VII. Múltiples opciones

Philippa se encontraba sentada en el borde de la piscina Boy Charlton, en Woolloomooloo, jugueteando con los pies en el agua. Llevaba un bañador Speedo negro de una sola pieza y estaba inclinada hacia adelante, apoyada sobre las manos, de tal manera que su escote luciera lo más posible. Y no es que quisiera llamar la atención de los jóvenes musculosos que había tumbados a su alrededor, tomando el sol de enero con los cuerpos marinados en Coppertone. Ésos sólo se fijaban los unos en los otros.

¿Dónde estaría Jake? Se echó un poco más de filtro solar en los hombros y miró por enésima vez hacia la entrada.

Cuando por fin apareció, avanzó despreocupadamente hacia ella con una sonrisa burlona en la cara, como diciendo: ¿qué más dará una hora de más o de menos entre amigos?

—Perdona el retraso —dijo mientras se desprendía de los pantalones vaqueros y de la camiseta. Llevaba el bañador debajo de los pantalones. Dejó la ropa amontonada, deslizó su alto y esbelto cuerpo dentro del agua, se sumergió un momento, reapareció y se sacudió el cabello—. Tenía que llevar a alguien al aeropuerto. —Le ofreció una mano a Philippa—. ¿No vas a meterte?

—¿Qué es eso que tienes en la mano? —Philippa desdeñó la mano extendida de Jake y se metió en la piscina.

—Un sello —explicó él—. Fui a un concierto el otro día. Me gusta coleccionar sellos. ¿Sueles ir a conciertos, Philippa? —Sonrió para sí mismo. Casi la llamó Norma.

—Sólo de vez en cuando —contestó ella pensando que Jake tenía una bonita sonrisa.

—¿Qué tipo de grupos te gustan? —preguntó él.

No se acordaba de si le había dicho que tocaba en un grupo. Esperaba que ella no le dijera que le gustaban los grupos cover. Los grupos cover eran para la gente del extrarradio que calzaba zapatos náuticos y para los pijos que se acababan de poner su primer aro en el ombligo. Podía aguantar casi cualquier otro tipo de música, excepto el country, a REM, y a las viejas estrellas de rock. Era una persona abierta. No le molestaba el último álbum de Tom Jones. y aunque le encantaría que a Philippa le gustasen los Nine Inch Nails, tampoco era tan importante; a las chicas casi nunca les gustaba su música.

—Los buenos —contestó ella y se alejó nadando.

Él la siguió sin mucha prisa. Jake pensaba que el exceso de ejercicio no era bueno para la salud. Prefería conservar sus energías para otras cosas más importantes, como la comida y el sexo. Después de un par de largos, se quedó descansando en la parte menos profunda de la piscina. Con los codos apoyados en el borde, observó cómo Philippa nadaba con enérgicas brazadas. Le agradaban los músculos bien definidos de sus brazos. Philippa se detuvo a su lado.

—Bonito estilo libre —la felicitó él.

—¿Y tú, qué estilo practicas? No sabría cómo llamado.

—Es mi propio estilo —contestó Jake—. Estilo sin prisas.

Ella se rió y lo salpicó. Él se sumergió y la cogió de los tobillos.

—¿Intentas ahogarme? —preguntó ella cuando los dos salieron a la superficie.

—Ya que eres escritora, se te podría ocurrir una manera menos trágica de decirlo.

—¿Cómo sabes que soy escritora?

—Me lo dijiste cuando nos conocimos en la fiesta.

—¡Ah! Así que me estabas escuchando. La verdad, no lo parecía —dijo Philippa. Después se dio un impulso y nadó otro par de largos.

—¿Adónde me vas a invitar a cenar? —la interrogó Jake cuando Philippa volvió a detenerse a su lado.

¿Quién ha dicho que lo voy a invitar a cenar?, pensó Philippa para sus adentros.

—¿Adónde quieres ir? —preguntó.

Al sitio más caro que te puedas permitir, pensó él. Aunque parezca un pordiosero, tengo un paladar de lo más sofisticado.

—A donde tú quieras —repuso—. A algún sitio que no sea muy caro. Soy fácil de complacer.

—¿Tienes coche?

—Creo que sí.

—¿Cómo que crees que sí?

—Están a punto de embargármelo —explicó él—. Pero no creo que me lo quiten esta noche. Además, se me ha olvidado informar a la policía sobre su paradero actual.

Philippa lo pensó unos instantes. Se acordó de que días atrás, en la oficina postal, Helen le había propuesto ir al parque Nielsen. Le sugirió a Jake que comieran algo y que fueran a dar un paseo por el parque.

—¿Un paseo? —dijo él—. Eso lo hacen los viejos. Mis padres dan paseos. Por cierto, ¿cuántos años tienes, Philippa?

Philippa arqueó una ceja, sorprendida.

—Si lo prefieres, puedes llevarte los patines —contraatacó ella con tono hostil—. ¿Cuántos años tienes tú, Jake?

—¿Es chulo el parque ése? —Jake siempre había pensado que la mejor defensa era cambiar de tema.

—Depende de lo que quieras decir exactamente con eso de «chulo». Está cerca del mar, así que corre una brisa muy agradable. Aunque no creo que nos vayamos a encontrar con Tex Perkins. Eso sí, a veces se ve por el parque a Hugo Weaving.

—¿El tío que apareció en Priscilla?

—Exactamente.

—Entonces me parece bien.

Se quedaron un rato más en la piscina, luego se ducharon y se vistieron. En el restaurante marroquí de Darlinghurst, Philippa observó maravillada cómo Jake limpiaba los últimos restos de cuscús de su plato con una rebanada de pan turco. Era increíble todo lo que podía comer un chico tan delgado. Cuando llegó la cuenta, Jake se excusó para ir al baño. A su regreso, le agradeció a Philippa la invitación y le cogió la mano encima de la mesa. Vaya cara más dura, pensó la joven, pero sólo dijo:

—De nada.

Después apartó la mano y sugirió que fueran yendo hacia el parque. Paseando por la playa, encontraron un sitio apartado entre las piedras desde donde se veía una bellísima panorámica de la ciudad reflejándose sobre el agua con la puesta del sol. Philippa se sentó con las manos alrededor de las rodillas. Jake se recostó, en un ángulo casi perpendicular a ella, con los tobillos cruzados y la cabeza rozando el muslo de la joven.

—¿Tienes novio, Philippa? —preguntó después de unos segundos de silencio.

—No exactamente —contestó ella. Las chicas no se consideraban como novios, ¿no?

—¿Y tú, estás saliendo con alguien?

—No. La verdad es que no —repuso él—. Bueno, estaba medio saliendo con una chica. Pero se ha marchado y, además, no era nada serio. —Inclinó la cabeza hacia atrás para observar cómo reaccionaba ella. Desde luego, Philippa era una chica dura de pelar. Resultaba mucho más dificil de descifrar que Julia, sobre todo mirándola al revés—. Ella también era mayor. Me gustan las mujeres mayores.

Volvió a su posición original y se quedó mirando el cielo.

—¿Y eso por qué, Jake?

—No sé. Puede que sea porque me entendéis mejor —le dijo a la luna. Me gustan las mujeres que tienen las ideas claras.

Y dinero, claro, pensó Philippa.

—¿Crees que todas las mujeres mayores tienen las ideas claras? —le preguntó ella.

Esto cada vez se estaba poniendo más complicado, pensó Jake. Se dio la vuelta, se incorporó hasta quedar sentado y la miró a los ojos con toda la intensidad de la que era capaz con el estómago lleno.

—No. Pero creo que tú sí.

Philippa lo miró con los ojos entrecerrados. Por un momento, esbozó una sonrisa en las comisuras de los labios.

—¿De verdad? ¿Y eso por qué?

La dureza de los ojos grises de Philippa le resultaba desconcertante a Jake. La joven empezaba realmente a inquietarlo. Él era un poco vago en sus hábitos. No se le había ocurrido pensar que Philippa podría acabar interesándole; lo único que buscaba era una comida gratis y, posiblemente, algo de sexo. Con Julia se había divertido, pero nunca le había resultado particularmente interesante. Además, lo de Julia empezaba a tener el inconfundible aroma a levadura de una relación cada vez más inflada y lista para el horno, y, desde luego, a él no le atraían en absoluto las relaciones serias. Era lo que podría llamarse una persona contraria por naturaleza a comprometerse.

—Es la impresión que me da —contestó Jake.

Una ráfaga de viento le levantó el cabello, de tal forma que tres de sus tirabuzones de rasta se le juntaron encima de la cabeza apuntando al cielo. Philippa no pudo contener una carcajada.

—¿Qué pasa?

—Nada. Me parece que te ha salido un cuerno en la cabeza.

Philippa giró la cabeza hacia el mar para esconder su sonrisa. Jake se llevó una mano a la cabeza, pero el pelo ya había regresado a su posición normal. No entendía de qué se reía ella.

No quedaba prácticamente nadie en la playa. Sólo se oía el sonido de las olas rompiendo debajo de ellos y alguna frase suelta que viajaba con la brisa desde el camino más cercano a la roca en la que estaban. Era como si un silencio sobrenatural se hubiera apoderado del parque.

Cuando Philippa volvió a mirar a Jake, no se le pasó por alto la perplejidad de su semblante. Pretendía ser un tipo insensible, pero había cierta vulnerabilidad en él que resultaba atractiva.

Jake se acercó un poco a ella para tantear las cosas. Los ojos de Philippa parecían un poco menos fríos. Pensó que todo en ella era gélido por naturaleza, desde el suave brillo de su piel de alabastro hasta la textura de sorbete de sandía de sus labios. Bajó los ojos hasta su boca, deseoso de probarla, y luego los volvió a subir, hasta encontrar su desconcertante mirada. Se acercó un poco más. Ella no se apartó, pero tampoco hizo ningún ademán de acercarse a él. Jake volvió a mirarle la boca y creyó ver la sombra de una ligera sonrisa. ¿Se derretirían sus labios bajo los suyos? ¿O acaso se burlarían de él? La volvió a mirar a los ojos; su dureza parecía haberse transformado en un manso océano invernal. ¿Debía lanzarse ya? Un tirabuzón de pelo le cayó delante del ojo izquierdo. Jake sacó la mandíbula hacia fuera y sopló. Pero era un mechón bastante pesado y, aunque se balanceaba juguetonamente con sus soplidos, como si fuera una cometa, se negaba a volver al sitio del que había venido. Decidió no hacerle caso, pero no es fácil desdeñar una gran raya borrosa que te corta en dos el campo de visión. Olvídalo, Jake. Volvió a concentrarse en los labios que tenía delante. Sí, parecían esbozar una sonrisa. Una vez más, la miró a los ojos buscando algún tipo de señal. Ella bajó un poco los párpados. El mar parecía ir calentándose poco a poco. Jake bajó los ojos y miró los labios. Miró los ojos, miró los labios. Los ojos, los labios, los ojos, los labios. Cada vez le parecían más tentadores. O ahora o nunca, pensó. Se subió a su trampolín mental, flexionó las rodillas, respiró hondo, cerró los ojos y se lanzó. Sus labios fueron a parar suavemente sobre los de ella.

No hubo reacción. Para ser exactos, no hubo una reacción positiva, aunque tampoco hubo una negativa. Era como si estuviera besando a una estatua.

Una gaviota graznó y se lanzó al mar en picado. En el camino que pasaba por detrás de la roca, la arena crujió bajo unas sandalias.

—Mamá, ¿qué hace esa gente? —preguntó una voz de niña, pero las rápidas pisadas desaparecieron en la distancia.

Jake cada vez se sentía más tonto. Fueron pasando los segundos. Debería hacer algo más: rodearle la cintura con la mano, besarla con más ímpetu o retirarse ahora que todavía estaba a tiempo. Por alguna razón, le apareció en la cabeza la imagen de su amplificador. Estaba roto y era preciso conseguir arreglarlo antes del concierto que tendría lugar dentro de dos semanas en el Sando. Le iba a costar por lo menos cien dólares. Vaya timo. ¿De dónde iba a sacar él cien dólares? Desde luego, no se los iba a sacar a ninguno de sus compañeros de grupo; contaban con menos dinero todavía que él, si es que una circunstancia tan triste como ésa era posible. Debería haberle pedido el dinero a Julia. Julia. Philippa. De repente se acordó de la situación en la que se encontraba.

¿Qué estaba pasando? Abrió los ojos para ver si la cara de Philippa le daba alguna pista. Tenía los ojos cerrados. Jake pensó que era una buena señal.

Se estaba precipitando. No tenía que ser necesariamente una buena señal. En este caso sólo quería decir que Philippa estaba reflexionando. Philippa no se dejaba impresionar tan fácilmente como Julia. Además, tardaba bastante en reaccionar cuando estaba con un hombre. Aunque, claro, ella no estaba comparando lo que tardaba ella con lo que tardaba Julia. No lo estaba comparando porque no tenía ni idea de lo pertinente que era la comparación. Y si lo hubiera sabido, no habría tardado ni un segundo en reaccionar; Philippa no era de las que se ligaban a los amantes de sus amigas.

Realmente, Philippa se estaba debatiendo entre dos pensamientos. Primer pensamiento: le gustaba Jake. Estaba chiflado. Era un chico muy atractivo y sensual, con un sentido del humor seco y extravagante. A ella le agradaba que fuera descarado y presumido y le hacía mucha gracia su estilo descuidado y poco constante. Segundo pensamiento: problemas. El mozo era un liante de mucho cuidado. Sus sistemas de alarma estaban sonando como si fueran un detector de humo en el infierno. ¿De verdad necesitaba complicarse más la vida?

Justo cuando ganaba fuerza en su cabeza la posibilidad de una retirada táctica, Jake percibió un ligero movimiento en los labios de Philippa. Perseveró.

Claro que tampoco tenía por qué ser una relación demasiado seria, pensó Philippa. Él era diez años más joven que ella, y con toda seguridad tampoco le agradarían las relaciones serias. Podrían vivir una aventura de una sola noche. Ella no tenía nada en contra de un poco de sexo informal y discreto de vez en cuando. Pero, un momento, ¿y si después resultaba ser un amante excelente? ¿No desearía entonces pasar otra noche con él? ¿Y si la segunda noche también resultaba ser un éxito y luego no se volvían a ver más? Las aventuras de dos noches son mucho peores que las de una. Las aventuras de una noche son precisamente eso. Te despiertas por la mañana y le miras a la cara. Si los dos piensan «uf», el equipo visitante se viste y se va y el equipo local se ducha y prosigue con su vida. Pero si los dos piensan «vaya, vaya», vuelves a hacer el amor antes de irte. Después él no llama o tú no llamas o tú llamas o él llama y discutís y el disgusto se te pasa al poco tiempo. Pero las aventuras de dos noches son más dolorosas. Para ti ya es una relación, pero para él sólo es una coincidencia. Tú ya se lo has contado a tus amigas y él ya está buscando otra mujer con la que acostarse.

Dios mío. De repente, Philippa se dio cuenta de que Jake estaba aguantando la respiración.

Él empezaba a sentirse mareado. Philippa apretó los labios contra los de él. Jake soltó el aire por la nariz lo más despacio que pudo, y ella sintió su aliento trémulo haciéndole cosquillas en la comisura de los labios. Intentando respirar con normalidad, él también apretó los labios contra los de ella.

Tampoco convenía olvidar el problema de la diferencia de edad entre ellos dos. Philippa no sabía muy bien qué pensar de eso. Julia siempre comentaba que los hombres jóvenes eran maravillosos y contaban con muchos puntos a favor. Eran juguetones, dulces, tenían tiempo libre para cortarse las uñas en la cama o para instalar juegos en el ordenador, poseían sentido de la aventura y siempre se podía confiar en sus erecciones. Con ellos, no tenías que pasarte la mitad del día curando las heridas provocadas por otra mujer o intentando simpatizar con la actitud cínica y hastiada de todos los hombres maduros. Además, Julia decía que con un hombre joven se podía triunfar profesionalmente sin que él lo interpretara como una amenaza para su estatus.

Philippa era perfectamente consciente de las virtudes de las mujeres jóvenes, pero cuando se trataba de hombres solía preferirlos un poco mayores, más desinhibidos, más experimentados. En cualquier caso, ese algo travieso que tenía Jake la atraía enormemente. Desde luego, sería una tontería tomar una decisión basándose en una serie de principios abstractos. No le gustaba comportarse según un patrón preestablecido. En cuanto se daba cuenta de que estaba siguiendo algún tipo de patrón intentaba quebrantarlo.

Cuando Philippa abrió ligeramente los labios para mordisquear los suyos, un temblor del 5,6 en la escala de Richter sacudió el plexo solar de Jake y se extendió por su pecho hasta alcanzar sus extremidades, incluida la más importante de todas, la quinta. Temblando, Jake suspiró en la boca de Philippa y empezó a mordisquearla ansiosamente.

Claro que, si se sentía tan atraída hacia Jake, lo más probable sería que acabara deprimiéndose si lo suyo resultaba ser una aventura de una sola noche. Después de todo, es posible que esto no fuese tan buena idea. Ordenó a sus labios que se estuvieran quietos mientras repasaba sus múltiples opciones, y, además, ¿por qué tenía tanta prisa la gente hoy en día? ¿Por qué era inevitable que surgiera siempre el tema del sexo en la primera cita? Aunque también era verdad que había sido ella quien lo había llamado a él y le había sugerido que fueran al parque. Todo el mundo sabía a qué iban las parejas al parque Nielsen: a darse el lote. Y se suponía que ella era una mujer desinhibida. ¡Si hasta estaba escribiendo una novela erótica! Cómo podía ser tan hipócrita.

Jake sintió un cosquilleo doloroso subiéndole por la pierna izquierda y por la mano derecha, que sostenían todo el peso de su cuerpo. Además, estaba convencido de que un mosquito le estaba picando en el brazo izquierdo. Pero no se atrevía a moverse. Ella todavía no había reaccionado a su último mordisquillo, y eso le preocupaba. Puede que estuviera yendo demasiado de prisa. Puede que Philippa no fuera el tipo de chica que se acostaba contigo en la primera cita. Puede que tuviera que concederle un poco más de tiempo. No pasaba nada. A él no le importaba; se lo estaba pasando bien. Aunque lo de que escribiera novelas eróticas pudiera inducir a error. Es decir, ¿por qué iba a decirle ella eso a nadie si no pretendía incitarlo a algo? Se le ocurrió que él podía formar parte del proceso de investigación previo a la escritura de la novela. La idea le pareció bastante atractiva. Por otro lado, se preguntó qué tal escribiría. La verdad, la literatura erótica que había leído no le había impresionado demasiado. Siempre le parecía que era o demasiado húmeda y rebuscada o desagradablemente fría y brutal.

Jake renunció momentáneamente a los labios de Philippa. Le acarició los mofletes con los suyos, jugueteó con su barbilla y le flotó el cuello con el pelo. De paso, consiguió apartarse el maldito tirabuzón que tenía delante de la cara. A ella pareció gustarle el cambio; respondió acariciándolo juguetonamente.

O, a lo mejor, ella sólo estaba aprovechando la oportunidad para estirar un poco el cuello. Jake empezaba a preguntarse si habría cometido un error. Quizá no fueran sólo sensaciones equívocas. Tal vez el problema residiera en que ella era una mujer pasiva. Él no podía soportar a las mujeres pasivas. Se sentía orgulloso de ser un hombre sensible, un hombre de los noventa, criado en la era del feminismo. Le complacía que las mujeres participaran activamente en todo.

Los tirabuzones de rasta parecían algodón contra la piel de Philippa. A ella le fascinaba el cabello de rasta. Había leído en algún sitio que una persona pierde aproximadamente seis mil pelos al año. Y a diferencia de otros estilos, en los que los cabellos muertos acaban pegados a la ropa, flotando en la sopa, incrustados en el teclado del ordenador, entre los dientes del peine o en grandes bolas en las cañerías, en el caso del peinado rasta todos ellos permanecían apelmazados junto a su dueño.

Le gustaba el concepto. En cierto modo, era un poco como tener la memoria perfecta, una memoria que no olvidara ninguna experiencia, que preservara cada hilo del pasado y lo entretejiera con el presente. Así es como veía Philippa la sexualidad. Cada experiencia aislada se adhería a tu conciencia sexual para siempre. Cada vez que te acostabas con alguien, llevabas contigo a todas las demás personas con las que habías estado. Cada caricia era la expresión de toda una historia de caricias.

Aunque, por otra parte, tenía sus dudas respecto al lado práctico. Según su peluquera, había personas con peinados de rasta que creían que no hacía falta lavárselo nunca. Por lo visto, en más de una ocasión, cuando había cortado cabellos de ese tipo, se había quedado asustada por el fétido olor a cuero cabelludo, casi hasta el punto de desmayarse. Philippa se preguntó si Jake se lavaría el pelo. Inspiró con fuerza por la nariz. La verdad es que el pelo le olía bastante bien. Y él también olía bien. Olía a piel tostada al sol con un ligero perfume a sudor de hombre joven.

De repente, Philippa no se explicó por qué se había estado mostrando tan pasiva. Sin esperar ni un momento más, presionó su boca sobre la cara de Jake, probó el sabor de la suave pelusa que cubría sus mejillas, le lamió la punta de la nariz, le chupó la clara línea de las cejas y las pestañas. ¡Los zapatos de tacón de aguja del capítulo cinco! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? No podían hacer ruido sobre una alfombra. Tendría que quitar las alfombras de la posada victoriana: Se hizo una anotación mental para cambiarlo en cuanto llegara a casa. Después hizo un esfuerzo para alejar de su mente todos los dilemas que la poblaban y le tendió la mano a Jake para que se acercara más a ella. Y así era exactamente como quería estar Jake: cerca de ella. El repentino florecimiento del deseo de Philippa permitió que Jake se relajara y se dejara llevar por las dulces sensaciones que le provocaban la lengua y los labios de ella. Philippa sumergió la cara en su pelo, tímidamente al principio, con gran ímpetu después. Luego se concentró en su oreja, explorando sus cavidades con la lengua, mordiéndole el lóbulo, y descendió lentamente por su cuello, dándole suaves mordiscos, hasta llegar a la nuez.

Cuando volvió a su boca, él la esperaba con los labios separados. A estas alturas, ya no había peligro de que ningún pensamiento racional se interpusiera entre los dos. Bebieron ávidamente de sus bocas. Las sensaciones de Philippa se concentraron alrededor de su sexo, que empezaba a humedecerse. La erección de Jake resultaba patente contra sus pantalones vaqueros. Dos pares de manos exploraron debajo de las camisas y los pantalones, y la oscuridad de una noche sin luna les sirvió de cobijo mientras se retorcían encima de la dura roca. Follaron con la ropa medio puesta, medio quitada, un calcetín por aquí, una manga por allá; fue un coito salvaje, animal, magullador. Se olvidaron por completo de la dureza de la roca en la que estaban y de los posibles transeúntes. Se olvidaron por completo de todo lo que no fuera su crudo deseo. Al acabar, se quedaron como estaban, jadeando, exhaustos, con Philippa tumbada en los brazos de Jake.

Jake cogió sus pantalones y se los puso debajo de la cabeza. Después se desplazó un poco para atenuar el dolor que le causaba una piedra que se le estaba clavando en las caderas. De repente algo resbaló por las rocas y cayó al mar con un débil sonido.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Philippa entrelazando los dedos en los tirabuzones de Jake. Realmente, no quería que se tratara de una aventura de una sola noche.

—No lo sé —contestó Jake mientras intentaba no hacer caso de la piedra que sentía debajo del hombro—. Creo que le he dado una patada a algo. Sería una piedra.

—No ha sonado como una piedra —comentó Philippa.

—Puede que tengas razón —admitió Jake.

Al poco tiempo, iban caminando cogidos de la mano por el oscuro sendero. Jake iba descalzo. Tenía una sola bota cogida en la mano.

Más abajo, la otra bota se asentaba sobre el fondo del mar.

A la mañana siguiente, Philippa se despertó primero.

Estaba hecha un ovillo en un rincón de la cama, que Jake ocupaba casi por completo, tumbado como estaba con los brazos y las piernas extendidos. Su pelo de rasta se había apoderado de las almohadas. Philippa intentó recuperar un poco de territorio a base de pequeños empujones, pero no lo consiguió. Es curioso lo pesada que puede resultar una persona tan delgada. Por fin, se dio por vencida, se levantó de la cama, se puso una camiseta y unos pantalones vaqueros y bajó a la tienda de la esquina a comprar leche, croissants frescos y unas uvas; grandes y moradas. Al volver, se quitó la ropa, se puso un pareo y se sentó en el salón, que también hacía las veces de estudio. Estuvo comiendo uvas y hojeando el periódico del domingo mientras esperaba a que Jake despertara.

Cuando, por fin, se despertó, Jake se rascó la cabeza y se estiró mientras intentaba recordar dónde se encontraba. Vio las pilas de libros que había al lado de la cama. Ya sé, Philippa, la escritora. Bostezó, se puso una toalla en la cintura y fue al baño. Después fue a buscarla. Alertada por los ruidos que salían del baño, Philippa había adoptado la posición más seductora posible en el sofá. Él sonrió al verla. Escogió un compact disc de los Gadflys (después de todo, estaba de acuerdo con su gusto musical) y lo puso en el estéreo.

«Ahora vamos hacia las estrellas y aspiramos a alcanzar el sol; es la hora de levantarse y brillar», cantaban los Gadflys. Era la música perfecta para el día siguiente. Jake se acurrucó junto a Philippa, se metió una uva en la boca y se inclinó hacia adelante hasta poner sus labios justo encima de los de ella. Entonces mordió la uva y el jugo cayó desde su boca a la de Philippa. Jake le lamió el jugo de la barbilla. «Sonríe para mí y dime que eres mi amigo».

—¿Eres mi amigo, Jake?

—¿Tú qué crees?

Ahora fue ella quien cogió una uva. La masticó hasta convertirla en pulpa y lo besó con la boca abierta, empujando la pulpa y el jugo desde su lengua a la de Jake. De esta manera se comieron casi un racimo entero de uvas. Philippa, que se sentía traviesa, cogió cuatro uvas y se las introdujo, una a una, en el sexo. Después abrió las piernas.

—¿Te gusta bucear en busca de perlas? —preguntó con una sonrisa mientras se recostaba en los cojines.

Jake era un gran buceador. Masticando las uvas, se volvió a sentar, le cogió un pie a Philippa y empezó a chuparle los dedos, lamiendo los huecos que había entre ellos con su lengua húmeda y blanda. Philippa jadeaba de puro placer.

Jake sonrió y se relamió.

—¿Verdad que es un poco como andar descalzo por el barro? —dijo devolviendo el pie de Philippa al sofá y cogiéndole el otro.

«Hay algo sobre ti. Dondequiera que vayas, pronunciaré tu nombre en voz baja». Indefensa ante tanto placer, Philippa extendió una mano hacia Jake y le quitó la toalla. Cayeron tan rápido sobre la alfombra que ella apenas consiguió coger el condón que tenía escondido entre las uvas. Jake puso los pies de Philippa sobre sus hombros y la penetró al ritmo de la canción. «Y no tengo nada que decir. Tienes que arriesgarte conmigo y ver lo qué pasa, y ver lo qué pasa». Ver lo que te pasa. Pero los sistemas de alarma de Philippa estaban desconectados. Puede que la noche anterior hubiera captado la ironía en la letra de la canción. Pero, ahora, tal como estaba, meciéndose debajo de este carismático semidesconocido, con una canción de amor en el aire y el cerebro lleno de hormonas, sus sistemas de alarma suman una severa avería temporal.

Después, mientras yacían acurrucados sobre la alfombra, Philippa miró hacia arriba, más allá de Jake. ¿Era la cara de un hombre lo que veía en la ventana del edificio de enfrente? Qué raro, pensó, ese piso lleva años vacío. ¿Cuánto tiempo llevaría allí? ¿Qué habría visto? Se movió un poco para poder ver mejor, pero Jake volvió a besarla. Cuando volvió a mirar, el hombre, si es que alguna vez hubo un hombre, ya no estaba.

—¿Qué miras? —preguntó Jake.

—Nada.

Él se encogió de hombros.

—¿Te importa que me duche?

—Claro que no —contestó ella siguiéndolo hasta el cuarto de baño.

Al salir de la ducha, prepararon café y se lo bebieron con los croissants en el sofá. Después de dos croissants normales y uno de almendras, Jake se dio unas palmaditas en el estómago y apoyó un brazo sobre los hombros de Philippa.

—Estaba pensando una cosa, Jake —dijo Philippa con cierta inquietud—. Ayer, cuando quedamos en la piscina, ¿venías de despedir a la mujer con la que estabas saliendo?

—Supongo que sí.

—¿Cómo que supones?

—Supongo.

—¿Adónde iba?

—A China.

—¿De verdad? A lo mejor iba en el mismo vuelo que Julia, una amiga mía que es fotógrafa. Eso sí que sería una coincidencia. Es posible que la vieras en el aeropuerto. Es bajita, delgada, morena, con el cabello oscuro y largo, y suele ir vestida de negro.

Jake se atragantó con el café y tosió violentamente. Philippa, preocupada, le dio unas palmadas en la espalda.

—En realidad, no me suena —repuso Jake encogiéndose de hombros mientras su cerebro pensaba a toda velocidad. Bueno. Me quedan tres semanas con Philippa. Luego nos diremos adiós. Tres semanas es más que suficiente: es prácticamente una eternidad.

O tal vez lo que sucedió fue lo siguiente:

—¿Adónde iba?

—A China.

—¿De verdad? ¿Y a qué va a China?

—Es fotógrafa. Va con un programa de intercambio cultural.

—Ah, ¿sí? —dijo Philippa ocultando sus emociones—. ¿Cómo se llama? —Julia. La conocí en la misma fiesta que a ti.

Philippa necesitaba un poco de tiempo para asimilar lo que había oído.

—Oye, Jake, no quiero ser grosera, ni nada parecido, pero tengo que ponerme a trabajar.

—Pero si hoy es domingo.

—Ya lo sé. Es el día que dedico a escribir la novela.

O, a lo mejor, lo que ocurrió fue lo siguiente:

—¿Adónde iba?

—A no sé dónde.

—¿Eso es un sitio?

—Sí —repuso Jake acomodándose sobre el regazo de Philippa—, es un sitio. —Le levantó el pareo por encima de las rodillas, dejando sus muslos al descubierto, y la fue besando cada vez más arriba—. Pero yo prefiero este otro sitio.