temblando de gusto; su miembro me llena de placer. Pero no estoy segura de que vaya a poder correrme. Al menos no antes de que toda esa gente que estoy convencida que rodea la colina llegue a nuestro pequeño rincón de amor. Aunque estoy segura de que Mengzhong está esperando a que me corra antes de hacerlo él. Así que decido fingirlo.
No quiero gemir ni gritar ni hacer cualquier otra cosa que pueda atraer a las masas revolucionarias, así que me limito a cogerle la pierna todo lo fuerte que puedo y a arquear la espalda todo lo que me permite esta maldita postura, que realmente no es mucho, al tiempo que muevo la cabeza de un lado a otro. Eso parece convencerlo. Arremete contra mí hasta que, por fin, se dobla sobre mi cuerpo con un pequeño gemido. Nos vestimos bastante rápido, yo le presto mi cepillo, él me cepilla el pelo y yo cepillo el suyo. El grupo de colegiales que habíamos visto antes aparece gritando en lo alto de la colina justo cuando él me vuelve a estrechar entre sus brazos y la profesora nos dedica una afilada mirada de desaprobación. ¿Qué habría hecho si hubiera aparecido diez minutos antes? ¡Y yo que había comparado a Jake con un acróbata! ¡Ja! Jake no es más que un aficionado con un cuerpo razonablemente flexible y, eso sí, una moral muy, muy flexible. No debería ser tan dura con él. Estoy siendo injusta. Jake. ¡Te echo de menos!
Sea como fuere, volvemos en bicicleta hasta donde nos esperan el señor Fu, Xiao Wang y las serpientes. Mengzhong me sonríe y extiende la mano. Dadas las circunstancias, es todo lo que puede hacer, así que se la estrecho y le digo xaixai (gracias). Él se ríe, me responde xaixai, coge la bolsa con las serpientes, la abre para comprobar que están bien y pone cara de preocupación.
Después se encoge de hombros, se sube de un salto a la bicicleta y se va. El señor Fu me riñe por hablar con desconocidos: bla, bla, bla. Yo adopto un ademán contrito y hago como si le estuviera haciendo caso mientras me concentro en las sensaciones punzantes que me recorren todo el cuerpo. De camino al aeropuerto, le pregunto al señor Fu si el nombre de Mengzhong quiere decir algo. Él me dice que significa «en tus sueños». En mis sueños; desde luego que sí. ¿Desayuno? Eh, sí, gracias. Sí, sí. Supongo que me he quedado dormida. ¿Usted no? Mírame. Tengo las piernas cruzadas, apretadas, y me estoy dando placer.
Eres una guarra, Julia.
Sí. Yo también me alegro de haberte conocido, Mike… Lo siento. Mick. Por favor, que no le haya pasado nada a mis maletas. Me pregunto si me estará esperando Jake.
(Media hora después). Nada que declarar… Gracias.
¿Estará, no estará, estará, no estará, estará, no estará? ¡Vale ya, Julia! Estás obsesionada. Bueno, ya está. Espero estar guapa. Jake, Jake, Jake. ¿No está? No, definitivamente no está. Es igual. Dios mío, ¡si ésa es Philippa! Es única. Me pregunto qué la habrá animado a venir. Si ni siquiera tiene coche. ¡Philippa! ¡Gracias por venir, compañera! Sí, ha sido fantástico. Ya te contaré. ¿Y tú, qué tal estás? ¿Sin novedades? Bueno, al menos estás escribiendo, ¿no? Sí, me encantaría volver algún día. Me lo he pasado en grande.