V. El quinto pañuelo

La mujer del corsé rojo se sube los guantes negros de cuero hasta los codos. Su oscuro cabello cae como una cascada de chocolate caliente sobre la tersa vainilla de sus hombros. El corsé le levanta los pechos, dejándolos al descubierto casi hasta los pezones. Se vuelve con un brusco balanceo de su tutú y gira la cintura para mirarse en el espejo que se halla apoyado en el suelo. Coge una barra de carmín del color de las frambuesas y se refresca el perfil de los labios. Es consciente de que está enseñando sus firmes nalgas redondeadas. Un liguero rojo raya su inmaculada piel blanca y unas medias negras rodean la pálida plenitud de sus muslos. Los altos tacones alargan todavía más sus piernas, realzando su impresionante aspecto. El tanga de encaje negro que lleva puesto apenas le cubre el sexo. Abre más las piernas y baja la cabeza para mirar hacia atrás entre ellas. El pelo le cuelga como una cortina lustrosa hasta el suelo. Sí. Justo lo que esperaba. Esos grandes ojos verdes, con su grueso fleco de pestañas, son incapaces de despegarse de ella. Dicen: ven a mí, ámame, juega conmigo, fóllame.

Ruégamelo, cariño. Eso me gustaría.

Una fina cortina de encaje se agita bajo la fresca brisa de las montañas. Los flecos de seda de la lámpara se mueven con el aire. La lámpara, de un rojo profundo, es del más puro estilo victoriano, como todo lo demás en esta habitación que rebosa historia. Aunque sólo es media tarde, la habitación parece estar inmersa en una penumbra perpetua. Las laderas densamente arboladas que se ven al otro lado de la ventana brillan con el suave tono azulado de los eucaliptos. Un haz de luz oblicua juega sensualmente con los dibujos de la colcha de encaje y calienta los colores raídos de las alfombras que cubren el suelo de madera. Un fuego brilla y crepita en la pequeña chimenea, proyectando un torrente de luces y sombras sobre la escena.

Espera un momento. Si hace suficiente frío como para encender un fuego, entonces hace demasiado frío para abrir la ventana. O una cosa o la otra. Prefiero el fuego. Fuera la brisa.

Se vuelve a incorporar y se acerca a la chimenea. Mueve un poco los troncos con un atizador; bajo su toque preciso, las llamas crecen con la presteza del deseo. Sin demostrar en ningún momento la emoción que siente, vuelve la mirada hacia la esclava desnuda que se halla tumbada encima de la cama. Ya lleva ahí bastante tiempo. Se ha portado muy bien. Ni siquiera ha sido necesario amordazada.

Se acerca despacio a la cama, le abre las piernas y los brazos a la obediente criatura de ojos salvajes y le ata las preciosas muñecas y los delicados pies a los postes de la cama con cuatro pañuelos de seda. Al apoyar la mano enguantada sobre el empeine de su esclava, aprecia con satisfacción que todo su cuerpo se contrae, como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica. Después, sube la mano hasta rodear con los dedos el tobillo de la esclava y baja los labios hasta su dedo gordo, que todavía conserva un ligero aroma al aceite de sándalo del baño. Toca la punta del dedo con la punta de su lengua y después lo rodea con la boca y lo empieza a chupar. Planta docenas de pequeños besos a medida que va descendiendo por el pie y asciende por la pierna hasta la rodilla. Descansa la cabeza en la rodilla y apoya la mano derecha en el vientre de su esclava mientras con la izquierda dibuja patrones imaginarios en el interior de su muslo. Se oye pasar un tren y ella siente las vibraciones de las paredes y del suelo a través de la estructura de madera de la cama, a través de la pierna cálida y sedosa de su esclava.

Le muerde el interior del muslo y tira con fuerza de la piel cremosa. Pellizcándola con los dientes, hace que la sangre mane hasta justo debajo de la superficie, donde se acumula formando un cardenal de pasión. La esclava gime. Ella levanta la cabeza y la mira fijamente a los ojos.

—¿Acaso te he dado permiso para que hicieras ruido? —La recrimina.

—No, señora —suspira la esclava.

—Buena chica —dice ella acariciándola suavemente desde las puntas de los dedos de los pies hasta justo debajo del sexo, que nota con satisfacción que ya brilla con desbordante humedad. Despeina ligeramente el vello púbico de la esclava y se levanta para examinar sus dominios.

Philippa observa las palabras que tiene delante. Se vuelve a levantar y camina pensativamente hasta la cama. Agarra uno de los postes del dosel y se apoya en él. La cama cruje. «Shhh —dice Philippa—. Estoy intentando pensar».

¡Cuánto anhelo su tacto! Tenía que haberlo sabido.

No es bueno desear algo tanto. No conviene ser tan codiciosa cuando eres lo más bajo. Ahora, vuelvo la cabeza para contemplarla. Ella está moviendo la cabeza con desaprobación. Me recuerda que no debo mirarla sin su permiso. Soy una chica mala y voy a recibir mi castigo. Oigo el sonido de sus tacones en el suelo. El corazón me late con fuerza. Resisto la tentación de mirarla. Oigo el crujido de un pasador al abrirse. Sé lo que me espera. No aparto los ojos de las molduras del techo. Mis ojos recorren enloquecidamente cada rosa y cada ornamento de yeso. Intento mantener la calma. Un tronco crepita en la chimenea y, al otro lado de la ventana, un niño llama a su madre. Fuera, lo sé, el cielo de las montañas es de un azul frío e insensible. El viento sopla con fuerza entre los árboles. Lo más probable es que el niño esté envuelto cómodamente en un jersey grueso de lana y una chaqueta, con los cordones de la capucha atados en un lazo debajo de una barbilla regordeta. Llevará los mitones tejidos por la abuela. Sus mofletes semejan manzanas. En el bolsillo, sin que lo recuerde, lleva medio bollo de chocolate. Cuando se entere su madre, se ganará una tanda de azotes. ¡Y me imagino que unos azotes bastante enérgicos! Sería agradable recibir unos azotes. Oigo andar a mi señora hacia la ventana. Ella también debe de haber oído al niño. Por fin, vuelve hacia mí. No puedo resistirme a mirarla. Es una visión increíble, en rojo y negro. Su voluptuosidad lucha contra los cordones cruzados del corpiño y sus preciosos pechos forman dos montes tan misteriosos como cualquiera de los sensuales picos de las montañas que rodean el pueblo. Quiero adorar esos pechos. ¿Me dejará hacerlo?

Ella vuelve a fruncir el ceño. Deja caer un puñado de diminutos instrumentos encima de la cama, a mi lado. Caen sobre el encaje de la colcha con un débil susurro metálico. Luego extiende la mano hacia la mesilla que se halla detrás. Tiene un pañuelo en la mano. Lo está bajando hacia mis ojos. ¡No me tapes los ojos! Quiero verte, quiero devorarte con los ojos. Ahora me circunda la oscuridad. Cierro los ojos y me rindo a ella. Me tiembla todo el cuerpo.

¡Y Chantal no conseguía descifrar para qué era el quinto pañuelo! Qué tonta.

Puedo oír el suave roce de las ballenas de su corsé y el susurro del tutú cada vez que se mueve. ¿Qué estará haciendo?

Realmente, no pueden ser ballenas, ¿verdad? La gente lo encontraría muy ofensivo. A no ser que el corsé sea una antigüedad, claro, en cuyo caso, no habría sido necesario matar a ninguna ballena más para hacerlo. Creo que, de todas formas, siguen llamándolas ballenas, aunque ya no lo sean realmente. Ahora son de plástico. Podría llamarlos huesos de corsé. Debería preguntárselo a Chantal. Aunque, de alguna forma, no suena igual. Parece el nombre de algún tipo de enfermedad osteológica. Philippa coge una caja que reposa encima del escritorio. Después de estudiar su contenido, saca un bombón con forma de concha en miniatura. Se lo introduce en la boca y lo chupa hasta que empieza a derretirse, derramándose espesamente por su lengua hasta llegar a la garganta. Concéntrate. Concéntrate.

Ahora siento su cara cerca de la mía. Recibo la caricia del dulce calor que emana de su piel y su respiración. Su aliento huele a chocolate y a menta, mientras que su piel tiene un aroma más sutil. Se está volviendo a alejar. Yo tengo las mejillas frías. Hago un puchero. Un dedo suave, envuelto en cuero, me perfila los labios; primero el de arriba, después el de debajo. Yo lo intento besar. El olor del cuero y el aroma de su perfume me están volviendo loca. Abro la boca y rodeo el dedo con los labios. Lo chupo, y ahora son dos, tres dedos. El sabor animal del cuero me llena los sentidos y hace que se estremezca todo mi cuerpo. Un nuevo susurro del tutú, otro roce de los huesos del corsé y ella apoya la otra mano suavemente, ¡tan suavemente!, en mi sexo. El clítoris se me hincha, anhelando su contacto. Pero mi señora me conoce demasiado bien. Me lo acaricia una, dos veces. Por favor, por favor, sigue. Pero no lo hará, al menos no por ahora. Yo también la conozco demasiado bien. Aparta la mano. Oigo otro sonido metálico mientras me rodea el pezón con los labios, calientes y cremosos por el carmín. Está lamiéndome el pezón, que se levanta turgente entre sus dientes, ansioso por proporcionarle placer. Quiero que me vuelva a poner la mano en el sexo. Levanto las caderas hacia ella. La oigo incorporarse. Se ríe y me dice:

—¿Qué estás intentando hacer, chica mala?

—Nada —jadeo yo.

—Nada, señora —dice ella con un tono severo que se superpone a su lujuriosa voz.

—Nada, señora —repito yo escarmentada, intentando sofocar la rebelión de mis caderas.

—Eso está mejor —dice ella y me premia con un beso, un beso largo y húmedo que me hace vibrar el alma y que aumenta todavía más mi deseo.

Y entonces, de repente, siento un dolor agudo cuando me sujeta la pequeña pinza al pezón derecho. Arqueo la espalda. Siento otra fuerte punzada, esta vez en el pezón izquierdo, y oigo los pequeños sonidos metálicos de las cadenas que cuelgan de cada pinza. El peso de las cadenas hace mayor mi agonía. ¿Estará tirando de ellas? Las sensaciones se inflaman en mi cuerpo; soy una surfista en las olas de mi propio tormento. Intento respirar más despacio, más profundamente, pero mi respiración es rápida y superficial. Intento concentrarme, intento encontrar un lugar tranquilo lejos del dolor. Oh, Dios mío, tiene los dedos entre mis muslos. Me está rozando con la nariz. Me está dando besos castos, enloquecedores, encima y debajo del sexo. Ahora me separa los labios con la lengua. Y ahora pinzas en mis labios vaginales. Soy dos personas distintas. Una está saltando arriba y abajo con el dolor, dando sacudidas como un caballo en un rodeo. La otra se ha disuelto hasta convertirse en una sucesión de latidos etéreos de sensualidad en estado puro. Las dos se encuentran y se apartan, chocan y se separan con un dolor desgarrador. ¿Qué me está haciendo ahora? Metal frío e insistente contra mis labios. La cadena, claro. Eso es. La agarro obedientemente con los dientes, aunque la tensión de la cadena aviva el fuego de mis pezones.

Me está besando el cuello. Sus cálidos labios viajan por mi clavícula y bajan hasta mi pecho mientras me acaricia el vientre con las manos.

Oigo a mi señora encender una cerilla y una deliciosa oleada de fósforo me inunda la nariz. Está encendiendo una vela, supongo. Una nueva manta de sensaciones —lazos y rizos de anticipación temblorosa— me cubre como un tul. El primer impacto de la cera, justo encima del ombligo, me hace saltar. Con el tercero y el cuarto, en el pecho y en el muslo, ya me estoy estremeciendo sin control. Como si estuviera en algún lugar remoto, oigo su voz y siento su dulce caricia en mi brazo. Me está preguntando si estoy bien. Los ojos cubiertos se me llenan de lágrimas de dolor y gratitud. Asiento. Su boca se cierra sobre la mía y yo tiro de ella con todas mis fuerzas. Nuestras lenguas se entrelazan y su mano baja hasta mi sexo. Me abre los labios, extendiéndolos con los dedos, tirando de las pinzas. Y ahora se aleja de mi beso, se agacha sobre mis caderas y sopla dentro de mi grieta ardiente, húmeda y pletórica de anhelo. Yo cada vez estoy más cerca del umbral de la locura. ¡Tócame, chúpame, entierra la cara dentro de mí! No paro de mover la cabeza de un lado a otro, golpeando la almohada con las mejillas. Por fin, su lengua entra dentro de mí, ágil y profunda. Me ha partido por la mitad, pero sigo completa; todo al mismo tiempo. Soy una mecha candente que se acerca al momento de la explosión.

Creo que realmente lo está disfrutando. Philippa sonríe.

Conozco bien los movimientos de su cuerpo. Sé que está a punto de explotar. Pero es demasiado pronto. Aparto la boca de su caverna dulce y salada y me levanto. Me encanta contemplarla mientras se retuerce y gime y lucha contra sus ataduras de seda.

Ahí está ese niño otra vez. ¿Cuánto tiempo llevará buscando a su madre? ¿Cuánto tiempo habrá pasado? Podría ser una milésima de segundo o un siglo. ¿Qué puedo hacer ahora con ella? Me acerco a la chimenea y pongo otro tronco. Una nueva ola de calor atraviesa la habitación cuando el tronco prende. Fuera, está oscureciendo.

Enciendo otra vela y la dejo en la mesilla. Quizá haya llegado el momento de empezar a penetrarla.

Le quita las pinzas del sexo y lo acaricia hasta que su esclava está a punto del orgasmo. Mientras la esclava arquea la espalda, balanceándose en el umbral de la locura, su señora se agacha y la besa profundamente. Al mismo tiempo, desliza la cabeza de un gran consolador en el sexo abierto de la esclava, que levanta las caderas violentamente en un intento vano por engullirlo; sus ataduras de seda no se lo permiten. Lo único que consigue es que el miembro artificial se deslice unos milímetros fuera de ella. Intenta permanecer quieta, pero es tal su anhelo por tenerlo dentro, por que la penetre hasta el fondo, por que la llene entera, que no puede dominarse. Su señora le quita el pañuelo que le cubre los ojos. La esclava parpadea, aunque la luz es débil. Apenas consigue ver el pesado juguete rosa que sale de su entrepierna. La cabeza de su gemelo siamés se balancea en el aire. Eso sólo hace que aumente su deseo, si es posible que algo que ya es infinito se incremente. Desea enloquecidamente que su señora monte la otra cabeza del doble consolador. Su deseo carnal es tan intenso que por un momento se olvida del dolor que sigue emanando de sus pezones, aunque ahora un poco más débilmente. Entonces, su señora aprieta un poco las pinzas, y una nueva oleada de dolor invade como una cascada las orillas de su conciencia. Pero es el consolador, con su atormentante presencia dentro de ella, aunque no suficientemente dentro, lo que realmente está a punto de hacerla enloquecer. Al ver su sufrimiento y su deseo, su señora vuelve a sonreír y le da un pequeño beso en una mejilla. Con pasos lentos y sensuales, se acerca al armario, coge una capa de terciopelo con capucha y se la pone. Los ojos de la esclava se abren todavía más. ¿No irá a dejarme así? Los labios le tiemblan. Ni siquiera ha tenido tiempo para contestar a su propia pregunta cuando su señora sale de la habitación entre excitantes susurros de tela. La puerta se cierra y la esclava oye el sonido de los tacones, altos y afilados, retumbando cada vez más lejos por el pasillo.

Helen esperaba nerviosamente en la cola de la ventanilla de la oficina postal, retorciendo compulsivamente la correa del bolso con los dedos. Tenía las cejas fruncidas y un semblante severo que anunciaba un inminente chaparrón. El hombre viejo que siempre te encuentras delante en las colas de los bancos con una bolsa llena de monedas que contar, una cartilla desgastada que necesita cambiar por otra nueva y una respuesta complicada a cada simple pregunta del cajero —«¿Cómo se siente hoy, señor Green?»— estaba justo delante de ella, mandando un giro postal e intentando decidir si era mejor mandar su paquete por avión o por correo normal y, de hacerlo por avión, si debía sacar una caja de bombones para hacer que el paquete pesara menos de quinientos gramos. Al hermano de su mujer siempre le habían gustado los bombones, aunque se supone que ya no debe comerlos. Pero los come; por lo menos a veces. Y no es que estos bombones fueran para él. No, no. Pero era comprensible que siguiera comiéndolos cuando tenía la oportunidad.

Helen se sentía al borde de una crisis. Estaba tan estresada que al oír su nombre casi da un salto.

—Pues sí que estás nerviosa —le dijo Philippa—. ¿Qué pasa? Tienes un aspecto horrible.

—Dios mío, Philippa. No te lo vas a creer.

—El próximo, por favor.

Helen le hizo una mueca de disculpa a Philippa y se acercó a la ventanilla.

—¿Qué tengo que hacer para recuperar unas cartas que mandé ayer?

El funcionario le explicó pacientemente que podía cursarse una orden de búsqueda si ella le decía la hora y el lugar del envío, pero que no podía garantizarle que las encontraran. Sobre todo, cuando ya había transcurrido tanto tiempo. En abierta contradicción con la imagen acogedora y reposada que Helen se había formado del servicio postal, el funcionario le informó de que lo más probable era que sus cartas estuvieran dirigiéndose a toda velocidad hacia su destino ese preciso instante. Le dijo que intentaría averiguar qué probabilidades había de recuperadas y le pidió que rellenase un formulario. Después desapareció con éste en el despacho posterior.

—¿Qué pasa, Helen?

Philippa se moría de curiosidad.

Helen le resumió el problema.

—Así que la carta podría estar en cualquiera de los sobres —concluyó nerviosamente—. Me moriría si la recibieran mis padres. Sobre todo ahora, con los problemas de corazón de mi padre. Y lo peor de todo es que no puedo saber a quién le he mandado la carta hasta que llegue a su destino.

—¿No podrías pedirle a tu madre que la próxima carta que reciba te la devuelva sin abrir?

—Sí, claro —contestó Helen—. ¿Qué haría tu madre si le pidieras algo así?

—Hmmm —reflexionó Philippa. Desde luego, su madre abriría la carta—. Tienes razón.

—¿Señora Nicholls? —Helen se dio la vuelta como un resorte al oír la voz del funcionario de correos.

—Señorita —le corrigió Helen de manera automática.

—Perdón. Señorita. Lo van a comprobar. Pero no debe hacerse demasiadas ilusiones. Lo más probable es que las cartas ya estén en la central de clasificación. Si las localizamos tendría que pagar unas tasas de veinte dólares por cada carta recuperada. No podemos hacer nada más.

Tenemos su número de teléfono. La llamaremos si recuperamos alguna de las cartas. Siempre que esté de acuerdo con las tasas de veinte dólares por carta.

Helen se quedó mirándolo sin decir nada.

—Dadas las circunstancias, estoy segura de que pagaría doscientos dólares si fuera necesario —intervino Philippa—. Venga Helen, te invito a un café. —Philippa quería enterarse de cada detalle.

Aproximadamente una hora después, Philippa se hallaba sentada con gesto satisfecho en su silla del café Da Vida mientras Helen perseguía unas migas de tarta de zanahoria por la superficie blanca de su plato, aplastándolas con el dedo para llevárselas luego a la boca.

—Hoy es martes. ¿Cómo es que no estás trabajando? —preguntó de repente Helen. Acababa de fijarse en lo que tenía todo el aspecto de ser una mancha de carmín en el cuello de Philippa.

—Ventajas de la jornada flexible. He ahorrado suficientes horas como para cogerme un día libre.

—Enhorabuena. ¿Qué has estado haciendo últimamente?

—Ya sabes. Lo de siempre.

—¿Escribiendo?

—Podría llamarse así.

—¿Cómo lo llamas tú?

—Jugar. Trabajar. Sexo. Da igual.

—Una manera interesante de mirarlo —sonrió Helen. Estaba pensando si decir algo sobre el carmín cuando un transeúnte atrajo su atención. Levantó la cabeza, luego la inclinó hacia un lado—. Podría jurar que el hombre que acaba de pasar era el poeta ése —dijo—. Ya sabes, como se llame. El tipo con el que estuvo saliendo Chantal hace no sé cuanto tiempo.

—¿Bram? —Philippa se dio la vuelta, pero el hombre ya había desaparecido detrás de una esquina—. Demasiado tarde. Pero ¿no se había mudado a Los Ángeles, o se había muerto de una sobredosis o algo así?

—Yo creía que estaba trabajando en una empresa de publicidad en Nueva York. Aunque eso sólo debía de ser un rumor malicioso. En cualquier caso, hacía siglos que no se dejaba ver por aquí. A mí, desde luego, nunca me gustó; siempre estaba borracho o drogado. Nunca entendí qué podía ver en él una mujer tan guapa como Chantal.

—El amor está lleno de misterios.

—Eso dicen —asintió Helen—. Pero, dime, ¿le has enseñado a alguien lo último que has escrito?

—Sólo a Richard.

—¿Y qué le ha parecido?

Whisky a go-go.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que le ha gustado mucho. —Philippa cambió de tema—. ¿Has visto a Chantal o a Julia últimamente? Hace más de una semana que no hablo con ninguna de las dos.

Helen le comentó su cena con Julia.

—Se va a China dentro de poco —dijo—. Está emocionadísima. Aunque le preocupa tener que separarse de su nuevo chico ahora que están empezando. Está encantada con él. —Helen se inclinó sobre la mesa para acercarse a Philippa—. Parece que el sexo es increíble.

—Cuánto me alegro —repuso Philippa sonriendo—. ¿Cómo se llama?

Helen se dio un golpecito en la frente con la mano.

—Se me dan tan mal los nombres… —dijo al cabo de unos segundos—. Jason… creo. Sí, Jason. —Se secó una gota de sudor de la frente—. Qué calor hace. Estoy muy nerviosa por lo de la carta. Necesito distraerme. ¿Te apetece ir al parque Nielsen? Nos podríamos dar un chapuzón.

—Suena tentador, pero tengo que volver a casa —se disculpó Philippa—. Me está esperando un amigo —añadió después de una pausa—. Lo más seguro es que esté ocupada el resto del día.