—No, nunca se sabe —contestó Alexi—. Sobre todo hoy en día. Pero sospecho que no es gay. Y si es así, guapa, es todo tuyo.
—No, por Dios, querido. No podría. Desde luego, esta mañana no —se quejó Chantal.
Alexi miró su reloj.
—Ya es por la tarde, querida.
Chantal puso los Ojos en blanco.
—Hazme un favor, encanto —le dijo—. Tráeme un Alka-Seltzer. En una copa de champán. Así nadie se dará cuenta.
—Claro, mi amor. Seremos sumamente discretos.
Alexi se agachó para darle un beso en la mejilla a Chantal y desapareció entre los numerosos invitados que circulaban por la mansión. Era domingo por la tarde y se encontraban en una fiesta en Paddington, en la terraza de la magnífica residencia de un pintor de muchísimo éxito que firmaba sus cuadros «oo» y al que sus amigos conocían como Finn, o sea, «infinito» abreviado. La mujer de Finn, Myrna, que era escultora, vivía en el cuarto piso. El amante gay de Finn, Craig, que además posaba como modelo para Myrna, era el amo y señor del tercer piso. Con su temática «retro kitsch» y sus colores estridentes, los cuadros de Finn acababan de aparecer en un reportaje fotográfico de la revista de Chantal («¡Hoy no es más que ayer!»). El jardín de la mansión estaba poblado de árboles y de flores exuberantes y salpicado de fuentecillas para pájaros con angelitos de piedra orinando chorritos de agua. Un niño gay vestido con un chaqué de flores charlaba amenamente con una mujer de setenta años vestida con un traje azul eléctrico, autora de una colección de muy alto voltaje, y de mucho éxito, de novelas eróticas góticas. Marchantes de arte elegantemente vestidos bebían cócteles de champán y criticaban las galerías de Londres, y de París y de Nueva York, o de dondequiera que acabaran de llegar. En la fiesta había numerosos artistas con camisetas hechas jirones que colmaban sus platos una y otra vez con salmón, caviar y los otros manjares que ofrecía el bufet.
Chantal se hallaba sentada en un banco de hierro, como si fuera un pájaro, a la sombra de una pérgola cubierta por una planta con flores malvas. Su vestido de raso plateado, de última moda esa temporada, resplandecía cuando los rayos del sol de la tarde traspasaban la sombra de las flores. Alexi le había vuelto a teñir el pelo de rubio, manteniendo las raíces oscuras para darle esa apariencia informal que estaba tan de moda. Antes de salir, Alexi le había desarreglado el pelo artísticamente y luego lo había fijado con gel. Pero Chantal no estaba en condiciones de recrearse en su propia apariencia ni en su impacto sobre los demás. Había algo en su aura y en la postura ligeramente a la defensiva que había adoptado que mantenía lejos de ella a los desconocidos que en otras circunstancias se habrían acercado a ella.
Se sentía horriblemente mal. Escondía los ojos, enrojecidos y doloridos, detrás de unas Ray Bans; casi creía poder seguir el pulso de sus nervios ópticos hasta llegar a su estómago revuelto. La cabeza le retumbaba como si fuera una de las horribles canciones del disco compacto de los Nine Inch Nails que su último novio insistía en poner mientras hacían el amor; esa relación no había durado mucho. Chantal levaba una tonelada de maquillaje para cubrirse las ojeras. Demasiado alcohol, demasiado poco sueño y, sobre todo, la conmoción de… ¿cómo describir lo que había ocurrido la noche anterior? La conmoción de lo viejo. Sí, eso es lo que era. ¿Dónde diablos estaría Alexi con el Alka-Seltzer?
Alexi estaba en la cocina ligando con el ayudante del jefe del catering tailandés.
Tenía que haberle pedido que además le trajera una aspirina. ¿Por qué se habría dejado convencer para venir a la fiesta? Cuando le contó a Alexi lo que había pasado la noche anterior, él insistió en que viniera. Le dijo que le haría sentirse bien, que le ayudaría a quitárselo de la cabeza. Además, era ella la que estaba invitada a la fiesta y él tenía muchas ganas de venir.
Chantal miró a su alrededor con los ojos entrecerrados detrás de las gafas de sol. Realmente, en Sydney, el sol brillaba demasiado. Tanta luz resultaba obscena. ¿Por qué no filtrarían la mayoría de los rayos con paneles de energía solar para dejar solamente los necesarios para el uso general? ¿Por qué no viviría en Melbourne? Claro. Se acababa de acordar: en Melbourne había demasiados poetas. Se colocó las gafas y se preguntó si su aspecto sería misterioso o si, al contrario, parecería tan abatida como se sentía.
Bernard, un hermoso gato birmano que hasta ahora había evitado escrupulosamente todos los intentos de los invitados deseosos de manosearlo y subirlo a su regazo, se acercó a los pies de Chantal y la miró con sus calculadores ojos azules. Estiró las patas delanteras, clavó las uñas en el suelo y levantó el trasero hacia el cielo. Le gustaba la mujer que tenía delante y, como a tantos otros de su género, no le parecía que fuera necesario ser presentado formalmente antes de lanzarse a por ella. Se agachó, saltó y aterrizó en el regazo de Chantal.
—¡Por favor! —bufó Chantal mientras el macho le clavaba las uñas de sus garras marrones en los adornos de encaje del vestido y tiraba de ellos—. ¡Eso con lo que estás jugando es un auténtico Richard Tyler, maldito felino! —exclamó ella—. ¡Largo de aquí! —Cogió a Bernard por el pescuezo, desenganchó las uñas del vestido y lo tiró al suelo. Sacudiendo la cabeza, Chantal se inspeccionó minuciosamente el vestido en busca de posibles daños. Mientras tanto, el gato se había hundido hasta los tobillos en el fertilizante mojado de las plantas en las que había aterrizado. Bufó con enfado, estudió sus opciones y volvió a abalanzarse sobre ella. Esta vez, cuando Chantal intentó cogerlo, Bernard se revolvió y le mordió la mano. Antes de que Chantal pudiera tomar represalias, el felino huyó con un ágil salto; ella se quedó mirando las marcas rojas que tenía en la mano y las huellas de barro del vestido. A una distancia segura, Bernard le dio la espalda y se lamió las pezuñas. ¡Mujeres! De ahora en adelante se limitaría a pájaros y ratones.
—¡Chantal! —Al levantar la cabeza, Chantal vio a Philippa acercándose a ella con esa extraña manera de caminar que tenía, con el bolso rebotando sobre las caderas y una gran sonrisa en su rostro—. ¡No esperaba verte aquí!
Chantal consiguió esbozar una sonrisa.
—Hola, querida —dijo ella—. Yo a ti tampoco.
Philippa se sentó a su lado y se dieron un beso en las mejillas.
—No sabía que conocieras a esta pandilla —le comentó Philippa.
—¿Verdad que son unos impresentables? —Chantal hizo una mueca mientras miraba a su alrededor—. Los conozco de la revista. ¿Y tú?
—Myrna vino durante algún tiempo al taller de escritura. Solíamos tomarnos un café una vez finalizado el taller. Pero luego decidió que el lenguaje no era un medio de expresión suficientemente plástico para ella y lo dejó. Pero hemos seguido en contacto. —Levantó la mirada—. Oye, ¿ése no es Alexi?
—Gracias a Dios. Ha ido a por una copa.
—¿Qué tal, Alexi? —lo saludó Philippa con entusiasmo.
—Hola, preciosa —contestó Alexi mientras le pasaba la copa de champán a Chantal y le mandaba un besito a Philippa.
—Champán. Qué rico. Creo que yo también voy a tomarme una copa —dijo Philippa—. Ahora mismo vuelvo.
Cuando se quedó a solas con Alexi, Chantal puso cara de enfado.
—¿Dónde estabas? —se quejó mientras bebía el líquido burbujeante. Después se tapó la boca con una mano para disimular el eructo que le produjo el antiácido espumoso.
—Muy bonito —comentó Alexi—. Qué señorita tan fina.
—Cállate, Alvin —contestó ella con una sonrisita, sintiéndose ya un poco mejor.
—¡Shhh! —Alexi miró nerviosamente a su alrededor. No lo había oído nadie. Puso cara de pocos amigos—. ¡Nunca, nunca me llames así en público, querida! Ya sabes lo sensible que soy respecto a eso. —Chantal era una de las pocas personas, sólo tres o cuatro en todo el universo, incluyendo a sus padres, que sabían cómo se llamaba de verdad Alexi—. Aunque no te lo merezcas —dijo él—, te he traído una aspirina. Aunque debería dejarte sufrir. —Sacudió el puño apretado delante de ella. Chantal le cogió la mano, se la abrió, se la acercó hasta la boca y le lamió la píldora de la palma de la mano. Un camarero pasó al lado de ellos con una botella de champán. Chantal levantó su copa vacía. Un poquito de Moet para ayudar a bajar la aspirina. Empezaba a recuperar la forma.
Philippa regresó con una copa alta de champán y una bandeja de canapés. Se la ofreció a Chantal y a Alexi.
—Chantie, ¿a que no sabes a quién vio Helen el otro día en la calle Victoria? —dijo observando detenidamente su reacción—. A una auténtica reliquia del pasado. Bram. Parece que ha vuelto a Sydney.
Chantal ya no se sentía tan bien. Devolvió el canapé de brie a la bandeja sin siquiera probarlo.
—Ya lo sabía —se quejó.
—¿De verdad? —preguntó Philippa, sorprendida—. ¿Lo has visto?
—Yo ya me sé esta historia —intervino Alexi suspirando—. Es demasiado trágica. Os dejo solas, criaturas fabulosas.
En realidad, estaba impaciente por volver a la cocina para continuar su diálogo de miradas con el ayudante del catering.
—¿Cuánto tiempo hace que saliste con Bram? —Más que a Chantal, Philippa se lo preguntó a sí misma—. Parece que ha pasado una eternidad.
Chantal suspiró.
—Hará diez, once años. Estaba en tercero de carrera. Tenía el pelo negro.
—Todo lo que tenías era de color negro. Tenías una colección increíble de vestidos negros de encaje y de terciopelo. Ibas totalmente a la moda gótica.
—Es verdad. Siempre fui una víctima de la moda.
Philippa se rió.
—Hasta te cambiaste el nombre. ¿Te acuerdas?
—Ooooh, querida —se quejó Chantal—. No me lo recuerdes. «Natasha». Qué típico. —Apuró el champán de un trago y levantó la copa para atraer la atención del camarero que pasaba a su lado—. Por favor.
—Bueno, ¿me lo vas a contar o no? ¿Cuándo le has visto? Quiero saber todos los detalles —la urgió Philippa.
Chantal dejó la copa encima del banco, se cogió la frente con las dos manos y se sacudió la cabeza, como si quisiera desembarazarse de ese recuerdo.
—No sé si soportaría volver a hablar de eso —dijo.
—Pero tú ya no sientes nada por él, ¿verdad? —insistió Philippa sin poder creer lo que estaba viendo—. Si sólo era un poeta punk con un buen corte de pelo.
Es curioso, pensó Chantal. Por aquella época, era casi como un dios para ella. Bram tenía doce años más que Chantal y una pose pura y retorcida que los niñatos de la edad de Chantal intentaban imitar inútilmente. Era pequeño y delgado y siempre llevaba unos pantalones vaqueros negros muy ajustados y camisetas llenas de rotos. Se cortaba el negro cabello a trasquilones y su rostro era atrayente y anguloso. A Chantal le había impresionado mucho el hecho de que no sólo hubiera estado en Londres, sino que, además, hubiese frecuentado el club nocturno de donde habían salido los primeros punks neogóticos.
—Claro que yo también era un poco punk —dijo Chantal.
Philippa movió la cabeza de un lado a otro mientras la observaba con afecto.
—Corrígeme si me equivoco, Chantal, pero ¿no te comprabas los pendientes de cuchillas en boutiques francesas?
Chantal se encogió de hombros con resignación.
—¿Te acuerdas de cuando leíamos Las flores del mal en el cementerio de Newton? ¿Y de los poemas que escribíamos? Qué tiempos aquéllos, ¿verdad? Éramos unas románticas.
—Sí que lo éramos —corroboró Chantal mientras cogía un cigarrillo.
De repente se acordó de la primera vez que oyó a Bram recitar sus poemas. Fue en la universidad. Ella llegó temprano para reservar un asiento en primera fila. Al acabar el recital, sintió el deseo de decirle algo, aunque no sabía qué. Pero todavía era muy joven y se sentía intimidada por las mujeres bellas y los chicos delgados y pálidos que se apiñaban alrededor del poeta. Chantal se mantuvo a unos pasos de distancia mientras él hablaba con una chica rubia que irradiaba un atractivo que ella no creía que pudiera poseer. No obstante, al cabo de un rato, él la miró y la intensidad de su mirada hizo que Chantal se diera la vuelta y saliera todo lo rápido que le fue posible sin echarse a correr.
—¿Sabes que siempre fuiste muy misteriosa acerca de tu relación con Bram? —dijo Philippa.
—Querida —repuso Chantal encendiéndose el cigarrillo—, la verdad es que fue un asunto un poco sórdido.
Philippa interrogó a Chantal con la mirada. Con las Ray Bans tapándole los ojos, no era fácil saber lo que estaba pensando. Philippa le hizo un gesto a un camarero para que volviese a llenar sus copas.
Después de aquella primera vez, Chantal no se perdió ni un solo recital de Bram. Una noche, según salía, sintió una mano en el brazo. Por alguna extraña razón, supo inmediatamente que era él. Se dio la vuelta y le dijo:
—Eres mi ídolo.
Después se sonrojó hasta las orejas. Él sonrió.
Para disimular su vergüenza, Chantal le preguntó algo sobre el tatuaje que tenía en el brazo. Bram le explicó que era un símbolo de los antiguos alquimistas. Le preguntó si creía que los metales se pudieran transformar en oro, pero no escuchó su respuesta.
—Vámonos —declaró Bram cogiéndola de la mano.
Ella no preguntó adónde.
—Cuéntame —dijo Philippa irrumpiendo en los pensamientos de Chantal—. ¿Qué pasó anoche? ¿Se volvió a encender la vieja llama?
Chantal arqueó las cejas.
—No. Más bien se dispersaron las cenizas.
Aunque Chantal pretendía no darle demasiada importancia, de hecho, empezaba a sentir náuseas. Apoyó la copa llena sobre el banco y la volvió a coger rápidamente al ver que Bernard se disponía a saltar. El gato aterrizó exactamente donde había estado la copa.
—Qué gato tan bonito —comentó Philippa, maravillada.
Chantal levantó una ceja y miró a la criatura con auténtico desdén.
—Supongo que sí, si te gustan los gatos —dijo.
Antes de que Chantal pudiera reaccionar, Bernard saltó sobre su regazo y empezó a avanzar hacia Philippa. Cuando sus patas delanteras alcanzaron los vaqueros de la joven, el gato se detuvo un momento y estiró las patas traseras, acercándolas groseramente a la cara de Chantal al tiempo que le mostraba el culito. Después se acurrucó plácidamente en el regazo de Philippa y ronroneó con satisfacción. Philippa hizo unos ruiditos con la lengua y acarició a Bernard detrás de las orejas. El gato cerró los ojos y arqueó la espalda; cualquiera diría que estaba sonriendo.
Así son los hombres, pensó Chantal. Se portan como unos auténticos bastardos contigo y al mismo tiempo se muestran encantadores con la mujer de al lado. ¿Por qué le tocaría siempre a ella la peor parte?
Se acordaba de la primera noche que pasó con Bram como si fuese ayer. Cuando llegaron a los suburbios de Darlinghurst, él la condujo hasta un estrecho callejón y bajaron por unos escalones que conducían a un apartamento diminuto. En el salón había una cocina americana en una esquina, un sofá con los muelles rotos y gran cantidad de libros y discos desordenados por el suelo. En la otra habitación había una cama, mucha ropa sucia y una mesita baja con tina pipa de agua y un cenicero repleto de colillas. El único otro mueble era una silla plegable de madera. El apartamento apestaba a humo rancio, a humedad y a sudor. Bram abrió una nevera ancestral y sacó dos botellas de cerveza. Las abrió de manera rutinaria en el borde de la en cimera, le dio una a ella y, sin más preludio, se dirigió hacia el dormitorio. Ella observó las chapas que habían caído al suelo.
—¿Y bien? —dijo Philippa mientras le rascaba la barriga a Bernard. El gato ronroneó—. ¿Es que no me vas a contar nada?
Chantal entrecerró los ojos y suspiró.
—No sé que contarte, querida. ¿Qué quieres saber?
—Pues todo lo que pasó anoche. Aunque también me gustaría saber cómo empezaste a salir con Bram. Nunca nos lo contaste.
—No merece la pena ni acordarse de ello, querida —replicó Chantal—. Un día, después de ir a una de sus lecturas de poemas, me llevó a ese horrible cuchitril en el que vivía. Recuerdo que lo primero que pensé fue si yo podría vivir así. Y mi segunda reacción fue: «Dios mío, todavía no me he acostado con él y ya me estoy preocupando por la limpieza de la casa». A ese paso, acabaría preguntándome si era un buen lugar para criar hijos. Realmente, me horroriza comportarme como el típico estereotipo de mujer.
Philippa se rió.
—A ti y a todas —dijo Philippa, y esperó pacientemente a que Chantal continuase. Pero detrás de sus Ray Bans, Chantal había cerrado los ojos y volvía a estar inmersa en sus recuerdos.
Siguió a Bram hasta la puerta del dormitorio. Él se estaba haciendo un porro sentado encima de la cama. ¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntó ella. ¿De verdad es esto lo que quiero? ¿Que me seduzcan sin ninguna ceremonia, sin ningún romanticismo? Estaba nerviosa y excitada y también un poco molesta, aunque más con ella misma que con él. Indecisa, apoyada en el marco de la puerta, se quedó mirándolo con la cerveza en la mano, Bram le dio una calada al porro y se lo ofreció.
—Ven aquí, pequeña —dijo dando unas palmaditas en la cama.
—Natasha —le corrigió ella en un susurro. Se sentía humillada. Ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba—. Me llamo Natasha y no soy tan pequeña. —Después bajó la mirada, consciente de que se estaba sonrojando.
—Ven aquí, Natasha —dijo él.
Ella no se movió. Él se encogió de hombros y le dio otra calada al porro.
En las fantasías de Chantal, él se había esforzado un poco más por seducirla. En sus fantasías, él había fingido interesarse por sus poemas. En sus fantasías, al menos le había preguntado cómo se llamaba antes de intentar llevarla a la cama.
A Philippa se le ocurrió una idea horrible mientras observaba a su amiga.
—No serías… virgen, ¿verdad? —preguntó interrumpiendo los pensamientos de Chantal.
—¿Qué? —Chantal parecía perdida—. No, por Dios, no. Ya me había acostado con varios chicos. Chicos de nuestra edad.
—Ah, claro. Ya me acuerdo. Había uno que te seguía como un paje a una princesa. Y no era el único. La verdad es que todos estaban locos por ti.
—Creo que Bram me atraía porque era diferente —dijo Chantal después de darle una calada al cigarrillo—. Parecía…, no sé. Más fuerte, menos maleable, más definido que los demás.
—Pero ¿te sedujo o no? —inquirió Philippa antes de chupar un poco de caviar de un canapé.
Chantal se quedó pensativa.
—Supongo que fui yo quien lo sedujo a él.
Bernard se tumbó boca arriba en el regazo de Philippa. Ella le sopló en la barriga. La cabeza del gato casi tocaba el muslo de Chantal. El felino cerró los ojos y un hilo de saliva le goteó sobre la brillante tela plateada del vestido de Chantal. Pero ella volvía a estar inmersa en sus recuerdos y no lo advirtió. Estaba pensando que debió haberse marchado en ese mismo momento. En realidad, cuando Bram la volvió a llamar, estuvo a punto de hacerlo.
Pero no lo hizo. No podía renunciar a sus sueños tan fácilmente. Se acostaría con él, pero bajo sus condiciones, no las de Bram. Se puso todo lo erguida que pudo; hasta entonces había estado un poco encogida para que él no pareciera más bajo que ella, que lo era. Lo miró a los ojos. Él sonrió, pero ella le respondió con una mueca de desprecio.
—Quítate la camisa —le ordenó ella.
Él la miró sorprendido.
—¿O es que prefieres que me vaya a casa?
Chantal notó en la mirada de Bram que el juego le gustaba. Él apagó el porro en el cenicero, se quitó la camisa sin desabrochársela, se recostó y se apoyó sobre los codos.
—¿Y ahora qué, Natasha? —preguntó.
—Los pantalones, las botas, los calcetines.
Bram obedeció.
—Buen chico —dijo ella.
Chantal dejó la cerveza, sacó el mechero del bolso y dio la vuelta a la habitación encendiendo las velas que había colocadas en el suelo. Bram la observaba intentando parecer tranquilo, aunque es díficil parecerlo cuando sólo llevas puestos unos calzoncillos rojos. Ella observó que se estaba empalmando.
Al entrar, Bram había encendido la lámpara de la estantería que había encima de la cama. Ella se arrodilló sobre la cama para apagarla. Al hacerlo, él le cogió la pierna, justo encima de la rodilla, con su mano huesuda. Ella le miró la mano.
—Suéltame —dijo Chantal. Él la soltó y la miró con curiosidad.
Hombres. Hay que tratarlos con dureza para mantenerlos a raya. Qué gran verdad. Se sentó en la silla y cruzó las piernas.
—Quítate los calzoncillos —le ordenó.
Bram se los quitó.
—Buen chico —volvió a decir ella con voz condescendiente.
Él estaba más salido que un toro semental. Ella se rió y eso pareció excitarlo todavía más.
—Mastúrbate —le dijo.
El corazón le latía con fuerza. Estaba nadando en aguas desconocidas. Nunca había visto a un hombre correrse. Estaba hipnotizada por el ritmo de su mano y el olor a incienso de las velas. Separó las piernas.
Sin dejar de masturbarse, Bram observó cómo ella se quitaba la camisa y luego la falda, muy despacio. Después vio cómo se desabrochaba los cordones y se quitaba los zapatos y los calcetines que, por supuesto, eran negros. Chantal llevaba puesta su combinación favorita, un modelito de raso negro que había conseguido a precio de saldo porque tenía descosido el dobladillo. Sin quitarse la combinación, se deshizo de las bragas contoneándose como una serpiente.
Se sentó y estuvo observándolo un rato.
Abrió las piernas un poco más y se subió la combinación justo lo necesario para que él pudiera verle el sexo. Estaba empapada. Se metió los dedos dentro, los sacó y se los chupó.
—Natasha, por favor —gimió él.
Ella no le hizo caso y se masturbó lentamente hasta alcanzar el orgasmo. Se sentía poderosa, atractiva y sucia; una combinación realmente maravillosa. Al correrse, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. No lo oyó levantarse, pero sintió sus labios calientes en el cuello y otra mano acariciando su sexo. Bram estaba inclinado delante de ella, besándole la cara, los ojos, el pelo.
Cayeron encima de la cama con una pasión irreprimible. Él le chupó los pezones con fuerza. Ella castigó los de Bram con los dientes y las uñas y lo obligó a ponerse boca arriba. Lo hizo gemir frotándole la cabeza del miembro con los labios de su sexo, hasta que por fin lo engulló por completo, subiendo y bajando una y otra vez con todo el peso de su cuerpo. Luego se inclinó hacia adelante, lo abrazó y giraron hasta quedar tumbados de costado, todavía unidos, follando y besándose sin parar. A estas alturas, se estaban restregando sobre un charco de sudor compartido; Chantal no podía diferenciar los latidos de su corazón de los del corazón de Bram. Él movía el cuerpo de ella como sus versos movían sus pasiones. De repente la agarró con fuerza de las nalgas y, con un grito entrecortado, se corrió dentro de ella. Al notar el chorro de esperma caliente, Chantal tuvo un nuevo orgasmo. Según yacían tumbados, jadeando, abrazados el uno al otro, Chantal supo que acababa de tener la mejor experiencia sexual de toda su vida. Por ser una mujer con poca experiencia, naturalmente, confundió el sexo con el amor.
Cuando por fin se separaron para fumar un cigarrillo, él le acarició el cabello y la besó en la frente.
—Vaya, vaya con la pequeña Natasha —comentó sonriendo.
A partir de ese día, se vieron a menudo. El sexo era más ardiente que el Sahara en agosto. Bram la inició en ritos vampirescos durante los cuales se chupaban la sangre el uno al otro. El muy cabrón hasta la convenció para que se inyectase heroína con él un par de veces. Chantal se acordó de cuando empezó a pensar que podía haberle contagiado el sida. Durante cierto tiempo, se estuvo imaginando a sí misma como uno de esos cadáveres vivientes que enseñaban en la televisión. Fue la primera del grupo de amigas que se hizo la prueba del sida, pero, milagrosamente, la prueba dio negativo. Bram la llamaba pequeña Natasha y le decía que era su musa. Pero nunca se interesó por los poemas que escribía ella.
Como estaba enamorada, Natasha no protestó por el hecho de que él nunca quisiera quedarse a dormir en su casa. Ni tampoco se quejó demasiado por que él no mostrara ningún interés en conocer a sus amigos. Además, Bram tampoco le presentó a ninguno de los suyos, salvo las escasas ocasiones en que se encontraron a alguno por casualidad y, aun así, sólo la presentaba si su amigo preguntaba cómo se llamaba la chica con la que estaba. Ni siquiera le importaba que ella pudiera tener un examen o un trabajo que entregar; se encontraban y se amaban de acuerdo con las necesidades y el horario de Bram. Pero el sexo era maravilloso y ella adoraba su genialidad. Nunca admitió ante nadie hasta qué punto podía llegar a humillarla a veces.
Lo peor, por supuesto, fue aquella noche en que ella fue a su casa y lo encontró en la cama con una rubia. Bram ni siquiera le pidió perdón. Peor todavía, se rió. A ella no le hizo ninguna gracia. Y, además, ni siquiera se molestó en seguida cuando ella se dio la vuelta y se marchó. Después le dijo que necesitaba su espacio y que si ella no podía soportar la idea debería buscarse a algún chico burgués y mudarse a los suburbios a tener un niño. Algún tiempo después, un amigo de Bram le dijo que él se estaba enamorando de ella y que por ese motivo tuvo que poner fin a la relación antes de que las cosas se pusieran demasiado serias. Al amigo le parecía una postura perfectamente lógica. Pero, claro, él también era un hombre.
—Hola. ¡Hola! La tierra llamando a Chantal. La tierra llamando a Chantal. —Al volver, Alexi se había encontrado a Chantal con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos cerrados detrás de las gafas de sol. Philippa estaba sentada a su lado consumiendo los canapés que quedaban en la bandeja mientras Bernard dormía en su regazo. Observaba con gesto satisfecho a los invitados que se agrupaban en el jardín mientras acariciaba despreocupadamente al gato.
Al oír la voz de Alexi, Chantal abrió los ojos y parpadeó un par de veces.
—Dios mío —exclamó—. ¿Dónde estaba? ¿En el país de las hadas?
—No, querida. De ahí vengo yo. De hecho tengo una cita con un elfo especialmente delicioso que me está esperando fuera. Vengo a despedirme, querida.
—Que lo pases bien, cariño —le dijo Chantal sonriendo.
—Eso es exactamente lo que pretendo hacer.
Alexi apretó los labios y les lanzó un par de besos a las chicas. Ellas lo observaron desaparecer ágilmente por el jardín.
—Está como loco —comentó Chantal sin dejar de sonreír.
—Tampoco tú estás muy normal, Chantie. Nunca te había visto tan en las nubes.
—Ay, querida —dijo Chantal—. Realmente, no he tenido un buen día. ¿Cuánto tiempo llevo soñando?
—Suficiente como para preocuparme —contestó Philippa—. Pero no importa. Lo he estado pasando en grande observando a los invitados. Ya me conoces, en estas fiestas casi siempre me entra la timidez. —De repente miró hacia la bola de peluche que tenía en las rodillas—. ¡Qué asco! —exclamó.
—¿Qué pasa?
—Se acaba de tirar un pedo —dijo Philippa con cara de repugnancia al tiempo que echaba a Bernard de su regazo.
El gato aterrizó de pie, se sacudió un poco y se marchó a ver si encontraba un poco de salmón ahumado en el bufet; de todas formas, ya estaba cansado de esa mujer.
—¿De qué estábamos hablando? —Chantal frunció el ceño mientras encendía un cigarrillo.
—De Bram —dijo Philippa.
—Me lo encontré anoche en una fiesta en el apartamento de mi nuevo vecino. Era una fiesta tropical. Ya sabes de lo que hablo. Una de esas fiestas con música africana, una máquina de humo creando un ambiente nebuloso, las bebidas servidas en cocos y todo el mundo con trajes de leopardo y máscaras de gato.
—¿Cómo ibas vestida tú?
—Llevaba mi nuevo minivestido a rayas de cebra. La piel de leopardo está demasiado vista, a no ser que sea de leopardo blanco, por supuesto.
—Por supuesto.
—Bueno, como te iba diciendo, de repente, Bram prácticamente se materializó delante de mí, vestido con un traje de safari y un sombrero de explorador.
—¿De verdad? —Philippa se llevó una mano a la boca—. ¿Con un traje de safari? Qué cursi.
—Y que lo digas. Hay pocas cosas más tristes que un poeta disfrazado de explorador. Al principio ni siquiera lo reconocí. Ha envejecido muchísimo.
—Debe de andar por los cuarenta y tres o los cuarenta y cuatro, ¿no?
—Cuarenta y cuatro. Tenía los ojos hinchados y rojos y estaba delgadísimo y lleno de arrugas. Hasta le ha aparecido esa horrible línea que baja recta por la mejilla que le sale a la gente que se pincha demasiada heroína. No es que conozca a muchos, pero les pasa a los roqueros que se hacen viejos. Y tenía la piel todavía más amarillenta de lo que yo recordaba. Vamos, que su dieta a base de drogas y alcohol no es precisamente buena para el cutis. —Chantal gesticuló irónicamente con su copa de champán y su cigarrillo—. No es que yo esté libre de toda culpa, pero por lo menos me pongo mascarillas y me hago una limpieza de cutis cuando puedo. Y dormir un poco también ayuda, por supuesto.
Philippa no estaba como para charlas sobre tratamientos de belleza.
—¿Qué le dijiste?
Chantal dibujó un anillo con el humo de su cigarrillo.
—Antes de reconocerlo dije algo así como: «El doctor Livingstone, supongo». Él se puso a cantar esa canción tan tonta de los Moody Blues. Estaba bastante borracho y no articulaba bien las palabras: «Sshhaliendo dee la junggla». De repente, los dos nos reconocimos. Él dejó de cantar y exclamó: «Pequeña Nas. ¡Natasha!».
»Sabes perfectamente, querida, que llevo años pensando en lo que le diría a Bram si volviera a verlo, en cómo lo machacaría verbalmente, con perfecta compostura y un ingenio altivo, de una manera tan devastadora que él caería fulminado y resucitaría convertido en un hombre nuevo. Pero ahí estaba él, justo delante de mí, y lo único que sentí yo fue lástima.
—Típico en ti —sentenció Philippa.
—Lo que quiero decir es que he progresado. La última combinación rota que me puse fue diseñada así por Comme des Garyons. Y dejé la poesía cuando conocí a Alexi, que fue poco tiempo después de lo de Bram; Alexi siempre ha dicho que la poesía tiene un tufillo maloliente.
—Eso me parece un poco injusto —protestó Philippa.
Chantal se encogió de hombros.
—La vida es injusta, querida. Bueno, como te iba diciendo, nos pusimos a hablar de los viejos tiempos. Bram intentó disculparse por haber sido tan cabrón conmigo y luego me convenció para que le enseñara mi apartamento; después de todo, estaba justo enfrente. Para entonces, yo ya me había tomado unos cuantos de esos fuertes cócteles de coco y me sentía un poco inestable sobre mis zapatos de Patric Cox. Tenía un mal presentimiento, pero venía de algún sitio distante y anestesiado. Al entrar en mi apartamento me dijo: «Uno por los viejos tiempos, ¿eh, pequeña Natasha?». Mientras yo intentaba descifrar si estaba hablando de sexo o de alcohol, y la verdad es que las dos posibilidades me horrorizaban, él entró tambaleándose en mi dormitorio.
—¿Te has fijado en que algunos hombres tienen un instinto infalible para encontrar el dormitorio sin necesidad de ayuda? —preguntó Philippa.
—Cuando entré detrás de él, Bram ya estaba tumbado en la cama, con las piernas colgando de un lado y la cabeza del otro. Estaba diciendo algo entre dientes. Me acerqué, un poco asustada, para oír lo que decía: «Un cubo, Nas, tráeme un cubo».
—No puede ser —dijo Philippa sin poder creer lo que estaba oyendo.
—Pues sí —dijo Chantal poniendo los ojos en blanco—. Fui a por un cubo y volví justo a tiempo; no te digo más. —Chantal no se atrevía a regurgitar, por decirlo de alguna manera, lo que había pasado después, aunque se acordaba de cada detalle.
Puso el cubo justo debajo de la cabeza de Bram. «Uaaaj», se estremeció él mientras echaba la cena y las copas por la boca y tosía débilmente un par de veces como epílogo. Ella se dio la vuelta con cara de asco, fue a la cocina, se sirvió una copa de whisky y se quedó mirando al vacío por la ventana. No podía decirse que Chantal fuera una de esas mujeres maternales por naturaleza. «Uaaaj», volvió a oír el estribillo desde el otro cuarto.
—Al cabo de un rato, intenté llevarlo al cuarto de baño —prosiguió Chantal de forma casi inaudible.
—Dadas las circunstancias, parecería un hábitat más apropiado para un pájaro de su especie —apostilló Philippa moviendo la cabeza con complicidad.
—Pero Bram ya se había desmayado sobre mi edredón nuevo, con la cabeza apuntando hacia el cubo. Yo me fui al salón. Hacia las seis de la madrugada, por fin conseguí dormirme en la butaca de cebra. Como todavía llevaba puesto el vestido de cebra, tenía la agradable sensación de estar camuflada. Me despertó el teléfono tres horas después. Yo tenía el cuello y las extremidades completamente rígidas y me sentía como si una tribu entera estuviera aporreando sus tambores dentro de mi cabeza. Era mi madre, que tenía ganas de charlar.
—Las madres siempre llaman en los momentos menos apropiados —aseveró Philippa.
—Le dije que la llamaría después y fui al dormitorio.
Bram se había metido dentro de la cama. Estaba completamente despatarrado, roncando como un tronco. Pude haberlo despertado, pero no me sentía con fuerzas para lidiar con las consecuencias. Así que volví a la butaca y me quedé medio dormida. Soñé que era una niña pequeña y que mi padre se iba a trabajar. Mi padre se convirtió en Bram, que cruzaba el salón hacia la puerta con los zapatos en una mano y la otra sujetándose la frente. No me di cuenta de que no era un sueño hasta que oí cerrarse la puerta. Me levanté y fui a mi cuarto. Me tapé la nariz, cogí el cubo sin mirar, lo llevé al baño y vacié su nauseabundo contenido en el retrete. Después eché media botella de lejía. Examiné mi edredón en busca de manchas de vómito y me quedé dormida en el lado menos contaminado por las aventuras de la noche anterior. Dos horas después llamó Alexi. Con una voz horriblemente cantarina me preguntó cuándo quería que pasara a recogerme para ir a la fiesta. Y aquí estoy.
—Vaya epílogo a vuestra relación.
—La verdad es que tengo mucho que agradecerle a Bram —reflexionó Chantal.
—¿Qué quieres decir?
—Me enseñó a no darle tanta importancia al sexo. El sexo es fácil. Lo dificil son las relaciones. No es que me haya metido a monja desde entonces, pero, sinceramente, no tengo ningún problema con el celibato.
Philippa se rió.
—Claro, Chantie.
La verdad era que, Chantal, que era una mujer preciosa, con estilo, inteligente y sensual, la chica ideal de los años noventa, con una carrera exitosa, una buena renta y un excelente vestuario, pensaba que el sexo estaba bastante sobrevalorado. Le parecía que la mayoría de los hombres heterosexuales no merecían la pena. La experiencia le había enseñado que los hombres a los que les gusta ir a ver películas subtituladas, o a la ópera, o con los que se puede mantener una conversación sobre estilos de peinado, casi siempre son homosexuales. Los gays nunca se olvidan de tu cumpleaños y te regalan flores sin ninguna razón especial. Mientras que incluso los heterosexuales con mayor número de cualidades suelen tener alguna faceta terriblemente desagradable en su personalidad, como la tendencia a tocar tambores imaginarios cuando escuchan música o la pasión por los deportes televisados. El problema era que, por mucho que lo hubiera deseado, Chantal no se sentía atraída sexualmente por las mujeres.
Philippa bostezó. Estaba claro que ese día no le iba a sonsacar nada más a Chantal. Además, tenía ganas de marcharse a casa a escribir.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —preguntó.
—La verdad, creo que me voy a ir ya. Lo que más me apetece es meterme en la cama.
—Vámonos —dijo Philippa al tiempo que se levantaba y se sacudía los pelos de Bernard de los pantalones vaqueros.
Mientras tanto, en un café de otra ciudad, dos mujeres se miraban con cara de complicidad. El café George de Melbourne se llenaba muy rápido los domingos. Bronwyn y Gloria habían tenido suerte al encontrar una mesa vacía. Sobre la mesa había dos capuchinos a medio beber, dos pasteles a medio comer y una carta completamente leída y digerida.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gloria.
—No lo sé. ¿Te acuerdas de Philippa, mi amiga de Sydney? No sé si te he contado que está escribiendo una novela erótica.
—Sí, creo que me comentaste algo.
—Estoy segura de que le encantaría leer esta carta. A lo mejor se la mando.
—¡Traviesa!
—Traviesa es mi nombre de pila.