IV. El camino a Gundagai

Querida Fiona:

¿Qué tal va todo por Darwin? ¿Cómo va el trabajo con las mujeres aborígenes? ¿Hay algo en Sydney que eches especialmente de menos? No puedo mandarte los cafés de la calle Victoria ni los fuegos de artificio sobre la Opera, pero si es algo que quepa en un paquete, dímelo y te lo haré llegar.

Hace una eternidad que no te escribo. ¿Podrás perdonarme? He estado ocupadísima corrigiendo exámenes y preparando mi conferencia (la he titulado «Como chocolate para agua: los alimentos y la femme fatale en el cine contemporáneo») para el congreso sobre estudios de la mujer que tuvo lugar la semana pasada en Canberra. Ya sé que debería hablarte sobre el congreso y sobre mi conferencia, pero no puedo resistirme a contarte la pequeña aventura que viví al volver.

Es curioso, porque, justamente la víspera, Chantal, Julia, Philippa y yo (por cierto, las tres te mandan recuerdos) habíamos estado charlando acerca de nuestras fantasías, y yo había reconocido ante ellas que, por muy extraño que parezca, realmente me atraen los típicos machos musculosos. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.

¿No te encanta recorrer sola grandes distancias en coche? Seguro que lo haces a menudo ahí en el norte. Aunque, claro, hay ocasiones en que anhelas disfrutar de compañía. Como cuando ves el cartel en que se lee «Animales salvajes heridos. Llamen al XXXX» y te apetece tener alguien al lado a quien poder decirle:

«¿Cómo van a llamar por teléfono si están heridos?». Pero creo que me estoy yendo por las ramas.

Salí de Canberra el jueves por la tarde, un poco después de lo que había planeado. No hacía mucho que había partido, cuando el motor empezó a hacer unos horribles ruidos, como de metal contra metal. Y al poco tiempo, empezó a salir vapor por el capó.

Por suerte, ya me faltaba poco para llegar a Goulburn. Me desvié en la salida de la autopista y seguí hasta llegar a la Gran Merina. Ya sabes, esa inmensa oveja de hormigón que hay sentada delante de esa tienda de souvenirs en la que venden todo tipo de horribles objetos típicos, como sombreros de Akubra y matamoscas con la forma del mapa de Australia. La Merina tiene unos pequeños ojos rojos que se iluminan de noche. (La gente del lugar asegura que hace tiempo también tuvo testículos, pero que alguien se los arrancó a tiros con una escopeta recortada. ¿Será la típica leyenda urbana? Perdón, quería decir rural). Justo al lado hay un restaurante y una gasolinera. Yo estaba rezando para que hubiera algún mecánico en la gasolinera, que es la más grande de la zona. Pero se hallaba cerrada. Yo estaba cada vez más preocupada, y como temía que el coche estuviera a punto de explotar, aparqué y apagué el motor de todas formas.

Cuando llegué, la tienda de souvenirs ya estaba cerrando y los últimos vendedores se disponían a echar el cierre antes de irse a casa. Abrí el capó y me quedé mirando el motor sin saber qué hacer. ¿Te acuerdas de cuando prometimos que aprenderíamos mecánica para poder arreglar los coches nosotras mismas y no tener que volver a soportar nunca más la prepotencia de ningún mecánico? Creo que nunca pasamos de cómo cambiar una rueda.

En cualquier caso, te aseguro que me hubiera propinado una patada a mí misma por no habérmelo tomado más en serio en su momento. Ahí estaba, intentando no perder los nervios, pensando que eso era la correa del ventilador y eso las bujías y eso el carburador. ¿Verdad que resulta patético? Te estarás preguntando por qué no llamé a una grúa. La verdad es que no hay ninguna explicación lógica. Simplemente, no se me ocurrió. Después de todo, estoy doctorada en teoría del cine, no en sentido común. Como sabes, son campos que no tienen ninguna relación entre sí. Aunque estoy segura de que, antes o después, se me habría ocurrido. Pero, como verás, el destino se me adelantó.

Un camión inmenso entró en el aparcamiento y empezó a rodear mi coche, muy despacio. El corazón me latía con fuerza. Estaba asustada. Hasta me puse a pensar en Thelma y Louise. El conductor del camión abrió la ventanilla y me miró. Yo le correspondí la mirada con gesto hostil, intentando parecer el tipo de mujer que iría armada. Él me saludó con tono amistoso y me preguntó si tenía problemas con el coche.

Yo asentí con cautela, sospechando sus intenciones. Él me preguntó si necesitaba ayuda y, antes de que yo pudiera decir nada, ya se había bajado del camión.

Era una noche cálida. Él sólo llevaba puestos unos pantalones vaqueros y una camiseta. Debía de tener unos cincuenta años. Cuando se agachó debajo del capó me fijé bien en él. Todavía estaba pensando en cosas como la descripción que le daría a la policía. Tenía la cara muy morena, con arrugas muy marcadas, las cejas bien definidas y muy pobladas y unos atractivos ojos azules de los que salía un abanico de patas de gallo. Su cabello era castaño claro, muy corto, salpicado de canas; un corte de pelo pueblerino. Ya te imaginas el aspecto. La verdad, no parecía mal tipo. Yo empecé a sentirme más tranquila.

Fue al camión a por su caja de herramientas y se puso a trabajar con el motor. De vez en cuando, volvía la cabeza y me explicaba lo que estaba haciendo con una voz profunda y sonora. Tenía un fuerte acento de Ocker. Yo no me enteraba de nada.

Me estaba fijando en los músculos de sus brazos, en lo duros que eran, en cómo se hinchaban y deshinchaban mientras se ocupaba del motor. Tenía las manos grandes y llenas de callos y las uñas negras por la suciedad y la grasa del motor. En el brazo derecho llevaba tatuado un ramo de rosas rojas y, en el izquierdo, un dragón oriental azul y dorado. Tenía los brazos llenos de pecas y de un vello rubio y duro y la piel del cogote tan curtida que parecía hecha de cuero. Era bastante ancho a la altura de la cintura, pero eso sólo aumentaba su atractiva masculinidad. Debajo de sus pantalones vaqueros, sus piernas parecían fuertes.

Y ahí estaba yo, una mujer con un doctorado que da conferencias sobre estudios de la mujer; una crítica acérrima incluso de los machos más educados, a quienes acuso abiertamente de no haber evolucionado plenamente en su actitud hacia la igualdad de sexos; una mujer que en sus treinta y tres años de vida nunca se ha acostado con un tipo que no tuviera al menos una licenciatura; una mujer a la que, de alguna manera, le hubiera gustado ser lesbiana. (Ya hemos hablado de eso, ¿verdad? De cómo los círculos feministas más radicales nunca te llegan a aceptar del todo si no eres lesbiana). Y ahí estaba, siendo rescatada como una damisela en apuros por un hombre grande y rudo como un oso, y tengo que reconocer que me estaba mojando las bragas de gusto.

Cuando por fin conseguí darle las gracias, por alguna inexplicable razón, tenía la voz ronca.

Él sonrió y me dijo que no me preocupara. Señaló algo cerca del…, ya sabes, la cosa grande y abultada que hay en el centro, donde van las bujías, y me dijo: «¿Ve esto? Ahí estaba su problema. Ahora el coche irá bien».

«Mmmm», le contesté yo, pensando en otra cosa. Me acerqué un poco a él y aspiré su punzante olor varonil: puro sudor y aceite de motor. El corazón me palpitaba. Sin pensar realmente lo que hacía, me acerqué un poco a él, hasta que nuestros brazos se tocaron, y te juro que fue como si me hubiera dado un calambre. Un escalofrío tremendo me recorrió la espalda.

Con el esbozo de una sonrisa asomándose juguetonamente a sus labios, él me preguntó si tenía frío. Y entonces… No lo vas a creer. Yo misma todavía no lo creo. Voy y le digo en mi nueva voz de Mae ffist: «No. De hecho estoy caliente». Después insinué mi cuerpo contra el suyo y apreté los labios contra la crujiente salchicha marrón que tenía por cuello. Te lo juro, Fiona, nunca, en toda mi vida, había hecho nada parecido. ¡Si casi no he tenido ninguna aventura de una sola noche!

Y tú sabes que llevo meses pensando en Sam, ese compañero tan agradable, tan sensible y tan inteligente del departamento de Estudios Asiáticos. Creo que yo también le intereso a él, pero el ambiente de corrección política que flota por la universidad hace muy difícil dar cualquier tipo de paso. Y no es que tenga miedo de que él se vaya a poner a gritar «acoso sexual», ni nada parecido. Además, yo no soy su jefa, ni él el mío. Sólo somos colegas profesionales y ni siquiera estamos en el mismo departamento. Pero el ambiente que se respira en la universidad respecto a este tipo de cosas tiene a todo el mundo un poco a la defensiva.

O es posible que sea sólo yo. Tal vez me haya olvidado de cómo se liga. Bueno, al menos hasta el otro día.

«¿Así que estás caliente?», se rió entre dientes mi camionero. Dejó sus herramientas en el suelo. Se acercó a mí y me besó, pero no con cuidado ni con suavidad, como siempre lo han hecho los hombres con los que he estado, sino con una especie de urgencia ruda que…, bueno, si te estoy diciendo todo lo demás también puedo reconocer esto, me encantó. Me cogió el pecho y me apretó el pezón con fuerza a través de la camisa. Pasaban muchos vehículos por la carretera, pero el capó de mi coche, que seguía abierto, nos escudaba. Hasta que entró un coche en el aparcamiento para dar la vuelta y, de repente, nos vimos bañados en la luz de sus faros y nos separamos de golpe, un poco cohibidos. Él miró a nuestro alrededor y me dijo que lo siguiera. Me cogió de la mano y me llevó detrás de la Gran Merina. Ahí hay un par de mesas de picnic. Se sentó en un banco y me puso encima de sus rodillas. Después de forcejear torpemente con los botones de mi blusa, por fin decidió abrírmela de un tirón. Me bajó el sujetador, me frotó el pecho y me pellizcó los pezones. Yo dejé caer la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Él se puso a chupármelos y a mordisqueármelos. A veces me hacía daño al morderme, aunque eso también me gustaba por su intensidad salvaje. A esas alturas, yo ya estaba sentada a horcajadas encima de él, con la falda levantada hasta las caderas. Mi camionero me agarraba el culo con sus fuertes manos. (Deberías ver la grasa y las manchas de aceite que tengo en la falda y en la blusa. ¡Casi se pueden ver las huellas dactilares! Y a la blusa le faltan la mitad de los botones. Tiene gracia, pero hace unos días estaba pensando en deshacerme de esos viejos trapos y comprarme ropa nueva. ¡Ahora no me queda más remedio que hacerlo!). Yo notaba cómo su miembro luchaba contra la tela de sus pantalones vaqueros mientras yo me frotaba encima.

¿Resulta todo esto demasiado pornográfico? ¿Te estoy escandalizando? Aunque realmente ya es demasiado tarde para que me vuelva atrás, ¿no? Y si es pornográfico, ¿qué crees, que prueba o que refuta la tesis de Robin Morgan, según la cual la pornografía es lo mismo a la teoría que la violación a la práctica? ¿Qué pasa cuando somos las mujeres quienes escribimos la pornografía? ¿Acaso podemos violarnos a nosotras mismas? Últimamente, he estado pensando mucho en eso. El otro día, Philippa nos leyó uno de sus cuentos eróticos y me preguntó por las últimas teorías sobre la pornografía. Nunca he llegado a captar realmente la diferencia entre lo erótico y lo pornográfico. ¿Y tú? Lo que quiero decir es que no sé si la literatura erótica es algo más que mera pornografía con pretensiones literarias. ¿O es que algo es pornográfico cuando está escrito por un hombre y erótico cuando lo escribe una mujer?

En cualquier caso, ahí estábamos, sobándonos sin parar. Realmente, me encantaba su olor animal. No creo que vaya a renunciar a los intelectuales, pero debo reconocer que tienen la mala costumbre de ducharse antes de acostarse; no voy a permitir que eso siga pasando.

Me cogió la mano y se la puso en su miembro. Después se desabrochó el cinturón, se bajó la bragueta y metió mi mano derecha dentro de sus calzoncillos. Tenía el miembro duro y caliente. Te juro que hasta podía notar cómo le latía la sangre. Se movió un poco para que yo pudiera bajarle los pantalones y los calzoncillos. Me levantó las piernas, se las puso alrededor de la espalda (yo ya le estaba rodeando el cuello con los brazos) y se levantó. Con los pantalones caídos a la altura de los tobillos, me llevó hasta el muro trasero de la Merina sin sacar la lengua de mi garganta.

Mientras me deslizaba por su cuerpo, hasta volver a quedar de pie, oí unos acordes que provenían de alguna parte. Era el tipo de música que se escucha en las tiendas de souvenirs. Canciones del interior y ese tipo de temas. Tú ya me entiendes. Al parecer, se habían olvidado de apagar la cinta cuando cerraron la tienda. En cualquier caso, él me puso una de sus grandes manos en la nuca, me empujó hacia abajo hasta hacer que me arrodillara y me llevó la boca hasta su enorme miembro. ¡Te aseguro que nunca he visto uno más grande! Se giró un poco hacia un lado y oí el sonido del cuero deslizándose sobre la tela vaquera; se estaba quitando el cinturón. Sin sacar el miembro de mi boca, se inclinó hacia adelante, me cogió las manos y me las ató detrás de la espalda con el cinturón, aunque no lo apretó demasiado. Estoy casi segura de que podría haberme desatado si hubiera querido. Sentí miedo y una gran emoción al mismo tiempo. Él apoyó las manos en mi cabeza y empezó a controlar el ritmo. Los dos nos contagiamos del hilo musical que provenía de la tienda, así que acabé chupándosela al ritmo de Waltzing Matilda. Estuvimos mucho tiempo así (no quiero que suene como una queja, porque yo estaba disfrutando como una loca), hasta que noté que los testículos se le empezaban a poner duros. Él gimió, me sacó el manubrio de la boca, me desató las manos y me ayudó a ponerme de pie. Yo tenía las rodillas magulladas por el roce contra el asfalto y las medias destrozadas, pero no me importaba.

Entonces me empujó contra la pared. La franja de estuco que hay entre las ventanas se me clavaba en la espalda. Se puso de rodillas, me bajó las bragas y las medias hechas jirones y…, bueno, digamos que se entregó a mí a fondo. Recuerdo que tuve un pensamiento extrañamente lúcido. Pensé que justo encima de mí estaría la ventana redonda que hacía de agujero del culo de la oveja. Pero casi no recuerdo nada más. Sólo sé que me hizo volar y que luego volvió a hacerlo y que, cuando por fin acabó, yo ya casi no podía soportar el placer.

Cuando se levantó, tenía una sonrisa que no dejaba ninguna duda sobre lo que estaba pensando. Se limpió la boca y la barbilla con el dorso de la mano y me dijo: «Me encantan las mujeres bien mojadas». Después se sacó un condón de la cartera y me lo dio. A mí me temblaban las manos. Casi no pude abrir el envoltorio y, encima, no conseguía distinguir la parte de fuera de la de dentro. ¡Lo odio cuando me pasa eso! Lo intentas desenrollar y no baja, porque la tetilla está hacia dentro y todo el condón está al revés. Bueno, en cualquier caso, al final lo conseguí. ¿Te lo creerías si te dijera, y no estoy exagerando, que tenía el miembro tan grande que no pude ponerle el condón desenrollándolo? Me tuvo que enseñar cómo estirarlo con los dedos para poder ponérselo. Después me dio la vuelta hasta que yo quedé dándole la espalda y me empujó contra la pared. En ese momento ni siquiera me pregunte por que me parecía tan excitante ese tipo de sexo, tan brusco y dominante. Realmente, desde un punto de vista ideológico, me preocupa. En cualquier caso, era increíblemente excitante. Ahora estaba agachada hacia delante, con el culo en pompa, la cabeza baja y las manos apoyadas en el marco de la ventana para no perder el equilibrio. Estaba sonando El camino a Gundagai. Él me penetró con fuertes embestidas en perfecta sintonía con la música mientras me agarraba las caderas con las dos manos. La sensación de ese inmenso ariete deslizándose dentro de mí hasta llenarme por completo era agonizante y maravillosa al mismo tiempo. Al final, tuve un nuevo orgasmo mientras miraba la fila de koalas de peluche ondeando banderitas australianas que había al otro lado de la ventana. Él también se corrió, con un poderoso gemido animal. Nos quedamos unos minutos descansando en esa postura, con sus manos rodeándome la cintura y su barbilla caliente, sudorosa y sin afeitar apoyada en mi nuca. Hasta que nos enderezamos, nos arreglamos la ropa y volvimos hacia nuestros vehículos cogidos por la cintura.

Yo casi no podía andar.

Él cogió su caja de herramientas, cerró el capó y me dijo que no debería tener ningún problema para llegar a Sydney. Añadió que, al llegar, debería llevar el coche al taller para que lo revisaran y dijo que, por si acaso, esperaría a que arrancara antes de irse. Después me dijo con tono paternal: «Por cierto, no deberías dejarte atar así por un desconocido. Te podrías meter en un buen lío».

Yo estaba un poco mareada. Le di las gracias, por todo, incluido el consejo y me subí al coche. El motor ronroneó igual que yo. Me despedí agitando la mano y me fui. ¡Y eso es todo! Ni siquiera sé cómo se llama. Todavía tengo agujetas en las piernas y todo el cuerpo dolorido y toda la ropa que llevaba ha quedado inservible, así que sé que no fue una alucinación mía. Además, todavía tengo el envoltorio del condón (máxima capacidad) que recogí del suelo antes de irme.

Me pregunto qué diría Sam de todo esto. Nunca lo sabrá, claro, pero me gustaría saber si la idea lo excitaría o si le parecería repulsiva. Hay una parte de mí a la que le gustaría que lo excitara y otra, puede que la parte de la buena chica católica, que preferiría que se sintiera horrorizado. Es como si, de alguna manera, eso fuera una garantía de que Sam había pasado a ser una forma de vida más elevada, más capaz de sentir y de comprometerse, o algo así. Creo que estoy acercándome más al ser pagano que llevo en mi interior. Tengo que volver a leer a Camille Paglia.

Quería hablarte del congreso, pero ya lo haré en otra carta.

No dejes de contarme cómo te va últimamente. Me debes una buena historia.

Te quiere,

HELEN

PD. Por favor, por favor. No le cuentes a nadie lo que te he dicho. Como bien sabes, no soy precisamente el tipo de mujer que suele confesarse. Aunque, la verdad, ¡no suelo tener muchas cosas que confesar!

Helen pulsó la tecla Ctrl P y la impresora láser del departamento empezó a trabajar con un suave zumbido.

Miró la hora. Se estaba haciendo tarde. Había quedado a cenar con Julia y antes quería pasar por casa a cambiarse. Pero todavía tenía tiempo para hacer un par de cosas más en el despacho. Tecleó rápidamente dos cartas a colegas profesionales, una de la Universidad Nacional de Australia y otra de la Universidad de Melbourne, pidiéndoles copias de las conferencias que habían leído en el congreso. Después escribió una breve nota de encabezamiento para acompañar la copia de su propia conferencia que iba a mandar a una prestigiosa publicación estadounidense de estudios de la mujer, imprimió las tres cosas y escribió una carta a sus padres, que vivían en Perth. Se acercó a la fotocopiadora e hizo un par de copias de un artículo que creía que podría interesar a sus colegas y de la carta a sus padres.

Queridos papá y mamá:

Espero que cuando recibáis esta carta os encontréis bien los dos. ¡Me alegro tanto de que papá se haya recuperado! Hay que tener muchísimo cuidado con los problemas cardíacos. Recordad lo que dijo el médico: nada de estrés ni de emociones innecesarias.

Siento no haberos escrito antes. He estado trabajando mucho. La semana pasada participé en un congreso en Canberra. Mi conferencia trataba sobre los alimentos, la mujer y las películas. Provocó un buen debate, así que supongo que podría decirse que fue un éxito. Acabo de terminar de corregirla (basándome en parte en los comentarios que hubo en el congreso) para mandarla a una publicación especializada de Estados Unidos.

Aparte de eso, no tengo muchas cosas interesantes que contaros. Veo bastante a las chicas, claro. Y todas le mandan un abrazo a papá y se alegran mucho de que esté bien. Julia se va tres semanas a China en enero con un programa de intercambio cultural. Está muy emocionada.

Os mando una copia de la conferencia que leí en la ONU. No dejéis de decirme qué os ha parecido. Volveré a escribir pronto. Cuidaos.

Os quiere,

HELLIE

Helen cogió las hojas de la impresora láser y volvió a mirar la hora. ¡Maldita sea! Iba a llegar tarde si no se daba prisa. Cerró todos los archivos del ordenador, salvando los relacionados con el trabajo y llevando los demás al pequeño cubo de basura que había en la esquina inferior derecha de la pantalla. Después hizo que el ordenador vaciara la basura. Mientras lo apagaba, buscó unos sobres de tamaño folio con el membrete de la universidad en el cajón de su escritorio. Apresuradamente, escribió las direcciones, metió las cartas y las fotocopias en sus sobres correspondientes y las llevó al saco del correo. Después de una rápida visita al servicio, volvió al despacho, cogió el bolso, apagó las luces, cerró la puerta con llave y se encaminó hacia la salida del edificio. Ya casi estaba en la puerta principal, cuando, de repente, se dio la vuelta. A media carrera, volvió hasta el saco del correo, escarbó entre su contenido y recuperó la carta que le había escrito a Fiona o tal vez, pensó, sea mejor echarle un último vistazo antes de mandarla. Quizá, pensó, sea mejor no mandarla.

Helen llegó diez minutos tarde al nuevo restaurante tailandés donde había quedado con Julia, pero su amiga todavía no había llegado. El restaurante se lo había recomendado Chantal; acababan de publicar un reportaje en la sección de decoración de interiores de Pulse. Mientras esperaba a Julia, Helen se entretuvo contemplando las paredes pintadas, que imitaban las fachadas exteriores de un edificio medio en ruinas, graffiti incluidos. Se quedó boquiabierta ante el desproporcionado candelabro notablemente inclinado que iluminaba la cocina en la que los cocineros flambeaban platos llenos de colorido. Y todo mientras cambiaba de posición una y otra vez, intentando acomodarse en la silla de metal, estéticamente impecable pero anatómicamente imposible. Julia llegó cinco minutos después, dejó el bolso en el suelo aliado de la mesa y se disculpó por el retraso.

Los camareros eran la creme de la creme del ambiente homosexual tailandés. Uno de ellos se acercó a la mesa balanceando exageradamente las caderas y les ofreció los menús con un amaneramiento que no habría estado fuera de lugar en la corte de Luis XIV.

—No me extraña que le guste a Chantal —dijo Julia con una risita después de pedir algo de beber—. Así debe de ser el paraíso de los gays.

Cuando llegaron los aperitivos, unos microscópicos trozos de pollo envueltos en grandes hojas de plátano, Julia le confió a Helen que había decidido hacer un reportaje fotográfico sobre el tema del síndrome premenstrual para poder asimilar de una forma creativa el arrebato del otro día. Hablaron del tipo de imágenes de ira y desesperación femenina que podrían plasmar mejor la sensación de estar esclavizada por tus hormonas sin humillar a las mujeres ni transmitir el mensaje de que las mujeres eran…, ¿cómo decirlo?, esclavas de sus hormonas.

Mientras le servían el plato principal, pollo con anacardo, carne de vaca frita con leche de coco y curry de verduras, Helen debatió en silencio si debía contarle a Julia su reciente experiencia hormonal, tan distinta a la de su amiga. Antes de que pudiera articular palabra, Julia le confesó que el chico con el que había salido la otra noche le gustaba realmente. Se habían vuelto a ver otras dos veces y el sexo con él era fantástico.

—Suena como si se tratara de una relación —se maravilló Helen.

—Bueno, yo no diría tanto —le repuso Julia—. Si por mí fuera, sí que lo sería, pero no se si él estaría de acuerdo. Es joven y no le atrae la idea de atarse. Una vez, saqué a relucir el tema del compromiso. Él bostezó y me dijo que no sabía qué era eso. Después de aquello, la verdad, no me apetece volver a abordar el tema. Ni siquiera le gusta hacer planes con más de tres días de antelación. Pero da igual. Está buenísimo. Y, al fin y al cabo, estamos en los noventa. Me siento afortunada de haber encontrado a un hombre al que por lo menos le gusta el sexo. Ya sabes que las emisiones de esperma están bajando por todo el planeta. Es un auténtico problema.

—Hay quien sostiene que el miedo a coger el sida es una de las principales razones por la que la gente está manteniendo menos relaciones sexuales —dijo Helen—. No obstante, personalmente, yo creo que también es por el miedo a «coger» una relación. Creo que hay muchas personas, sobre todo hombres, que ven las relaciones como una condición igual de peligrosa en potencia que el sida. Pero, volviendo a tu chico, suena fenomenal. ¿Y a él no le preocupa la diferencia de edad?

—Al menos no lo parece —contestó Julia, que prefería no aludir en absoluto al episodio de El crepúsculo de los dioses. Después de todo, Jake había dejado de llamada Norma Desmond cuando ella le había leído la cartilla.

—Cuánto me alegro —aprobó Helen.

Julia le preguntó si ella tenía algún nuevo romance en ciernes y qué talle iban las cosas con Sam.

—En realidad, últimamente las cosas no van de ninguna manera. No sé qué pensar.

—Me parece que deberías tomar tú la iniciativa, Hellie. ¿Por qué no lo violas?

—No creo que fuera buena idea, Julia. No con Sam. Si lo nuestro al final funciona, va a ser una de esas relaciones que son como el arroz: necesitan mucho tiempo de cocción y sólo una pizca de picante en el momento justo.

—Supongo que yo siempre he preferido las comidas rápidas —declaró Julia riendo—. Pero un día de éstos tienes que darme tu receta para el arroz.

Un joven ejecutivo con un traje de Armani y un pendiente de oro entró en el restaurante. Se paró al lado de la puerta y estudió la escena. Una vez satisfecho de que todos los presentes hubieran reparado en su presencia, se instaló en la mesa vecina a la de Julia y Helen y cogió el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Lo sacó de su funda de imitación de piel de tigre, marcó un número y le ordenó a gritos a quienquiera que estuviera al otro lado de la línea: «Mándame la propuesta por correo electrónico». Después dejó el teléfono encima de la mesa, estiró las piernas arrogantemente en la dirección de las chicas y se pasó una mano por el pelo negro engominado, suficientemente largo como para llevar coleta.

—Vaya imbécil —le dijo Julia al oído a Helen.

Helen subió y bajó las cejas dándole la razón.

El hombre chasqueó los dedos para llamar al camarero.

—Qué mal educado —comentó Helen en voz baja.

Estaba claro que el camarero estaba de acuerdo con ella. Se acercó a la mesa del hombre, inclinó la cabeza de tal forma que se quedó mirándolo, literalmente, a través de la nariz y le dijo con desprecio: «Hacen falta más de dos dedos para hacerme correr». Después se dio la vuelta y se fue hacia la cocina.

Julia y Helen se rieron con estruendo. El hombre, que se había sonrojado intensamente, se subió la manga de la camisa para mirar el reloj, movió la cabeza de un lado a otro, como si ya llevara horas esperando, se levantó y se fue.

Helen decidió que, por ahora, era mejor no decir nada sobre su aventura con el camionero. Además, ya era bastante tarde. Tenía que dar una clase a primera hora de la mañana y todavía no la había preparado. Y, por otra parte, empezaba a tener dudas acerca de la carta que había escrito. La parte analítica de su cerebro, la parte de Helen que llevaba el pelo recogido en un moño severo y vestía trajes recatados y gafas con montura negra había regresado de las vacaciones y no estaba nada contenta con el lío que se había encontrado a su vuelta. Doña Analítica interrogó a Helen sin piedad: ¿Cómo se te ocurre practicar una forma de sexo tan descaradamente sumisa, y además con un perfecto desconocido? Te han tratado de forma absolutamente brusca y te ha gustado; incluso animaste al camionero. Pero también había otra voz en la cabeza de Helen. La de la chica con la minifalda muy, muy corta y las piernas muy, muy largas, la chica que amontonaba una colilla tras otra en el cenicero mientras se bebía una copa. Le dijo a doña Analítica que, de hecho, Helen había tomado la iniciativa y que lo único que había hecho era divertirse un poco. Había sido excitante, lo habían hecho de mutuo acuerdo y nadie había salido mal parado. Y además, habían practicado el sexo seguro; habían usado condón. De manera que, ¿cuál era el problema? Piernas largas le echó el humo en la cara a doña Analítica. El enfrentamiento acabó en tablas; Helen todavía no estaba preparada para abordar el tema. Después de todo, había decidido no mandarle la carta a Fiona. Al día siguiente, a más tardar, le escribiría otra, pero esta vez concentrándose en el congreso.

—¿Quieres café o pedimos la cuenta? —preguntó Julia mirando el reloj.

—Mejor pedimos la cuenta —contestó Helen—. Mañana tengo un día muy ocupado. Será mejor que me vaya ya a casa.

—Y yo también.

El día siguiente, después de las clases, Helen se bajó del tren y atravesó rápidamente el deprimente espectáculo de Kings Cross de camino a su ordenado apartamento de la calle Bayswater. Dejó el bolso y el correo que había recogido del buzón en la encimera de la cocina y puso agua a hervir en la tetera. Sacó de la nevera el tarro con café recién molido y olió un momento su aroma antes de poner un par de cucharadas en el filtro.

Sonó el teléfono. Era Marc, el estudiante con las coletitas verde lima, que tenía una duda sobre el trabajo de fin de curso. Su voz le recordó el comentario sobre el «mito de la belleza» que había hecho en clase y todo lo que eso le había hecho sentir después a ella. Si no hubiera estado tan distraída, es posible que hubiera advertido que la pregunta de Marc sonaba como una simple excusa para poder llamarla por teléfono. Se apoyó el auricular del teléfono en el hombro y siguió preparando el café. No se dio cuenta de que podía haber un sub texto subversivo, como acostumbraban a llamarlo en las clases de cine, hasta que él dijo: «Creo que eres una profesora muy guay, Helen». Después, Marc colgó de forma bastante brusca.

Helen apartó la idea de su cabeza y se sentó a mirar el correo. No había nada demasiado emocionante: la factura del teléfono, un catálogo de una librería, una carta de sus padres y una postal de Fiona desde Darwin. La postal le recordó la carta que había escrito ella. La sacó del bolso y abrió el sobre. Lo más lejos que iba a llegar esta misiva era hasta una discreta carpeta en el cajón de su escritorio. Lo que vio hizo que se pusiera pálida y que el corazón le diera un vuelco. Dejó caer la carta al suelo y se llevó las manos a la boca, que, detrás de sus dedos extendidos, se había convertido en una gran O. Volvió a comprobar la dirección que había escrita en el sobre. Sí, era la dirección de Fiona en Darwin, pero la carta que contenía decía:

Querida Bronwyn:

Me alegro mucho de que nos hayamos visto en Canberra y de que me hayas puesto al día sobre tus últimos proyectos. Tu tesis sobre el valor de la identidad del género en el teatro y la danza contemporánea aborígenes me parece realmente interesante.