III. Cordero asado

—Entonces, ¿te gusta Seinfeld? —Chantal había cogido la copa de Julia y la estaba rellenando con una botella de vino tinto.

—Bueno —contestó Julia—. Prefiero a Kramer.

Había pasado más de una semana desde que se habían visto en el café Da Vida y las chicas habían quedado en casa de Chantal para pasar la tarde charlando y viendo la televisión. Seinfeld acababa de pronunciar su monólogo de despedida. Julia se encontraba sentada, hecha un ovillo, en la cotizada butaca de pelo de cebra de Norman Quaine que tenía Chantal. Vestida completamente de negro, desde la camiseta hasta la minifalda de cuero y las medias opacas, Julia parecía una pantera descansando encima de su presa. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra la butaca, Philippa navegaba por los canales de televisión.

Helen jugaba distraídamente con una mancha de salsa de tomate de pizza de gourmet que tenía en su falda beige favorita. La pizza estaba hecha en horno de leña, mitad trucha ahumada, mitad cordero marroquí, pero dejaba las mismas manchas que si fuera de anchoas y de jamón.

—Es tan injusto —le comentó a las demás—. Desde luego, es el final perfecto para un día nefasto.

—¿Y eso por qué? —preguntó Philippa—. ¿Qué te ha pasado?

—¿Sabéis la clase que doy en la universidad sobre teoría feminista?

—No la conozco personalmente —declaró Julia riendo—. Al menos no en el sentido bíblico.

—Ja, ja, ja. Qué gracioso, querida —dijo Chantal arqueando las cejas.

—En cualquier caso —continuó Helen sin hacerles caso—, estábamos analizando El mito de la belleza de Naomi Wolf. Tengo un alumno que se llama Marc. Es uno de esos estudiantes políticamente correctos que siempre se apuntan a las clases de estudios de la mujer; ya os imagináis el tipo. Estábamos hablando de cómo la sociedad recompensa a las mujeres que se ajustan a las pautas impuestas por la industria de la belleza. El chico del que os hablo levantó la mano y dijo: «Profesora Nicholls, creo que usted es un buen ejemplo de cómo las mujeres pueden evitar caer atrapadas en el mito de la belleza».

—No lo dirás en serio, querida —Chantal no podía creerlo.

—Sí —contestó Helen amargamente. Helen era bastante sensible respecto a las cuestiones físicas. Por un lado, era un ser humano inteligente, una feminista, una mujer de los años noventa. Pero, por otra parte, odiaba sus tobillos, le preocupaban sus muslos y, cuando estaba a solas, se llenaba las manos con los pequeños pero desesperantes michelines que se le habían acumulado, y parecía que permanentemente, en la cintura y en las caderas—. Incluso llegó a afirmar que si lo hubiera escrito yo, en vez de la atractiva Naomi Wolf, el libro tendría más credibilidad.

—¡Bastardo! —se quejó Julia.

—No, él lo dijo como un cumplido —reaccionó Helen defendiendo al alumno—. De verdad creía que era un cumplido. Lo dijo sin mala intención. Pero, desde luego, a mí me dejó destrozada. Logró que afloraran mis más recónditas inseguridades. Ya me entendéis: estoy gorda, soy poco atractiva, visto mal,…

—No digas tonterías, Hellie —le recriminó Julia, incorporándose en la gran butaca—. Ni estás gorda ni eres poco atractiva ni vistes mal. Tienes unas tetas magníficas, un físico agradable y, a tu manera, eres elegante. A mí me pareces preciosa.

—Sí, claro. Pero tú eres mi amiga —le replicó Helen—. Además, es imposible ser preciosa cuando tienes tan poco espacio entre las cejas y los ojos —agregó pellizcándose las cejas hacia abajo para darle más dramatismo a sus palabras—. Y mis labios son demasiado finos. Por favor, Julia, tú lees revistas de moda. Sabes que tengo razón. Y tú, Chantal, trabajas en Pulse. Por Dios santo, ¿cuándo fue la última vez que publicasteis una foto de una modelo con una figura como la mía? Nunca podré ser una rompe-corazones —concluyó, abatida.

Chantal tenía la expresión culpable de una niña a la que sorprenden cogiendo una galleta cuando no debe.

—Sé que no es culpa tuya, Chantie —dijo Helen—. Ya lo hemos hablado antes. A las empresas que se anuncian en tu revista no les interesa que publiquéis fotos de mujeres «normales». Ya lo sé. No me hagas caso. Sólo estoy teniendo un estúpido ataque de complejo de gorda.

—Pero, Helen, tú eres la última persona del mundo que debería ponerse así —protestó Philippa—. Por Dios santo, si eres feminista. Estás en contra del concepto de la belleza femenina que se impone comercialmente. No concibes la anorexia. La manipulación de la auto estima y la confianza femenina a cargo de la industria de la moda te parece ultrajante. ¿Recuerdas?

—Sí, sí. Ya lo sé. No tiene justificación. Y nunca lo reconocería en público. No obstante, me he pasado todo el día obsesionada por la idea de que debería renovar mi vestuario y cambiar de color de barra de labios.

—Si quieres, yo te puedo ayudar con eso, querida —dijo Chantal con entusiasmo—. Ahora hay unas rebajas fantásticas.

—La verdad es que me gustaría —dijo Helen forzando una sonrisa—. No quiero parecer quejica, pero es que hasta el propio Marc se preocupa por su imagen. Se afeita la cabeza. Bueno, él lo llama un «número dos». Y sólo se deja dos coletitas encima de las orejas. —Helen se llevó las manos a la cabeza y movió los dos dedos índices para mostrar exactamente dónde las tenía—. Además, se las ha teñido de color verde lima. Se las recoge con unos pasadores pequeños; los de hoy eran rosas, con forma de elefante. Y lleva camisas ajustadas de nylon y pantalones negros abombados y zapatillas a rayas blancas y negras. A veces, hasta lleva vestidos. Defiende una moda «libre de géneros». Lo que quiero decir es que a él sí se le permite tener el concepto de belleza que prefiera.

—Típicamente masculino —afirmó Julia moviendo la cabeza—. Los hombres son dobles raseros con patas.

Helen hizo una mueca.

—Ya. Aunque es posible que esté siendo injusta. Realmente es un chico muy agradable, muy dulce. Y además es inteligente. Y siempre lee todo lo que mando en clase. Y eso es más de lo que puedo decir de muchas de mis alumnas.

—Pues claro —intervino Chantal—. Sería ridículo que un hombre que se apunta a una clase de estudios de la mujer encima no se esforzara.

La misma vieja estrella de la música pop que Julia había visto con Jake aquella noche en su casa volvió a aparecer en la televisión.

—¡Por favor! —exclamó Chantal—. Que desaparezca de mi vista. Ahora mismo. —Cogió el mando a distancia y cambió de canal—. Me niego a tenerlo en mi salón —declaró. Justo en ese momento estaba acabando un reportaje sobre los desfiles de moda en París—. ¿Sabes cuál es tu problema, Helen querida? —continuó mientras la pasarela desaparecía de la pantalla—. Citando libremente la canción que acabo de cambiar, eres demasiado sexy para las faldas que llevas.

Helen se miró la falda y volvió a fijarse en la mancha.

—Dios mío, no sé cómo voy a conseguir quitar esta mancha.

—Voy a por un trapo húmedo —se ofreció, solícita, Philippa, levantándose y dirigiéndose a la cocina.

Helen estudió su vestimenta como si fuera la primera vez que la veía: una blusa blanca tradicional, una falda beige plisada que le cubría las rodillas y un cinturón marrón de cuero. Tal vez la mancha de pizza fuera un mensaje del cielo. Después de todo, si Dios había creado a las mujeres a su imagen y semejanza, debería agradar que éstas se preocuparan por su aspecto. Pero, un momento. ¿No se suponía que el beige y el marrón volvían a estar de moda? Al fin y al cabo, Chantal la había felicitado por sus botas marrones de cuero con un poco de tacón.

Philippa volvió con un trapo y un vaso de agua.

—Toma —dijo pasándoselo todo a Helen—. Acaricia, no frotes. Por cierto, ¿sabíais que en la antigüedad llamaban a los tomates «manzanas del amor»? Se suponía que tenían poderes afrodisíacos.

—Desde luego no sería en forma de mancha —comentó Helen.

Philippa se encogió de hombros. Helen se puso a frotar la mancha con el trapo húmedo.

—Gracias —dijo—. Se nota un poco menos.

Chantal, que acababa de rellenar las cuatro copas con más vino tinto, se tumbó decorativamente al lado de Helen.

—Si realmente os interesa, yo también he tenido un día horrible —declaró con la esperanza de que sí les interesara.

Y les interesaba.

—Teníamos una sesión fotográfica con Jessa en el muelle Circular. Sabéis quién es Jessa, ¿no? La modelo con la cabeza rapada y el cuello tatuado que suele andar por el Tropicana inyectándose todo tipo de drogas.

—Sí, creo que la he visto alguna vez —dijo Philippa.

—En cualquier caso, es lo que podría llamarse un individuo con el cerebro en la estratosfera.

—¿Un qué? —preguntó Helen.

—Una chica que siempre está en las nubes. Y, además, resulta que también es una cocainómana paranoica. Como os podéis imaginar, resulta de lo más agradable trabajar con ella. De todos modos, teníamos planeado que posara con dos dálmatas en el muelle Circular, con los ferris y la Ópera y todo eso de fondo. Llevaba una serie de mini vestidos blancos y negros de vinilo. Ya os podéis imaginar la cantidad de gente que se paró a mirar. No es como realizar un reportaje en cualquier otro sitio de la ciudad, donde la gente tiene cosas que hacer. Ya me entendéis. Lo normal es que la gente se pare un minuto, mire la hora y se vaya. Pero el muelle está lleno de turistas y de gente matando el tiempo mientras espera el ferry. El hecho es que teníamos a más dé cien personas mirando. No sé qué perfume usará esa chica, pero en cuanto le dieron los perros, los dos se lanzaron a su entrepierna. Os juro que los adiestradores tuvieron que emplearse a fondo para alejar a los dos dálmatas de la falda de Jessa. La gente se moría de risa. Y ella, claro, se puso histérica. Incluso nos acusó, a mí y al fotógrafo, de haberlo planeado todo. Se puso a llorar como una loca y tardamos una eternidad en arreglarle el maquillaje.

—¿Os habéis dejado chupar alguna vez por un perro? —le preguntó Julia a las demás.

—¡Pues claro que no! —repuso Helen mirando a Julia—. ¿Y tú?

—No, no. Claro que no —contestó Julia—. Sólo me preguntaba si alguna de vosotras lo había hecho.

—Ju-lia —dijo con incredulidad Philippa—. Cuéntanos la verdad.

—Dejadme en paz —protestó Julia sonrojándose—. Si queréis saber la verdad —prosiguió cambiando de tema—, yo tampoco he tenido precisamente lo que se dice un día maravilloso. —Suspiró con dramatismo y bebió un poco de vino.

—¿Qué te ha pasado?

—Estaba acabando de revelar unas fotos para un reportaje de una revista sobre artistas chinos en Sydney.

—Últimamente estás obsesionada con los chinos, Julia —la interrumpió Philippa—. ¿Cuándo te vas por fin con el programa de intercambio cultural?

—En enero. Me apetece muchísimo. Pero, de todos modos, ¿os podéis creer que cuando llegué a la revista a las cinco menos diez me informaron de que el editor había cancelado el reportaje porque no sé qué idiota le había dicho que estaba más de moda lo vietnamita?

—Qué faena —exclamó Philippa comprendiendo la situación de su amiga—. Pero tendrán que pagarte las fotos de todas formas, ¿no?

—Sería lo lógico —repuso Julia asintiendo—, pero no. El muy bastardo me dijo que no me iba a pagar nada. Dijo que, de hecho, no me las había encargado, que sólo había declarado que probablemente le pudieran servir.

—¡Cabrón! —Ahora era Helen la que estaba indignada.

—Y que lo jures. Y después me despachó así como así. Dijo que tenía que cerrar la edición, que ya hablaríamos otro día. Yo exploté.

—Bien hecho —aprobó Philippa.

—Sí, pero me comporté de una manera muy poco profesional. Le dije que era un capullo, que tenía la cabeza llena de mierda, que era un inútil y cosas todavía peores. Después me eché a llorar y salí corriendo de su despacho.

—Pobrecita —se compadeció Chantal.

—Así que me dirigí a casa. —La vieja nave industrial de Surry Hills en la que vivía Julia era un lugar de alquileres bajos y estatus alto con cañerías viejas y una iluminación todavía peor donde vivían artistas, fotógrafos y diseñadores de moda que siempre vestían de negro—. Me pasé una eternidad esperando el ascensor. Es una porquería. Nunca viene cuando lo necesitas. —Era uno de esos viejos ascensores industriales, una gran jaula en el hueco de las escaleras—. Y, para colmo, Sarah, esa pretenciosa artista de la interpretación, o como diablos se llame a sí misma, abre la puerta y tiene puesto acid jazz a todo volumen. Y por mucho que ella presuma, el único trabajo que ha tenido en no sé cuánto tiempo ha sido de cajera en el supermercado de Kings Cross. y además, es adicta a las novelas rosas. ¡Odio el acid jazz! ¡Me da igual que sea sofisticado o que esté de moda! El hecho es que me volví a poner a llorar como una loca. Decidí no esperar el ascensor y subí corriendo por las escaleras hasta llegar a mi estudio. Entré, cerré la puerta de un portazo y me dejé caer encima de la cama. Chocolate, pensé, un poco de chocolate hará que me sienta mejor. Me levanté y registré la cocina hasta dejarlo todo patas arriba. Ya os lo podéis imaginar. Abrí todas las puertas de los muebles de la cocina, pero no encontré ni un miserable trozo de chocolate. Y entonces me acordé de que tenía un poco de helado de chocolate en el congelador. Pero, claro, la tarrina estaba atrapada entre las fauces de una estalactita enorme y tuve que romper el hielo a golpes. Sólo quedaba como para dos cucharadas de helado. Estaba intentando sacarlo, maldiciendo mi suerte a punto de volver a echarme a llorar cuando me di cuenta.

—¿No me digas que…? —Helen lo había adivinado.

—Sí. El síndrome premenstrual. ¿A que es horrible? ¡Me da tanta vergüenza la escena que le monté al editor! Sé que yo tenía razón y que él estaba equivocado, pero, de todas formas estoy segura de que nunca me volverán a encargar nada en esa revista. ¿Creéis que debería volver y decirle que estaba en pleno ataque de ansiedad premenstrual?

—Ni se te ocurra, Julia —dijo Chantal moviendo la cabeza; su media melena roja (ahora tenía el pelo corto y rojo) se balanceó como en un anuncio de televisión—. Nunca, jamás, reconozcas ante un hombre que tu histeria se debe al síndrome premenstrual. Eso sólo sirve para reforzar determinados estereotipos. Y eso no es bueno, aunque sea cierto. Además, fomenta el sentido de superioridad de los hombres.

—Estoy de acuerdo —intervino Philippa, que se había vuelto a sentar en el suelo y estaba picando satisfecha de un cuenco de cacahuetes tostados. Había escuchado a sus amigas con complicidad, pero ella no tenía ninguna historia dramática que aportar. A decir verdad, había tenido un día fantástico. Pero no quería desentonar en el estado de ánimo general, de modo que decidió callar. Ese día había escrito un borrador entero del segundo capítulo de su novela y había hablado por teléfono con Jake.

En la televisión apareció un anuncio de carne de cordero. Julia se volvió hacia las demás.

—¿Os acordáis de ese viejo anuncio en el que la chica renunciaba a una cita con Tom Cruise por comerse un cordero asado? —dijo.

—Claro —repuso Chantal—. Era increíble.

—De hecho, yo haría lo mismo —dijo Philippa arrugando la nariz—. Prefiero mil veces un cordero que una cita con Tom Cruise. Si queréis que os diga la verdad, no me parece nada atractivo. Tiene cara de tonto.

—A mí me gustó bastante en Entrevista con el vampiro —comentó Helen.

—Yo me negué a ver esa película. He leído todas las novelas de la serie y, por mucho tinte rubio que se ponga, Tom Cruise no es Lestat. Y me da igual lo que pudiera opinar Anne Rice en el NewYork Times —comentó Philippa con obstinación; después sonrió—. Claro que, si me pagaran lo suficiente, no me importaría que Tom Cruise actuara en la película de mi novela. Pero nadie podría decir nunca que fue por elección mía.

—Por cierto, ¿qué tal va la novela? —Chantal se moría de ganas de leerla.

—Ya llevo dos capítulos. Todavía me faltan muchos. Pero, volviendo a lo de Tom Cruise, de verdad que me molesta la cara de tonto que tiene. Aunque fuera ingeniero aeronáutico seguiría teniendo cara de tonto. De hecho, me pasa lo mismo con Richard Gere y con Keanu Reeves. No me acostaría con ninguno de los tres. Ni aunque me lo pidieran de rodillas. Ni aunque llevaran el culo al aire con zajones de cuero. Ni aunque me lamieran las botas. —Se introdujo un puñado de cacahuetes en la boca y masticó pensativamente—. Bueno, es posible que si me las lamieran con esmero…

—Ni yo tampoco —intervino Helen—. Es verdad que todas tenemos que enfrentarnos a la soledad en algún momento u otro de nuestra vida, pero yo preferiría no hacerlo mirando a un hombre a los ojos. En mi opinión, no hay ningún atributo más sensual que la inteligencia.

—Cómo sois las intelectuales —declaró Chantal con sorna; después arqueó las cejas y dibujó varios aros con el humo del cigarrillo—. Un hombre no necesita poseer un doctorado para ser un buen amante. Y, además, los tontos tienden a tener más músculos. Los pectorales no se desarrollan precisamente leyendo. En cualquier caso, a la hora de la verdad basta y sobra con que digan un par de cosas, y no tienen por qué ser en sánscrito. A mí me basta con «yo Tarzán».

—¿Es que te has olvidado de cuando te dio por los poetas bohemios, Chantal? —sonrió maliciosamente Philippa.

—No me lo recuerdes. De eso hace muchísimo tiempo. Ya aprendí la lección. —Chantal dio otra calada al cigarrillo—. Realmente, las viejas amigas sois como un dolor de cabeza. Especialmente las que tenéis buena memoria. Como sigáis así voy a tener que cambiaros por un nuevo lote de amigas que no sepan nada de mi pasado.

—No te serviría de mucho. Ya nos encargaríamos nosotras de ponerlas al día —amenazó Julia, encantada.

Chantal le cogió el mando a distancia a Philippa y fue cambiando de un canal a otro sin prestar demasiada atención. Hasta que vio al joven musculoso que hacía de Mr. Músculos, un limpiador multiusos para el hogar.

—No me molestaría nada tenerlo en mi cocina. Ni siquiera lo haría trabajar. Al menos, no limpiando la cocina —dijo.

—Estoy de acuerdo con Chantal en lo de los músculos contra el cerebro —comentó Julia—. ¿Cómo decía la vieja canción de Shakespeare’s Sister? ¿Os acordáis? Era algo como: «Necesito un amante primitivo, un idilio de la Edad de Piedra». Desde luego, ése es mi caso. Aunque, pensándolo bien, también me van los jóvenes con pinta de artista. ¿Creéis que existirá tal cosa como un troglodita con pinta de artista?

—Me lo imagino perfectamente —dijo Philippa—. Conan el Expresionista, recién salido de Bellas Artes, le atiza a Julia en la cabeza con su caballete y la arrastra cogida del pelo a su estudio.

—Mmmm —ronroneó Julia—. Eso me gustaría.

—¿Es que no puede haber un hombre con músculos y cerebro? —musitó Helen levantándose un poco las gafas—. Conan el Bárbaro se podría convertir en Conan el Bibliotecario. De todas formas, Arnold Schwarzenegger no es mi tipo. Aunque tengo que admitir que Terminator I era una película totalmente posmoderna.

—Posmoderna o lo que sea —contestó Julia—, me encantaría frotarme arriba y abajo sobre sus brillantes pectorales y sus apetitosas nalgas.

Chantal volvió a cambiar de canal. Estaban emitiendo Detective en Hollywood III en uno de los canales de pago.

—¡Para! —gritó Julia—. ¡Ése sí que es mi hombre! A Eddie Murphy sí que le chuparía los dedos de los pies, aunque no se hubiera duchado en un mes. Lo adoro.

—Yo no sé si me atrevería a tanto —dijo Chantal arrugando la nariz—. Pero os aseguro que le chuparía otra cosa. Es un bombón. Chocolate caliente.

—Pues a mí no me gusta —opinó Helen—. No me gusta el trato que se le da a las mujeres en sus películas. Admito que Boomerang tenía cierto interés, pero, por lo general, creo que sus películas transmiten una imagen muy negativa de la mujer.

—Helen, querida —dijo Chantal moviendo la cabeza—. No estamos hablando de relaciones profundas y significativas. Estamos hablando de sexo. Tienes que intentar pensar de manera más sucia. Y pasa los cacahuetes.

Chantal apuntó el mando a distancia hacia el televisor. Un periodista masculino estaba presentando un reportaje sobre las chicas de los bares del Sudeste asiático. Clic. Una recomendación gubernamental sobre el sexo seguro. Clic. Otra vez Eddie Murphy. Clic. El líder del partido laborista hablando sobre el déficit presupuestario.

—¿Por qué te paras ahí? —preguntó Julia con voz angustiada—. La economía me aburre.

—Desde luego, no es lo que se dice muy excitante —comentó Philippa.

—No preferiréis al de la otra panda, ¿no? —exclamó Helen.

Las cuatro abrieron la boca, se metieron un par de dedos dentro e hicieron como si fueran a vomitar.

—Pero ¿si tuvierais que elegir a uno?

—Yo elegiría al primer ministro —respondió Chantal con tono sacrificado—. Cerraría los ojos y pensaría en Australia.

Julia se acercó a Chantal y le quitó el mando a distancia. Apareció «el Explorador de los montes» anunciando un producto.

—Eso es lo que yo llamo un objeto fetiche —exclamó.

—¿Te refieres a él o a su sombrerito de explorador? —preguntó Philippa.

—A ambos. No sabéis cómo me lo pasé viendo ese programa en el que se comía todas esas plantas raras y esos insectos crujientes por el interior del país. Me encantaba que nunca reconociera que había cosas que no le gustaban. La cara se le arrugaba y ponía una especie de sonrisa dolorosa y heroica. Me recordaba a la expresión de algunos hombres cuanto te chupan…, ya sabéis dónde.

Todas se rieron. Sabían exactamente a qué expresión se refería Julia.

—¿Os acordáis del episodio en el que se comía las hormigas con miel? —dijo Helen suspirando.

—Pues claro —replicó Julia—. Es uno de mis favoritos. Siempre he tenido la loca fantasía de hacer el amor con «el Explorador de los montes» en alguna remota esquina de Australia. Él sólo llevaría puesto el sombrero y algún animal salvaje estaría lamiendo la mermelada de frutos salvajes que nos cubriría todo el cuerpo. Y, por supuesto, habría un equipo de televisión grabando cada detalle. Pero ya es hora de que digáis algo vosotras dos —dijo mirando a Helen y a Philippa—. ¿A vosotras qué famoso os pone cachondas?

Philippa entrecerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás y sonrió.

—John Travolta —respondió—. Urna Thurman. Flacco. Ernie Dingo. Linda Hunt. Dale, el de Twin Peaks, vestido sólo con su chaqueta del FBI. Y ese maravilloso personajillo que interpretaba a un payaso en paro en Delicatessen. Todos al mismo tiempo. Cada uno debería tener un cuenco lleno de bizcocho de chocolate, un plumero, una pajarita elástica, un poco de aceite de oliva y cinco pañuelos de seda; ni una prenda más. También estaría Richard, el director del taller literario. Aunque él sólo miraría.

—Mira que eres rara, Philippa —dijo Chantal con admiración—. No entiendo para qué es el quinto pañuelo. Pero estoy segura de que tendrás tus razones.

—¿Y tú, Helen? Cuéntanos. Descúbrenos el objeto de tus fantasías.

Helen lo pensó antes de contestar.

—Iba a decir Flacco o Ernie Dingo, pero Philippa se me ha adelantado —murmuró de forma poco convincente.

—Podemos compartirlos. A mí no me importa —dijo Philippa.

—No hace falta —repuso por fin Helen después de otra pausa—. Os lo voy a confesar. —Respiró profundamente—. Pero, primero, creo que necesito un poco más de vino.

—¡Traedle más vino a la chica! —ordenó Chantal.

Luego tomó el mando a distancia y apagó la televisión. Philippa se levantó a toda prisa, volvió a llenar las cuatro copas y se sentó de nuevo en el suelo abrazándose las rodillas, pero esta vez justo delante del televisor, mirando en la dirección de Helen.

—No sabéis lo que me cuesta reconocerlo —dijo Helen mientras se estiraba la falda. Todavía se veía la mancha—. Y sé que va en contra de todo lo que he afirmado antes. —Bebió un largo trago de vino, dejó la copa encima de la mesa y, con un hilo de voz, dio a conocer el objeto de su deseo—. Rambo —dijo.

—¿De verdad? —Julia no lo podía creer.

—¡Rambo! —se rió Chantal—. Pero, querida, ¡creía que no te gustaban los hombres musculosos!

—Y, además —continuó Helen—, sé exactamente lo que haría con él.

Animada por la expectación que observaba en los rostros de sus amigas, Helen se inclinó hacia atrás, cerró los ojos y empezó a contar su fantasía.

—Estoy andando por la playa de Manly. Estoy mirando el mar, hundiendo los dedos de los pies en la arena fría y mojada que hay cerca del agua, cuando una ola enorme rompe justo delante de mí y deja a mis pies a un Rambo empapado y desorientado. Le tiendo una mano para ayudarlo a levantarse. Pero pesa mucho y, en vez de levantarlo, me acabo cayendo yo encima de él. Me muevo un poco para ponerme cómoda. De hecho, estoy muy cómoda. No hay más de siete centímetros entre nuestras caras y nos estamos mirando fijamente a los ojos.

»—¿Dónde estoy? —pregunta él.

»—En Australia —contesto yo—. ¿Qué tal va eso, Bo?

»—¿Australia? Eso está en Europa, ¿no? ¿No es lo que antes se llamaba Alemania?

»—No, Bo. No. Pero no te preocupes por eso.

»Me aparto de él muy lentamente, asegurándome de frotar mis zonas erógenas contra las suyas. De paso, le doy un pellizquito en el pezón. Él abre todavía más los ojos, que ya de por sí son grandes y redondos.

»—Y, ahora, ven con Helen —le digo poniéndole una esposa en una muñeca al tiempo que sujeto la otra a la mía.

»—Bueno —dice él.

»Nos levantamos y paseamos por la playa unidos por las esposas. Su cuerpo musculoso choca a menudo contra el mío mientras le formulo una crítica detallada de la imagen de la mujer y de la feminidad que transmiten sus películas. Uso muchos términos posmodernos que él no entiende. Cada vez estoy más excitada. Él me mira con cara de cordero y dice:

»—Hala, Helen. ¿Son tan inteligentes y tan listas como tú todas las mujeres en Austria?

»—Es Australia, Bo —le contesto sonriendo mientras le doy unos golpecitos en las mejillas—. Pero tú mejor quédate callado. Y déjame que te ayude con esos trapos mojados.

»Le quito las esposas y lo desnudo, muy despacio. Empiezo quitándole la ametralladora y el cinto con las balas. Después me quito a toda prisa la camiseta y los pantalones cortos y los tiro al montón de ropa que ya hay sobre la arena.

»—Ayúdame con el sujetador, ¿quieres?

»Ello intenta, pero no lo consigue.

»—No te preocupes —lo tranquilizo, y me lo quito yo misma.

»—Creía que las mujeres liberadas no llevaban sujetador —dice él. Y lo dice en serio.

»—Ahora nos llaman feministas, Bo —le digo mientras salgo de mis bragas—. Feministas de tercera ola. Y, ahora, túmbate ahí encima de la arena, ¿quieres? No, no. Boca arriba, por favor.

»—¿Así?

»—Exactamente.

»A estas alturas ya se ha formado un pequeño grupo de mirones a nuestro alrededor. Después de todo, estamos en pleno día. Los mirones forman un círculo a nuestro alrededor. Entre sus caras, reconozco a un pequeño grupo de monjas de un convento que hay cerca, a Murphy Brown, a algunos de mis colegas de la universidad, a Harold Holt, que lleva un traje de baño soviético empapado, a Batman y a Robin y a David Letterman. Letterman está al lado de las monjas, que son tan altas que podrían usar su cabeza para apoyar un cuenco lleno de cacahuetes. Les hago una seña a Murphy, a Letterman y a una de las monjas y les pido que sujeten a Rambo de las muñecas y de los tobillos, aunque él no ha hecho el menor esfuerzo por levantarse. Me siento encima de su cara.

»—Bésame en los labios, Bo —le ordeno.

Julia, que estaba bebiendo cuando Helen dijo esto último, se atragantó y escupió el vino. Philippa se acercó a ella y le dio unas palmadas en la espalda.

—Lo siento —se excusó Julia—. Es que no me lo esperaba. Pero sigue, te lo ruego.

»—Eso me gustaría, Helen —dice él. Y empieza a hacerlo.

»—¿Sabías que la lengua también es un músculo? —le digo yo.

»Bueno, abreviando, unos tres cuartos de hora después, por fin me canso de eso y me muevo un poco hacia atrás para sentarme sobre su estómago. Lo tiene más duro que el banco de un parque. Lo miro, jadeando un poco, mientras pienso en lo que voy a hacer a continuación. Él se está chupando los labios. Igual que David Letterman. Una de las monjas tiene la mano metida debajo de la falda de otra, que está entonando el Ave María con la cabeza inclinada hacia atrás. Murphy se está frotando contra Harold Holt. Y Batman contra Robin.

»—Enséñame tu pistola, cariño —le digo.

»Él señala hacia la ametralladora que hay sobre la arena.

»—No. Me refiero a la más grande. —Me doy la vuelta—. Oooh, creo que la he encontrado. —Está muy dura y erecta y tiene el capullo brillante—. ¿Qué te parece, Bo? ¿Crees que debería sacarle más brillo?

»Él sigue chupándose los labios. Parece como si le costara hablar.

»—Si me meto el cañón en la boca, ¿me prometes que no dispararás?

»Él asiente y cierra los ojos. Yo empiezo a tocar su oboe rosado. Cada vez que levanto la mirada, mis ojos se cruzan con los de la monja que está agarrando a Rambo del tobillo. Moviendo un poco el cuerpo, para que Bo nos pueda ver bien, alterno entre chupársela a él y darme besos de tornillo con la monja.

—Creía que eras católica, Helen. —Cállate, Chantal. Déjala seguir.

»—Mientras tanto, Rambo me ha metido un dedo igual de grande que el miembro de cualquier otro hombre en el sexo y lo está moviendo vigorosamente. Le pregunta a los espectadores dónde está el clí-to-ris. Pronuncia la palabra muy lentamente y con mucho cuidado. Un hombre mayor muy amable se acerca y se agacha, no sólo para enseñarle dónde está, sino también lo que debe hacer con él. Con un escalofrío y un fuerte gemido, yo me corro sobre las manos de los dos.

»—¿Estás preparado para que te engulla, Bo? —le digo jadeando.

»—¿Engulla? —Rambo parece un poco confundido.

»—Ya sabes, Rambo-Pambo. Engullir. Es lo que en lenguaje machista se denomina penetrar.

»—Ah. Supongo que sí.

»Le hago una señal a los mirones para que se aparten y nos dejen ver el mar. Muy despacio, voy bajando, engulliéndolo poco a poco. Me siento como si me estuvieran metiendo un puño entero.

—¿Te han metido alguna vez un puño? ¡Nunca nos lo habías dicho!

—¡Cállate, Chantal! Sigue, Helen. —Philippa estaba absorta.

»—Pegados el uno al otro, follamos al ritmo de las olas, si es que el ritmo de las olas es cada vez más rápido. Por fin, rodamos juntos hacia el mar y yo me corro por última vez mientras una inmensa ola rompe encima de nosotros. Él también se corre, y mientras lo hace grita:

»—¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Australia es donde rodaron Cocodrilo Dundee!

»Yo lo abrazo y jadeo: sí, Bo. ¡Sí. Sí!

»Él sigue sonriendo cuando una corriente lo coge y lo arrastra hacia alta mar. Mientras se despide con la mano, uno de los mirones le tira la ropa, la ametralladora y el cinto con las municiones. Él lo coge todo con una mano extendida sobre el agua. Justo antes de desaparecer, grita:

»—Gracias, Helen. Nunca olvidaré este día. Por cierto, ¿por dónde se va a Hollywood?

»—Vas por buen camino, Bo —grito yo—. Tú sigue nadando.

»La muchedumbre aplaude y se dispersa. Yo me quedo sentada en la arena, al borde del mar, lamiéndome la sal de las rodillas con las manos alrededor de los tobillos.

El silencio en la habitación era tal que se podría oír el sonido del envoltorio de un condón al caer al suelo.

—Bueno, ya os lo he contado todo. —Helen se encogió de hombros y miró a su alrededor, pero nadie dijo nada. Por su aspecto, cualquiera diría que estaban disecadas, aunque Chantal respiraba entrecortadamente.

—Nunca podré volver a pensar igual en David Letterman —dijo Julia después de un largo silencio.