—Delicioso —ronroneó Chantal entrecerrando sus impresionantes ojos verdes y deslizando luego la lengua sugerentemente por sus incitantes labios.
Ante la visión de la joven, un hombre que pasaba por delante de la mesa se detuvo con tanta brusquedad que estuvo a punto de perder el equilibrio. Incluso entre el variado bufet de los asiduos al café de Dadinghurst, Chantal destacaba como un plato de alta cocina; era elegante, sugerente y un poco picante. Tenía exactamente el aspecto que cabe esperar de una editora de una revista de modas, que es exactamente lo que era. Si se dio cuenta de la presencia del hombre, desde luego no hizo nada para demostrarlo.
Avergonzado, él se alejó lo más rápido que pudo.
A la izquierda de Chantal, se hallaba sentada Julia, con su breve y puntiaguda barbilla apoyada sobre sus manos entrelazadas. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa soñadora le curvaba la boca. Su cálida tez de oliva resplandecía al calor del sol y su largo pelo azabache caía a su espalda en una cascada. Estaba tan quieta que ni una sola de sus muchas pulseras de plata tintineaba.
A la derecha de Chantal, se encontraba Helen. Vestida de beige y marrón, recordaba a una barra de pan integral con pecas en lugar de semillas. Detrás de unas gafas con montura de carey, sus ojos eran de un color mostaza oscuro. Estaba mirando las hojas que había esparcidas encima de la mesa. Movió la cabeza apreciativamente.
—Chantal tiene razón, Philippa —le comentó con entusiasmo a la cuarta mujer de la mesa, que estaba sentada enfrente de Chantal—. La palabra es delicioso.
—Sí. Y, además, se supone que es bueno para la salud —contestó Philippa observando con atención el panecillo de manzana con nueces que tenía en la mano—. No tiene azúcar, ni grasas animales ni ningún ingrediente artificial.
—No fastidies, Philippa —la interrumpió Helen arqueando las cejas—. No estamos hablando de los panecillos. Estamos hablando de tu cuento. Y lo sabes perfectamente. Es maravilloso que por fin nos hayas leído algo de lo que escribes.
—¿De verdad os ha gustado? —inquirió Philippa con una tímida sonrisa, sin levantar la mirada de la mesa, mientras hacía un pequeño montón con las hojas. Las sacudió para quitar las migas, las guardó en el bolso y lo colgó del respaldo de la silla.
Las cuatro amigas estaban desayunando en el café Da Vida de la calle Victoria, su lugar preferido de encuentro. Era una preciosa mañana de primavera en Sydney y, lo que es mejor todavía, una mañana de sábado. Sin descuidar ni el más mínimo detalle de su aspecto, la fauna que poblaba la jungla urbana del barrio de Oarlinghurst acudía a sus cafés favoritos. Actores, artistas, profesionales del sexo, drogadictos, enfermeras, actores que también eran drogadictos, artistas que también eran profesionales del sexo, profesionales del sexo que intentaban parecer enfermeras, homosexuales, heterosexuales, bisexuales, homosexuales que se comportaban como heterosexuales, heterosexuales que se comportaban como homosexuales, inmigrantes con acento húngaro, jóvenes mochileros ingleses y alemanes y franceses. La mayoría avanzaban en parejas o en grupos, pero también había solitarios. Aunque algunos sólo cargaban con sus grandes ojeras, la mayoría llevaba revistas manoseadas, periódicos o incluso algún libro de un autor de moda.
Philippa deseaba más que nada en el mundo ser uno de esos autores de moda. Sabía que había dos cosas de la industria editorial que estaban a su favor. Uno: el sexo vende. Dos: tendría un aspecto magnífico en la fotografía de la solapa. En la vida real, sentía cierta inseguridad por su físico, pues se consideraba demasiado alta y delgada; sin embargo, en las fotografías parecía una auténtica vampiresa, la quintaesencia de la femme fatale. Tenía una espesa melena negra que descendía hasta los hombros, ojos grises y la piel lechosa. Solía vestir con jerséis de cuello vuelto y pantalones vaqueros oscuros. Se sujetaba los pantalones con anchos cinturones de cuero negro y los anclaba con pesadas botas del mismo color. Su aspecto atraía las miradas insinuantes de lesbianas enfundadas en cuero y de artistas masculinos un poco neuróticos; miradas que ella siempre correspondía. Pero, al menos por lo que sus amigas sabían, no solía ir más allá de eso, de las miradas.
Philippa parecía concentrar todas sus energías en escribir. Trabajaba a tiempo parcial como redactora en una oficina gubernamental y dedicaba el resto del tiempo a sus obras eróticas. Solía decir que era la amante de las palabras que empiezan con «uve»: vicio y voyerismo. Insistía en que tenía una vida sexual plenamente satisfactoria, sólo que en la imaginación en vez de en la cama.
—Helen. —De repente, Philippa se mostró nerviosa—. Tú que estás al día en estas cosas, ¿cuál es la postura de las feministas respecto a la pornografía? Estoy un poco preocupada. ¿Crees que desaprobarán mi relato?
—La verdad es que no está nada claro —contestó Helen—. Algunas feministas siguen opinando que toda pornografía es violencia figurada contra la mujer. A mí me parece que eso no es aplicable a la erótica femenina. Sobre todo cuando incluye a una mujer metiéndole un pepino por el ano a un hombre. No, creo que el relato es magnífico —reiteró Helen—. De verdad. Me ha parecido excitante y justificado —recalcó levantando la cabeza hacia el cielo, como si estuviera consultando con su Dios mujer. A Helen le gustaban las palabras como justificado. Era profesora de universidad y crítica de cine feminista y los términos como ése formaban parte de su trabajo. Hizo una nueva pausa, cubriéndose recatadamente las rodillas con la falda—. Aunque creo que podías haberle sacado más partido al látigo.
Chantal se mojó los labios y golpeó ruidosamente la acera con un látigo imaginario, asustando a un chico que pasaba patinando delante de la mesa. La mujer europea que estaba sentada en la mesa de al lado la miró completamente ensimismada por encima de su taza de café.
Philippa le dio un codazo a Helen y señaló a Julia con la barbilla.
—¿En qué estará pensando? —se preguntó en voz alta.
En sexo. En eso estaba pensando Julia. En la noche de ensueño que había pasado hacía dos días. Por mucho que había intentado concentrarse en el cuento de Philippa, su propia corriente narrativa insistía en apoderarse de sus pensamientos y no conseguía encontrar la tecla que la apagara. Ahora estaba recordando la escena en la que Jake engullía los últimos trozos de pan y de carne picante que quedaban en la mesa del restaurante indio en el que habían cenado. Sonrió. Desde luego, había hecho bien en llamarlo.
Jake estaba en paro. Era un músico sin un céntimo que intentaba abrirse camino en el mundo con un grupo con tantas disputas internas que solía referirse a él como «Bosnia». Compartía un apartamento barato en Newtown con varios amigos y decía que su pelo de rastafari era su único logro en la vida. Julia lo había conocido el fin de semana pasado en una fiesta en el barrio de Glebe a la que había asistido con Philippa.
En la fiesta bailaron juntos. Después, Jake fue a la cocina a por unas cervezas. Al volver, le puso la lata fría contra el cuello y le sugirió que buscaran un sitio tranquilo para hablar. Se sentaron muy pegados en el sofá que había en una de las habitaciones menos concurridas y se hicieron las típicas preguntas, además de otras bastante atípicas.
Él habló de su grupo de música, ella de sus fotografías. Julia le contó que le fascinaba China y él comentó que hacía tiempo estuvo pensando en aprender mandarín. Las piernas de los dos se rozaban. Las de Jake no parecían acabar nunca debajo de sus Levis grises. El músico tenía las extremidades desmesuradamente largas, una piel suave del color de la miel, cálidos ojos marrones, una nariz pequeña y fina, la boca grande y un temperamento directo y lacónico. Parecía sincero al declarar que le gustaría ver las fotos de Julia. Cuando ella se rió estridentemente por algo que dijo él, doblándose hacia delante con hilaridad, Jake le apartó de la cara la larga melena oscura en un gesto de una intimidad sorprendente. La sangre latina de Julia corrió desbocada por sus venas.
Pero, como tantos otros chicos de su generación, que desde luego no era la de Julia, Jake era tan despreocupado que ella no sabía cuáles eran realmente sus intenciones; ni siquiera sabía si tenía alguna intención. Cuando un viejo conocido de Julia se acercó a ella con una interminable lista de «¿has visto a esta o a esa otra persona últimamente?», Jake se despidió y se marchó a otra habitación. Julia intentó disimular su decepción, aunque la consolaba el hecho de que ya hubieran intercambiado sus números de teléfono, incluso aunque hubiera sido ella quien lo había sugerido. Lo volvió a ver un poco después en la cocina, pero estaba sumido en una intensa disputa dialéctica.
Al cabo de un rato, Philippa le preguntó a Julia si quería compartir un taxi de vuelta a casa. Philippa vivía en el Cross; podía dejar a Julia de camino en el apartamento que tenía en una nave industrial de Surry Hills.
Durante el trayecto comentaron la fiesta, pero Julia no dijo nada sobre Jake. No es que no quisiera que Philippa lo supiera, es que era supersticiosa con ese tipo de cosas; creía que si hablaba demasiado pronto de Jake todo el asunto podría venirse abajo.
Y ahí estaban los dos, cinco días después, en un discreto restaurante indio de Glebe. Después de mirar los platos por última vez para asegurarse de que no quedaba nada comestible, Jake contuvo un eructo y extendió los brazos sobre la mesa hasta cubrir las manos de Julia con las suyas. Ella le acarició la palma de la mano con el dedo índice.
—Me alegro de que no seas vegetariana —declaró él después de un breve silencio.
—¿Y eso por qué? —preguntó Julia.
—No sé. La verdad, no tengo nada contra la mayoría de las vegetarianas, sólo contra las más radicales. Pero es mejor que no te lo diga. Al menos por ahora.
—Pero ahora me ha picado la curiosidad.
—Ya te lo contaré después.
Qué se le iba a hacer. Además, le gustaba el sonido de esa palabra: después.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Julia le miró las manos. Le fascinaban las manos; todo terminaciones nerviosas y vasos capilares, sensación y sangre. Y las de los hombres jóvenes podían ser tan hermosas, tan tiernas y complacientes. Con la punta del dedo, Julia exploró la palma de la mano de Jake. Él tembló casi imperceptiblemente y se inclinó hacia ella. Julia lo besó y le acarició la pierna con el pie por debajo de la mesa.
—Tengo una erección increíble —le susurró él con voz ronca.
Ella sonrió y atrajo la atención de un camarero que pasaba junto a la mesa.
—¿Podría traerme la cuenta, por favor? —solicitó Julia.
Chantal sonrió.
—Hola. ¿Hay alguien en casa? ¡Ju-lia! —Entonó el nombre de su amiga separando las sílabas: re-do.
Los párpados de Julia se abrieron de golpe y sus ojos brillaron sorprendidos.
—Bueno —dijo Philippa después de un largo silencio—. ¿Te ha gustado el cuento? —De repente se corrigió a sí misma—. Claro, que no tienes que decir que sí si no te ha gustado de verdad.
Julia volvió al planeta tierra en un cohete supersónico. Abrió y cerró los ojos varias veces.
—Sí, claro. Claro que me ha gustado —repuso atropelladamente—. Digamos que el relato es la nata —continuó recuperando poco a poco la soltura—. Ahora sólo necesito otra taza de café. Es orgásmico.
—¿No lo estarás diciendo por complacerme?
—¿Yo? Qué tontería —contestó Julia sonriendo de forma encantadora.
—La verdad, eso me preocupa —comentó Philippa mientras mordía el panecillo. Después frunció el ceño—. ¿Creéis que cuando dicen que no tiene grasas animales incluyen también la mantequilla? ¿Cómo se puede hacer un panecillo sin mantequilla?
Julia observó la calle mientras bebía un sorbo de su café con leche.
—Mirad —alertó a las demás—. Posible víctima a la vista. —Cuidando de que no se notara demasiado, las otras tres se giraron en la dirección que señalaba Julia e hicieron un rápido inventario.
La piel ligeramente bronceada, el pelo castaño un poco despeinado y grandes ojos azules parcialmente ocultos bajo unas pobladas pestañas. Veintimuchos años. Camiseta blanca. Brazos musculosos y bien definidos.
Pantalones vaqueros negros cubriendo, que no ocultando, unas piernas largas y fuertes.
—Parece un pura sangre —dijo con tono aprobador Helen.
—Es posible, pero fíjate en las pezuñas —observó Philippa—. Creo que ahí tiene un problema.
Doc Martens. No botas, zapatos. Con calcetines blancos.
—¡Uf! —exclamó Chantal levantando la nariz puntiaguda al tiempo que se acariciaba el moño de color rubio champán.
Estaba encantada con su moño, el último añadido de la agenda en continua revisión de su peinado. Era cortesía de su mejor amigo y confidente, Alexi, su peluquero. Alexi y ella compartían historias, noticias y opiniones sobre los hombres. Incluso se regalaban mutuamente todos los años el calendario «Todos los hombres son unos bastardos». Con su estilo natural y su envidiable trabajo de editora en Pulse, la biblia de la moda de Sydney, Chantal esperaba convertirse algún día no demasiado lejano en un icono del mundillo de la moda. Una de sus fantasías era que un grupo de guapísimos hombres medio desnudos la escoltara hasta un trono en el desfile de carnaval. Dibujarían el contorno de su cuerpo, se frotarían entre sí y retozarían húmedamente a su alrededor mientras ella saludaba al gentío como la reina de un baile de fin de curso de una película norteamericana o, mejor todavía, como una auténtica reina. La gente pensaría que era la mujer más divina que hubieran visto en toda su vida, más divina incluso que Terence Stamp en Priscilla. Para no desilusionar a sus admiradores, durante la fiesta que seguiría al desfile, haría que algún esclavo complaciente se arrodillara delante de ella. Apoyándose con una mano en la cintura del esclavo, Chantal se agacharía provocativamente con el culo en pompa. Entonces, varias deslumbrantes reinas de gimnasio con espectaculares músculos la cogerían por detrás. «Ahora te quiero a ti, y después a ti, y después a ti y a ti y a ti» diría ella, apuntando a los hombres medio desnudos con un dedo índice con las uñas perfectamente pintadas.
—Parece que tienes bigote —le informó Helen a Julia, que se limpió la leche rápidamente con el dorso de la mano.
—¿Por qué tendrán siempre tanta crema estos cafés con leche? —se preguntó Julia.
—Me alegro mucho de que os haya gustado —comentó Philippa, volviendo a llevar la conversación hacia su cuento.
Chantal sacó otro cigarrillo con unos suaves golpecitos en la parte superior del paquete.
—¿Qué título le vas a poner? —preguntó Helen.
—Creo que «Frutas y verduras prohibidas». ¿Qué os parece?
—Con Adam y Ava resulta un poco obvio —opinó Julia después de un breve silencio—. Ya puesta, lo podrías llamar «El supermercado del Jardín del Edén».
Philippa se sonrojó.
—Tienes razón —admitió.
Llevándose el cigarrillo a los labios pintados de color coraje (de la colección Poppy, por supuesto), Chantal miró a su alrededor para ver si había alguien a quien mereciera la pena pedirle fuego. No había nadie. Buscó el mechero en el bolso, se encendió el cigarrillo y expulsó el humo dibujando varios anillos.
—¿Qué te parecería «Creme franche»? Lo digo por la reacción de Julia —propuso.
—Yo lo llamaría «Cómeme» —sugirió Helen.
Un camarero imponente salió con otra ronda de cafés; con leche para Julia, cappuccino para Helen y solo para Chantal y Philippa. Mientras volvía con un andar elegante hacia el café, Philippa comentó:
—¿Os habéis fijado alguna vez en que todos los camareros que trabajan en los cafés de Darlinghurst parecen modelos?
—Sí. Y los de Double Bay parecen banqueros —contestó Helen—. Lo digo en serio. El otro día fui a comprar unos libros a Nicholas Pounder’s. Al salir, me paré en un café que hay a la vuelta de la esquina. Un sitio rarísimo. Los camareros llevan hasta corbatas a rayas. Casi te esperas que les suene el teléfono móvil mientras te toman nota.
—¿Los camareros llevan teléfono móvil? —exclamó Julia con incredulidad.
—Julia, para ser fotógrafa eres de lo más literal. Lo que quiero decir es que tienen pinta de llevar teléfono móvil, no que lo lleven.
—Ah.
—¿Le has enseñado el cuento a alguien más? —preguntó Helen.
—Sólo a Richard.
Richard era el carismático hombre que dirigía el taller literario al que Philippa asistía todos los domingos desde hacía años con la misma fidelidad que si fuera a misa. Ninguna de las otras lo había visto nunca, pero era como si le conocieran. Richard era el gurú de Philippa, su mentor, su confidente y el principal objeto de su deseo, aunque ella insistía en que nunca se había acostado con él, y en que probablemente no lo haría nunca. Philippa no estaba segura de qué edad tenía; decía que debía de estar entre los veintiocho y los treinta y ocho años. Según ella, adoptaba apariencias distintas en función del personaje en el que estuviera trabajando en cada momento. Un verano era un surfista bronceado con el pelo rubio y el invierno siguiente era un punk pálido como la leche. Publicaba sus relatos en un montón de revistas literarias desconocidas bajo distintos seudónimos, uno distinto para cada personaje. Un día que todos los estudiantes del taller fueron a las arenas de Bondi, Philippa descubrió que tenía unos pies primorosos.
A Helen le había gustado el detalle de los pies. Se enorgullecía de sus propios pies, que tenían un buen arco y eran regordetes y suaves. Sus novios siempre la habían piropeado por sus pies. Uno, que era un poco fetichista, incluso había disfrutado adorándolos, aunque, la verdad sea dicha, a Helen no le había resultado nada fácil relajarse con un hombre lamiéndole los huecos que hay entre los dedos, que a ella siempre le habían parecido bastante poco higiénicos. Cuando un amante le comentó que sus pies parecían nuevos, que era como si nunca hubieran sido usados, ella no supo cómo tomárselo.
—¿Y qué te ha dicho Richard?
—De hecho, me ha animado mucho. Hasta me ha sugerido que intente publicarlo. Me ha dicho que lo intente en una de esas revistas de mujeres en las que publican fotos de hombres con todas sus cosas, ya sabéis, colgando.
—¿Te refieres a revistas como Australian Women’s Forum? Es una idea magnífica, querida. —Chantal bebió un poco de café. Alexi y ella compartían una suscripción—. ¿Vas a intentarlo?
—¿Por qué no? —contestó Philippa encogiéndose de hombros—. Aunque estoy pensando en convertido en una novela.
—¡Qué buena idea! —exclamó Helen.
—La siguiente pregunta es de dónde has sacado los, digamos, ingredientes para escribir «Cómeme». Porque se va a llamar «Cómeme», ¿no? Mucho me temo que no está basado en nada que me haya pasado a mí —dijo Chantal.
—¡A mí no me mires, Chantal! —dijo Julia.
—¡Ni a mí! —exclamó Helen—. Las fresas me producen urticaria.
Philippa sonrió.
—El cuento es puramente producto de mi imaginación —declaró.
—Claro, querida —repuso Chantal con tono jocoso.
—Y, por supuesto, de la gran atención que le presto a todo lo que me rodea —continuó Philippa—. Hablando de lo que nos rodea, ¿no tenías una cita caliente con un jovencito, Julia? ¿Qué tal te fue?
—Bueno, no sé —dijo Julia moviendo la cabeza. No quería que esa historia acabara en un cuento de Philippa. Se preguntó si estaría siendo injusta con su amiga. Philippa no sería capaz de incluir sus experiencias así como así en sus obras de ficción. ¿O sí? «Cómeme» no parecía tener nada que ver con ninguna de ellas y, al fin y al cabo, ésa era la única referencia que tenían. Hasta ahora, Philippa se había mostrado extremadamente reacia a enseñarles lo que escribía. «Cómeme» era el primer relato que les enseñaba. Aunque pudiera ser injusto mostrarse tan suspicaz, decidió no arriesgarse—. Supongo que no estuvo mal.
Llevándose el café con leche a los labios, Julia desvió la mirada de las demás y volvió a sumirse en sus pensamientos.
Al salir del restaurante indio, Julia fue incapaz de reprimir un ataque de risa, pues Jake tenía que andar doblado, casi en ángulo recto, en un intento vano por esconder su erección. Él la miró con ojos tristes. Una vez dentro del taxi, Jake cogió la mano complaciente de Julia y se la llevó al bulto que tenía en la entrepierna antes de besarla. Metió la mano dentro de la minifalda elástica de Julia y, cuando ella se movió para facilitarle el acceso, entró en sus bragas y empezó a explorar con los dedos. Después la acarició hasta hacerla vibrar de placer. Cuando Julia se dio cuenta de que el taxista tenía los ojos pegados al espejo retrovisor, se excitó aún más.
—Mmmm —jadeó Julia—. Mmmm. Justo ahí. Sí, ahí, Sí. ¡Sí!
El taxi se detuvo justo delante del apartamento de la joven y Jake retiró su mano de las bragas.
Mientras Julia pagaba al taxista, Jake miró en otra dirección, como si algún asunto urgente reclamara su atención. Había hecho lo mismo cuando llegó la cuenta en el restaurante. A Julia realmente no le importaba. No es que su trabajo como fotógrafa la hiciera rica, ni mucho menos, pero ganaba lo suficiente y, desde luego, nunca le faltaba dinero para sacar a cenar a los jóvenes manjares que le gustaba paladear.
Una vez en el dormitorio, Julia le arrancó la camisa y forcejeó impacientemente con el cinturón y los botones de la bragueta. Estaba tan excitada que le molestó que él le pidiera que fuera más despacio.
Jake la despojó de su ropa como si cada prenda fuera la hoja de una alcachofa, saboreando cada una con la nariz, con los ojos, con el tacto, mimando las últimas prendas más que a ninguna otra de las anteriores. La empujó suavemente sobre la cama, boca arriba, le sujetó las manos a los costados y empezó a descender lentamente por su cuerpo, devorándola con los ojos. Su mirada se detuvo en los pezones de Julia, apreciando su atractivo tono oscuro, y en el suave color mediterráneo de su vientre antes de proceder al manjar más exquisito, la maraña de cabello de ángel que adornaba los pliegues de su húmedo carpaccio de salmón.
Una vez estudiado el menú, Jake decidió cuál iba a ser su plato principal. Se agachó hacia delante para probar el interior de los muslos de Julia. Soslayando los ruegos de la espalda arqueada y las caderas levantadas de Julia, saboreó su piel tersa con la lengua y con los labios, y sólo cuando se sintió saciado con eso subió la cabeza hasta situarse a un milímetro de la puerta de su tienda de manjares. Inspiró el rico aroma salado que emanaba, soltando pequeños suspiros que a Julia le parecían caricias. Ella intentó bajarse un poco para cerrar la diminuta brecha que separaba su sexo deseoso de la boca de Jake, pero él se anticipó a sus movimientos y mantuvo esa mínima distancia sin soltarle las muñecas en ningún momento. Justo cuando ella pensaba que el deseo le iba a hacer perder la razón, él abrió sus cortinas rosadas con la lengua y se entregó con ardor a su interior, hurgando, estimulando, chupando y acariciando mientras ella se agitaba jadeando sin parar. Jake le cubrió el sexo con toda la boca y la penetró profundamente con la lengua, que pareció expandirse dentro de ella, hasta estimular todas y cada una de sus zonas secretas. El cuerpo de Julia hervía y danzaba, se estremecía y manaba. Por fin, Jake sacó la lengua y se alimentó de su clítoris, tirando y chupando con los labios y los dientes al tiempo que sorbía sus jugos. Ella se estremecía envuelta en un mar de palpitaciones y sensaciones ardientes.
A punto de alcanzar el delirio, Julia levantó la cabeza para ver la cara juvenil de Jake asomándose por encima de su íntimo horizonte, como un sol naciente con rayos rubios emanando de su orbe. Jake arqueó una ceja y la miró con gesto interrogante. Tenía la barbilla empapada en sus secreciones.
—¿Lo estás fingiendo? —le preguntó con una leve sonrisa.
—Ahhhh —gimió ella, y se volvió a dejar caer sin fuerzas sobre la almohada.
Jake se deslizó lentamente sobre el cuerpo de Julia y la besó profundamente. Ella saboreó sus propios jugos en la boca de su amante. Rodaron hasta que ella quedó encima de él.
—Pídeme lo que quieras —dijo ella suspirando—. Lo que sea.
Jake se lo pensó unos segundos antes de hacer su petición.
—Un poco de piedra de chocolate —dijo.
Julia se separó un poco y lo miró con gesto interrogante.
—Es un tipo de helado. Piedra de chocolate de Homer Hudson —aclaró Jake al tiempo que volvía a acariciarle el sexo con los dedos. Después se incorporó, cogió un pezón de caramelo con los dientes, jugó con él un poco y lo volvió a soltar—. ¿Es que no te gustan los helados? ¿Cuántos años tienes, Julia?
Julia hizo como si no lo hubiera oído y, para evitar nuevas preguntas, descendió rápidamente y se metió el miembro de Jake en la boca. La expresión de Jake le confirmó que ese tema de conversación había quedado zanjado; al menos por ahora.
Por fin, separó la cabeza de su entrepierna.
—Julia. —Más que pronunciar su nombre, Jake lo suspiró. Ella sonrió, abrió el cajón de la mesilla y cogió un condón. Al ver cómo Julia lo liberaba de su envoltorio, él se quejó—. Odio los condones —dijo.
—Y yo odio las enfermedades crónicas y la muerte —le contestó Julia.
Después se metió el condón en la boca y volvió a agacharse.
—Bueno, si me lo vas a poner así… —susurró Jake con felicidad mientras ella lo desenrollaba con la lengua sobre su miembro erecto.
Jake disfrutó del plato principal tanto como había disfrutado de los aperitivos. Demostró ser un amante imaginativo y juguetón. Y muy ágil. No tenía nada que envidiarle a ningún acróbata profesional. Julia no tendría que ir a clase de yoga al menos en una semana.
Después de un coito largo y voluptuoso, Jake bostezó, miró a su alrededor y, sin salir de Julia, se estiró para coger el mando a distancia que había al lado de la cama. Al encenderse, la televisión mostró a una vieja estrella del pop dando saltitos sobre un escenario mientras abría y cerraba la boca sin parar con un micrófono inalámbrico en la mano.
—Qué horror —comentó Jake mientras cambiaba de canal, justo a tiempo para ver empezar la antigua película El crepúsculo de los dioses.
—Creo que es muy buena —comentó Julia girando el cuello para mirar la pantalla.
—¿De qué va?
—No lo sé. Sólo he oído que es muy buena.
—Tú deberías saberlo. Es de tu época, ¿no?
Julia se quedó boquiabierta.
—¡Qué va a ser de mi época! Es de los años cuarenta.
¿Cuántos años crees que tengo?
—No lo sé. Te lo pregunté antes, pero no me contestaste.
—¡Tengo treinta y dos años! Nací en 1964. ¿Vale?
¡Esa película es de la época de mi madre!
Jake se rió.
—No te pongas así —dijo él pellizcándole las mejillas sonrosadas—. Mira que eres sensible. —La besó en la nariz, pero Julia se apartó de él y se dejó caer en la cama.
—¿No quieres saber cuántos años tengo yo? —preguntó él.
—La verdad, no —mintió ella. Ya lo había visto en su carnet de conducir cuando Jake estaba en el baño. Tenía veintidós años—. Vamos a ver la película, ¿vale?
Él se encogió de hombros, se quitó el condón, lo hizo un nudo y lo lanzó al aire. Cayó al suelo con un sonido amortiguado. Julia calculó dónde había caído y qué numero hacía; era el tercero. Le gustaba la velocidad con la que los hombres jóvenes saqueaban su provisión de condones.
Mulleron las almohadas y ella se apoyó en el pecho de él para ver la película. A medida que la trama avanzaba —un escritor endeudado que huye de los acreedores que intentan quitarle el coche se refugia en la casa y en los brazos de Norma Desmond, una actriz madura a la que le sobra el dinero—, Julia empezó a sonrojarse. ¡Qué humillante! Claro que Norma era un personaje patéticamente vanidoso y, además, rondaba los cincuenta años, pero de todas formas Julia se moría de ganas por saber lo que estaba pensando Jake. Aunque, pensándolo bien, quizá fuera mejor no saberlo. Permaneció quieta en los brazos de Jake, en tensión, sin atreverse a mirado a los ojos. Si lo hubiera hecho, los habría visto brillar con malicia. Pero prefirió hacer como si estuviera medio dormida. Después de una escena especialmente patética, en la que el hombre joven, que está interpretado por William Holden, vuelve a la tenebrosa mansión de Norma después de haber estado en una fiesta con gente de su edad, Julia se atrevió a mirar furtivamente a Jake.
—Norma —le susurró Jake al cuello—. Oh, Norma.
Pero Julia se apartó de él y escondió la cabeza en la almohada.
—Déjame en paz.
—Pero, Norma, no seas así.
Jake le introdujo la lengua en la oreja y la pellizcó en las costillas. Después le hizo cosquillas en el culo con el pelo. Julia se dio la vuelta y lo apartó con un gesto irritado. Él le dio pequeños mordiscos detrás de los muslos, pero ella estaba furiosa. Se sentía humillada, pero ante todo, aunque estaba decidida a no admitirlo por ahora, se sentía tremendamente bien. Intentó deshacerse del abrazo de Jake, pero él forcejeó con ella.
—¡Te he dicho que me dejes en paz!
—Mírala. —Helen movió la cabeza y se rió—. Debe de estar por lo menos a un millón de kilómetros.
Julia volvió a la realidad.
—No es verdad —dijo—. Sólo estaba pensando.
—¿Por qué dices que no estuvo mal? —insistió Chantal—. ¿Qué pasó? ¿Es que no salieron bien las cosas?
Chantal, que adoraba a sus amigas, quería que todo les fuera siempre bien. Aunque, por otra parte, estaba convencida de que todas las relaciones eran como el Titanic: por muy maravillosas que pudieran parecer, siempre acababan encontrando algún iceberg que provocaba su hundimiento. Y cuando eso ocurría, ella nunca quería perderse ni el más mínimo detalle del desastre.
—Bueno, sí y no. Creo que voy a dejar de salir con hombres más jóvenes que yo —suspiró Julia—. Son unas criaturas de lo más inestables. Ocasionan demasiados problemas. Quiero que el próximo espécimen sea un hombre maduro. Aunque también estoy pensando seriamente en probar el celibato durante algún tiempo.
Las otras tres abrieron los ojos de par en par y miraron a Julia con incredulidad.
Julia y Jake no se levantaron de la cama hasta las tres de la tarde. Ella ya había perdido la cuenta del número de condones. Jake bajó a la calle a por algo de comer —con el dinero de Julia, por supuesto— y volvió con fresas y helado de piedra de chocolate de Homer Hudson; se comieron prácticamente toda la tarrina.
—Bueno, ya es hora de que me vaya —dijo Jake con los labios llenos de chocolate negro mientras se tanteaba la barbilla—. Tengo que irme a casa. Creo que me voy a llenar de granos.
Cuando Jake estaba a punto de abrir la puerta para marcharse, Julia se acordó de algo.
—¿Qué pasaba con las vegetarianas? —le preguntó.
—¿Con las vegetarianas? Ah. Hace tiempo salí con una.
—¿Y? —preguntó Julia.
—Se negaba a tener sexo oral.
—Peor para ella. Pero ¿qué tiene que ver eso con ser vegetariana?
—Es que no quería tragar proteínas animales.
Julia se rió con un sonido nasal y lo empujó al otro lado de la puerta. Habían quedado en verse en un par de días. Ella le había advertido que no volviera a llamarla Norma si no quería tener serios problemas.
—Sí. Celibato. De verdad —declaró Julia con gesto convencido—. Lo digo en serio. Y, además, ¿por qué tengo que ser yo la que cuenta cada mamada, por decirlo crudamente, de su vida amorosa? Nadie dice nada si Philippa se muestra misteriosa sobre la suya y la de Chantie es otro misterio, igual que la de Helen.
—La mía no es ningún misterio —protestó Helen—. Lo que pasa es que no tengo nada que contar.
—Ni yo tampoco —intervino Philippa.
Chantal arqueó una ceja.
—Ni yo —dijo.
—Sí, claro —repuso Julia con un suspiro mientras inclinaba la taza de café para estudiar los posos que había en el fondo. Después levantó la mirada. De repente parecía más animada—. Mirad —susurró—. Parece Jerry Seinfeld.
—Yo lo conozco —aseguró Chantal—. Es un presentador del Canal Verde.
—Qué chulada —comentó Julia—. Una estrella.
—Una estrella entre las estrellas —aseveró Chantal encogiéndose de hombros—. Pero sus gustos sexuales no apuntan precisamente hacia las mujeres, querida.
Mientras las demás discutían por qué los chicos más guapos eran siempre homosexuales, la sombra de un nombre empezó a dar vueltas en las regiones más remotas del cerebro de Philippa. Cada vez que intentaba enfocarlo con su linterna mental, el nombre se escondía detrás de otro árbol. ¿Jason? ¿Jonathan? ¿Justin? ¿Julian? ¿Jeremy? ¿Jay? De repente salió de su escondite y la saludó. «Soy yo, Jake. ¡Soy Jake!». Así se llamaba el chico que había conocido en la fiesta de Glebe. Ése era el nombre que acompañaba al número de teléfono escrito en el trozo de papel que se había encontrado en el bolsillo hace un par de días. Philippa se preguntó si debería llamarlo.
—¿Por qué sonríes de esa manera, Philippa? —la interrogó Chantal.
—No, por nada —contestó ella.